Aliena (1)

Tras la batalla, el rey ha caido y ha sido asesinado. ¿Que futuro les aguarda a su joven mujer y a la joven princesa Aliena?

MIENTRAS REVISO, REESCRIBO Y ACTUALIZO PARA CONTINUAR CON "EL TORMENTO DE ELSA" UN NUEVO RELATO.

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  • ¡ALTO…. ALTOOOO! ¡EL REY HA CAIDO…. EL REY HA CAIDO!

Desde lo alto del campanario de la iglesia, uno de los fieles guerreros de Ardaran anunciaba el fallecimiento del rey de dicho reino, caído durante la terrible batalla que se libraba en el interior de la ciudad amurallada de Fallstan.

De inmediato, la batalla se detuvo, y los fieles guerreros del caído rey, rindieron sus armas ante los valientes luchadores del ejército del reino vecino, Lonsdell, cuyo rey, salía victorioso en esos momentos de la iglesia del pueblo con la cabeza chorreante de sangre por el cuello cercenado del caído rey sacando gritos de júbilo de sus fieles guerreros.

  • ¡CIUDADANOS DE FALLSTAN… VUESTRA CIUDAD, VUESTRO REY… HA CAIDO!

¡YO, EDWARD HARINGTON II, REY DE LOSDELL, RECLAMO EL REYNO DE ARDARAN COMO PROPIO! ¡¡¡ARRODILLAROS O MORIR BAJO EL HIERRO DE MI EJERCITO!!!

Lentamente, el sonido de las armas caídas de los fieles guerreros del caído rey, siguió al del tumulto que peleaba por su libertad con garrotas y azadones, para después, entre sollozos, arrodillarse ante el griterío de júbilo de los guerreros de Lonsdell y la cara de sádica satisfacción del rey Harington y de su joven hijo, que vestido con su armadura y cubierto de sangre enemiga miró hacia lo alto de la torre del palacio, donde dos figuras femeninas miraban con terror la escena.

Mientras los cuerpos de los caídos por el reino de Fallstan eran llevados en carromatos tras ser desnudados a una fosa común abierta en el exterior de la ciudad amurallada para ser quemados después; los heridos, solo los del victorioso reino de Lonsdell, eran atendidos, mientras el resto de heridos era conducido como prisioneros a las atestadas mazmorras del castillo y la iglesia, donde se juntaban con el resto de soldados del reino caído, el victorioso Edward Harington estaba sentado en el trono del caído rey, vestido con toda la elegancia que este había tenido hasta hoy, y con su hijo, armadura aun puesta y manchada de sangre a su lado.

Los criados del rey caído trataban de agasajar al victorioso rey trayéndole comida y bebida, que este devoraba con satisfacción, hasta que la puerta del enorme salón en el que se encontraba se abrió y aparecieron ante él la mujer y la hija del rey caído. Entonces, con un gesto de mano, todos, menos su hijo y sus dos fieles consejeros y más valerosos guerreros se marcharon.

  • ¿Qué deseáis mujer? – dijo dirigiéndose a la joven esposa del rey caído.

La mujer, vestida con elegantes sedas verdes con elegantes bordados dorados, ando por el salón hasta las escaleras que conducían al trono donde hasta ayer su marido recibía pleitesía. Sobre su cabeza coronaba una elegante diadema de oro y brillantes y su pelo suelto caía sobre su espalda hasta su cintura. Sus pies se ponían ver bajo el borde del vestido, calzados en elegantes babuchas rojas y doradas. Tras ella, su joven hija, vestida con un elegante traje rojo, con similares bordados dorados, arrastró sus pies calzados en sandalias mientras miraba al suelo con aire de profunda tristeza en contraste con la seriedad y entereza de su joven madre. Cuando ambas llegaron al pie de las escaleras, se arrodillaron ante el nuevo rey, que sonrió satisfecho, así como lo hicieron igualmente su hijo y los dos fieles consejeros.

  • Señor, os ruego la mayor de las consideraciones con nosotros, en especial con mi joven hija.

