Alma Encadenada
Sofía acude a un club donde ha sido citada por su amo Alberto. Al llegar se ve dentro de un mundo de dominación y entrega donde ella se encuentra a si misma.
Alma encadenada
Cuando llegó el taxi Sofía ya estaba esperando. Se acercó a él, abrió la puerta trasera y se acomodó en el asiento.
—¿Dónde va la señorita?— le preguntó el taxista apenas había cerrado ella la puerta.
Sin mediar palabra Sofía le alargó la nota que su amo Alberto le había hecho llegar esa misma tarde y en la que solo ponía una dirección y una hora a la que ella debía estar allí.
El taxista, al leer la dirección, la miró con descaro a través del espejo retrovisor y arrancó el coche.
Mientras el taxi avanzaba por las calles iluminadas del barrio ella intentaba averiguar hacia donde se dirigían. Era nueva en la ciudad y aquel nombre de calle no le decía nada y la mirada que le cruzó el taxista al leerla la intranquilizaba.
Poco a poco fueron adentrándose en la parte antigua de la ciudad. Circulaban por calles estrechas y oscuras llenas de casas señoriales y callejones inquietantes hasta que el taxi se detuvo ante una de aquellas casas con signos de antiguos esplendores, pero sumida en un semiabandono que le daba un aspecto inquietante.
—Hemos llegado señorita —le dijo el taxista—. Son cinco euros con sesenta.
Ella le alargó maquinalmente un billete que llevaba preparado en sus manos, recogió el cambio sin dejar de mirar hacia la calle y se apeó del taxi.
—El catorce es aquella puerta señorita—. El taxista señalaba hacia una vieja casa con una escalinata de piedra que terminaba en una enorme puerta de doble hoja ante la cual se adivinaba la sombra de un hombre.
Sofía le hizo un gesto de agradecimiento al taxista y se dirigió lentamente hacia aquella puerta.
Al verla acercarse aquel hombre descendió los escalones y la esperó en la acera mientras ella caminaba hacia él con pasos dubitativos, pero manteniendo la cabeza alta y la mirada fija en aquella sombra que sin duda la esperaba.
—Buenas noches. ¿El Club Sombras es aquí?
—Buenas noches—contestó el portero—. Por tu aspecto debes de ser Sofía. Tu Amo Alberto me dijo que a las doce en punto llegaría su sumisa Sofía. También me dijo que la reconocería por su melena ondulada y sus ojos transparentes y que llegaría vestida con una gabardina negra y zapatos de tacón.
El portero miró ceremoniosamente su reloj.
—Son las doce menos dos minutos así que no creo ser muy atrevido suponiendo que eres Sofía. ¿Estoy en lo cierto?
Antes de contestar Sofía clavó su mirada en el suelo mientras sentía como se ruborizaba. Su Amo le había ordenado que debajo de esa gabardina solo llevase su liguero negro, medias y zapatos de tacón. Por la mirada inquisitiva de aquel hombre supuso que él era sabedor de aquella circunstancia y eso la cortaba mucho.
—Sí señor. Soy Sofía la sumisa de Amo Alberto— contestó.
—Vamos. Tu amo te espera y a él no le gusta que le hagan esperar.
El portero subió los cinco escalones de piedra que había a su espalda y empujó una pesada puerta de madera que daba paso a un recibidor tenuemente iluminado por el resplandor de un letrero de neón donde se leía el nombre del local. “CLUB SOMBRAS”.
Ella lo siguió y al pasar bajo el letrero él se detuvo, abrió dos cortinones de terciopelo granate que daban paso a un enorme salón y los mantuvo abiertos con sus manos invitándola a pasar.
Cuando lo hizo, Sofía tuvo la sensación de entrar en un mundo distinto. El local estaba tenuemente iluminado y todo estaba decorado en negro y un rojo oscuro, casi granate, que le daban a la estancia un aspecto solemne y sensual.
