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Siempre le pregunto si está dispuesta para el encuentro. Estar dispuesta quiere decir que durante todo el tiempo que yo disponga, ella se olvida de la persona que es comúnmente y queda entregada a mis afanes. Sin preguntas, sin opiniones, sin límite. Completa obediencia, so pena de aceptar un correctivo que, sabe, será lamentable.

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Se trata de una despedida de soltero donde habrá diez garañones. No protestan por el precio: es alto pero saben que quedarán conformes. Antes de cerrar el trato llamo a J. Nuestra relación es intermitente. Pueden pasar meses sin que tengamos contacto. Pero también puede ocurrir que mis planes la hagan alejarse de sus actividades cotidianas durante uno, cinco, diez días. Siempre le pregunto si está dispuesta para el encuentro. Estar dispuesta quiere decir que durante todo el tiempo que yo disponga, ella se olvida de la persona que es comúnmente y queda entregada a mis afanes. Sin preguntas, sin opiniones, sin límite. Completa obediencia, so pena de aceptar un correctivo que, sabe, será lamentable. Tal abandono le pido, que al llamarla siempre presiento que se negará. Y siempre me sorprende cuando sin reparo confirma que estará donde le pido, a la hora convenida. Al colgar el teléfono me pregunto por qué acepta. No es suficiente el ego: aunque insiste que nunca se siente más hermosa que cuando está conmigo, esto no validaría que soporte con tanta entereza los rigores. Mucho menos el amor, pues siempre he procurado mantener distancia entre nuestras experiencias y cualquier sentimentalismo. Debe ser algo que le viene del alma. Y lo que más me aturde es su alma, lo que puede estar ocurriendo en su alma mientras juego con su cuerpo.

"Nunca soy tan bella como cuando estoy contigo", explica cuando indago sus razones. Debe ser cierto. Y no es que sea una modelo de pasarela, ni que se maquille de forma esmerada, o que se enfunde en un vestido sensual. Cuando inició nuestra relación podía pasar por una muchacha simplona que se esmera en tener buenos apuntes para sacar su carrera. Al cabo de las historias fue aceptando sutiles arreglos en su persona que le dieron un porte inquietante. De inicio, minucias como las uñas arregladas, un shampoo que sacaba lo mejor de su pelo, la piel tan bien humectada que siempre parecía haber pasado por un acabado de barniz. Después llegaron modificaciones más importantes: la dieta que mantiene incluso cuando no nos vemos, las rutinas de ejercicio que la han hecho sutilmente curvilínea, los dientes radiantes desde que la obligué a dejar el cigarro. Pero más que las riquezas de su cuerpo, está la de su mirada: mansa, expectante, siempre deseosa de que le ocurra algo. La mirada ansiosa la viste y la desnuda como no lo haría ningún trapo revelador. Por eso ya ni siquiera es obligatoria la parafernalia del vestido de puta y el cuerpo semiexhibido. Eso ocurrió en nuestros primeros encuentros. Los comunes del amo y la esclava, la perra y el domador. Pero conforme nuestra relación se fue destilando, basta hallarla en disposición completa de la siguiente experiencia para que en nuestro entorno se condense el vértigo, la fascinación.

Ahora ocurre eso. Como lo hago siempre que estamos a punto de iniciar una historia, pido un whisky que tomo con fruición. La regla indica que si se levanta antes de terminar mi whisky, asumo su rechazo y no nos volvemos a ver. Pero si al terminar la bebida ella sigue ahí, quiere decir que ha decidido no dar marcha atrás. Desde entonces, y hasta que la regrese a su casa, no tiene posibilidad de opinar nada. Suelo tomar mi whisky con mucha lentitud, siempre esperando que un rapto de lucidez la obligue a marcharse. A propósito voy haciendo más pequeños los tragos, como esperando a que la sensatez la ilumine y se largue. Y siempre me impresiona la ansiedad con que observa cómo acabo mi bebida. ¿Por qué se queda?, me pregunto. ¿Por qué acepta hacer algo que ni siquiera sabe qué será? ¿Y si mi pretensión fuera matarla, de todos modos se quedaría? Terminado el whisky pago y nos vamos a mi casa. Aunque no le he prohibido hablar, en el auto guarda silencio y entrecruza sus manos, temblorosas.

