Alicia, modelo en un congreso
La vida decide regalarme una noche mágica: la chica más guapa del congreso decide someterse a mis deseos.
Deslumbrado por el brillo de aquellos dientes blancos tras aquella sonrisa canaria, tres billones de señales sinápticas me dan la respuesta y multitud de imágenes evocadoras: aquella chica la vi en el anterior congreso, en Canarias. Aquellas miradas y escasas palabras no parecen dar pie a una conversación. A veces me mira, pero no me lo creo. Mirada insistente desde su altura, sobre su sonrisa, su cálida piel morena, sus pantalones pintan su cuerpo, sus ojos negros, su pelo negro, su trasero perfecto.
En la recepción del congreso me halaga con algunas miradas que parecen sonrisas. Aunque yo no lo sepa, ya me ha elegido. No me lo creo y me voy de copas, una noche perdida. Dos días después, entablamos una conversación intrascendente, nos enseñan Gibralfaro, el sol no consigue ayudar a encontrar los defectos en su piel, su cuerpo explotando bajo su tensa piel. Antes de subir al autobús, elogio su maternidad, “seguro que tienes un niño casi tan guapo como tú”. Ella responde con su encantador acento canarión: “No sé, es guay. Yo no me arrepiento”. Veintimuypocos años, un niño, un trabajo, la belleza más descomunal, una estancia en Madrid con diversas aventuras, cine incluido, vuelta a Canarias, boda apresurada por la impaciencia del nuevo infante con su novio de siempre, divorcio consecuente, maternidad asistida por madre y tías, algunos fines de semana algo de sexo callejero. No se puede encerrar ese cuerpo joven. Saber de su vida me da hambre de su cuerpo. Robarle toda esa vitalidad encerrada en su mirada, beberle su juventud.
La pierdo en Málaga, un paseo corto de la casa de Picasso a la Catedral. Yo creía que conocía Málaga. Me traiciona la memoria. La pierdo a ella, a sus tías y a alguna otra chica. Cuando terminamos el lamentable paseo, me dice: ”No ha estado mal, a mí me ha gustado”. No quiere buscarme fallos. Tal vez sea la mujer perfecta, sabe a quién quiere y cómo hacerlo feliz. Ver su sonrisa implica mi felicidad. Su lengua acaricia sus níveos dientes pese al tabaco.
Vuelta a Torremolinos. El autobús permite más proximidad que el paseo. El terciopelo del asiento abrasa la piel de su brazo. Se sienta junto a la ventana. Yo he elegido otro paisaje. Sólo tengo un objetivo, no separarme de ella. Ella va a cenar pescaíto con sus tías, yo me convierto en boquerón. Las escaleras que llevan al salón de la primera planta del restaurante y mi educación de caballero ponen mis ojos a la altura de sus anhelos. Cuatro madres sentadas a una mesa y un sátiro. Sus tías tienen hijos adolescentes. Alicia confiesa: “Yo era muy rebelde”, el pasado no es lógico. Alabo la rebeldía adolescente. Nos cuenta una anécdota (sólo para mujeres): ”El otro día pasé una vergüenza. Me fui con los adjuntos del servicio, tú sabes. Y veo que el camarero se queda mirándome el pecho. Y Paco riéndose, ya lo conoces. Llevaba la camisa blanca, esa que transparenta un poco y cuatro botones desabrochados, como hacía calor me los desabroché en el trabajo, y el camarero mirándome, ¿sabes? Paco me dijo con una sonrisa que llevaba la camisa abierta y se veía el pecho. No sabes la vergüenza que pasé. Me puse roja, roja”. Hacía poco había leído un artículo de Shere Hite. Comentaba que las mujeres rodeadas de mujeres no suelen comentar el éxito que tienen entre los hombres, al menos no directamente. No presumen de haberse follado a veinte tíos, ni dicen “a ése me lo levanto cuando quiera”. No está tan claro que los hombres lo hagan. Prefieren la sutileza de comentar con vergüenza cómo las miran con descaro todos los hombres desaprensivos, para dejar claro de parte de quién está la lascivia, pero que en cualquier caso, son capaces de levantar todo tipo de pasiones. Dicen lo mismo pero el pecado reside en el otro. El receptor del mensaje recibe la misma información en ambos casos: me ligo al que quiera. Si yo hubiera sido el camarero, hubiera tenido que recoger mis órbitas oculares de su copa. Por una vez me sirvió leer a Shere Hite para interpretar las palabras de una mujer. La introduje en mi altarcico de santas y mártires que me han permitido acercarme a las mujeres, Shere Hite, feminista impenitente, Sor Teresa, directora de un colegio religioso de ciudad natal que consiguió inculcar a multitud de jovencitas el deseo de lo prohibido y Valerio Lazarov, director de Telecinco cuando emitían “La Quinta Marcha”, que hizo de la ropa de las adolescentes un arma nuclear cada vez más reducida.
