Amaestrando a mi sobrina

Realmente no es mi sobrina, sino la sobrina de mi ex, y tampoco sé si el verbo apropiado es amaestrar, pero... Mejor, os cuento.

Los años que pasé junto a Lola fueron los mejores de mi vida; crecimos, aprendimos todo lo que hay que saber de la vida, viajamos, hicimos amigos y desarrollamos una vida sexual plena y satisfactoria. Hasta que, quizás como dice la canción, se nos rompió el amor de tanto usarlo. Sin embargo, como dos adultos responsables, seguíamos manteniendo una buena relación que se hacía extensiva a su familia, a la que Lola estaba muy unida y a la que yo, durante los años que duró lo nuestro, también me incorporé. Por eso, cuando un atardecer Raquel, la hija del hermano mayor de Lola se presentó en la puerta de mi casa diciendo que se había marchado y no quería volver a su hogar, llamé a su tía para contárselo. La chica había escogido ese refugio porque siempre había estado muy unida a mi ex, pues tan sólo se llevaban catorce años de edad y creyó, equivocadamente, que conmigo, con quien siempre se había entendido bien, el secreto de su fuga estaría a salvo. Todos supusimos que después de esa primera noche que Raquel pasó en mi casa, ya con los ánimos sosegados, las cosas volverían a su cauce, pero la situación adquirió unos tonos que no esperábamos.

La chica ya había cumplido los dieciocho, y aunque seguía yendo al instituto, no había manera legal de hacerla volver con sus padres si ella se negaba. Lola, mi ex, tampoco podía acogerla en su casa, pues por motivos de trabajo se pasaba de lunes a viernes viajando, y los padres de las amigas de Raquel no parecían muy dispuestos a acogerla. Si no había otra alternativa, yo no tenía mayor problema en mantenerla en mi casa durante un tiempo indefinido... Así fue cómo, de un día para otro, me vi conviviendo con una adolescente rebelde.

Durante un tiempo la presencia de Raquel en mi casa no me dio más problema de tener que explicárselo a algún ligue que invitaba a casa. Sus padres me pasaban una cantidad para sufragar sus gastos, ella hacía su vida, yo la mía, incluso me servía para mantener una relación fluida con su tía, a la que tenía al día de la situación. Sin embargo, al cabo de un mes más o menos, Raquel malinterpretó la libertad que yo le daba, la misma que no había tenido en su casa y la que le llevó a escaparse. Faltaba a clase, salía hasta tarde, algún que otro día llegó oliendo a algo más que tabaco o sin poder disimular su estado etílico... Cuando le conté a mi ex lo que hacía su sobrina, me indicó que tenía total libertad para imponerle unos límites.

  • Raquel, ¿puedes venir un momento al salón, por favor?- dije tocando con los nudillos en la habitación que ella ocupaba poco después de haber echado a un tipo que me encontré medio desnudo en el baño cuando fui a ducharme. Habían pasado unos minutos, y pasaron todavía algunos más desde que la volví a llamar y hasta que ella apareció; tiempo suficiente para sosegarme, armar un discurso que sin resultar paternalista expusiera mi firmeza ante su ritmo de vida. Creía estar seguro de poder dominar la situación, aunque esa especie de paternidad súbita y sobrevenida me empezaba a venir grande. Cuando se presentó, despreocupada, incluso pasota, con su abundante melena morena recogida de mala manera en un moño que se sostenía poco más o menos lo mismo que ella, y una cara que denotaba que mis palabras le entraban por un oído y le salían por otro, no recuerdo bien qué le dije, sólo que terminé mi perorata diciéndole que yo no era su padre, que a mi no me iba a torear con esa facilidad y que no me temblaría el pulso ni tendría remordimientos si le tenía que poner de patitas en la calle. Obviamente no era así, no la iba a dejar tirada, pero creí que una frase contundente de ese tipo podía hacerla reaccionar.

Un par de días de relativa calma me hicieron pensar que Raquel habría recapacitado, pero cuando un miércoles cerca de las diez de la noche dijo que salía, vi que mis palabras habían caído en saco roto: estás castigada, no vas a ninguna parte- le grité desde el salón. Sin embargo ella pareció hacer oídos sordos. Me tuve que levantar del sillón, interceptar su marcha hacia la puerta y agarrándola del brazo repetirle que no podría salir más entre semana si no cumplía unos mínimos de comportamiento y en los estudios. Insultándome dio media vuelta y se encerró en la habitación. Me quedé despierto hasta tarde, en parte controlando que efectivamente me obedecía, en parte reflexionando sobre mi autoridad. Cuando hacía un buen rato que por la rendija de la puerta de su cuarto sólo se filtraba la luz azulada del teléfono móvil, me fui a la cama; para esa guerra necesitaba más tiempo.