Estamos dispuestas a serviros fielmente hasta el fin de nuestros días si fuera necesario, si a cambio vos cuidáis de nosotras.

La joven hija agachaba la cabeza permitiendo ver la trenza en al que su melena morena estaba recogida y que la llegaba a media espalda. Su esbelta y delgada figura se apreciaba bajo el suave vestido que la cubría.

Sonriente, el rey se levantó y bajó junto a ellas, quedándose a un peldaño de ambas.

  • Ya tenía planes para vosotras antes de dirigirme hacia aquí con mis ejércitos.

Desde hoy, yo dirigiré mis reinos desde este castillo, y mi hijo regresará al castillo de Kessbridge, desde donde dirigirá el reino de Lonsdell. Por lo que una de vosotras se quedará aquí, conmigo, y la otra partirá mañana mismo con mi hijo a Kessbridge, donde entrará a formar parte de su servicio personal, pudiendo convertirse, si él lo desea, en su futura mujer.

Las dos mujeres cerraron los ojos. La joven reina, aguanto las lágrimas, pero su joven hija no pudo sino sollozar y dejar que sus lágrimas se deslizaran por su rostro.

  • Es justo pues, que la más joven se marche con mi hijo, y la más madura se quede aquí, a mi fiel servicio.

Ambas mujeres levantaron la cabeza, su mirada suplicante de no querer separarse no amedrento al rey.

  • Es eso o ser decapitada, y que tu hija se marche.

La reina, con firmeza, se levantó y mirando fijamente al rey asintió.

  • Dejarme por lo menos pasar esta última noche con mi hija.

El rey, sonriente, asintió, y poco después, las dos mujeres salían del salón ante la mirada de los cuatro hombres sonrientes. Cuando se hubieron marchado, el joven príncipe se dirigió a su padre.

  • ¿La hija para mi entonces padre?

  • Si. Úsala como más te plazca. Es tu regalo por ser tan buen soldado hijo. Ya estás en edad de desposar, pero si prefieres usarla de concubina, de esclava, de puta… Me es igual.

  • ¿Será virgen? – dijo con lujuria y sonriendo.

Su padre, se giró sonriente.

  • ¿Bromeas? Acaba de cumplir quince años. Estará tan estrecha, ten prieta y cerrada que sus gritos cuando la penetres se oirán aquí incluso desde Kessbridge.

Y El joven príncipe, sintiendo una salvaje erección, deseo estar ya en su palacio para comprobar como de estrecha era esa joven princesa a la cual, tenía claro, convertiría en su principal esclava.

  • No quiero irme madre – lloraba al joven princesa Aliena en el regazo de su joven madre.

La reina Esmeralda, que se desposo con el caído rey cuando solo tenía catorce años, concibiendo a su hija al año siguiente de las nupcias, y no pudiendo darle ningún otro hijo, algo que jamás molestó al rey caído, bondadoso, y con ideas distintas respecto a la descendencia y el linaje a la que tenían los reinos vecinos.

  • Escúchame Aliena – dijo la mujer mirando a su hija fijamente a los ojos llorosos aguantando ella misma el llanto – Es lo mejor. Pero te prometo que cuando pueda, en cuanto me gane la confianza del rey, hare lo posible por traerte de vuelta.

  • ¿Y si el príncipe me desposa?

La reina tragó saliva. Era famosa entre los reyes cercanos a Lonsdell la lujuria del joven príncipe y su deseo de no desposarse con ninguna mujer. Sabían de sus salidas nocturnas a las casas y posadas de su reino, donde gozaba de violar a las jóvenes hijas y mujeres de sus súbditos, y de su trato cruel para con las prostitutas de los burdeles. La dolía en el alma no poder hacer nada, y no tenía fuerzas para matar con sus manos a su hija y quitarla el sufrimiento que a buen seguro estaba a punto de padecer.

  • Créeme Aliena, no te desposara.

Y abrazando a su hija trató de consolarla hasta que se durmió poco antes de que la luna llenase con su luz la fría habitación.

