Amada por mi marido y follada por mi hijo (2)
Continúo enseñando a mi hijo a ser mi amante.
Amada por mi marido y follada por mi hijo (2)
Aviso:
Esta segunda entrega es una continuación de la precedente Amada por mi marido y follada por mi hijo, cuya lectura previa aconsejo para mejor entender la trama. La podéis hallar en mi ficha de autora localizada en http://www.todorelatos.com/perfil/983912/ , o directamente en: http://www.todorelatos.com/relato/53057/
Después de aquella noche de disipación y vicio desenfrenado en que los asuntos se apresuraron más allá de lo recomendable y de lo previsto por causa de una pasión y frenesí que no supe controlar, resolvimos con mi marido enfriar significativamente el tema, Dejar las reglas del juego expuestas con claridad meridiana y, de paso, que las ganas se acumulasen y el descaro, empujado por éstas, hiciese acto de presencia. No queríamos dar la impresión a mi hijo que la cosa era tan sencilla, que no existían normas que debían ser cumplidas, que la accesibilidad era a voluntad ni que su madre era una prostituta, una fulana (aunque en la realidad lo pareciese). Si no poníamos un freno en aquel momento, era probable que perdiésemos el control de la situación y arriesgase ser gobernada por los impulsos sexuales y los caprichos de un mocoso de dieciocho años. No, no, no, no. El juego era al revés. Mi marido y yo lo controlaríamos a él y no él a mí. Como padres éramos los responsables de establecer las fronteras y las maneras de cómo el sistema funcionaba.
Por cuatro semanas y media esquivé a mi hijo, quien, como animal desbocado, no cesaba de acosarme, hostigarme, acorralarme, de procurar quedarse a solas conmigo, de hacerme insinuaciones y cosas por el estilo.
Apoyada por mi amado esposo y valiéndome de diversas tretas, logré eludir los bríos de mi pequeño hasta convencerlo que el poder me pertenecía a mí y no a él. ¿Cómo lo hice?
Muchas noches me refugié en la habitación de mi esposo. Otras tantas nos juntábamos con mi marido en mi oficina, a la salida del trabajo, y nos íbamos de tapas, primero, y enseguida disfrutábamos, por enésima vez, de nuestras óperas favoritas. Presenciamos de nuevo El elixir del amor, Carmen, La flauta mágica, Manón, Norma, Madame Butterfly y otras. La ópera siempre ha representado para mí una alegría inmensa, un goce inconmensurable. Es una de las pocas cosas que calma mis deseos casi continuos de sexo, aparte de ser un gran punto de unión con Miguel.
Tras aquellas verdaderas bacanales operísticas, en las que salíamos embelesados y embebidos de deleite pleno, nos íbamos a cenar a un buen restaurante y llegábamos a casa bien entrada la noche.
En las mañanas me revestía de un cerco gélido, distante e infranqueable, pese a los variados intentos de Ignacio por traspasarlo. Yo lo deseaba con fervor, ansiaba su rabo entre mis piernas, pero era imprescindible para nuestros propósitos, dejarle clarísimo que quien tenía el mando era yo. Conocía muy bien a Nacho y sabía que si no le delimitaba las márgenes y especificaba las pautas a seguir muy bien al inicio, cualquier empeño futuro sería estéril.
Adicionalmente, para mi conveniencia y para evitar a mi hijo un porvenir pletórico en frustraciones, debía dejar la impronta en su mente que para que en una relación la llama de la pasión se mantuviese siempre viva, era menester manejarse con sapiencia en el ámbito sexual, especialmente en el arte de dar y en el arte de quitar.
Un día que llegué temprano a casa, le di un "canapé", un dulcecillo a mi retoño para mantenerlo cautivo. Lo encontré en el pasillo de la segunda planta. Me acerqué muy cariñosa y sexy a él, lo besé dulcemente en la boca, pegué y froté mi cuerpo al suyo, haciendo rotar mi cintura muy estrechamente, le ronroneé muy sensualmente y di suaves lamidos en una de sus orejas, cachondamente, para que sintiera mis curvas, mis tetas, mi pasión y mis ansias vivas. Antes que recobrase sus sentidos y saliese del asombro, yo ya estaba en mi habitación con la puerta cerrada con seguro. Parece macabro, pero era parte del proceso de enseñanza para que mi pequeñuelo se convirtiese en un gran amante.
Guarecida en mi cuarto, protegido contra escuchas indiscretas, me desnudé frente al espejo lenta y cachondamente, sobando mis tetas, bajando mis braguitas hasta las rodillas y refregando mi coñito rezumante de flujos y lujuria. Una vez enteramente sin ropas y completamente dominada por el deseo, por las ganas de sentir mi intimidad penetrada por una suculenta polla palpitante, me metí a la bañera y, mientras se llenaba con agua templada, me masturbé una y otra vez, rebosando sinvergonzonería y vicio en las formas de hacerlo y de expresar el disfrute, hasta finalizar completamente fatigada, extenuada, pero dichosa, absolutamente complacida.
