Almas

Voralamar cuenta la historia de Angustias y Natalia que no se conocen, pero gracias a que Angustias encuentra a Ulpiano, Abel pega el mejor polvo que pueda pegarse siendo vocal en una mesa electoral. Y Natalia también.

Natalia nació enfadada y su enojo no había hecho más que crecer a lo largo de sus veinte años. Sus padres se volcaron con su hermano mayor que acabó muriendo por una sobredosis y ella se había criado de cualquier manera acumulando rabia contra todo y todos. Sin embargo, aunque nadie se explicara porqué ni cómo, tenía amigos que la querían, contaban con ella y soportaban sus tormentas sin inmutarse, lo cual demuestra que la vida está llena de insondables misterios que jamás serán aclarados.


Como cada día laborable a las ocho menos cinco en punto, Mercedes levanta la mirada del mostrador mientras acaba de atender a alguna clienta y Angustias, sin mediar palabra, pasa a la trastienda en busca del manubrio para ir bajando las persianas metálicas de los escaparates y así asegurarse de que en pocos minutos podrán cerrar, hacer caja y sentarse a cenar lo que hayan dejado medio preparado al mediodía. Les da justo para hacer cuentas y quitarse el guardapolvo verde botella que ambas llevan y las hace aún más parecidas entre sí, si eso es posible. Ambas lucen el mismo corte de pelo, el mismo tinte rojizo y en el paisaje de la tienda que ha permanecido igual desde que su abuelo la fundara, se recortan tras el mostrador de madera oscura y envejecida como dos personajes anacrónicos.

Mercedes es la mayor, Angustias llegó cuatro años más tarde, aunque apenas se aprecia la diferencia. Viven juntas en el piso familiar sin ascensor detrás de la Lonja. Angustias es frágil como el sonido de una campanilla y languidece a la sombra de Mercedes quien, desde que fallecieron sus padres, toma todas las decisiones y cree proteger a su hermana de un mundo feroz lleno de peligros.

La paquetería  tiene una ubicación excelente, en plena Gran Vía de Fernando el Católico, y eso la hace aún más peculiar. Los comercios vecinos han ido desapareciendo, creciendo y mutando. El ultramarinos es ahora un centro de fotodepilación, la antigua farmacia abre sus puertas automáticas a un espacio blanco e iluminado donde dependientes de impolutas batas consultan las existencias de medicamentos en ordenadores táctiles.

El tiempo pasó por cada rincón de la ciudad y por alguna razón se detuvo unos momentos en aquel lugar dejándolo congelado.

Aquella tarde Mercedes da, como siempre, órdenes escuetas a su hermana sin apenas levantar la mirada del mostrador donde agrupa botones por tamaños. Hay que encargar cinta de raso de la fina en todos los colores, y deshacerse como sea de los ovillos de perlé blancos, que ya empiezan a amarillear. Ordéname los botones que voy a apuntar el pedido, y no te olvides de sacarme el perlé.

Angustias piensa- sólo piensa porque no se atreve a decir- que su hermana no se fía de ella porque le va detrás supervisando cada cosa que hace, hasta el hervido de alcachofas de la cena, y piensa también que debe estar tremendamente agotada porque no la ve disfrutar con nada, ni siquiera cuando llegan los catálogos de novedades , o cuando es Navidad y todos los comercios se llenan de luces y adornos, mientras ellas se limitan a limpiar el polvo de su pequeño escaparate y a añadir un belén de barro pintado, nada de electrónica que ya una vez que lo hicieron- podría hacer de esto 25 años- se había prendido la mercancía expuesta y no era cuestión de volver a tentar a la suerte. Mientras piensa todo esto se queda mirando a su hermana allá detrás del mostrador concentrada en el cuaderno de pedidos, tan desconfiada del mundo, tan organizada, tan suave en sus maneras y tan dura en sus palabras  y siente una gran cariño por ella, por su dedicación, por sus desvelos inútiles, por aquella vez que renunció al matrimonio por no dejarla sola, aunque Angustias sabe que no son más que sacrificios innecesarios, que Mercedes se inmola tontamente y que tras su creencia de ser la fuerte, la protectora, se esconde una vulnerabilidad que la enternece en lo más profundo. Por eso se deja querer y cuidar aún sabiendo que su propia fragilidad, aquel lejano ingreso de nueve meses en el Pabellón de Salud Mental de San Onofre, sus lágrimas descontroladas ante cualquier escena que la conmueva y que tanto irritan a Mercedes, son los pilares de su propia fortaleza.

