Alivio de luto

¿Cómo acercarse de nuevo al sexo, al deseo, al amor, cuando la vida te ha dado un duro golpe?

Isabel rompe la distancia y la rutina diaria de sus despedidas y se acerca para besarlo en un gesto que a él le coge por sorpresa. No son sino dos castos besos en la mejilla, tan solo dos besos cordiales entre compañeros de trabajo, dos besos que a Isabel le sirven para comprobar que eso que llevaba un tiempo sintiendo, no sabe cuánto, es verdad. Dos besos para saberse de nuevo lista, todavía ignora si para el amor, al menos para el sexo. Dos besos que, aquella noche, cuando aburrida de pasar canales y canales en el televisor sin encontrar nada de su agrado, se acueste resignada en su cama, demasiado grande, demasiado fría, guiarán sus manos. Dos besos y diez dedos que se aliarán con su mente para recomponer el recuerdo de Pedro, para recuperar el calor que le nace en el vientre en su presencia, para ponerle cuerpo y cara y ojos color avellana y unos hombros fuertes a ese sentimiento extraño que no sabe interpretar.

Porque cariño a Pedro le ha tenido desde hace tiempo, incluso antes de faltar Santi. Lo conoce desde hace años, desde que empezó a trabajar en la empresa. Pedro era entonces casi un chiquillo y ella una mujer con una vida estable y unos sentimientos muy firmes por su marido Santiago. Quizás por eso ahora le cuesta más interpretar lo que siente, porque el afecto y el aprecio han estado siempre presentes, pero no son lo que guía hoy su mano por debajo del pijama y la hace posarse, dubitativa, sobre su propio sexo. Isabel corre la manta y la sábana, porque con este calor no puede pensar y necesita tener la mente fría para recordar cuando nace esa atracción. No antes, ni durante la enfermedad de Santi, tampoco cuando él ya no estuvo pero sí Pedro, como todos los demás, apoyándola, diciéndole que tenía que ser fuerte y seguir adelante porque todavía era joven y la vida larga. Tampoco lo ubica al volver al trabajo y reencontrarlo tras unos meses de baja. Quizás sea una cosa momentánea, tal vez ni siquiera Pedro tenga que ver con ello y sea todo cosa suya…

Incluso por un instante se avergüenza de haber mezclado a Santi y a Pedro en su mente, pero es tan sólo eso, unas milésimas de ¿quién sabe? lucidez. Luego vuelve a instalarse el calor, que nada tiene que ver con el ambiente, un calor que nace de ella misma y que le hace apretar los muslos y encerrar su mano sobre su coño. Hace tanto que esta clase de juegos no pueblan su vida que no sabe cómo tiene que hacerlo. Intuye que tiene que ser algo rápido, movido por la excitación del momento, pero no quiere que sea así. Quiere sentirse, sentir esa mezcla del calor que sube y la humedad que baja por su cuerpo, quiere sentir la incomodidad de la braguita pegándosele a la piel. Quiere tomarse el tiempo necesario para que los gemidos se formen en su garganta y mezclado con ellos escape el susurro de un nombre, qué importa si es el de Pedro. Quiere cerrar los ojos e imaginar que es la mano de su compañero de trabajo la que acaricia sus senos, baja por su vientre hasta dibujar la forma de sus caderas; quiere abrirlos y sorprenderse viendo que es su propia mano la que se cuela bajo la tela de su ropa interior. Quiere sentir la tormenta en su mente, mezcla de recuerdos, necesidades y sentimientos. Quiere ser fuerte o dejarse llevar únicamente por lo que siente en aquel momento.

Entonces un dedo, quizás el más decidido, se asomará tímidamente en su sexo, deteniéndose el reloj del tiempo perdido, e Isabel dará un respingo. Lo sacará, e inmediatamente lo regresará a su vagina porque era eso lo que necesitaba sentir. Empujará débilmente y al poco al primer dedo le acompañará un segundo de su mano diestra, mientras la otra mano agarrará su muñeca no sabiendo si detener la invasión o empujar con más ganas. Pero ya no habrá marcha atrás, porque lo que siente en ese momento en su cama se parece bastante a lo que experimenta cuando tiene delante a Pedro y lo mira como nunca antes lo había mirado. Es similar pero es mucho más intenso, porque esa noche no es confusión mental, también sensaciones en su cuerpo. Y tal vez cuando el calor que la abrasa termine y el sueño la pueda, se permita pensar en la cara de Pedro sobrevolando la suya, y en sus manos agarradas a unos hombros o unas caderas fuertes y masculinas, pero ahora no.

Ahora sabe que no es otro el cuerpo que se aloja en el suyo. Sabe que son sus dedos, que se mueven decididos, impetuosos. Que sus pensamientos no son coherentes, que ya nos los controla, que manda su instinto y abandonada a él, Isabel se mueve como una autómata. Se agita torpemente, tirando de la parte inferior de su pijama, también de la braga, porque todo le estorba y le dificulta los movimientos. Sólo su mano sabe cómo moverse, provocándole caídas de párpados y gritos en la noche. Por momentos siente que lo hace mal, porque no experimenta lo mismo que cuando Santi la penetraba, pero en otras ocasiones sus dedos alcanzan alguna terminación nerviosa en particular que la hace retorcerse sobre el colchón y eso no lo puede expresar con palabras, sólo con gemidos.

Quizás más adelante, tal vez otras noches se anime a más, pero ahora le basta con un par de dedos. Entrando, saliendo, girando, moviéndose a su antojo, guiados únicamente por la naturaleza, porque de joven Isabel no… porque eran otros tiempos y lo que hace esta noche en la soledad de su habitación era pecado mortal y enseguida conoció a Santiago, con el que hacían otras cosas... En fin, que nadie le enseñó, ni le aconsejó, ni necesitó leerlo en ningún libro, pero cree que lo hace bien. O al menos de manera efectiva. Porque el entrar y salir de sus dedos, y el continuo frotar de su otra mano, hace ya tiempo que ha convertido su coño en un manantial, y a estas alturas ya no se acuerda de Santi, ni fantasea con Pedro, aunque los dos estén presentes en algún rincón de su mente. Sus piernas se estiran o se repliegan como movidas por un resorte que sus dedos activaran allá adentro, y puede que a Isabel en otro momento eso le pareciera gracioso, pero esa noche sólo siente calor subiendo por su cuerpo, hasta sofocarle la cara. Por un instante lleva una de sus manos hasta aplastar su pecho, a apretarlo, a pellizcar el pezón entre sus dedos cuando la retira. Pero es tan solo un instante, porque enseguida la devuelve a su sexo y la empuja con más ganas. Ya se siente cerca.

Al terminar se siente extraña, también un poquito culpable. El calor va poco a poco desapareciendo, su cuerpo recuperando su estado normal, su mente repoblándose de miles de pensamientos, muchos contradictorios. Isabel recompone sus ropas, está demasiado fatigada como para saber qué siente. Sólo sabe dos cosas: que en el charquito que moja su sábana y sobre el que dormirá esa noche hay miles de matices y está recargado de sabores, y que la próxima vez, porque habrá próxima vez, eso lo tiene claro, necesitará una toalla o una lengua que recoja lo que emane de su coño.