Tras aquello, por algunos momentos sentí pesadumbre, remordimientos por ser, digamos, golosilla o con una apetencia por el sexo más allá de lo común. Tales perturbaciones se desvanecieron al instalarse en mi mente la certidumbre que no había razón para reprimirme o contenerme de entregar placer a mi organismo. Más aún si aquello contribuía a mi felicidad y estabilidad emocional y espiritual. No era solamente una búsqueda frenética por los deleites de la carne. Había mucho más en juego, pues si yo estaba contenta lo irradiaba a mi esposo, a mi hijo, trabajaba mejor, etcétera. Por último, ¿qué tenía que meterse en el ejercicio de mi libre albedrío aquella insidiosa vocecilla interna?
Después me aseé, vestí y entretuve leyendo y escuchando música clásica. A la hora de cenar, comimos a solas con Miguel, pues nuestro hijo había salido, aceptando la oferta de su padre de prestarle su coche y darle un dinerillo extra para que fuese a recrearse un poco con sus amigos en la noche madrileña. Una suerte de ardid que tenía la doble intención de descargar tensiones en Ignacio y liberarme a mí tras la fugaz, pero muy caliente provocación que le había propinado a Nacho esa tarde.
De a poco y luego de tener una relativa certeza que mi hijo había comprendido las reglas del juego y aprendido a dominar su cariz animal, empecé a darle dulcecillos con connotación sensual más seguido.
Una madrugada de sábado, preocupada y desvelada porque mi niño no regresaba todavía a casa como toda madre lo hace, dejé bien abierta la puerta de mi cuarto para oírlo cuando llegase. Como a las cuatro de la mañana arribó. Venía contentillo, con unas copas demás, pero no ebrio. Subió y entró en su dormitorio. Cinco minutos después entró a mi cuarto, totalmente desnudo y con su polla enorme enhiesta a tope. Encendió un foco lateral de la habitación y dijo en voz baja, murmurando:
Mamá, ya he vuelto a casa y quería darte las buenas noches.
hummmm mmmmmmm .¿qué pasa? Pero hijo ¿qué hora es?, hummmmm .¡cómo te presentas en esa facha mi vida! contesté con voz calmada como adormecida a fuerza de autocontrol, pues no deseaba ahuyentarlo con una reacción exaltada.
Perdona mamá, es un poco tarde, pero es que tuve que ir a dejar a José a su casa, pues, como de costumbre, se emborrachó hasta perder la consciencia. Estoy desnudo porque "Nachín" también quiere recibir tu beso de buenas noches, si es posible.
¿Nachín? ¿y quién es ese? repliqué a lo tonta.
Es él mamá contestó mi pequeñuelo acercándome su colosal cipote a la cara.
Aaaah entiendo briboncillo. Pero me prometes que luego de aquello te retirarás a tu habitación. Parece que tú también bebiste más de la cuenta ¿eh?
Sí mamá, bebí unas copas demás incitado por José, pero te garantizo que tras el besito me marcho.
Entonces acércate.
Se aproximó con su pene en ristre. Lo besé cálidamente en la boca, a pesar que no me agrada el hálito alcohólico. Luego arrimó su polla parada, gorda y jugosa a mi boca. También la besé y libé mimosamente. No la mamé, sólo succioné suavemente su líquido preseminal. Y no por falta de ganas, sino porque ése era el trato. Enseguida se retiró tal y como lo había asegurado. Tras de él, cerró la puerta de mi dormitorio e, instantes después, giré el seguro de la cerradura.
Quedé enormemente caliente, así es que eché mano de mi mariposa vibradora y la hice funcionar al máximo. Me corrí, pero continuaba con un picor ardiente entre mis piernas, o sea, caliente como yegua en celo. Añadí otro juguete: un cono vibrador con múltiples programas de funcionamiento. Me senté en este último aparato e hice andar los dos utensilios a la vez, a ratos, y alternadamente en otros momentos, con distintas programaciones. Entonces sí me corrí en grande y varias veces. Al cabo de unos buenos minutos, se sosegó mi cuerpo indómito e insaciable.
Una vez recuperado el resuello me puse a meditar en cómo mi hijo había cumplido con su palabra a plenitud. Aquel hecho en particular me convenció que mi aprendiz de amante estaba entendiendo la lección y siendo más confiable. Eso ameritaba un buen premio que no debía mezquinar ni demorar.
A la mañana siguiente y valiéndome que mi hijo dormía profundamente, ingresé a su cuarto cubierta únicamente por un corto camisón. Me despojé de esta prenda y me encaminé en traje de Eva a la cama de mi hijo. Me metí con sumo sigilo al lecho filial. Como no noté movimientos de su parte, asumí que estaba dormido; me coloqué de lado y me fui acercando a su espalda lentamente. Pronto mis pezones erectos excoriaban suavemente la piel de su cuerpo. De improviso, se movió y, aún dormido, se colocó boca arriba. ¡Por poco me aplasta! Logré zafar de ser aprisionada gracias a mi agilidad, buenos reflejos y circunstancias providenciales.