¿Qué miras? le espeta Mercedes al sentirse observada. Anda espabila. Y sigue hablando ya con la vista en el cuaderno. Porque nunca mira a Angustias a los ojos  cuando le habla, siempre tiene algo entre manos hacia donde desviar su mirada. Ese día lo prefiere así Angustias que maldisimula la excitación que se le ha ido apoderando desde que acude a sesiones de rehabilitación por un esguince cervical  a un centro cercano a la tienda, cada martes a primera hora de la tarde. Con tanto ir y venir ha trabado amistad con el portero de la finca, un hombre muy sencillo y muy viudo que la mira a la cara cada vez que ella entra y sale para saludarla. A Angustias le gusta porque le parece una persona amable que no anda quejándose amargamente de su suerte sino que cree que la vida aún le tiene muchos regalos reservados. Seguramente también le gusta porque pertenece a una especie en extinción, la de  porteros de fincas, que tan bien combina con su oscura paquetería de grandes estanterías de madera y cientos de cajoncillos con tirador de bronce repletos de cintas, botones y encajes que la hechizaban de niña. Pero sobre todo, Ulpiano combina de manera perfecta con las antiguas baldosas de mosaico del suelo de la tienda, y esta armonía la conmueve  hasta el infinito porque le muestra la belleza en su estado puro.

Cuando aquel mediodía Mercedes abre el buzón al llegar al patio y le da a Angustias una notificación a su nombre piensa que la fortuna da un segundo beso a su vida. Ha sido seleccionada como vocal de una mesa electoral para las inminentes elecciones generales y Angustias lo lee como si hubiera sido premiada con un viaje de ensueño a un destino paradisíaco.

Un martes cualquiera Angustias decide no subir al centro de rehabilitación y quedarse hablando con Ulpiano y así continúa haciendo las siguientes semanas. Luego, a la hora prevista, llega a la paquetería con el rostro iluminado por las sonrisas del portero y Mercedes la mira con silencioso recelo. Milagrosamente, o así lo ve Angustias; aquellos martes con Ulpiano hacen más por su cuello que todas las sesiones de rehabilitación anteriores, como si un pesado yugo que le atenazaba desde atrás hubiera saltado en mil pedazos. Aquel hombre que roza los sesenta, redondito y de sonrisa luminosa, es para Angustias una caja de sorpresas. Le fascina su curiosidad que, dice él, le ha salvado de naufragar en el aburrimiento de su trabajo en un edificio de oficinas. Ha viajado bien poco pero en sus libros, y ahora en un pequeño ordenador portátil, ha recorrido el mundo entero centímetro a centímetro y puede sorprender a Angustias con cualquier información extravagante aunque luego le falten los conocimientos más básicos. Es, piensa ella, como los cajoncillos de madera de la tienda. Hay tantos que jamás sabes lo que puedes encontrar en ellos, deslumbrantes corchetes o tiras de encaje violeta, enhebradores mágicos o ramilletes de imperdibles. Una búsqueda del tesoro que nunca acaba.

El viernes por la tarde Angustias se ausenta de la tienda con la excusa de ir a la peluquería.

Pero dónde crees que vas que necesitas arreglarte, alma de cántaro, le dice  Mercedes, si estar en una mesa electoral todo el día sin moverte es lo más patoso que hay.

En realidad ha quedado con Ulpiano en la Cafetería del Mercado. Hoy se verán por última vez. El videoportero ha llegado a la finca de oficinas y ya no necesitan a nadie de carne, hueso y aburrimiento que haga este trabajo.