"Todo listo. Trato cerrado", confirmo por teléfono y después volteo hacia J. Le señalo el diván rojo que está al fondo de la sala. Ese diván no ha tenido más carga que su cuerpo desnudo. Respetuosa de la consigna, J se deshace de la horrible traza de estudiante con que la recogí. Resopla desde antes de estar desnuda. Trastabillea al quitarse la ropa. Finalmente, brasa viva, se recuesta. Sujeto su cuello con una cadena. La examino con delectación. Palpo sus muslos y sus pantorrillas. Deslizo los dedos desde su cuello hasta el borde de su raja. Me impresiona la consistencia que ha ido tomando su cuerpo. La tibieza, la forma en que se erizan los vellos de su dorso mientras la voy palpando. La dureza insolente de los pezones. Aunque cumple con rigor la depilación del sexo, nunca falta algún vello hacia la zona del ano. Lo arranco con una pinza. Me gusta que salte de dolor. Me complace la humedad del coño. Sumerjo dos dedos que la hacen arquearse. Le hago chupar mis dedos explicando: "pruébate, eres tú". J chupa con avidez. Nada más fascinante que verla transfigurada en su abandono. La jalo de la cadena, la llevo al cuarto. La tumbo en la cama, bocabajo. Un cojín bajo el vientre le levanta las nalgas. Me gusta que no vea, la inquietud de presentir qué le haré. La penetración es suave, aletargada, soy obsesivo y me angustia no poder registrar segundo a segundo, tacto a tacto, lo que le va ocurriendo mientras va siendo invadida. Y J ha aprendido a no exagerar los movimientos, a dejar que sólo la embriague la sensación verdadera y apenas endurece los músculos, apenas gime, apenas se le humedecen los ojos. Nuestra lentitud sería un fracaso para cualquier buscador de pornografía. No es algo atractivo visualmente, es algo que sólo lo entiende quien lo puede sentir. Podría demorarme mucho más en esta cabalgadura casi estática, pero me queda claro que sería justo estimularla con un enorme orgasmo. Por eso aumento el ritmo, le cacheteo las nalgas, le susurro obscenidades que la van saturando y que hacen crecer su gemido. Le doy la vuelta, hago que me monte. "Siempre me da miedo cuando me permites hacer lo que yo quiero, sé que es preámbulo para que después limites muchas cosas." Por eso se estremece con más brío. Por eso intenta alargar la cabalgata. Pero empiezo a dedear su clítoris y es imposible que pueda postergar más tiempo el orgasmo. Se tensa como cadáver, después desfallece encima mío. Aun mueve por inercia las caderas, consciente de que yo todavía no he terminado. Pero los pulsos involuntarios de su vagina bastan para que eyacule dentro de ella. Saciados, vacíos, sólo nos sentimos pulsar. "¿Ahora qué vas a hacer conmigo?", pregunta sabiendo que no responderé. Por lo pronto la invito a que hagamos la cena. Tras una ensalada y un poco de vino hacemos el amor de nuevo. Hasta el otro día le pondré el cinturón.

