Amante
¿Quién visita al abrigo de la noche?
La caricia reptó sobre las curvas de su espalda, en una carne que se abría al paso penetrante de las uñas, cuyo tacto electrizante disparaban ondas de cosquilleos que estremecían los músculos de su cuerpo. La mano se abrió entorno a su cabeza y los largos dedos la envolvieron, hundiéndose entre los mechones desordenados de su cabello negro, sembrando caricias que producían punzadas de dolor al retorcer las raíces del pelo.
Luego descendió por su rostro, serpenteando entre las curvas que formaban los rasgos de su cara extasiada. Sintió la caricia recorrer la humedad de sus redondos ojos, abiertos y ciegos, perdidos entre sensaciones que obnubilaban su razón. Jugosos, se retorcían en caricias que penetraban a través de sus oídos, ahogando todo sonido. El aroma salado y acre perforaba los poros de su piel ardiente desgarrándolos como anzuelos que lo arrastraban a contorsionarse en busca de una mayor entrega y proximidad. Se filtraba amoldándose entre la forma de sus labios, forzando su tensa mandíbula y envolviendo su lengua con un cálido aliento sólido como la carne, que penetraba lentamente descendiendo por su garganta, hasta empachar.
Se estrechaba entorno a su sexo con firmeza, arañando su carne como una docena de espinosos zarzales envueltos en la hormigante suavidad del terciopelo, deslizándose a su alrededor como una docena de afilados dientes con el tacto suave de unos labios carnosos y sonrojados, que succionaban con persistencia todo su calor. Se hundía en sus entrañas con impetuosa ferocidad, inundándole y presionando hasta hacerle reventar.
Sólo entonces se retiró. Dejando un amasijo de carne flácida, tendones distendidos y cicatrices cerradas que resollaba, agotado, un último gemido fugaz.