Él le pide a Angustias de nuevo que le acompañe. Pero ella no puede, no es capaz,  está su hermana y la tienda y las elecciones del domingo. Y se cogen de la mano y se miran como si un tren de alta velocidad les partiese por el medio.

Ya en casa se echa un poco de laca para que cuando llegue su hermana no le pregunte.  Mercedes apenas la mira, sólo comenta mientras se quita la chaqueta que no comprende cómo sigue yendo a que la peinen las enemigas.

La mañana del sábado anterior a las elecciones Ulpiano pasa por la paquetería de manera inesperada. Vengo a despedirme Angustias, dice, me marcho a la tarde en el tren. Lo sé. Sólo quería recordártelo.

Seguramente si Ulpiano no se hubiera presentado allí, Angustias habría pasado la mañana disimulando las lágrimas y a la una y media menos cinco minutos su hermana habría levantado la mirada y ella entraría a la trastienda para buscar el manubrio, bajar las persianas de metal y echar la tarde en la mesa camilla viendo alguna película, o haciendo punto de cruz, o visitando a una tía anciana que ya ni siquiera la reconoce. Pero Ulpiano en pie sobre el suelo de mosaico es para Angustias lo que para Saulo el golpe de luz que lo derribó  de su caballo y le inició en la fe. Aquella misma  tarde, con poco equipaje y mucha culpa, parte junto a Ulpiano camino a Soria.


A las ocho en punto del domingo se inicia la constitución de las mesas electorales en Santa Ana Niña, un centro educativo religioso. Uno a uno van apareciendo vocales, presidentes de mesa e interventores para abrir acta y estampar firmas. Natalia llega resoplando, molesta por el madrugón y deseosa de acabar con aquello cuanto antes y empezar el  domingo como es propio. Lleva en el bolsillo de los vaqueros las llaves de Migue y en cuanto firme se irá directa a meterse en su cama. Pero las cosas se tuercen. La vocal, Dª Angustias Granell Ferrándiz no aparece y no hay manera de localizarla. La primera suplente, Dª Natalia Olleta García ha de tomar su lugar.

Aquella circunstancia, como otras tantas pequeñas cosas que ocurren en su día a día, no hacen más que confirmar lo que ella piensa: que la vida es una mierda.

A las nueve en punto se abren las puertas del centro y comienzan a entrar los primeros votantes.

Las cuatro mesas están dispuestas en semicírculo siguiendo la forma del patio interior cubierto donde se encuentran y de frente a un gran portón de madera que ahora está abierto de par en par. A espaldas de las mesas una cristalera deja entrar la luz desde un amplio patio escolar tapizado de gravilla.

Desde la mesa 19 U, Natalia cumple con su deber cívico con evidente fastidio que se acrecienta cuando el votante es algún vecino o conocido de barrio. La vida es una mierda y la mayor parte de los implicados unos soplagaitas.

La vida es lo que tú decides que sea, oye decir a menudo, aprovecha cada momento, busca el lado positivo. Memeces de perroflautas.

La segunda vocal hace verdaderos esfuerzos por darle conversación y arrancarle una sonrisa y esto irrita aun más a Natalia que se limita a responder con monosílabos. Ni un segundo deja de desear que la vocal desaparecida sea localizada y obligada a incorporarse a la mesa liberándose así de aquella carga.

Si ella ni siquiera vota. Con la mierda que es todo no piensa contribuir a mantener un sistema corrupto y mentiroso. Vota hija, le decía su madre, aunque sea por todas las mujeres de la historia que han muerto revindicando su derecho al voto.

Sin duda el peor momento es ver aparecer a sus padres cogidos del brazo con los sobres ya preparados desde casa, que al padre le parece un engorro ponerse a buscar las papeletas a última hora delante de todo el mundo. Por fortuna no les toca en su mesa, aunque esto no le ahorra que se acerquen hasta ella para saludarla y darle una empanadilla de pisto y que su madre le diga en voz muy baja ante su cara de horror, hija, pero qué rancia eres, qué te hemos hecho nosotros para que nos hayas salido así.