Decidí que ella estaba interesada en mantener relaciones sexuales con algún hombre aquella noche y yo estaba en el lugar oportuno en el momento adecuado. Tras la cena, le propongo ir a Puerto Marina. Ella no lo conoce. Me dice que le apetece, pero que sus tías se van a la cama, mañana se van a Nerja a ver a una amiga de su tía, mañana madrugan, comparte habitación con su tía,... Muchas excusas para terminar aceptando, porque “en el fondo, me apetece mucho”. Leo que le apetece prolongar la noche conmigo, no creo que la fama del puerto de Benalmádena haya llegado hasta las islas. No quiero perder ninguna ocasión por cualquier extraño incidente, la acompaño al hotel para que se cambie y vaya al servicio, se lave si quiere, comente algo con su tía y compañera de habitación. No quiero que renuncie a una noche de sexo y pasión porque no está depiladas, porque no ha ido al baño, porque lleva toda la noche pasando frío, porque no quiere que sus amigas/tías la vean como una mujer ligera de cascos. Yo espero en el vestíbulo del hotel, voy al servicio y me lavo un poco.
Ella se hace esperar, se ha puesto algo de más abrigo y se ha cambiado la blusa. Nos vamos a Puerto Marina en taxi. Por el camino seguimos hablando de nuestras vidas. En el puerto saco más dinero de un cajero, no quiero ningún impedimento esta noche. Caminamos cerca del agua, la luna doble, marinera y celeste, nos alumbra. Sigue cantándome la canción de su vida, “Yo no soy feminista, una mujer es una mujer”. Ella es una mujer sin lugar a dudas. Llevo toda una vida de manifiestos feministas, mis tres hermanas, mi madre, mi novia, Shere Hite,... Oír aquella frase me hace intuir lo que era la felicidad, una mujer que se compromete a hacerte feliz y a dedicarte su vida. Mi sonrisa de oreja a oreja, me permite dirigirle alguna frase complaciente y dedicarle algún chiste viejo. Utilizo con descaro mis chistes clásicos y algunos de mis amigos, buscando siempre los más efectistas y a ser posible, levemente subidos de tono. Recorremos todos los edificios a remojo, esa imitación art decó que quiere recordar a Venecia. No recuerda a Venecia, pero es agradable. Por lo visto en La Palmas han hecho un puerto similar, a ella la llevó un amigo en barco. Mi abuelo me llamaba capitán, hoy quería a Alicia tomando el sol en cubierta, decidir en alta mar la hora del baño desnudos, poner rumbo al pecado y desayunar marisco a cualquier hora.
