Alguien me tocó
En un día cualquiera de trabajo un hombre y una mujer se descubren en el transporte público: ella descubre a Alberto y él a Marisa.
Alguien me tocó: la punta, no, la palma sobre mi culo. Hermosa.
Me supe tan deseada como desea inconscientemente quien desea.
Fue el estúpido hecho de subirme al transporte lleno, aunque la palma en mi culo demostraba que no tan tonto.
El vagón lleno de estúpidos y yo, con toda mi curvatura, en el medio.
No era la única viajera, tal vez la más necesitada.
Y de nuevo la palma de una mano en mi trasero.
Me di vuelta y le di una bofetada al primero que encontré.
Y fue hermoso sentir como mi mano estallaba en su cara boquiabierta-
Mi felicidad duró lo que una orteada.
Segundos después sentí la palma pasease por mi trasero y, aguerrida, miré: estúpida me dije, mil veces estúpida.
Cuando un dedo se metió en mi raja y el hombre que estaba al lado mío me dijo “es imposible no hacerlo”; no entendí a qué se refería y le contesté con una sonrisa. Fue el error de los errores porque el dedo se transformó en palma y, mi vecino, desde atrás, acariciándome descaradamente me hacía oír su respiración apasionada, calentando con su vaho mi lóbulo sensiblemente erótico. Cuando iba a cantarle de las suyas, me mordió suave y dulcemente la ternilla y, como un resorte, mi culo se echó hacia su cuerpo, mi espalda se apoyó en su pecho y su brazo cruzó mi cintura.
“Bajamos en la próxima”, dijo y me llevó hacia la puerta sin destrabarse. “Vamos” ordenó cuando bajamos y me llevó tomada del talle hacia un tranquilo hotelito de la zona. “Vas demasiado rápido”, le dije. “Te prometo que pasarás el momento de los momentos”, retrucó con la seguridad de los ganadores.
Era una habitación transitoria con una cama doble, baño privado y apenas lugar para moverse de la cama al baño y del baño a las sábanas. Sus únicos decorados eran un gran espejo en la pared y un enorme televisor.
Entramos y me zampó un beso de lengua inesperado que demolió mi defensa y casi me ahoga.
“Estás tan buena que no pude resistirme” dijo a modo de excusa mientras lengüeteaba mi lóbulo y cuello. “Al menos dime quien eres”, dije entre gemidos. “Tu tomador enamorado”, respondió al momento en que su mano se incendió al posarse sobre mi vulva y me hizo arder por dentro.
“Alberto es mi nombre” largó al colocar mi mano en su entrepierna. Pude comprobar que era verdad la magnitud de la verga que tallaba mis nalgas en el transporte.
“Marisa”, dije al tiempo que sus manos desabotonaron mi blusa para besuquear mis hombros, desligarme del corpiño, y chuparme los pezones. No podía acallar mis gemidos y, menos aún, disimular el gusto que me causaba su constante avance sobre mis carnes.
Cuando cayó mi falda al piso decidí colaborarle aflojándole el cinturón y liberando su animal alzado.
Nuestras manos se cruzaron, la de él en mi entrepierna aún sobre la tanga y la mía, extasiada, en sus pelotas. Arrodillado ante mí, comenzó a sacarse la camisa mientras me lamía la concha. Su saliva y los jugos de mi sexo se unieron para hacer traslúcida el débil triángulo del tanga hasta que sus manos la bajaron tirando desde sus hilos laterales. El efecto del roce directo de su lengua en el clítoris arrancó mis gemidos mas profundos y me doblé sobre mi misma diciéndole “ya papito”. Su réplica fue hacerme girar sobre mí misma, abrirme la nalgas con sus manos, y hundir la dulzura de su lengua en mi frágil y caliente trasero. El masaje fue tan convincente que al pedido de “no me hagas llegar todavía”, lo resolvió tirándome de espaldas en la cama y, acomodándome la almohada en el traste, me levantó lo suficiente para comerme el chocho y, cuando quiso, empezar a penetrarme.
Su cabeza a la puerta del coño se me presentó como imposible, aunque su calor hizo que me derritiera y me estiraba para ensartarme sola. Lo hizo cuando quiso y el comienzo de su entrada me pareció mágica ya que sentí como mi vulva se abría milímetro a milímetro a medida que el macho me tomaba llevándose consigo mi segunda virginidad. Sentí que su verga, por dentro, me llegaba a la garganta cuando hizo tope y mi clítoris se estampó en su ingle.
“Me duele, no tan fuerte”, rogué cuando comenzó su pistoneo.