Los ve alejarse hacia la salida, de nuevo cogidos del brazo. Sabe que su madre se ha disgustado y a ella le entra una mezcla de rabia y culpa. La tuvieron mayores, cuarenta y cinco tenía su madre cuando se quedó embarazada. Un desliz, sin duda, porque su hermano los tenía demasiado ocupados de susto en susto. Con doce años Natalia se había acostumbrado a estar sola en casa desde bien pequeña y a ver a su hermano en estados lamentables, hasta que pocos días antes de cumplir los treinta muriera. Sus padres se quedaron vacíos, su única razón de vivir desapareció de un plumazo, y Natalia acostumbrada a ser invisible, siguió pensando que la vida era una mierda porque ni siquiera ahora que no estaba su hermano podía recuperar su infancia arropada, su infancia feliz. Él se lo había llevado todo desde antes de que Natalia fuera concebida y esta injusticia del destino la hizo nacer enfadada a un mundo que era una verdadera estafa. Más aún porque sabía que cuando su madre quedaba con la mirada perdida  continuaba llorando a su hijo y seguía sin tener ojos para ella.

También fue el momento en que Natalia descubrió el silencio. Se acabaron los llantos, los gritos, las discusiones, la violencia. Y le gustó. Por eso su rabia era sorda.

En ese instante levanta la mirada hacia la mesa contigua donde una anciana acaba de olvidar su apellido y niega rotundamente que el que figura en su DNI sea el suyo. Su acompañante, seguramente su hija, se afana por aclarar el entuerto y todos miran con atención pendientes de cómo acaba la historia.

Entonces cruza la vista con uno de los vocales que intenta poner orden. Otro pijo alternativo, piensa, aunque no lo dice. Él le sonríe y ella lo sigue mirando hasta  hacerlo sentir incómodo.

La siguiente media hora es un desafío de miradas. Entre nombres, DNIs y un sentido “Vota” que la segunda vocal de la mesa U 19 se empeña en pronunciar con gran solemnidad, Natalia y el supuesto pijo alternativo se buscan sin reparos, él sonriendo, ella como si retara a un toro.

Al cabo de un rato Natalia se levanta para ir al baño y fumar un cigarro. Es entonces cuando se da cuenta de que apostada en la puerta que da a un largo pasillo una monja de gris, con los brazos cruzados, se dispone a evitar que alguien salga del recinto reservado a las elecciones y se cuele en el resto del edificio.

El baño está al final del pasillo, le indica. Para Natalia aquello es como retroceder a sus años escolares de colegio subvencionado religioso y levantar la mano para pedir permiso para mear. Porque los padres de Natalia a su manera intentaron compensar a su niña de la falta de atención dándole lo que ellos creían la mejor educación que pudieron permitirse. Sin saberlo echaban leña a un fuego que amenazaba con incendiarlo todo, y si Natalia no había entrado en combustión espontánea era porque su ira era sorda y muda como las entrañas de un volcán.

El baño está enfrente de secretaría y administración, y un poco más allá se abre el pasillo en una amplia sala jalonada de puertas que no está iluminada.

Un cigarro después Natalia sale del baño encontrándose con el pijo alternativo. ¿Tú también venías a fumar? pregunta él En el lavabo de hombres, siempre menos frecuentado, combinan caladas y conversación. Lo único bueno de estar aquí es que al día siguiente tienes cinco horas libres en el trabajo, pero a mi me da igual, tengo taller propio y curro igualmente. Silencio. Soy luthier, fabrico instrumentos, sobre todo de cuerda. Yo no. No hablas mucho tú. Psst. Pero miras mucho, como el búho del chiste. Sonrisa.