J. sólo había usado el cinturón de castidad una tarde, el día que lo trajo la mensajería. Revisé que no le incomodara, que pudiera moverse naturalmente, que no le estorbara para hacer sus necesidades. Aunque se trata de un objeto de una finura y una ergonomía impresionante, siempre se debe estar atento de la higiene y que no provoque molestias. A J. le inquietó mucho, bastó que escuchara el clic de la cerradura para que el nerviosismo se apoderara de ella. Después intentó hacerse la indiferente, iba y venia por la casa como si dominara las cosas, hacía bromas con pasadores que fingía ganzúas, se burlaba de que con el cinturón hasta yo quedaría obligado a la abstinencia. Pero después de aquel teatro se arrodilló ante mí, recargó su cabeza en mi regazo, confesó: "No sé si podré soportar tanto tiempo el juguetito". El temblor, la temperatura de su cuerpo me indicó que estaba muy caliente. La tuve así unas horas más, cada vez más inquieta de ver que no hacía nada por liberarla. Se sintió de lo más aliviada cuando finalmente se lo quité. Esa noche incendió la cama de forma impresionante.

Ahora las cosas iban en serio. Por eso no bromeó cuando vio el estuche que guardaba su clausura. Suspiró como si así absorbiera paciencia para un tiempo incierto y se dejó hacer. J. va agarrando mañas, sabe que si exagera alguna reacción corresponderé de la misma forma. De modo que mientras le puse el cinturón lo aceptó con indolencia. Después calzó tacones, guardó su ropa y sus objetos personales en un armario que protejo bajo llave. Su imagen, con tacones altos y el cinturón, era soberbia. J. lo sabía y por eso caminaba con garbo, figurín de pasarela, por donde le pedía. Terminé recostándola en el diván y la vi distenderse como gato majestuoso, consciente que sería largo el tiempo. Me serví vino, bebí con pausa. Sentado frente a ella la miré largamente, impersonalmente, como se hace con una escultura, con un algoritmo, con un cuadro de Pollock.

Hacia la tarde empezó a desesperarse. Me retó. ¿Eso era todo lo que quería? ¿Mantenerla en abstinencia y observarla sin expresión? Ensayó una burla: linda historia, ni ella estaba satisfecha pero yo tampoco me podía satisfacer. Le di dos cachetadas fuertes. La obligué a hincarse. Saqué mi verga, se la hice mamar. Manipulaba su cabeza sujetando fuerte la porción de pelo que venía de su nuca. Nada la encendía tanto como sentir su cabeza controlada así. Le hacía sentir que de pronto se zafaría su cráneo del resto del cuerpo, como las muñecas que desmembraba en su niñez. Que sólo quedaría su cuerpo, que cuando el cerebro quedara separado del resto, su cuerpo lograría finalmente liberarse de toda voluntad. Y este pensamiento la enardecía. La hacía mamar con mayor dedicación. Yo la atizaba con frases duras. Para esto es para lo único que sirves. Sólo existes para ser este guiñapo. Es tu única vocación. Yo sé que es no es cierto. Ella también sabe que no lo digo en serio. Ambos sabemos que es lo que más deseamos.

Me vine dos veces en su boca. Después até sus muñecas. Le quité el cinturón. Su humedad había rebasado el cuero. Con una toallita la limpié. Al hacerlo, sentí cómo palpitaban sus labios vaginales. El clítoris hinchado de ansiedad. Creo que nunca la había visto tan caliente. Volví a clausurarla. Suplicó sin esperanza que la tocara un poco. La llevé a dormir.