En la semioscuridad pudo ver a algunos hombres elegantemente vestidos que iban acompañados por mujeres cuya semidesnudez destacaba en la oscuridad del lugar. Al ir avanzando iba distinguiendo las distintas escenas que tomaban vida en cada rincón del local.
Se fijó especialmente en una mujer que reposaba lánguidamente sentada en una alfombra con su cabeza apoyada en el muslo de un hombre que estaba sentado en un sofá de cuero negro mientras sostenía entre sus manos la cadena que colgaba del collar de la mujer.
Él iba vestido con un traje negro y ella por todo vestuario llevaba su collar, sus medias negras y sus zapatos de tacón. Se cruzaron las miradas y aquella escena le transmitió una intima complicidad con aquella desconocida. Se veía a si misma representada en aquella situación tan largamente soñada por ella.
De repente sintió que su piel se erizaba. El roce de la yema de unos dedos en su espalda y el aliento en su nuca la devolvieron a la realidad. Lo reconoció antes de verlo. Su Amo se encontraba detrás de ella. Él la tomo por los hombros pegándola hacia su cuerpo.
—Mi dulce sumisa —le susurro dulcemente al oído—. ¿Sorprendida por todo lo que ves? Sé que todo esto es muy nuevo para ti y que te conmociona y me alegro por ello.
Sofía sintió como su garganta se secaba y la voz le salió entrecortada.
—Sí mi señor. Usted me conoce muy bien y sabe que todo lo que aquí sucede me emociona y sorprende a partes iguales.
—Lo sé Sofía, lo sé…
Alberto la tomó por los hombros y le dio la vuelta hasta que ambos quedaron frente a frente. Ella temblaba con la mirada clavada en el suelo cuando él rozó levemente sus labios con su dedo índice y comenzó a desabrocharle la gabardina.
Antes de que él terminara de desabotonarla ya estaba a su lado, esperando por la prenda con los brazos extendidos, un camarero vestido de camisa blanca sin mangas, pajarita negra y pantalón negro que nada más que recibió la gabardina en sus brazos, desapareció de la escena con la misma discreción con que había llegado.
Alberto sacó de su bolsillo un collar de cuero negro con incrustaciones de cristal tallado y rodeó con él su cuello. Al cerrarlo un “clic” metálico se escuchó en el silencio que se había hecho en el local. Luego sacó del otro bolsillo de su americana una cadena y la engarzó al collar dejándola colgar por delante de ella.
—Desde este preciso instante quedas desposeída de tu nombre y serás tan solo “encadenada”. Solo por ese nombre atenderás y solo así serás nombrada. Sígueme como la sumisa que eres y yo te guiaré por esta noche llena de sorpresas y sensaciones.
—Sí mi señor—, susurró ella sin levantar la vista del suelo.
Entre sus manos se sentía segura. Por primera vez en su vida estaba desnuda ante desconocidos que la miraban. Se sentía expuesta pero no se sentía avergonzada. Solo sintió que por primera vez era ella misma
Cuando se conocieron ella encontró en Alberto aquello que ansiaba. Un Amo que la hiciese sentirse tan íntimamente suya que todas las dudas desapareciesen como por ensalmo. Se sentía profundamente sometida a él y ante él ningún temor tenía cabida.
—Deja que te observen encadenada. Quiero que todos admiren a mi dulce y bella sumisa.
—¿Llevas puesto todo lo que elegí para ti?— le preguntó mientras la hacía girar sobre si misma para observarla con detalle.
—Sí mi Señor. Llevo puestos el liguero y las medias que usted eligió para mí y mi culo luce ofreciéndole el brillante que usted me ordenó colocarme.
Al girar todos pudieron ver que su culo lucía un hermoso plug de acero rematado con un brillante que convertía su culo en una joya.
—Buena perrita. Eres una bella y obediente sumisa. Estás hoy especialmente excitante para servir a tu señor.
—Estoy aquí para todo lo que usted desee mi señor —, contestó Sofía presa de una excitación naciente.
Alberto tomó ceremoniosamente la cadena en su mano y con paso lento la condujo hasta el bar tirando suavemente de su collar.
