Algo Salvaje

Historia de fieras y látigos, inspirada en hechos reales.

Algo Salvaje

Siempre pensé en ella como en una tigresa, como una más de los gatos a los que amaba y con los que jugaba. Solo compartí con ella una noche... La noche más intensa de mi vida probablemente.

Y ahora está muerta. No como le hubiese gustado, entre las zarpas de uno de sus adorados felinos, sino víctima de una prosaica sobredosis de pastillas, como una ama de casa aburrida. A pesar de ser consciente de su ausencia y lo fugaz de nuestra relación, cada vez que me acuesto vuelvo a verla en la jaula, con su corsé blanco de cierres dorados, dando la espalda a una docena de fieras mientras nos miraba con gesto serio y hasta un pelín despectivo.

Aun recuerdo como si fuese ayer el día en que acudí al circo dónde era la estrella indiscutible, cargado con mi Leica y todas las ilusiones de un reportero novel recién contratado por el Washington Post. Dispuesto a demostrar mi valía como periodista, decidí tomar la iniciativa y entrevistar a la domadora más famosa y misteriosa de todo el país. Me costó varios intentos y solo cuando logré verla en un hotel de Baltimore, después de perseguirla durante tres días, conseguí que me concediera una entrevista y una sesión de fotos. Eso sí, después de que me mirase de arriba abajo, como si fuese un delicioso pastel.

Ya no recuerdo muy bien, ¿Fue la primavera del veintiocho o el otoño del veintinueve? No importa la fecha, es lo que ocurrió lo realmente memorable. Acudí a la taquilla vestido con mi traje de los domingos, mi canotier y mi flamante Leica sufragada con el adelanto de mi primera paga colgando del cuello.

Su única exigencia era que antes de entrevistarme presenciase su espectáculo. Si soy sincero no era especialmente aficionado a este tipo de exhibiciones; ni me gustaba el maltrato animal, ni los espectáculos cruentos. Con la esperanza de poder hablar con ella unos instantes antes del espectáculo, llegué media hora antes, recogí la entrada que me había reservado y entre en la carpa.

Todo estaba listo, solo faltaba el público. Me acerqué a uno de los mozos que estaba comprobando la tensión de los cables que mantenían en pie la carpa y le pregunté por mi anfitriona. El mozo me echó una mirada y sonrió sarcásticamente antes de indicarme con la mano la dirección de los camerinos. Con dos preguntas más, a una funambulista y a un payaso mientras les mostraba el carnet de prensa, bastaron para llegar a la puerta de Mabel.  Llamé suavemente a la puerta.

—Señorita Mabel, soy el reportero del Washington Post...

—Adelante. —respondió ella sin dejarme terminar la frase.

Respirando hondo abrí la puerta y entré en el camerino. La estancia, estrecha y alargada apenas tenía espacio para un tocador con su espejo rodeado de luces, una banqueta, un maniquí donde reposaba su famoso uniforme de cuero blanco y un sofá desde el que la mujer me observaba, aun vestida con una bata y fumando un cigarrillo.

—Así que tu eres el periodista. Pareces bastante joven. —dijo ella cruzando las piernas y dejando una de ellas a la vista por la abertura de la bata.

—Hace ya ocho meses que trabajo para el Post. —dije convencido en mi inocencia de que  aquello fuese un currículo suficiente.

Ella sonrió pero no dijo nada.

—¿Puedo sacarle un par de fotos? Ya sabe, para ilustrar los instantes anteriores a su actuación —dije mostrándole mi Leica.

—Por supuesto. —respondió la domadora irguiendo el torso y tirando la abertura de la bata para mostrar una mayor porción de su pierna.

—¿Tienes algún ritual especial antes de salir ante el público? —pregunté mientras elegía cuidadosamente las tomas de mi Leica antes de efectuar los disparos consciente de que después del desembolso que había supuesto la cámara solo me había quedado dinero suficiente para  un rollo de veinticuatro fotos.

—Me acerco a las jaulas, hablo con mis chicos y les acaricio para tranquilizarlos antes de la actuación.

—¿Por qué tigres? No soy un experto, pero dicen que son las fieras más imprevisibles...

—Los tigres son los animales más bellos y elegantes de la naturaleza. Dicen que el León es el rey de la selva, pero el verdadero rey es el tigre. A un león lo puedes acobardar, a un tigre jamás.