Los días siguientes la pasamos gran parte del tiempo en el estudio. Mientras yo voy haciendo mis trabajos ella languidece en un tapete que hay a mi lado, rodeada de cojines, con retazos de gasa y seda que le enrollo en el cuerpo por mero afán estético. Hacia mediodía y la noche la libero del cinturón para higienizarla, pero con las manos atadas para evitar que sus manos tengan contacto con su sexo. El resto del día está con un collar, algunas esposas cómodas que le permiten cierto movimiento, pero que por contraste la hacen más consciente de sus limitaciones cuando intenta ir más allá. Acostumbrada a este tipo de ligaduras, se mantiene paciente, estática, deja que las horas pasen inútilmente por su desnudez y su deseo. J se entretiene hojeando libros de arte. En realidad: J suele ver cuadros de San Sebastián. Le obsesionan sus ataduras, las flechas mancillando el cuerpo. Conforme revisa las heridas del torso y las piernas del mártir se va tocando las mismas partes del cuerpo. ¿Imaginará los dolores de cada hendidura? ¿Imaginará la sangre manchando su piel? ¿Te gustaría estar como él? Ella no responde. Le gusta ver que el santo mira hacia el cielo. "No busca a Dios", dijo alguna tarde. "En realidad se ha dado cuenta que no existe Dios. Que lo único divino es lo que le está ocurriendo a su cuerpo. Su cuerpo es la expresión de Dios". A veces me sorprenden sus comentarios. Se tornan alucinados, como si la mente, después de dar tantas vueltas, fuera entrando en cierta demencia que la transfiguran en algo distinto a una persona normal. Pero, ¿cómo podría ser normal si ha quedado aislada de cualquier contacto convencional con el mundo, si lleva tres o cuatro o cinco días desnuda y encadenada, sin más contacto que conmigo, si va perdiendo la autonomía de las actividades cotidianas y en su lugar se mantiene en un estatismo, en una contemplación que la llenan de ocio y de ideas? No dejo de pensar que esta sensación debe ser similar a la de las personas secuestradas, que mientras pasan los días y las negociaciones de sus rescates, pasan horas infinitas a ciegas, inmovilizados, temblando de miedo, con la rabia a cuestas e inciertos de su futuro. La diferencia es que ella quiere estar así. Que desde nuestros primeros encuentros manifestó sus ganas de ser tratada así, y a pesar de nuestros periodos de descanso, siempre regresa su deseo de ser sometida y limitada a una mera condición de objeto. A pesar del arrepentimiento, de la tristeza que muestra en ciertos momentos, cada vez que reacomoda su cuerpo o da muestras de cierta ansiedad, sobre los sinsabores mantiene un orgullo absurdo pero genuino, como si dijera que ésta es su mejor forma de expresarse, que aun con todos los horrores, de esta manera prefiere vivir.

A veces dejo de hacer mis cosas, volteo hacia donde está ella, contemplo lo miserable que se va volviendo al acatar las reglas, me invade la compasión y tengo el impulso de liberarla de sus ataduras, volver a vestirla y no volver a verla nunca más, pero basta acercarme y que ella restriegue amorosamente su rostro contra mi pantalón para que sepa que estamos viviendo algo importante, que supera por mucho las otras pasiones tibias, como el romance cordial o el matrimonio edificante al que de todos modos quedaríamos atados. Además, ya he establecido un negocio con ella, y éticas retorcidas, puedo subordinarla y tratarla con enorme injusticia, pero me gusta ser recto en mis tratos con otras personas. De tal modo que cuando vuelven a llamarme para preguntarme cómo va todo, les digo que a pedir de boca. La hembra se mantiene en una ansiedad constante. Estallará de complacencia en el momento indicado. Tras colgar me acerco a acariciarla. Siento un temblor leve en su espalda. Seguramente presiente lo que vendrá.

El día del negocio soy particularmente cariñoso con J. Le quito el cinturón, la lavo largamente, la alimento con lujo, con mucho empeño pinto las uñas de sus manos y sus pies. Mientras pasan las horas le hago bromas y juego con ella como si fuera un cachorro. Pero si durante la mañana corresponde con júbilo, conforme va atardeciendo torna a entristecerse, a concentrarse en la incertidumbre. Seguramente es el momento en que más querría arrepentirse. Pero también es cuando menos compasión le tengo. A partir de la tarde las cosas avanzan demasiado rápido y con demasiado embrujo como para echarse atrás.

