Alina, esclava perfecta (I)

Alina, tras casi veinte años de servicios a su dueño, es vendida por este a un burdel barato.

Siempre seré su esclava. Lo sabe, como sabe que nunca tendré otros dueños, aunque me venda, porque usted hizo de mí lo que soy: una sumisa de su ser, de su placer y de todos sus caprichos. Perdone mi atrevimiento o castígueme como solo usted sabe, pero no puedo resistirme a decirle lo que humildemente pienso. Fui su compañera de estudios, cuando todavía éramos unos jovencitos con acné y toque de queda de nuestros respectivos padres. Recuerdo que con tan sólo dieciséis años follamos en el rellano de la escalera del piso de mis padres; yo desnuda por darle ese capricho y usted vestido con el traje de su graduación. Ya me tenía conquistada, convencida de que sería de su propiedad para siempre. Era su forma de seducirme, su belleza masculina, su porte de chico dominante y a la vez tierno, su modo de hacerme sentir deseada y, a la vez, culpable de mi belleza. No sé; un montón de sentimientos y pensamientos encontrados siguen todavía hoy enloqueciéndome, pero de algo estoy segura: usted descubrió mi vocación de esclava sexual. Mis únicos placeres carnales provienen de mi condición de mujer sumisa a los apetitos de su amo; y mi amo es usted. Tan pronto como pude emanciparme económicamente de mis padres, fui libre para entregarme a usted. Me vestí como usted me ordenó, casi siempre falda corta de tubo a medio muslo, blusa escotada y ceñida, ligueros, medias y zapatos de tacón alto de aguja que dejaran ver el arranque de los dedos de los pies. Un atuendo con el que no podría salir corriendo si usted me metiera en una situación difícil, como quedó demostrado incontables veces, como cuando me prestó a sus amigos de la universidad para que calmaran su libido. Eran cuatro de nuestros compañeros de la facultad que le pagaron el alquiler de un mes del piso de estudiante que tenía. Cuatro que parecían doce a juzgar por cómo tuve que mamar sus penes y ser penetrada sin contemplaciones por delante y por detrás durante una semana, uno por uno y en grupo. Yo dejé la carrera para ganar el dinero que usted necesitaba. Trabajé de almacenista por las noches para estar disponible para usted durante el día. Me convertí en su criada, en su cocinera y en su puta, aunque esto último ya lo era porque usted me chuleaba con sus amigos. También en su celestina, consiguiendo que mis amigas se prestaran a sus juegos de dominación. Hoy es una de ellas la que quiere ocupar mi puesto y exige que usted se deshaga de mí como única condición. Ella, la que usted me hizo comerle el coño y lamerle los pies como a una reina, la que, pese a ser una de sus esclavas ocasionales, le dio todas las potestades para ser también mi dueña, ella, digo, es la que me ha buscado un comprador. Estoy desnuda completamente. No me ha dejado usted ni esos zapatos negros de tacón fino con los que estaba obligada tanto a caminar como a dormir. Pronto vendrá a buscarme un empleado del burdel del cruce, me meterá en su furgoneta y me llevará derechita al pasillo francés que tiene el establecimiento. Allí, junto a otras cinco o más compañeras, con los ojos vendados, haré felaciones a cuantos penes entren por los agujeros de la pared durante el día. Penes de estudiantes o pensionistas que buscan correrse por poco dinero (dinero que, como sus miembros viriles, tampoco veré). Luego, de noche, seré la camarera de las habitaciones: lavaré los coños de mis compañeras, cambiaré las sábanas y serviré copas a los clientes, que tendrán derecho a usar de mí si no les llega con las chicas titulares de las habitaciones. La ropa que pueda cubrir mi cuerpo será la gastada por ellas, así como el calzado. No es el destino que esperaba tras servirle como a mi emperador durante casi veinte años, pero debo conformarme si es su firme voluntad. Siempre me consolará saber que durante mucho tiempo fui su favorita, que fui montada por usted cuando mi cuerpo y el suyo eran seda pura, cuando su miembro enhiesto era el ídolo de mi pasión, cuando me recreaba haciéndolo crecer entre mis dedos, entre mis labios o en el canalillo de mis lindos senos (lindos porque lo eran y aún lo siguen siendo, a juzgar por la ternura con que me los mira y palpa a modo de despedida). Me queda el orgullo de haberle provocado corridas solo con dejarme meter mano en un café, en un vagón de tren, en la cola de un cine, solo con acariciar su prepucio con una puntita de mis pies o con insinuarle lo que estaba dispuesta a emputecerme por complacer sus pasiones. Vienen por mí. Deseo que su nueva esclava esté, cuando menos, a mi altura. Si me echa de menos, no dude en acudir a mi rescate. Estaré dispuesta a resarcirle del dinero que deba pagar por sacarme de ese burdel de tercera sin reclamarle un céntimo de lo que hoy le pagan por mí.