“Me quema tu concha”, contestó, bombeándome y moviéndola en círculos, sacándome las cadenciosos ayes del sexo hasta que exploté en enloquecedores orgasmos reiterativos; uno se iba y otro empezaba; de mayor a menor mis contracciones liberaron mis tensiones, vi estrellas en un intenso calor y me fui hasta que al abrir los ojos llenos de placidez, me costó saber dónde estaba y comprender que me había sacado uno de los clímax más intensos de mi vida.
Su verga dura y larga dentro mío me hacía saber que aún no había llegado.
Cuando recobré el dominio de mi cuerpo, hice girar el suyo para cabalgarlo tiernamente hasta hacerle eyacular. Quería, necesitaba, que él se descargara en mí para hacerlo sentir bien y, agradecido, tenerlo nuevamente. Para ello contaba con mi concha, mis piernas y, eventualmente, la boca y el culo.
Quedé echada en su cuerpo, mi cabeza sobre su torax, mis piernas a lo largo de las suyas, cerradas, con su pene en mis adentros. Tras recuperarme de un pequeño relax sobre sus carnes, mi concha comenzó a comer su verga apretándola y soltándole, amasándola con mis músculos vaginales y, cuando recuperaba su erección, agregué un leve movimiento de clítoris sobre su monte y me deleité todo el tiempo que quise en esa danza que le sacaba los graves gemidos de hombre hasta que no pudo más y, entre ronroneos y gemidos, me regaló su orgasmo llenándome de leche.
Estábamos en la misma posición, mi cuerpo frágil sobre el suyo y su estaca en mi cueva. Cuando quería salirse, contraía mi vagina para evitarlo y, a pesar de los líquidos mezclados de mi flujo y su leche, la técnica dio resultado, gustándonos ambos mas allá de las palabras.
La equitación es un deporte que debe practicarse con sensualidad extrema en uso del animus domini del cabalgante; el cabalgado solo es el objeto de placer de quien cabalga y esa sujeción al dominus le hace relajarse al ceder su poder/deber al cabalgante y gozar pasivamente de las mejores eyaculaciones.
Así y, previo sacarle el peso de su cuerpo sobre el mío, acostado de espaldas a la cama le hice sentir que estaba rendida ante él al lanzarme a la conquista de su cuerpo con calientes besos y lengüetazos por todo su cuerpo, tetillas, ingle y pies incluídos, para luego subir por el lado interno de sus muslos abierto, hacer un alto para un largo lengûeteo en la zona del final de las bolas y principio del ano, y a seguir subiendo por su estómago, ambas tetillas hasta los labios. Cuando los míos se posaron en los suyos, mi concha se comió su espada, y ese toque de labios se transformó en el beso más largo y apasionado de la historia, ya que comencé a moverme como una coctelera, batiendo su macana en mis adentros hasta que reventó deslechándose en una chorreada de espasmos que pintaron y llenaron de blanco mi concha.
Para alcanzar su máximo relax me quedé tirada sobre él, con su verga menguante en mi cueva caliente. Cuando su miembro, ya transformado en vergajo, se salió, como en una historieta se me prendió la luz y comprendí el porqué a las novias las visten de blanco para el casamiento: porque están pintadas de blanco de tanta leche.
Pájaro que comió, voló. “Estoy atrasadísimo, tengo que ver a un cliente, ya está pago. Quiero verte mañana a las 13 en Once”, dijo, se vistió y se fue.
En los breves minutos posteriores en los que me vestía, sentí que se repetía la constante de mi vida: la partida invariable de parejas.
Llegué a casa antes de que lo hiciera Luis, mi pareja. A pesar de todo me sentía bien, ilusionada y calma. Cuando mi marido entró estaba en salto de cama preparando una fugaz comida para ambos. Me saludó con su clásico beso, me tocó el culo, “estás `preciosa”, dijo. Se quedó en boxer y me esperó en la sala sentado frente al TV y dos vasos de whiskey en la mesita. Me senté al lado suyo y puse los platillos en la misma mesita y nos abocamos a una frugal cena.
“¿Cómo fue tu día?”, preguntó.
“Nada del otro mundo, en la oficina todos los días son blancos; lo único, un nuevo cliente, se llama Alberto”, dije.
“Hoy llegó al estudio una potencial nueva cliente, Marisa, a la que tengo que entrevistar mañana a las 13, en Once, así que no vendré a comer”, dijo, abrazándome y llevándome a la cama.
El muy hijo de puta se acostó, me desprendió los lazos del tanga y se puso a mamarme la concha, limpiando los despojos sexuales alojados en mi concha: mis jugos y el esperma de un Alberto hasta que me hizo acabar con un apoteótico cunnilingus. Con mi cabeza en su hombro comprendí que estaba clavada a él para siempre y, entre los senderos que siempre se bifurcan, me dormí sintiendo sus dedos en mi ano.