Al llegar cruzó un saludo amistoso con el hombre que estaba sentado en el primer taburete alto pegado a la barra. Era un hombre maduro, elegantemente vestido con traje negro y camisa blanca que realzaba su arreglada barba entrecana y su pelo blanco.
Alberto se sentó en el taburete que estaba libre a su lado mientras encadenada permaneció en pié en actitud de espera.
Sofía miró hacia el hombre que acababa de saludar a su señor y vio que entre él y la barra estaba su sumisa. La chica iba desnuda como ella y sobre su piel blanca destacaban su liguero y las medias. Estaba dándole la espalda a su señor y pegada a la barra por delante. En ese momento el hombre giró su taburete y la hizo moverse hasta que quedó frente a ellos. Entonces pudo observar que la chica llevaba las manos esposadas a la espalda y su amo la rodeaba con su rodillas dejándola allí ofrecida.
Alberto lo imitó. Colocó a encadenada en la misma situación y ambas sumisas quedaron frente a frente separadas por unos pocos centímetros.
Comenzaron a charlar amigablemente entre ellos mientras sus dedos comenzaron a recorrer la piel de sus sumisas.
Poco a poco la situación iba haciéndose más y más excitante. Encadenada veía como aquel hombre se apoderaba de los pezones de su sumisa mientras ella misma recibía el mismo trato por parte de Alberto.
Sudaban. La cercanía de la una a la otra, las caricias, el sentirse expuestas las hacía sudar aún en su desnudez.
—¿Me permites?—, dijo Alberto dirigiéndose a su amigo mientras se bajaba del taburete.
El hombre asintió con un breve gesto afirmativo y Alberto se quitó la bufanda de seda blanca que llevaba puesta sobre su traje negro y con ella rodeó la cintura de las dos mujeres con la sonrisa cómplice de su amigo que ya se estaba dando cuenta de lo que pretendía hacer.
Tensó la bufanda y las cinturas de las dos mujeres fueron acercándose la una a la otra. Sorprendidas, se dejaban hacer sin ningún gesto de rebeldía. Fue apretando hasta que ambas mujeres estuvieron íntimamente unidas frente a frente y luego anudó firmemente la bufanda.
Piel contra piel sintieron la una el calor de la otra. Alberto entrecruzó sus cabezas y cada una apoyó su cabeza sobre el hombro de la otra.
Al principio parecía que ambas intentaban mantenerse lo más separadas posible pero pronto las dos fueron un solo cuerpo sudoroso y cálido.
Alberto recuperó su posición en el taburete y comenzó a acariciar el culo y el coño de encadenada por detrás. Su amigo lo imitó con su sumisa y pronto los primeros gemidos llenaron el ambiente del bar.
Allí, atrapadas entre sus amos y rozándose inevitablemente la una contra la otra, sintieron al unísono como las abordaba el deseo y se abandonaron.
Alberto había hundido sus dedos en el coño de encadenada mientras apretaba contra ella el plug anal que la dilataba y su amigo hacía lo mismo con su sumisa al tiempo la empujaba contra ella. Apretadas la una contra la otra se corrieron hasta que las fuerzas empezaron a fallarles y quedaron sujetas por sus amos.
Alberto desató la bufanda y volvió a colgársela del cuello mientras conducía a encadenada a un sofá de cuero negro que estaba a pocos metros de ellos. La dejó allí lánguidamente sentada mientras él volvía hacia la barra e invitaba a su amigo a acompañarlos en el sofá.
Al cabo de un minuto estaban los cuatro sentados en el amplio sofá presidido por dos pequeñas mesas bajas donde el camarero se apresuró a llevarles sus consumiciones.
Las dos mujeres en el centro del sofá no se rozaban. Parecía como si tras lo sucedido ahora tuvieran miedo de sentir el roce de la piel de la otra.
En silencio se miraban mientras ellos seguían en su conversación animadamente.