Durante la jornada continúan las miradas, ahora ya abiertas, como en un partido de tenis que no cesa. Cada par de horas recorren el pasillo y se encuentran en el baño para fumar. La monja se está mosqueando, dice él divertido. Y es cierto: la mujer de gris alarga el cuello como una tortuga intentando captar qué ocurre al final de pasillo pero sin abandonar su puesto. Se le han hinchado los pies y reza a santa Ana Niña para que llegue el relevo y poder sentarse un rato en la salita de la televisión.

No coinciden en el turno de comida aunque él le trae un café en un vasito de plástico. El detalle la sorprende o quizá lo que la sorprende es darse cuenta del detalle.

La afluencia de votantes varía a lo largo del día, hay momentos en que no tienen ocasión de mirarse. En otros sin embargo no entra nadie. Lo mejor es cuando hay poca gente: el voto en una de sus mesas entra en la ranura de la urna y lo miran los dos introduciéndose lentamente: Natalia siente calor, se quita la chaqueta, él se arremanga la camisa, se vuelve a recoger la melena de pijo alternativo en una coleta, se miran, él sonríe, ella casi, porque se dan cuenta de que los dos desean lo mismo.

La monja de gris ha sido relevada, ahora es gordita y colorada y lleva un rosario en la mano para hacer tiempo.

Natalia no sabe qué le está pasando porque aquel no es su tipo ni de lejos, le parece un  pedante y aun no ha decidido si excluirlo de la lista de gilipollas que abarca a la práctica totalidad de los habitantes del planeta. Está un poco desconcertada y al  tiempo se siente excitada. Cada vez que un voto cae a la urna se le humedece la entrepierna del vaquero. No lleva bragas porque su idea no era pasar el día encadenada a una mesa electoral, sino saltar directamente a la cama de Migue a quien le gusta ir al grano. Las reacciones incontrolables de su cuerpo suelen cabrearla pero hoy le da la risa tonta hasta que la vocal segunda se preocupa y le trae un vaso de agua. Al presidente de la mesa, un hombre con bigotito que se toma la tarea muy en serio, se le nota que la chica le exaspera y que hubiera preferido mil veces levantarse aún más temprano este domingo para irse a pescar a Cullera.

El luthier tampoco anda corto. La niña de aspecto salvaje y ceño fruncido le está poniendo cada vez más. Le gustan sus curvas. Es pequeña y bien proporcionada, en cuestión de medidas y proporciones nadie tiene que enseñarle nada. Cuando ella se inclina sobre la lista de votantes para comprobar un nombre y un carnet se le adivinan los pechos por el escote de la camiseta.

El luthier empieza a tener dificultades para disimular una media erección y aún son las siete.

Ella sigue sin entender lo que tiene, no sabe si es el conjunto del pijo alternativo que no es su tipo y que ya no le parece tan pijo aunque sí alternativo, la monja de la puerta que no para de bisbisear rosario en mano y a la que le gustaría acallar de un guantazo, el día absurdo, el calor que le sale de dentro, la posibilidad de cometer algún imaginado sacrilegio que le atrae y le excita, que lo único que desea es tirarse al luthier, si puede ser ya mejor que después.

Se miran con descaro. Natalia no para de mover la pierna en un tic nervioso e impaciente y el presidente de la mesa comienza a irritarse. No es momento de escaparse al baño, falta poco para cerrar la jornada electoral y entonces… ¿entonces qué?

El luthier bromea con sus compañeros de urna intentando distraerse. La presidenta de su mesa sigue con interés el devaneo de los vocales. Piensa que es un buen tema para un relato. Quizá el domingo no esté tan perdido al fin y al cabo.

Son las ocho. Pero esto no ha acabado: hay que hacer el conteo de votos y firmar actas. Aquello es más de lo que los dos pueden aguantar.

Natalia se remueve en la silla. Se siente como un animal enjaulado que no consigue alcanzar lo que desea aunque esté ahí mismo. Se enoja. Ni siquiera puede dar portazo y marcharse como es su costumbre ante situaciones que no controla. Se enfurece contra sí misma, contra el luthier que parece estar tan tranquilo, por haberle dado pie, por haberla mirado, por haberla  encendido de esa manera, y ya de paso se enfurece también contra la democracia y  contra cualquier otro tipo de gobierno existente.