Como el rozamiento de mis tetas no surtió efecto alguno, pues ni lo desadormeció, ni menos, despertó su libido. Recurrí, entonces, a un arma infalible, letal para la modorra: la mamada mañanera, o, dicho con mayor finura, felación matutina.
Eché para atrás la colcha y las sábanas; me acomodé entremedio de las piernas de mi hijo e hice que en mi boca se introdujese la laxa pija de Ignacio. La mantuve dentro de mi boca sin estimularla por algunos instantes. Después, deslicé, con extrema delicadeza, el prepucio hacia atrás y fui dando suaves y espaciadas lamidos al frenillo y al glande. "Nachín" no tardó en reaccionar y comenzar a tensarse, aunque mi hijo seguía dormitando. Con mucho ímpetu, pronto el juvenil cipote empezó a escupir secreción preseminal sin vergüenza ni observancia alguna de las buenas costumbres.
La polla comenzó a palpitar, a vibrar y las venas se marcaron nítidamente. No pude resistir más las ganas y me la engullí entera. La libé, paladeé y relamí los labios con gran satisfacción y despertó mi hijo.
¡Mamá!...¿a qué se debe tamaña sorpresa? ¡uuuuuy qué rico! dijo Ignacio al tiempo que se espabilaba de sopetón.
Puesto que tenía mi boca ocupada, no respondí. Mi muchachito intentó tomar mi cabeza para dirigir la mamada y marcar el ritmo, pero un ligero ademán mío lo hizo arrepentirse ipso facto y, seguramente, recordar que el control me pertenecía. Entonces, tomando los asuntos como se le presentaban, se apoyó en los codos, echó la cabeza hacia atrás y comenzó a gozar y gimotear roncamente a sus anchas, sin sujeción a nada más que no fuese el placer y el disfrute.
Una vez que dejé el nabo de mi hijo empapado de saliva candente, me senté en su pecho desnudo y acerqué mi chocho jugoso y goteando flujos vaginales y efluvios de deseo a su boca. Él no se la pensó dos veces, sorbió, trasegó mis jugos íntimos y comió mi sexo con desesperación lúbrica, libidinosa. Abrió mis labios menores y extrajo completamente mi clítoris para chuparlo, frotarlo y enloquecerme de gusto. Penetró mi vagina con su lengua repetidamente, a modo de mini pene. De reojo vi que la cámara escondida se movía ligeramente, lo que me aseguraba que mi marido estaba presenciando todo. Guiñé a la cámara y volvió a desplazarse leve, pero perceptiblemente. Aquello agregó una cuota extra de morbo y de gozo al momento y a mí, en especial, a causa de mi marcado rasgo exhibicionista.
Ignacio, en tanto, comenzó a lengüetear, delineando círculos, y a golpear con moderada intensidad mi periné. Aquello me sacó de mis casillas y perdí el control, sobreviniéndome, casi simultáneamente, un fuerte y gritado orgasmo, seguido de un abundante caudal de flujos íntimos que inundaron mi chochito, primero, mojaron el inicio de la cara interna de mis muslos, después, y precipitaron, enseguida, a la boca de mi hijo. Para reforzar el clímax, mi retoño me dio un beso negro profundo, penetrante que desencadenó una prolongada serie de gemidos, grititos, alaridos de fruición y, finalmente, nuevos orgasmos cuya intensidad iba declinando. ¡Qué manera de disfrutar con vicio!
No pude dejar a mi hijo con las ganas. Hubiese sido maldad pura. Así es que, luego de recuperar el aliento, enfundé su rabo con un preservativo rugoso, estriado y me lo metí en mi coñito. Inicié un suave cabalgar sobre su pija. Ignacio movía su pelvis apremiándome para que apresurara el ritmo. Sin embargo, cada vez que realizó tal maniobra, yo me levantaba y desacoplaba mi sexo de su pene. Debía hacerlo controlar sus bríos juveniles para que pudiese durar y gozar mucho más tiempo. Mis esfuerzos denodados en tal sentido fructificaron, ya que tras un prolongado mete y saca, se corrió y atiborró con semen el depósito del bendito condón.
Cansada me recosté de espaldas junto a mi pequeño amante, quien no me dio tregua y comenzó a besarme, amasar mis tetas e intentar hacerme entrar en acción una vez más. Aunque sus esfuerzos no eran necesarios, puesto que quedé con unas ganas alocadas de más, me reprimí, besé tiernamente a mi hijo y me retiré meneándome sensualmente.
Me encerré en mi habitación. Me duché por largo tiempo con un vibrador cimbrando en mi vagina a alta velocidad. Me corrí varias veces más antes de finalizar mi baño.
Me coloqué un vestido bonito, mas no provocativo y bajé a desayunar con mi amado marido. Luego de un largo y conversado desayuno, y dado que Ignacio se había dormido de nuevo, salimos con mi esposo de paseo y de compras.