Encadenada tomó su bebida entre las manos y apuró un sorbo que la refrescara. En ese momento se dio cuenta de que la otra mujer seguía con las manos esposadas a la espalda y la miraba suplicante. Entonces posó su copa, cogió la de ella y tras mirar a su señor pidiéndole permiso para hacerlo, se la acercó a los labios para que bebiese.
Llevaban ya un buen rato juntas y ni sabían sus nombres ni habían cruzado una palabra entre ellas. Pero no les importaba. Ambas sabían que aquella era la voluntad de sus amos y se sentían íntimamente satisfechas de que así fuera.
Ambos hombres las miraban mientras le daba de beber. Al retirar la copa una última gota se demoró en los labios y se deslizó por su cuello hacia su escote.
—¡Bébete esa gota encadenada!—.
La orden sonó tajante y ella se apresuró a posar la copa y recoger con su lengua aquella gota que ya corría por el escote de aquella mujer. Luego hizo con su lengua el recorrido inverso al que había hecho la gota al bajar. Cuando llegó a los labios se detuvo pero la mano de Alberto la tomó por su cabeza y la sujetó firmemente obligándola a sentir fugazmente aquellos labios carnosos apretados contra los suyos.
Ambas recuperaron su posición anterior mientras ellos proseguían su conversación cruzando sus miradas por encima de ellas.
Cuando ellos decidieron tomar otro trago de sus bebidas encadenada quiso imitarlos pero un gesto de su señor la detuvo.
Alberto había estirado su mano hacia ella haciendo la señal de stop y eso fue suficiente para paralizarla.
La cogió por su collar y la llevó hasta arrodillarse en el suelo. Desde allí pudo ver como el amigo de su señor le separaba firmemente las rodillas a su sumisa y la hacía recostarse contra el respaldo del sofá hasta dejar su culo al borde del asiento.
En ese momento Alberto la condujo por su collar hasta colocarla entre las piernas de la otra mujer. La tomó por la nuca y acercó su boca al coño depilado y abierto de la sumisa de su amigo.
Cuando estaba a punto de rozarlo con sus labios vio como el amo daba de beber a su sumisa haciendo que el liquido se derramase y empezase a correr por ella en dirección a su coño.
—¡Ahora bebe!— Le ordenó tajante Alberto.
Sin tiempo para responder, encadenada se apresuró a abrir la boca y recibir en ella el liquido que llegaba hasta allí.
El otro hombre no dejaba caer la bebida de manera constante y ella se veía obligada a estar muy atenta y beber sin poder ni levantar la cabeza.
Cuando el líquido dejó de caer, encadenada fue profundizando buscando con su lengua todos los restos que llenaban el coño de aquella sumisa. El efecto de la búsqueda no tardó en notarse.
Los gemidos indicaban que la búsqueda estaba dando los frutos apetecidos.
—¡Despacio perra!—, le ordenó Alberto mientras se ponía en pié y hacía un gesto al camarero que tras acercarse y recibir un encargo, desapareció rápidamente. Cuando regresó lo hizo trayendo en sus manos una bandeja de acero sobre la que venían varios flogger de distintos tamaños y materiales.
Al llegar, se detuvo y colocó la bandeja ante la vista de Alberto.
Con un gesto de aprobación cogió uno muy denso, hecho de finas tiras de cuero negro y empuñadura de acero. Lo sopesó entre sus manos con un gesto de aprobación y con una sonrisa invitó a su amigo a coger otro.
El hombre asintió con la cabeza y se puso de pie. Se acercó a la bandeja y tras observarlos detenidamente cogió uno de cuero trenzado bicolor rojo y negro con la empuñadura también trenzada. Al tomarlo entre sus manos una sonrisa cómplice le iluminó el rostro. Se sentó de nuevo en el sofá al lado de su sumisa, pasó su brazo izquierdo por detrás de su nuca, la sujetó contra si, se recostó sobre el respaldo, dejó el flogger sobre sus rodillas y se dispuso a observar la escena que se ofrecía ante sus ojos.
