Aliviada por el quiromasajista.
Al cabo de unos minutos, Eduardo subió la toalla hasta mi espalda, tapándola por completo y dejando mi trasero y mis piernas al descubierto. Yo no paraba de rezar en mis adentros para que no se diera cuenta de que estaba mojada y que había traspasado mis braguitas, pero aquello saltaba a la vista.
Conozco a Eduardo desde hace tres años, es el mejor amigo de mi marido, y trabaja como quiromasajista en el centro de la ciudad, en un balneario/spa de lujo con hotel y restaurante, para gente adinerada.
Aquel fin de semana mi marido y yo decidimos pasarlo allí para desconectar de nuestras rutinarias vidas y darnos un capricho al cuerpo.
Disfrutamos de un circuito de una hora por el spa, parecía que todo iba perfecto entre nosotros, hasta que mi marido decidió subir a la habitación para ver el partido de fútbol que emitían esa misma tarde.
Yo no estaba dispuesta a ello y dejar de disfrutar de la estancia en el spa, así que me acerqué a saludar a Eduardo mientras mi marido estaba en la habitación.
He de decir que se alegró un montón de verme, estaba guapísimo. Y ya que estaba allí decidí que me diera un masaje.
Eduardo me indicó dónde estaba la cabina y me dio una toalla color beige para cubrirme mientras él esperaba en el pasillo.
Al entrar en la cabina observé que todo estaba decorado en colores madera, con velas aromáticas de lavanda, cuencos tibetanos en los estantes, piedras volcánicas, etc.
Me desprendí del albornoz que llevaba puesto del spa y me desnudé hasta quedar sólo con el bikini. Me tumbé bocabajo en la camilla y me coloqué la toalla sobre mis nalgas, cubriendo un poco las piernas.
Dos minutos más tarde Eduardo entró, me miró, sonrió y con cariño me indicó que me quitara la parte superior del bikini. Yo hice el amago de ello, pero lo único que logré fue demostrar mi torpeza para desabrocharlo. Él se acercó a mí y cuidadosamente me ayudo a quitármelo. Sus manos eran grandes, y estaban calientes y muy suaves.
Algo me recorrió toda la espalda al sentirlas rozar suavemente mi piel. Estaba nerviosa, tensa, y probablemente algo excitada.
Eduardo no era un hombre precisamente de un físico espectacular. Era un hombre alto, muy alto, de un metro noventa, 37 años, ojos castaños, nariz prominente, con un poco de entradas, labios finos y de complexión delgada. Pero tenía algo que le hacía atractivo… No sé si era por su personalidad, su simpatía o su porte como hombre. Pero en el momento en que sentí sus manos, sentí algo muy fuerte hacia él.
Cogió un aceite de la estantería y se frotó las manos con él, dejándolo caer levemente sobre mi columna durante unos segundos. Acto seguido colocó sus manos extendidas sobre mi espalda y comenzó a hacer movimientos cruzándola de extremo a extremo. Seguidamente bajó un poco la toalla dejando a su visión el inicio de mi trasero.
En aquel momento me tensé, él me susurró que estuviera tranquila, que no pasaba nada y que confiara en él. Así que me relajé, y disfruté del masaje durante varios minutos.
Aunque estuviera relajada no podía evitar excitarme. La situación no ayudaba a evitarlo: yo estaba prácticamente desnuda, Eduardo me resultaba atractivo, sus manos me estaban recorriendo todo el cuerpo provocándome una sensación de lo más placentera, el silencio entre nosotros con la música relajante de fondo le daba un toque erótico a la situación, y en aquella cabina hacía mucho, mucho calor…
Sus manos subieron desde la zona baja de mi espalda hasta mi cuello de una forma tan intensa que se me escapó un pequeño gruñido y pude sentir tras de mí su sonrisa.
Mis pezones iban endureciéndose poco a poco, podía sentir cómo rozaban y chocaban contra la camilla a causa de los movimientos de las manos de Eduardo sobre mí, y aquel roce provocaba que todavía asomaran más de mis pechos. Mi vagina iba dilatando poco a poco, sabía que se podría apreciar una mancha húmeda en mis braguitas, y deseaba que Eduardo no lo pudiera ver o me moría de la vergüenza ante aquella situación. Menos mal que aquella toalla tapaba todo aquello que se estaba formando ahí abajo.