Yo asentí sin entenderlo del todo. Había dado con uno de sus exmaridos y me había estado informando. Decía de ella que, al contrario que el resto de sus colegas, no utilizaba la amenaza y la violencia con sus fieras, que era más sutil... No conseguí que me dijera a que se refería exactamente, pero la sonrisa maliciosa del hombre no me paso inadvertida.

La hora de la actuación se acercaba y tras un par de fotografías más me despidió con un gesto nervioso, prometiéndome que continuaríamos la conversación después de la actuación en su carromato.

El mayor espectáculo del mundo hacía un rato que había comenzado. Las tres pistas estaban ocupadas por funambulistas, magos y payasos entre los aplausos y los gritos de los niños y los no tan niños. Yo ocupé mi localidad en primera fila frente a la pista central. Mientras esperaba, eché un vistazo a mi Leica. Para confirmar que estaba preparada enfoqué a los payasos que hacían sus pantomimas en la pista central e hice algunos ensayos sin llegar a apretar el disparador. Después de las tomas del camerino solo me quedaban dieciocho fotos únicamente  y no podía desperdiciarlas.

Un par de minutos después los payasos abandonaron la pista central y los focos se apagaron mientras los artistas seguían evolucionando en las otras dos pistas. En la penumbra pude vislumbrar a los operarios montando apresuradamente la jaula donde Mabel se iba a encerrar voluntariamente con una docena de tigres.

En cuestión de minutos las otras dos pistas quedaron despejadas y todos los focos se dirigieron a la pista central. Un hombrecillo de unos cincuenta años, orondo y con un enorme mostacho negro y tieso como el ala de un escarabajo, se estiró la estrafalaria guerrera de color rojo con charreteras doradas y se quitó la chistera antes de inclinarse respetuosamente ante el público.

—Señoras y señores. ¡Bienvenidos al mayorrr espectáculo del mundo! —su voz increíblemente estentórea para un hombre de su tamaño captó la atención de aquel público díscolo y gritón— ¡A continuación, parrra todos ustedes y en exclusiva, el Rrringling Brrrothers, Barrrnum & Bailey se complace en prrresentarrrles a la Única, a la imprrresionante, a la irrrrepetible dama blanca de los tigrrrres...! ¡Con todos ustedes Mabel Starrrrrrrk!

Los focos se desviaron del hombrecillo y se centraron en la jaula. Allí estaba ella, en el centro resplandeciente con su corsé de cuero blanco con cierres dorados, sus pantalones y unas botas que le llegaban hasta la rodilla del mismo material, hasta en su vestimenta era poco convencional. La enfoqué con mi Leica y la observé atenta con mi visor, ajustando el zoom. Aun no sabía si aquella mujer menuda de rostro agraciado con esa nariz pequeña, los ojos claros y aquellos labios sugerentes que nunca sonreían, era increíblemente valiente o simplemente quería morir. Pronto lo averiguaría.

Apreté el disparador y le saqué un par de fotos mientras ella saludaba y hacía restallar el látigo que portaba en su mano derecha. Inmediatamente una docena de tigres enormes aparecieron y ocuparon sus taburetes a sus espaldas mientras ella saludaba al público. A través del ocular pude ver como sus ojos refulgían, era evidente que estaba disfrutando.

Con parsimonia esperó a que el público dejase de aplaudir y se dio la vuelta pausadamente. Caminando con suavidad se acercó a uno de ellos y se acercó al taburete dónde esperaba pacientemente. A su lado parecía minúscula. Alargó la mano y acarició la barbilla del tigre con suavidad que abrió la boca y soltó un sonoro rugido.

Antes de acudir me había documentado un poco y mientras ella obligaba a aquellas enormes fieras a hacer todo tipo de juegos y adoptar las más variopintas posturas las palabras de Proske, me vinieron a la cabeza. "...parece que te acepten, que te obedezcan, que te aprecien incluso, pero a la que te descuidas... ¡Zas! Te dejan hecho trizas sin mayor explicación..."

El espectáculo seguía avanzando y tras unos minutos los tigres parecían unos gigantescos gatitos jugando con su ama, que contrariamente a lo que había visto en otros espectáculos similares no había usado el látigo más que un par de veces y más como un gesto para el público que por necesidad. Parecía tenerlo todo tan bajo control que estaba empezando a aburrirme. En ese momento la domadora se volvió de nuevo hacia el público con las manos en alto. Uno de los tigres, el más grande de todos, se lanzó sobre su espalda y la derribó sobre el suelo a la vez que sus aterradores caninos se cerraban en torno a la nuca de su domadora en una actitud que me recordaba vagamente algo que había leído cuando me documentaba. Todos los presentes soltamos un grito de horror al unísono mientras ella se revolvía bajo aquella masa de músculos, pero a una señal de ella el tigre  volvió a sentarse en su taburete y ella se levantó aparentemente ilesa.