  • Raquel, despierta, vamos, te llevo al insti- dije después de abrir la puerta de su habitación. No sabía a qué hora se había acostado, pero seguramente no habría dormido más de cuatro horas. Y aún así era tarde. Intentaba una estrategia de mayor entendimiento, pero tampoco sabía cómo iba a resultar.

  • ¿Qué haces, joder? Baja eso- protestó cruzando un brazo sobre la cara, a la altura de los ojos, cuando levanté la persiana. La habitación, inundada por la luz clara del amanecer, resultaba un tanto impersonal, pues en el tiempo que ella llevaba en mi casa no se había terminado de transformar en el cuarto de una adolescente, y mezclaba estantes propios de una oficina con un ordenador portátil sobre la mesilla y ropa tirada un poco por todos los rincones. Me planté delante, sin decir nada, y esperé, hasta que, a regañadientes y apretándose las sienes con la mano izquierda, mi ex sobrina comenzó a incorporarse con la parsimonia de un elefante perezoso. Me gustaría pensar que fue mi tenacidad la que la hizo cambiar de estrategia: ¿puedo salir esta noche?- preguntó mirándome con una cara de dulzura que hacía tiempo que no veía. Allí, con la vieja camiseta gris sin mangas que le servía de pijama, sentada sobre la cama con las rodillas levantadas y el edredón bajado cubriendo únicamente sus piernas, se la podía creer una buena chica.

  • Bueno, vale- acabé por ablandarme. -Pero ahora date prisa que tienes que ir a clase-. Viendo que con su cambio de estrategia obtenía resultados siguió por allí, e incorporándose rápido de la cama se abrazó a mi cuerpo diciendo que era superenrrollado y que siempre había sido su tío favorito, aunque nunca hubiera sido realmente su tío. - Y el fin de semana, ¿puedo ir a la casa de Nacho en el pueblo? Anda, di que sí... Si me dices que sí hablo con mi tía, la convenzo para que vuelva contigo, va...-. Sabía que en el sonoro beso que había estampado en mi mejilla iba una segunda intención.

  • No vayas por ahí, deja a Lola en paz, aquello ya se terminó- la interrumpí. Su reacción me sorprendió.

  • Pues mejor, no sabe lo que se pierde- dijo, y moviendo su mano comenzó a recorrer mi abdomen, a bajar, acercándose a mi pubis, hasta ponerme algo más que nervioso. - Entonces, ¿qué, me dejas ir? Si me dejas yo podría...- dijo mirándome de una manera incendiaria en la que ni sus ojos ni su boquita transmitían la inocencia que Raquel intentaba darles, pues su mano había llegado ya a posarse sobre mi paquete.

  • ¿Pero tú te oyes?-. La indignación que podían denotar mis palabras quedaba muy aminorada, pues desde mi perspectiva veía el nacimiento de sus pechos, la tersura de su piel, sus braguitas, sus tentadores dieciocho años provocándome y ni yo mismo me las creía. Mantenía agarrada por la muñeca la mano que ella había posado sobre mi pantalón, pero no me decidía a apartarla. Sentía que el pene comenzaba a endurecérseme cortocircuitando mi razonamiento. Pasaron segundos, apenas medio minuto, yo asiendo su mano firmemente pero sin decidirme a retirársela, hasta que fue Raquel la que tomó la iniciativa; cogió mi otra mano y la posó sobre sus pechos, moviéndola, guiándola. Insintivamente la presión de la mano que retenía la suya en mi paquete cedió y ella comenzó a sobármelo ya sin disimulo.