Al cabo de unos minutos, Eduardo subió la toalla hasta mi espalda, tapándola por completo y dejando mi trasero y mis piernas al descubierto. Yo no paraba de rezar en mis adentros para que no se diera cuenta de que estaba mojada y que había traspasado mis braguitas, pero aquello saltaba a la vista. Sé que lo notó, porque al hacer eso, pude escuchar como tragó saliva y carraspeó.
Seguidamente masajeó mis pies, piernas, y fue subiendo hasta mis glúteos… Colocó los extremos de mi braguita entre mis nalgas, dejándolas completamente al desnudo. Al hacerlo tiró hacia arriba de ella, haciendo que la tela se ajustara a mi clítoris y lo moviera sutilmente. Ante eso, gemí. Inconscientemente gemí. Pero Eduardo no respondió ante ello. Él se dispuso a masajear mis nalgas, y toda mi piel se erizó en aquel momento.
Era increíblemente placentero sentir sus manos recorrer mis nalgas en círculos y presiones. Aquello me estaba haciendo mojarme todavía más… Sentía como mi flujo vaginal resbalaba entre mis labios poco a poco y se empapaba la tela…
Eduardo volvió a tirar de mis braguitas hacia arriba y volví a gemir con timidez. Lo volvió a hacer de nuevo, esta vez gemí un poco más fuerte con la voz rota. Por tercera vez volvió a hacerlo, y solté un gemido largo e intenso que me hizo levantar un poco mis caderas de la camilla. De nuevo tiró, y tiró, y tiró…, y cada vez más rápido hasta que consiguió hacer que levantara por completo mi pelvis de la camilla y tuviera el culo completamente en pompa, y él, mientras tanto, acabó masturbándome a una velocidad muy rápida a base de tirar de mi ropa interior, consiguiendo que mis labios sobresalieran por los extremos de esta, dejando mi sexo completamente al desnudo.
Sin mediar palabra, Eduardo me bajó las bragas rápidamente hasta los tobillos, y allí, sobre la camilla, estando yo a cuatro patas, comenzó a lamer todo mi sexo empapado en flujo y ahora en su saliva. Yo gemía descontroladamente. Me encantaba que me comiera todo en aquella posición, ya que su gran nariz se perdía entre mis nalgas y rozaba por momentos mi ano, y me volvía loca.
Sin dudarlo un segundo, introdujo su dedo índice en mi ano, masturbándomelo lentamente mientras su lengua invadía mi vagina haciendo movimientos rápidos de derecha a izquierda y de izquierda a derecha sin pausa alguna.
Mi ano iba dilatando poco a poco, al mismo tiempo que Eduardo introducía más dedos en él, y con su otra mano agarraba mi pecho derecho mientras no quitaba su lengua de mí.
Continuó haciendo aquello hasta que yo no pude más y mis piernas comenzaron a temblar, haciéndome perder el equilibrio y la fuerza de todo mi cuerpo, dejándome caer de nuevo sobre la camilla.
Él me dio la vuelta, dejándome tumbada boca arriba, y él, de pie, se colocó tras mi cabeza, poniendo sus enormes manos sobre mis pechos, y a la vez que los masajeaba, se agachó para dirigir sus labios a los míos, fundiéndonos en un húmedo beso cargado de pasión, sexo y ganas de entregar todo el uno por el otro.
Aprovechando que la camilla era no muy alta, y Eduardo sí lo era, se dispuso a sacar su pene entre los pantalones del uniforme sin llegar a quitárselos, dejándolo a un palmo de mi boca. Yo ladee un poco mi cabeza y lo comencé a acariciar con mi mano, observando lo enorme que era, el recorrido de sus venas hasta el glande, haciendo evidente una gran erección que guardaba una gran cantidad de esperma para mí.