La sala estaba prácticamente a oscuras haciendo honor al nombre del club. Las sombras de la sala de pronto se rompieron al encenderse un foco que iluminó la escena de la que todos los presentes estaban pendientes en ese momento.
El camarero había retirado la mesa y en la escena solo cabían ellos cuatro.
Encadenada estaba a cuatro patas en el suelo con su boca bebiendo del coño de la otra sumisa que permanecía recostada en el sofá con sus piernas abiertas. Su amo la tenía recogida con firmeza y dulzura a un tiempo mientras ella se abandonaba a aquella lengua que bebía de su coño.
Alberto se acercó a encadenada, la alineó colocándola perfectamente entre aquellas piernas y luego presionó con la palma de la mano sobre sus caderas hasta arquearla y hacer que su culo resaltase aún más.
Se alejó y el primer azote silbó en el aire del club.
Con pausa. Dejando que cada azote tomase vida por si mismo. Demorándolos lo preciso para que produjesen el efecto buscado y jugando con la intensidad de los mismos, los azotes fueron cayendo con precisión sobre el culo y la espalda de encadenada.
Cada gemido de su boca se ahogaba entre los labios del coño que ávidamente comía. Al hacerlo el efecto de sus lamidas se multiplicaba en el coño de aquella sumisa que ya miraba implorante a su señor suplicandole el permiso para regalarle su primer orgasmo.
En la piel de encadenada se iban dibujando las huellas del flogger. La piel sonrosada se iba volviendo rojiza y los caminos que los azotes marcaban en su culo y espalda se entrecruzaban dibujando el mapa de su entrega. En aquella postura el brillante que remataba su culo lucía de forma esplendorosa.
Al recibir la luz del foco centelleaba llenando la sala con sus destellos siguiendo el ritmo de aquel culo al ser azotado.
Un instante de pausa y Alberto invita a su amigo a seguir azotando a encadenada.
Él se levanta del sofá. Ceremoniosamente se acerca a Alberto y haciéndole una señal de asentimiento con la cabeza descarga el primer azote sobre el culo de encadenada que da un respingo sorprendida por la intensidad del azote. En ese momento encadenada es consciente de que su amo ha estado hasta ahora preparándola para recibir los azotes de su amigo.
Ahora los azotes son más seguidos e intensos. Ella también acelera el ritmo con su boca y se hunde definitivamente en aquel coño que se le ofrece generoso.
Cuando Alberto se suma a los azotes, ambos hombres lo hacen de forma alterna aumentando el ritmo y todo se precipita. Encadenada se comprime sobre aquel coño y una mirada de su amo le abre las puertas a la sumisa que ofrece su orgasmo generoso a su señor.
Ese primer orgasmo va enlazándose con otros que siguen llenando la boca de encadenada de zumos y aromas que la hacen comer aún con más avidez.
Cuando todo se detiene suenan brevemente unos aplausos y el foco se apaga. Los floggers vuelven a la bandeja del camarero y la mesa a su lugar. Encadenada permanece recostada en el suelo pero ahora su cabeza descansa sobre el muslo de su amo mientras ella se solaza en aquella postura que observó al entrar en el club.
El camarero reaparece trayendo sobre su bandeja cuatro copas y una botella de champagne.
—Gentileza de la casa— les dice mientras posa las copas en la mesa y descorcha la botella.
“Flop”. El ruido del corcho al salir da paso a una mano experta que llena las copas sin derramar nada y el camarero desaparece.
Alberto alarga una copa a su sumisa y su amigo hace lo propio con la suya.
—Encadenada, te presento a mi amigo Luis y a su sumisa Ana. Brindemos los cuatro por esta noche inolvidable.
Al levantar las copas Ana se dejó deslizar desde el sofá hasta el suelo y adoptó la misma postura que encadenada. Al hacerlo sus copas quedaron a la misma altura y chocaron entre sí dejando un chin-chin en el aire que pronto fue de cuatro copas que brindaban al unísono.
—¡Por nosotros!—