Todo el público se levantó, aplaudió y jaleó a Mabel mientras los tigres abandonaban la pista, todos menos yo, desconsolado por haberme quedado petrificado sin acordarme de que tenía la Leica en la mano.

Me costó un buen rato recuperarme del disgusto y apenas disfruté del resto de la función sin dejar de martirizarme por creer que me había perdido las imágenes más espectaculares de la noche, no sabía lo equivocado que estaba...

Cuando todo hubo terminado no me apresuré. Observé a la gente desfilar ante mí. Todos estaban entusiasmados y los comentarios eran casi unánimes. La estrella de la noche había sido Mabel. Cuando se hubo ido todo el mundo me levanté y me acerqué a la pista central. Los operarios estaban empezando a desarmar la jaula, pero aun se podía ver la huella del cuerpo de Mabel en la arena. Una huella que constataba que aquella mujer aparentemente frágil se había enfrentado a aquellas fieras con un control y una sangre fría que ya les gustaría ostentar a la mayoría de sus camaradas masculinos.

Miré el reloj. Suponía que ya habría tenido tiempo suficiente para prepararse, así que me dirigí a la salida. El carromato de Mabel era fácil de encontrar. Era uno de los más lujosos y estaba a escasos metros de sus adoradas fieras. Me acerqué un instante a las jaulas y dos docenas de ojos verdosos me escrutaron desde la oscuridad. Una sensación atávica me erizó los pelos de la nuca y puso mi cuerpo en tensión preparado para huir. Los tigres no se movieron no sé si porque sabían que estaba fuera de su alcance o porque estimaban que  no era un bocado suficiente para compensar el esfuerzo de abalanzarse sobre mí.

Me aparté con un escalofrío y tras un par de minutos estaba llamando a la puerta del carromato con manos temblorosas.

—Adelante. Está abierto. —oí decir a Mabel desde el otro lado de la puerta.

El carromato era un lugar amplio con dos estancias la primera era una especie de salón adornado con muebles bastante baqueteados y pesados cortinajes que parecían haber sufrido el efecto de un huracán. En el fondo, una puerta entreabierta era la única fuente de luz. Avancé a trompicones y abrí la puerta. La otra estancia era un dormitorio donde ella me esperaba. Intentando habituar la vista a la escasa luz de unas pocas velas, observé la habitación con interés. Era bastante austera, apenas había un pequeño tocador, un maniquí donde reposaba el traje de Mabel y una enorme cama de roble, grande y robusta. En ella se adivinaba un bulto que debía ser la domadora envuelta en un grueso cobertor.

—Hola, miss Stark. Ya estoy aquí.

—Enciende la luz, a tu derecha. —se limitó a contestar ella.

Tanteé unos instantes hasta que di con el interruptor, La luz se encendió iluminando la estancia lo suficiente para que pudiese ver que lo que se arrebujaba en torno a Mabel no era un cobertor. Un enorme tigre ronroneaba tapando parcialmente el cuerpo desnudo de la domadora.

—Tranquilo. Rajah no te tocará un pelo a menos que yo se lo ordene. —se apresuró a decirme al ver mi cara de espanto.

Yo petrificado por el terror observé a aquella mujer desnuda abrazar aquel enorme gato. Recorrí aquel cuerpo pálido y menudo cubierto de cicatrices de mordiscos y arañazos sin poder entender como aquella mujer era aun capaz de confiar en aquellas fieras. Saliendo de mi inmovilidad levanté la Leica y le hice un par de instantáneas.

—¿Cómo es posible que aun estés viva? —le pregunté admirado.

—Porque ellos no han querido matarme. —dijo ella sin dejar de acariciar a la bestia— Y porque yo les doy lo que quieren. ¿Verdad, cariño?

El gatazo gruño suavemente y girándose se puso boca arriba mostrando a su ama su vientre desprotegido. Mabel le acarició el tórax y el vientre del animal. Rajah frunció el hocicó y olisqueó a su ama.