  • Ummm, te gusta, ¿verdad que te gusta y me vas a dejar ir el fin de semana con Nacho?-. No respondí. La dejé hacer durante un tiempo, hasta que mi acelerado cerebro no pudo más y fueron las reacciones de mi cuerpo las que guiaron la continuación. Agarré su cabeza hasta acercarle la cara a mi entrepierna y restregársela. Raquel no sólo no intentó zafarse, sino que gemía y jugaba a sacar la lengua y recorrer con ella el bulto que adornaba mi pantalón y que a mí me comenzaba a resultar molesto de lo endurecida que tenía la polla. Empujé su cuerpo de golpe, sorpresivamente. Ella cayó en la cama y yo me abalancé tras ella. En el movimiento Raquel había caído casi de espaldas, y su camiseta se había recogido algo, de manera que sus bragas azules resaltaban entre la cintura y las piernas. Tiré de ellas con la furia de un poseso y me monté a su grupa. Tumbado sobre ella, todavía con el pantalón puesto, me frotaba contra sus nalgas desnudas. - ¿No sabes hacer nada más?- me retó.

  • Insolente...- mi boca pronunció sólo esa palabra, como si se hubiera desgajado de una frase que mi cerebro acelerado fuera incapaz de verbalizar. Solté el cierre del pantalón, mis manos buscaron retener sus brazos caídos contra la cama, y casi a tientas, mi polla buscó abrirse camino entre sus piernas. El primer empujón encontró su sexo todavía seco y Raquel gritó. -Calla, pequeña puta- le ordené. Recompuse mi postura y volví a acometer. Mi polla abría sus labios y se colaba mínimamente en su vagina en golpes bruscos, arrítmicos. Cuando ya no había vuelta atrás, mis manos abandonaron sus brazos y buscaron su melena. Le hice levantar las caderas, poco a poco, sin sacar la polla de su coño, hasta quedar a cuatro patas. Di un tirón seco de su pelo y Raquel dobló el cuello. Protestó y yo volví a tirar de sus cabellos. Hinqué las rodillas en la cama y volví a acometer con fuerza, no sé si para domeñar su bravura o para desatar su fiereza. Cuando entre insultos pidió más y más fuerte comprendí que debería emplearme con todas mis ganas para castigar su rebeldía.

Se la saqué del coño y apunté al ano; su reacción me dejó atónito: Sí, cabrón, fóllame el culo, reviéntamelo-. Volqué el peso sobre su cuerpo para hacerla caer de bruces de nuevo sobre el colchón. La postura no me permitía más que barrenar su trasero en un avance que a mi me costaba y a ella parecía no causarle la más mínima molestia. Sin poderlo remediar sentí de golpe la inminencia del orgasmo. Aunque parase en seco, aunque respirase profundo, no iba a poder contener el semen que amenazaba con salir disparado, así que, tumbado sobre ella, hundí mi polla en el trasero de Raquel y me dejé ir gritando como una furia contra su nuca.

-¿Dónde vas? No has terminado- dije alargando el brazo para sujetar el suyo cuando ella se incorporó de la cama. Una mueca de incomprensión parecía dibujarse en su cara. -Tienes muchas cosas que hacerte perdonar antes de que te deje ir el fin de semana con tus amigos. Empieza por limpiar esto. Con la boca- le precisé. Esto eran los restos de la corrida que se habían quedado pegados a mi polla. Raquel dudo, se quedó quieta, mirándome de una manera tensa, y yo le sostuve la mirada. Debía importarle pasar ese fin de semana fuera, porque enseguida regresó sobre sus pasos y tendiéndose en la cama acercó su mano para levantar mi polla ya flácida. Al contacto de su lengua me volvieron de nuevo las energías. - Quítate la camiseta y dámela- le ordené, y ella obedeció. Moví su cuerpo, haciendo que sobrevolara el mío echado en la cama. Separé sus piernas y entre sus nalgas estaban los restos de mi reciente corrida comenzando a secarse. Limpié la zona con su camiseta, hasta eliminar todos los restos de semen. Entonces pude acercar mi lengua y premiarla con un lengüetazo que recorrió desde el final de la raja hasta sus esfínteres. Raquel me correspondió hundiendo mi polla en su boca.

  • La comes demasiado bien para tener dieciocho años, ¿quién te ha enseñado?- dije, y dejé caer la cabeza pesadamente sobre la almohada, olvidándome de seguir comiéndole el coño. Que fuera ella la que tragara. Esa fue la respuesta a mi pregunta, meterse en la boca toda la porción de polla que fuera capaz y subir hasta el glande y bajar con sus labios a un ritmo constante que me hacía enloquecer. - Móntame- le pedí antes de que su boca terminara conmigo otra vez demasiado pronto. Como si esa orden la recibiera cada día, Raquel se giró, acomodó su cuerpo y sentándose sobre mi pene lo hundió en su sexo. En su rostro ya no veía la misma provocación, el mismo desafío que anteriormente.