Él  continúa luchando con maestría  por disimular el bulto de su pantalón. De momento lo lleva medio controlado. Su urgencia es relativa, sabe esperar. No en vano su trabajo requiere paciencia infinita, elegir la madera, aguardar a que esté en su punto óptimo,  diseñar el instrumento, tallar con delicadeza, disfrutar con los cinco sentidos: oler, saborear, tocar, mirar, escuchar el sonido de cada pieza. Esperar el tiempo necesario, sin precipitarse, para que el resultado sea sublime. El camino es tan apasionante como la llegada.

El momento de concentración que exige el escrutinio tranquiliza los ánimos que vuelven a encenderse cuando firman. Los presidentes anuncian que los vocales pueden acompañarles al juzgado de Primera Instancia donde entregarán uno de los sobres que contiene el acta.

Natalia se precipita al pasillo y el luthier la sigue.

La monja de gris les sonríe: dense prisa en el baño que vamos a cerrar enseguida. La mujer abstraída en sus rezos ni siquiera ha sospechado que ante ella el demonio en persona anda suelto.

¿Sabías que los instrumentos de cuerda tienen alma? Pregunta él de camino. Pero Natalia lo último que quiere es conversación, se siente enferma, casi a punto de potar, y al mismo tiempo desea con verdadero desespero a aquel tipo.

No se detienen en los servicios, continúan hasta el final del pasillo y eligen cualquier puerta de una espaciosa sala en  penumbra  A partir de ahí todo es vértigo.

Entran con prisa, ya palpándose a la media luz de las farolas urbanas que se filtra por una pequeña ventana. Me llamo Abel. Pues vale. Juntan sus bocas y se besan con ansia, por un momento saborean sus lenguas, comparten la respiración  como si necesitaran un momento de tregua, un pequeño paréntesis antes de continuar dando rienda suelta al deseo.

Ambos tironean de la ropa del otro de manera absurda, como si fuera a desprenderse por arte de magia. Natalia palpa la entrepierna de Abel que parece que va a reventar e intenta desabrocharle el pantalón, pero el botón planta cara y al unísono se detienen para reorganizar la táctica. Apenas unos segundos en los que Natalia echa una ojeada a la habitación en penumbra. Hay una mesa de madera arrimada a la pared sobre la que se amontonan trastos que no distingue. Se adivinan también sillas apiladas y un perchero.

Abel se baja el pantalón al tiempo que Natalia hace lo propio y se apoya en el borde de la mesa. Él la penetra sin más mientras desliza su mano bajo la camiseta de ella en busca de sus pechos. Son redondos y llenos y a punto está de romperse el cuello cuando los mordisquea y recorre con la lengua sus pezones intentando mantenerse dentro.

Empuja de maravilla, piensa Natalia, como los  mismísimos ángeles lo harían si tuvieran con qué. Lo rodea con fuerza con sus piernas para asegurarse de que estará allí todo el tiempo del mundo y le come la boca con ganas. Hasta ese momento ha controlado sus jadeos por temor a que alguien los oiga, pero ahora ni siquiera se le pasa por la cabeza esta posibilidad y deja que sus gemidos escapen libremente. Escucharla excita aún más a Abel que se zafa con decisión de entre sus piernas para hacerla girar y penetrarla desde atrás. Natalia aparta de un manotazo todo lo que le estorba de la mesa y apoya su torso sobre ella sintiendo las manos del luthier que recorren con firmeza su cintura, su vientre y sus pechos y la fuerza de su sexo entrándole profundamente. Sin saber por qué le echa mano a los testículos y los aprieta con decisión, quizá para que no quepa duda de quién está cogiendo a quién. Abel ya no aguanta más y le anuncia a Natalia la inminencia del orgasmo como quien advierte por megafonía de la llegada inmediata de un vuelo transoceánico. De eso nada, aún no. Ella se aparta pero no hay vuelta atrás y Abel se derrama en el culo de la chica justo antes de que ella se gire. Cabrón. Esto aún no ha acabado, dice él intentando recuperar el resuello, y se desliza hacia abajo hasta que su boca se hunde entre las piernas de Natalia. Ella siente la calidez  de la saliva y la  lengua firme de Abel y casi de inmediato el orgasmo le recorre el cuerpo entero, como un estallido al tiempo que la monja del rosario acompañada por la monja de brazos cruzados abre la puerta  y enciende la luz.