A la mañana siguiente, recién despuntada el alba, la puerta de la habitación se abrió sin previo aviso y cuatro soldados entraron en ella despertando a las dos mujeres que dormían sobre la cama con dosel, abrazadas la una a la otra.

La joven princesa ahogó un grito de sorpresa mientras se incorporaban. Tras los soldados, entró el rey, su hijo y otros cinco soldados. El monarca y el príncipe vestían sus mejores galas, con unas impolutas calzas, unas elegantes botas, una larga capa y luciendo cada uno una corona. El rey, la del ya destronado monarca, y el príncipe, la que había sido corona de su padre.

  • Ha llegado el momento de partir. Pero antes, joven princesa, debéis de empezar a rendir pleitesía, ya no sois una princesa, ahora sois una vulgar súbdita más, y como tal partiréis de aquí, así pues, desnudaros.

Las dos mujeres se quedaron paralizadas mientras los once hombres miraban impacientes, notando una mirada lujuriosa de deseo en el joven príncipe.

La reina abrazó a su hija, que temblaba llorando en silencio mientras ella notaba que apenas podía aguantar las lágrimas.

  • Tranquila cariño – susurró – Tranquila, se fuerte, como lo era tu padre.

Temblando, ambas mujeres se separaron, y la joven princesa dejó caer su largo vestido rojo sobre sus pies descalzos, mostrando su blanca piel desnuda a los presentes y dejando a la vista unos pequeños pechos de diminutos pezones de aureolas sonrosadas y un pubis con un vello moreno que cubría la totalidad del virginal sexo que el joven príncipe deseaba  probar cuanto antes.

  • Ponte esto – le dijo el rey tendiéndole un fardo de ropa.

La joven lo desdoblo, comprobando que era un vestido viejo de lino amarillento y usado. La joven, sollozando, se lo puso. Le llegaba hasta las rodillas, ya que a esa altura se notaba roto y deshilachado.

  • Bien, así es como debes estar. Pero antes, suéltate el cabello.

Con un movimiento pausado, la joven dejó libre su cabello destrenzándolo y dejándolo caer sobre los hombros. Sus ojos rojos reflejaban el miedo que tenia, apenas temblaba, a pesar de sentir el frio suelo de piedra en sus pies y de estar muerta de miedo, solo sollozaba.

  • Ya podemos irnos.

Aliena abrazó a su madre y lloró sin contenerse. Los hombres sonreían, sin decir nada, dejaron a las dos mujeres llorar, pues la reina no pudo aguantarse más, hasta que agarrándola del brazo, el príncipe separó a Aliena de su madre.

  • ¡ES HORA PERRA ESCLAVA! – Dijo sin miramientos – Nos esperan tres días de caminata y hemos de salir cuanto antes.

  • Tengo que calzarme… -dijo  Aliena agachándose para coger sus sandalias, pero el príncipe tiro fuerte de ella.

  • ¡¡LAS ESCLAVAS VAN DESCALZAS, Y TU IRAS ASI VESTIDA MIENTRAS DECIDA SI HACERTE SIERVA O ESCLAVA!! – chillo el príncipe. – La diferencia es que si te conviertes en esclava estarás siempre desnuda, y si te conviertes en sierva, podrás cubrir tu desnudez, pero jamás, en ningún caso, tus pies.

Y tirando fuerte de ella, sin hacer caso a su cara horrorizada y a la mirada suplicante de la madre, que no podía pensar en su hija descalza por los agrestes caminos de los senderos y bosques hasta Kessbridge, la sacó de la habitación entre gritos dejando al rey a solas con la joven reina, quien tras cerrar la puerta se acercó a ella.

  • Y ahora, joven reina – dijo el hombre acercándose a ella – Vos también debéis desnudaros para mí.

Y sin hacer más larga la espera, la mujer obedeció, mostrando unos firmes pechos con unos pezones duros como  piedras y un pubis de vello rubio, casi transparente, mostrando unos sonrosados labios vaginales abiertos, y listos para recibir la polla de su nuevo rey, que poco a poco se desnudaba ante ella.

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