Amaneciendo

Una muchacha abre los ojos ante la vida y descubre que significa estar viva.

Al anochecer un día como cualquier otro, me dispuse a visitarlo como lo hacía siempre. Solíamos conversar, muchas veces hasta altas horas de la madrugada, de diversas cosas: él me explicaba fascinantes e incomprensibles cosas del mundo exterior y yo le explicaba las "grandes" novedades que habían en el poblado. Pero ese día algo en él había cambiado.

Todavía hoy, tanto tiempo después, y tras vivir todo lo que he vivido, se me eriza la piel al recordar la sensación. Era una energía estática y poderosa flotando por la choza. Se dirigía de sus labios a los míos, tan fuerte y tan real que hasta podía verla. La respiraba en cada aspiración; y la expulsaba dejando un vacío que me hacía rodar la cabeza. Penetraba por todos mis poros y se concentraba en mi ombligo, dónde terminaba mi acompañante arácnida.

Belleza. Eso era él. El concepto de la Belleza vuelto real. La piel, el pelo, la nariz, los ojos, el torso, las piernas. Todo. Demasiado irreal para describirlo con palabras. Demasiado.

Era como si nunca hubiera visto nada en toda mi vida, y de pronto alguien me regalara ese precioso don. Y fui consciente de que él me lo regalaba.

Me sobresalté cuando alargó un brazo y me tocó el hombre con sus delicadas yemas; el contacto me ocasionó un escalofrío que recorrió mi espalda. Él se detuvo, me miró y, al ver mis ojos entornados, volvió a posar sus dedos en mi erizada piel. Casi en el acto, mis pechos se endurecieron y noté un suave cosquilleo en el vientre. Mis mejillas hirvieron. Algo que no llegaba a explicar me estaba pasando.

El silencio que reinaba entre nosotros se llenó de misteriosos mensajes que era incapaz de descifrar. Iba a pasar algo, algo extraordinario. Eso lo sabía, aunque no tenía ni idea de el qué.

Lentamente, recorrió la distancia que nos separaba e intensificó la caricia. Otra vez escuché ese silencio tan lleno, tan colmado. Sus ojos negros como escarabajos me miraban titilantes. Mi respiración se agitaba. ¡Me estaba tocando el brazo y creía morirme! ¿Qué diablos estaba pasando?

Atónita, me dejé hacer. Colocó su palma en mi mejilla enrojecida. Cerré los ojos y gemí. Ya sin ser dueña de mi cuerpo, ladeé la cadera en el jergón buscando un espacio vital donde respirar. Él se acomodó inclinándose sobre mí y deslizando su mano por mi muslo. Con la mano que me acariciaba la mejilla, empezó a recorrer mi cuello pausadamente, frotándolo con su palma y, ocasionalmente, haciendo que su pulgar recorriera mis labios; cuando hacía esto, un cosquilleo revoloteaba por mis miembros como si se me hubieran metido mariposas en brazos y piernas.

Algo se empezó a resquebrajar en mi interior cuando paseó sus dedos por mi vientre; de pronto, mi espalda se arqueó bajo el brutal influjo que se había desbocado por todo mi cuerpo. El me miró entre confundido y sorprendido. Pero cuando caí de espaldas en el jergón y lancé mis pupilas a sus pupilas, él esbozó la sonrisa más increíble que he visto en mi vida y mandó a sus labios fundirse con los míos en lo que fue el primer beso de mi corta existencia.

Me cegué. Literalmente, perdí el mundo de vista. Y me deslicé en un paraíso alucinante y placentero, dónde las mareas del mar dominaban mi existencia y mi alma surcaba los cielos saltando de estrella en estrella.

Él recorría aquellos parajes de mi piel que ni siquiera yo sabía que existían. Entre sueños noté como sus dedos estiraban el cordel que mantenía unida me blusa. Suspiré al sentir la fresca brisa nocturna recorrer mi torso y acariciar mis pezones. Abrí los ojos y vi la parte superior de su cabeza. Un grito ahogado se escapó de mi boca cuando su lengua se escurrió por mi piel como una serpiente juguetona, lamiendo con fruición cada uno de sus poros.

Y el silencio, tan lleno, tan intenso. Los roces de nuestras pieles eran como una manada de tucanes alocados. Mi tímpano repetía, con ferocidad de candomblé, los latidos de mi corazón.

Se detuvo. A pesar de que mis manos le empujaban hacia abajo, de que todo mi ser, todo mi cuerpo, le pedía que llegara a la fuente de la vida, susurrándole con gestos tenaces de que sacara el agua a mi manantial sagrado, se detuvo. Y lamió fervorosamente mi ombligo y cada una de sus imperfecciones.

Tras esos segundos eternos, su boca buscó mi falda para desabrochármela con suma habilidad. Mi sexo humedecido y cálido era un volcán en erupción. ¿Qué me estaba pasando? No podía dejar de gemir constantemente, mientras en mi mente revoloteaba la pregunta de qué había hecho realmente durante toda mi vida si no había sentido nada igual. ¿En que había perdido yo el tiempo? La barrera se había roto del todo: no sabía que algo tan intenso era posible; que la vida podía ser tan maravillosa. Mi sexo se abrió como una flor dispuesta a recibir la luz del sol. Suavemente puso su cuerpo sobre el mío y penetró en mi ser igual que el agua serpentea por las montañas; mi vista se cegó completamente mientras mis manos se aferraban a sus anchas espaldas y mis piernas se enroscaban en las suyas. El dolor físico no hacía sino potenciar el vuelo espiritual. El desgarro de mis entrañas me llevó a alguna parte mucho más allá del éxtasis o del placer. Me llevó a la liviandad, a la tremenda liviandad de mi alma. Los movimientos rítmicos que inició entonces fueron punzadas de dolor ardiente que cautivaron mi cuerpo. Y mi mente volaba lejos de allí, en un despertar que aún hoy siento vibrar por mis venas.

Las nubes no pesan.

En el camastro de paja, desbocada, esclava de mi vida, quise gritar, arañar, morder; explotar y que mi alma germinase miles de flores y de ellas nacieran millones. Todo, todo , se desencadenó en un instante. Toqué el cielo con el corazón, mi alma le susurró su secreto a mi cuerpo y ambas se fundieron en una. Felicidad, exhuberancia. Gloria. Supe, por todo, que por fin era la dueña de mi vida.

Y grité.

Grité: "¡Viva! ¡Estoy viva!". Y él, con sus ojos chispeantes fijos en los míos, sonrió.

jj_molay@yahoo.es