Se acaban los edificios de la urbanización, propongo tomar una copa. Veo difícil ligar sin beber, ni bailar. Ella la rechaza. Se oye el rumor de las olas, la cálida orilla del Mediterráneo, la sucia charca de la Cultura, vertedero de civilizaciones. Decidimos continuar el paseo por la orilla del mar. Tres guiris jóvenes, una chica que se reclina sobre un rubio que le pasa la cerveza al amigo, beben sentados en una tumbona sin colchón, bajo una sombrilla de paja que los protege de la luz de la Luna. Sus palabras siguen la cadencia de las olas. Llenamos nuestros zapatos de arena gris, saltamos una corriente de agua dulce de origen desconocido, se cruzan nuestros caminos, el frescor de la noche hace que mi brazo sobre su hombro le proporcione un agradable bienestar, pese a que mi cuerpo no está tan caliente como debiera debido a que sólo lo abriga una camisa. Voy hacia la orilla y toco el agua con mi mano. Este gesto aprendido, me hace arrebatadoramente sensual. Recuerdo cuando se lo vi hacer a otra chica y no pude evitar besarla. Me pide un beso con la pregunta más simple: “¿Qué?”. Deja los labios entreabiertos por si el rumor de las olas me había despistado. La beso.
Desde ese momento siento una terrible ansia por abarcarla entera, toda su piel morena me reclama. Quiero conocer toda la suavidad de su cuerpo. No me canso de su cuello, busco su oreja, le sujeto el cuello y su larga cabellera. Quiero que todos mis sentidos estén muy despiertos, nunca he estado con una chica tan guapa, sé que su recuerdo será recurrente. Quiero aprehender cada instante, recordar al menos tres imágenes de cada segundo. Besarla con su cuello sujeto entre mis manos se convierte en hábito de esta noche. Seguimos caminando, el reloj no va a mi favor, mañana madruga, comparte habitación con su tía. Me sigue contando su vida, me cuenta cómo participó en una película basada en una novela. No sé si su papel tenía frase, pero conoció a Miguel Bosé y le pagaron bien. Prometo ir corriendo al video club en cuanto llegue a casa. Ataco con todos los viejos chistes de instituto. Se ríe porque le caigo bien, yo quiero ser algo más que un chico gracioso, ella quiere ser muy amable, aún me hace creer que esta noche hay límites. El taxista nos mira, a mí con envidia a ella con deseo. No obstante, la distancia de los años, le permiten alegrarse de la felicidad ajena. Yo le indico al taxi la dirección de mi hotel. Tengo una habitación enorme, con una cama de matrimonio y dos para parejas mejor avenidas desde donde se ven todos los naranjas del amanecer calentando el Mediterráneo. Ella duda cuando el taxi se para, no quiere jugar en campo visitante. Le beso la unión de dos falanges de su mano derecha y mojo la unión de los dedos con la lengua, le prometo todos los placeres que ella quiera. Cinco palabras para el ego del hombre. Esta chica quiere hacerme feliz. Finalmente, decidimos poner rumbo a su hotel, donde duerme su amada tía. El taxi no puede subir por la calle que lleva a su hotel, por lo que el conductor nos da dos opciones, dar un rodeo enorme o dejarnos cien metros más abajo del hotel. Nos decidimos por recorrer la distancia olímpica más lentamente que los atletas, pero con el corazón más agitado.
Esos cien metros me permiten seguir robando besos de aquella boca jugosa. A cincuenta metros de la meta, nuestros pies se detienen, seguimos besándonos con pasión. Mis manos empiezan a acariciar su espalda. Dice alguna frase sin sentido, negando lo evidente. Le pido un beso con sabor a humo. Continuamos con el regateo: "Podemos ir a mi enorme habitación, tengo tres camas, una de matrimonio y otras dos individuales por si te cansas de mí a media noche. Podemos meternos en la cama, sé hacer muchas cosas, no hace falta que haya penetración”, le digo mientras lamo sus dedos y la miro lujuriosamente. “Es que entonces no mola”, me sorprende. Mis manos obedecen su destino. La mano derecha va directa a su destino, baja la cremallera lateral que impide su penetración bajo su tela y abre el camino. La derecha al sexo, la izquierda al ano. Doble penetración. Cambia su cara, se muerde el labio y brinca sobre los dedos corazones. Cuando no puede resistirlo, me dice: ”vamos allí”. Veo su tanga negro. Lo conocía ya por el suave tacto de su lycra, pero lo aprecié más al ver cómo guardaba ese fantástico tesoro. Enlazamos nuestros cuerpos en la esquina menos oscura de la calle. Un cuello vestido de rubio se vuelve con descaro y encuentra dos cuerpos jóvenes unidos como perros ansiosos e incapaces de separarse. Una casa de dos plantas permite un refugio bajo su balcón al que se accede por una escalera exterior. Decidimos cambiar nuestro nido de amor. Quiero guardar todas las imágenes de este momento, grabo su cuerpo arqueado, su tanga a medio muslo, nuestros pantalones en el suelo, mi mano izquierda en su cuello, la derecha en su cadera, los faldones de su camisa semiabierta caídos hacia cada lado, el ritmo de nuestros movimientos, el polvo del suelo en su mano cuando el deseo de criar a su lado es un poco más débil que cambiar toda una vida junto a seres amados. Mi semen al aire simboliza un hilo de sensatez donde queremos locura. Imposible recomponer nuestras caras, las sonrisas no se distinguen aún del jadeo. Quiero que pruebe mi semen, la giro y guío su boca a mi sexo para que lo lama. Lo disfruta. Finalmente acerco su boca a mi boca guiándola con mi mano, que atrapa su pelo. Un beso permite encajar de nuevo nuestras mandíbulas.