De entre todos los silencios embarazosos sin duda éste es el que les dio nombre. Con la mirada en el suelo Abel y Natalia se visten y aún ella palpándose el bolsillo del vaquero mira a las monjas inmutable: se me habían perdido las llaves- las agita- pero ya las tengo. Y salen corriendo como chiquillos hacia la puerta.

Ya en la calle no saben qué decirse. Ha estado bien. Si. El próximo instrumento que talle lo haré recordándote y tendrá tus curvas. Será gilipollas, piensa ella que con el airecillo de la noche recupera su  visión habitual del mundo, aunque no lo dice.

Natalia se acerca caminando hasta Ruzafa para despejarse y para ver si encuentra a algún colega con el que hacerse unas cervezas. Cuando tiene bastante va a casa de Migue que ya duerme. En la oscuridad recorre a gatas la cama y se desliza bajo las sábanas bien pegada a él. Migue se gira y la toca, pero Natalia no quiere fiestas, lo rechaza y el chico se enlaza al sueño como si nada. Sólo quiere su cuerpo caliente y dormido al  lado.

El lunes Abel se olvida de su promesa porque ha de ayudar a su socio a restaurar un arpa gótica


Angustias levanta la mirada hacia el cartel de la tienda: un enorme rectángulo de azulejos de diferentes tonalidades ribeteado en gris con grandes letras azules: PAQUETERÍA, y  abajo en verde y más pequeño: MERCERÍA Y NOVEDADES, y en la última línea en rojo: VICENTE GRANELL. Le entra nostalgia y al mismo tiempo alivio. Mira las persianas metálicas cerradas y conquistadas ya por los graffiteros y lo que de verdad lamenta es no poder llevarse el suelo, pieza a pieza, para reconstruir el mosaico en el comedor de su Ulpiano y revolcarse los dos como conejillos sin parar ni para comer.

Piensa en Mercedes y en su horizonte que termina en el expositor de Hilaturas Presencia que hay sobre el mostrador.

Después se encamina a la calle Lepanto para recoger el encargo que hizo durante su anterior visita a su hermana, una guitarra para Ulpiano que ahora está aprendiendo solfeo en  la Casa de Cultura. Angustias no quería regalarle cualquier cosa, mucho menos de segunda mano, y buscó al luthier que pudiera hacerle justo el instrumento que ella buscaba para su hombre. Ella no lo sabe pero la guitarra que Abel ha tallado y preparado tiene las curvas de Natalia y es buena para el canto desgarrado.

¿Sabe que los instrumentos de cuerda tienen alma? Le dice el luthier mientras le tiende la factura. Mire, el alma es esta pieza, una varilla, que va por dentro del mástil y que evita que la tensión de las cuerdas lo arquee. Se sonríen. Angustias sale del taller feliz y busca la acera donde da más el sol porque quiere empaparse de la luz del mediterráneo y llevarle un poco a su Ulpiano.

Abel sigue trabajando en una viola de gamba sin sospechar que esa mujer de unos cincuenta y tantos que agarra el bolso como lo hacía su abuela en las aglomeraciones, es a la que le debe aquel polvo electoral que le endulzó una tediosa jornada.

Al ir a cruzar Guillén de Castro, Angustias cargada con su regalo y henchida de felicidad exclama en voz alta: qué día más maravilloso. Una joven con gesto huraño y cuerpo de guitarra que espera a su lado el cambio de semáforo no puede evitar pensar, gilipollas, pero no dice nada, porque lo cierto es que es un día maravilloso.