El collar y la cadena al cuello. Las manos esposadas a la espalda. Los zapatos de tacón tan altos, que no se puede caminar más de cien metros seguidos. El pelo artificiosamente esponjado. El maquillaje recargado con vulgaridad. El cuerpo brillante de aceites. La vulva parece una almeja pulida por su fineza y esplendor. Los pezones deben dolerle de tanta dureza. Pero lo más importante: el miedo y la resignación le otorgan una mansedumbre hermosa, que linda con lo espiritual. Por eso ha sido el cinturón. Por eso el aislamiento. Entregarla frágil, derrotada, es el secreto de la casa. Su actitud de irremediable complacencia brilla más que la largueza de sus muslos. Pongo una gabardina sobre su cuerpo. La subo al auto. No tiene prohibido hablar, pero es lo que menos quiere hacer.

El grupo es vulgar, de profesionistas jóvenes que aún no saben que han arruinado su vida. Beben y fanfarronean estupideces. Odio tener contacto con este tipo de sujetos, a menos que sirvan para mis fines. Y ahora sirven. No es el tema del dinero. Es verla a ella. Es la aberración de verme a mí viéndola a ella rodeada de estos idiotas. A propósito soy pasivo, casi invisible. Invitan cubas y cervezas; averiguo si acaso tienen whisky. Barato, como ellos. No importa. Lo importante es lo que ocurre cuando entrego la cadena contra el cheque. Y un jalón brusco jala a J sin la menor fineza. J alcanza a mirarme con tristeza. Me acomodo en un sillón lejano y observo.

Arrodillan a J. La aturden con un desordenado manoseo hacia sus pechos y su coño, al tiempo que se asoman las vulgaridades de siempre: es una perra, mira qué puta, qué cerda caliente. Después del desorden, siempre hay alguien que intenta organizar. El que se la cogerá primero. Argumenta que el futuro esposo tiene derecho de pernada. El futuro esposo está tan convencido de su fidelidad que ríe nervioso y apenas le toca el hombro. Otro le muestra que puede ser más directo, le sorraja a J una nalgada durísima. El grito de J tiene más dolor que deseo. El grupo ríe, grita entusiasmado que es una puta. Alguien tiene la feliz idea de emborracharla. Le hacen beber a fuerzas. Casi no bebe la cerveza, la mayor parte se ha regado por su cuerpo. Los juerguistas la lamen con escrúpulo. A partir de ahí, a propósito le arrojan cerveza, ron; no falta el ingenioso que agita y le lanza una erupción de coca cola. El maquillaje tan cuidadoso se le ha corrido, demasiado pronto se convirtió en un guiñapo lamentable. Como sabiendo que es momento indicado para ultrajarla más, uno ha sacado su verga y se la pone en la boca. J duda, me mira, alzo las cejas, ¿para qué te traje?

J abre la boca. Unas manos la impulsan hacia la verga. Al mismo tiempo, dos pares de manos le sostienen las piernas, le van hurgando el coño y el ano. Involuntariamente intenta cerrar los muslos, pero las manos que la sujetan son firmes y la hacen permanecer muy abierta. Noto que a los fulanos les gusta que J haga estos intentos de defensa, les hace sentir más poderosos cuando le corrigen la postura y la obligan al sosiego. Al mismo tiempo, la verga que tiene en la boca entra y sale sin el menor tacto. La boca de J es un coño. Su coño es una boca babeante. Su ano es un secreto que incluso estos salvajes reconocen que deben guardarse para algún momento importante. Porque aún con su estupidez, algo en el interior de estos gañanes les hace entender que la degradación de la puta debe tener alguna lógica dramática ascendente. La penetrarán por el ano cuando ella no pueda más. Cuando su abandono sea fulminante. ¿Más fulminante que esto? J parece haberse olvidado de mi, mama con fruición y entrecierra los ojos, aletargada, cuando va sintiendo cómo la palpan por la cintura. Frunce las cejas cuando el apretón de los pezones se han hecho tortura evidente. Siempre me pregunto qué estará pensando entonces. ¿Estará pensando entonces? ¿Cómo puede seguir siendo humana esa criatura temblando entre salvajes? ¿Cómo puedo seguir siendo humano yo, permitiendo que le ocurra esto? Pero es tan delicioso verla tan perdida de sí. Tan reducida a este vaivén de estremecimientos, tan abandonada de cualquier voluntad. Entonces me encantaría acercarme y preguntarle si sabe quién es, si recuerda a sus padres, su camino diario al colegio, sus conversaciones de café. Me gustaría tener una foto suya de niña, mostrarla en plena orgía y hacerles entender a los animales del horror de esta noche que compartimos fascinados. Claro que quién entendería nada. Quién le encontraría gusto al horror de nada. Ellos sólo quieren que ella sea un cuerpo. Ella sólo quiere ser eso. Yo no tengo muy seguro qué quiero, pero no puedo evitar el cosquilleo de vernos a todos allí.