No se puede ir por la vida regalando momentos de felicidad como éste -. Muestro mi asombro.
No sólo tú lo has pasado bien, yo también he disfrutado -. Sonríen sus labios mientras matiza el regalo.
Le pido su teléfono, el número que hace sonar ese móvil pequeñito que suele apretar su mano y comparte bolso con otras intimidades femeninas. “Yo no soy de esos que te van a llamar continuamente”. “Ojalá lo hagas”. Mantenemos nuestras sonrisas enseñándonos los dientes. Mis ojos se desvían una décima de segundo para guiar la mano derecha que desabrocha tres botones de mi camisa, los tres centrales. Un toque de coquetería masculina, el vello no sé si sigue de moda en Canarias, así que opto por enseñar el trozo de piel desnuda sobre mi duodécima costilla. Escribe el número sobre mi piel. Nos despedimos con un beso y la promesa de volver a vernos. En mi cama de hotel veo de nuevo todas mis fantasías cumplidas.
Recuerdo aquella chica del instituto que tenía el mejor culo del instituto, un culo “pa partir almendras”. Cada día se cambiaba de ropa, aunque mucha la compartía con su hermana. Tenía una minifalda de estilo vaquero de color crema que llevaba con una chaqueta a juego y una camiseta ajustada. Durante varias semanas imaginé las dos columnas morenas de sus piernas convergiendo en mis anhelos. Entrábamos en mi portal, doblábamos la esquina para ir hacia los ascensores y ocultarnos de la vista desde la puerta y el reflejo del mármol nos devolvía dos cuerpos ansiosos. Mi mano arqueaba su cuerpo y sujetaba su cuello, su cabeza baja realzaba su increíble trasero mientras mi mano izquierda deslizaba la escasa tela. Aquél abrazo sexual perduraba mientras entraba algún vecino que miraba con descaro. También recuerdo soñar con aquellas madres jóvenes que iban al colegio a recoger a su prole aquellas tardes de primavera, cuando mis pasos me guiaban hacia la facultad. Aquella noche cumplía todas mis aspiraciones eróticas, me elegía la chica más deseada del congreso, como aquella chica para quien tuvieron que cambiar el diseño de la ropa deportiva lo era del instituto, era madre, añadido sólo superado a veces por una virgen adolescente, se definía como no feminista, algo insólito en estos tiempos, el juego sexual se desarrolló justo como en mis mejores sueños, dos veces pasaron un grupo de guiris que nos miraron con asombro y envidia. Era imposible borrar esa sonrisa de mi cara, una fuerza invisible enviaba inevitablemente las comisuras hacia arriba. Me levanto temprano para asistir a la siguiente conferencia. En la ducha intento borrar los restos más evidentes y aromáticos de la noche anterior. Persisten aquellas nueve cifras en mi piel que niegan que haya sido un sueño.