Sin llegar a metérmela a la boca, acaricié todo el tronco de su pene con mi lengua suavemente, como si se tratara de un caramelo. Le regalaba pequeños y suaves lametones para sentir su sabor. Él dejaba escapar una respiración más profunda, y yo, al captar aquel sonido provocado por su boca, decidí meter en la mía su enorme pene y regalarle una felación de lo más intensa… Primero deprisa, después lento, luego pequeños lametones, después acompañando con mi mano, de nuevo lento, rápido, lento, rápido… Así hasta que me tumbó en la camilla hacia él, abrió mis piernas rápido, y mirándome fijamente a los ojos lamió dos de sus dedos y me los pasó lentamente por mi clítoris hasta que bajó a mi vagina y de golpe los introdujo en ella, masturbándome de manera rápida, haciéndome salpicar todo el suelo de tal excitación que contenía en mi cuerpo.
Agarró fuerte mis tobillos, uno a cada mano, dejándome totalmente abierta, y de una embestida me llenó entera con su miembro, fuerte, algo dolorosa, pero muy placentera. Primero una, luego otra, y otra, y otra… Así sucesivamente, sin ningún ritmo alguno. Simplemente se dedicaba a meterla fuerte y rápido para hacerme gritar como una loca. Disfrutaba viendo mi cara de placer y de desesperación, deseando que me follara de manera continua y no jugara conmigo de ese modo. Pero la sonrisa que se dibujaba en sus labios mientras no me apartaba la mirada, indicaba que estaba disfrutando de verme sufrir, y de entrar en el punto de estar deseosa de su polla.
Volvió a sacarla de golpe y siguió estimulando mi clítoris muy deprisa, después se agachó colocando su cabeza entre mis piernas y comenzó a follarme con su lengua y a estimularme con su nariz perdiéndose en mí.
Yo temblaba de placer, jamás nadie me había saboreado de tal modo, y jamás nadie había actuado tan deseoso por mi cuerpo como lo estaba haciendo Eduardo, ni si quiera mi marido… Así que deseosa de aquel momento, cogí su cabeza y la hundí más en mí, al mismo tiempo que gemía, gritaba, incluso un par de lágrimas se me saltaban en los ojos de placer.
Eduardo no dudó en cogerme en brazos y llenarme entera de sus embestidas contra la pared al mismo tiempo que me besaba e impedía que mis jadeos llegaran fuera de la cabina.
Cada una de sus embestidas me hacía llegar al cielo, mis pechos rebotaban y él lo observaba. Pero todavía seguía sin hacérmelo rápido de una forma continuada; así que no pude más y lo agarré fuerte haciéndole caer el suelo, colocándome sobre él y comencé a hacérselo todo lo rápido que daba de mi…
Él parecía encantado, su cara me decía que se sentía como un dios, y yo estaba encantada de ser la responsable de aquello. Por lo tanto, me coloqué de espaldas a él, todavía encima, y comencé a metérmela lentamente para que él pudiera observar cómo su pene entraba y salía de mi, y cómo al sacarla, la cogía con mi mano y la frotaba contra mis labios, jugueteando con ella y logrando ponerme más húmeda.
Eduardo no podía más, comenzó a darme cachetadas en las nalgas agarrándolas con firmeza. Por lo tanto, no quise ser mala y se lo hice rápido para que terminara ya. Y después de varios minutos en aquella posición, él jadeaba con más fuerza hasta que finalmente sentí que todo su esperma me inundaba la vagina e incluso se escurría por mis ingles. Estaba claro que Eduardo tenía mucho guardado para mí…
Me vestí sin decir nada, tan sólo para despedirme y desaparecí. Subí a la habitación en la que se encontraba mi marido, y, por raro que me pareció, tenía ganas de sexo. Tenía ganas de mí. Y yo, como es comprensible, llevaba un calentón todavía en el cuerpo que no me pude negar.
No me preocupé, ni me paré a pensar de si mi marido notaría olor a mis flujos corporales y a los de su amigo. Él ni siquiera notó nada, simplemente se dedicó a hacérmelo como de costumbre durante unos pocos minutos, y yo terminé satisfecha. Llena. Totalmente llena por los fluidos de mi marido y por los de Eduardo, en conjunto, dentro de mi vagina…