Por fin logran ordenar la violación. Mientras dos la sostienen, otros dos la penetran por la boca y el coño. J tiene la mirada baja, más por la vergüenza que por el cansancio. Pero las caderas la traicionan y a pesar de ella se mueven febriles. Las frente sudorosa, las piernas agotadas, deben sostenerla porque ha perdido toda autonomía. La penetra uno, otro, otro. En su rostro ya no hay placer, sino irritación. La excitación ya no le viene de la sensación física, sino de la idea de sentirse un objeto a la deriva, al que no le queda sino ser depositario de una verga, y otra, y otra más. Su placer consiste en sentirse reducida a casi nada. En sentirse como un recipiente que se electrifica a cada embestida, y que ya no puede generar pensamientos; apenas jadeos, apenas gemidos, apenas el arqueo irreflexivo de la espalda. Solamente hay un momento en que vuelve a recuperar una categoría más humana. Cuando de un empellón le abren el ano y ella gime desgarrada, y al llorar amargamente recupera algo de la chica temerosa que días antes esperó a que yo terminara mi whisky para empezar la historia que la llevaría aquí. Creo que nunca como entonces amamos tanto el grado de nuestra aberración.

Al final, nunca falta el caliente que quiere darle una última repasada. La lleva al cuarto, diez minutos después sale arreglándose los pantalones. Los otros, dormidos de borrachos, ya no hacen caso de nada. Me acerco a mi contacto y le aviso que nos marchamos. El tipo ni caso me hace, voltea hacia otro lado, siento su horrendo aliento a alcohol. Busco la gabardina de J, voy hasta la cama, envuelvo lo que queda de ella. La cargo hasta el auto, la recuesto en los asientos traseros. Molesta un poco la luz del sol.

En casa la recuesto en casa. Lavo su cuerpo con alcohol. Le pongo un suero que tendrá al menos durante ese día. La unto de aceites, de perfumes, bajo las persianas, la dejo reposar. Un par de horas después regreso a verla. Ya está despierta pero sigue sin decir nada. Mirada ausente, triste, una leve flexión de su rodilla. Acaricio su pelo suavemente. Pregunto si está bien pero ella no dice nada. Es el momento en que me ama y me odia. Y de esa ecuación imposible sólo puede sacar en claro que necesita que esté a su lado. Es cuando entiendo porque acepta todo esto: por la paz que le da sentirme junto a ella, por el abandono en que reposa mientras vigilo su convalecencia, porque conmigo puede denigrarse y perderse tanto como desde niña lo había soñado, sabiendo que la haré descender y la recuperaré de cualquier abismo que invente para reafirmar su identidad.

J Sostiene mi mano. La aprieta con fuerza. No huye a mi beso. Logra esbozar una sonrisa. Me acuesto a su lado, me abraza, así dejo que duerma. Hacia la noche ya es posible hablar un poco. Nunca de lo que ha ocurrido: su escuela, el cine. Siempre buscando aferrarse a un pedazo de realidad.

Al otro día la dejo temprano cerca de su casa. Siempre creo que será la última vez que la veré. Pero siempre me sorprende que, al despedirnos, me susurra, como avergonzada.

-Ojalá que pronto vuelvas a buscarme.

Y nunca es tan hermosa como cuando la veo alejarse hacia sus días de siempre.