  • ¿Quién es Nacho y por qué quieres ir a su casa?- pregunté. Ella no respondió, así que tuve que insistir: dime, ¿quién es Nacho?-.

  • Mi novio- dijo mientras, ajena, cabalgaba sobre mí.

Sonreí. - Con lo guarra que me estás demostrando ser estoy seguro de que no tienes novio, necesitas más. ¿Quién es?-.

  • Uno que me folla- admitió al fin.

  • ¿Y qué tiene él que no tenga yo?- quise saber.

  • Una polla gorda-. Su respuesta buscó herirme, pues detuvo los movimientos sobre mi rabo y me miró muy seria. Para castigar su insolencia le hice ver que mi pollita, cuando quiere, puede causar estragos, y levantando las caderas le propiné una tanda de pollazos repetidos que le hicieron morderse el labio inferior. Luego volvió a moverse lento, a dibujar círculos con su cintura, meciendo mi polla en el cálido interior de su coño. Cuando quería sentir más, me provocaba, ensalzaba a su amante y me retaba para que yo la castigara con una tanda de intensos golpes de mi polla.

Tras unos momentos de intensidad volvía la calma, los movimientos lentos, los botes ligerísimos de su cuerpo sobre mi rabo. Mi mano recorrió los contornos de su cuerpo hasta caer hasta su pubis, dónde mis dedos comenzaron a estimular su clítoris; delgada, de pequeño pecho y caderas que tendían a ensancharse, me podía recordar a su tía, a mi ex. Sin embargo Lola no era así, ni en el sexo ni mucho menos en su comportamiento. - Dame más, si me dejas otra vez a medias le contaré todo a mi tía. Sabes que lo haré-. Dejé de seguir el hipnótico movimiento de sus senos y la miré a los ojos. Claro que la creía capaz de irle con el cuento, esa niña era la mayor hija de puta que hubiera conocido nunca y me tenía agarrado por los huevos. Literalmente no eran mis testículos lo que ella agarraba, sino sus propias tetas cuando agarrando sus caderas la impulsaba para chocar contra mí.

  • Así sí, así sí...- murmuró Raquel entre gemidos. Mi mano recorrió su espalda hasta inclinar su pecho sobre el mío. En aquella postura, al doblarse su cuerpo, mi polla podía realizar un viaje más largo, colarse más profundo, abrir sus paredes y sentir el calor y la humedad que bañaban su vagina. - Sigue...sigue...joder, sí, no pares...-. Cuando incrementé la velocidad de mis embestidas Raquel se acercó tanto al orgasmo que no pude parar hasta que, con un sonido gutural, casi un maullido, y unos movimientos circulares de su pelvis para extraer hasta la última gota de placer, me hizo ver que la descarga había atravesado su cuerpo menudo.

Giramos, hasta que ella apoya su espalda en la cama y yo me tiendo sobre ella. - No me hagas caso, lo haces muy bien, así de contenta estaba la tía Lola cuando venía a casa y charlaba con mi madre. Yo era pequeña, creían que no me enteraba de nada, pero lo que decían se clavó en mi cerebro como hoy se ha clavado tu polla en mi cuerpo-. Raquel me tenía loco; tan pronto se tornaba inocente y cercana como insolente y retadora. Levanté su pierna y ella se enroscó a mi tronco. Me incorporé sobre los brazos y me levanté sobre su cuerpo. Tras esa breve pausa, volví a hundir mi polla en su coño. Ella gimió y abrió los ojos como platos; mi boca buscó sus labios, su cuello para recorrerlo incansable una y otra vez mientras mi cuerpo se agitaba sobre el suyo. Vuelvo a acometer con fuerza y ella se acelera de nuevo. Sus caderas se cierran, oprime mi verga dentro de su cueva. - No pares, no pares...- repite casi como una letanía. Entonces recuerdo que no he usado condón, que me está exprimiendo a propósito y que todavía podría empeorar mucho la situación si por una de esas casualidades de la vida la dejo embarazada. Trato de escapar de su trampa, pero sólo me da tiempo de empujar su cuerpo, apartarme apenas y cuando salgo de su concha, mi rabo ya está goteando las últimas gotas de la corrida que van a caer sobre sus labios. Raquel ríe en estruendosas carcajadas. Yo, sobresaltado, me levanto, y desde el pie de la cama le grito:

  • Olvídate de ese fin de semana, estás castigada, no sales hasta que no amanse la fiera que eres-.