En ese momento lo entendí todo.

—El tigre no te estaba atacando, —reflexioné en voz alta— solo estaba intentando aparearse contigo. La forma en que te derribó y te cogió suavemente por la nuca, es lo que hacen con las hembras cuando se aparean en la naturaleza.

—Muy bien, chico listo. Y ahora entenderás porque uso un traje blanco...

—Las manchas serían demasiado escandalosas... —respondí enfocando al maniquí y disparando un par de fotos.

—En el fondo todos los machos sois iguales, da igual la especie. Solo queréis  que os  proporcione un poco de placer. —dijo ella mientras bajaba las manos y acariciaba suavemente los testículos de Rajah que soltó un suave rugido de placer.

—¿Tú con tus tigres...?

Mabel interrumpió mi pregunta con una carcajada, pero no dijo ni que sí ni que no. Al principio no la entendí, pero luego recordé que el pene de los felinos estaban cubierto de una especie de espinas corneas, en realidad era el dolor el que desencadenaba la ovulación en las hembras, de ahí las carcajadas de la domadora.

Cuando se recuperó empujó al gatazo fuera de la cama. Este gruño e intentó revolverse, pero un gesto firme de la domadora le obligó a retirarse. Rajah, indignado, cogió las bragas de Mabel entre los dientes y se retiró a la esquina más oscura del carromato. Ignorando a su mascota ella me miró y me hizo señas para que me acercase. Yo estaba petrificado con ambas fieras mirándome con ojos hambrientos. Mabel sonrió ante mis dudas y se puso en pie sobre la cama, totalmente desnuda mostrándome con orgullo todas sus cicatrices. Yo me acerqué a los pies de la cama y desde abajo recorrí una de las cicatrices que partía del tobillo se cruzaba con otra un poco más fina que sobrepasaba la rodilla y terminaba en un enorme cráter en el muslo, allí donde un tigre le había arrancado un buen bocado de carne. Llevado por la curiosidad introduje mi mano y medí aquella horrible cicatriz con mis dedos.

—Fue en Bangor, un pintoresco lugar en Maine. —dijo ella adelantándose a mi pregunta— Llovía, los tigres estaban hambrientos y mojados, de muy mal humor, pero aun así insistí en actuar. Fui una necia y casi lo pago con mi vida. Al final tuve suerte y Belle solo se llevó un cachito de mí.

Cogiendo mi muñeca tiró de mí y me obligó a subirme a la cama. Yo me descalcé y subí a la cama. Levanté la cámara y enfoqué su rostro que por fin parecía relajado. Logré hacerle una foto antes de que me quitase la Leica de la mano y la dejase caer. La cámara rebotó en el colchón y cayó al suelo. Yo aun seguía mirando aquellos ojos color miel, subyugantes, casi tanto como los de las fieras con las que trataba.

Con total naturalidad, como si estuviese tratando con una de sus fieras me quitó la ropa hasta dejarme totalmente desnudo. Sonriendo acarició mi cuerpo y con un movimiento rápido puso una pierna detrás de mí y me pegó un rápido empujón. Yo, pillado por sorpresa, caí sobre la cama cuan largo era.

—Buen chico. —dijo ella poniéndome un pie sobre el pecho para que no me moviese.

Podría haberme resistido, no me hubiese costado demasiado deshacerme de ella, pero al igual que sus tigres estaba fascinado por ese cuerpo fibroso cubierto de cicatrices, de pechos erguidos y pequeños y con el pubis recubierto de una suave pelusa castaña. Durante unos instantes el tiempo se congeló. Yo apenas me atrevía a respirar esperando que ella hiciese el siguiente movimiento.

No pasó mucho tiempo antes de que ella se arrodillase inmovilizándome los brazos con sus piernas y poniéndome el coño a la altura de la cara. El aroma de su sexo me encendió finalmente y no pude evitar acercar mi lengua para saborearlo.

Mabel gimió y se deslizó un poco más hacia adelante para facilitarme la tarea aunque no me liberó los brazos, deseosa de mantener el control.

Yo abrí la boca y envolví la totalidad de su vulva chupando con fuerza mientras acariciaba su clítoris con la punta de mi lengua.  Mabel gimió y hundiendo las manos en mi pelo comenzó a mover sus caderas, restregando su pubis contra mi boca y mi barbilla perfectamente rasurada.

—Así pequeño. —me animó ella tirándome del pelo hacia ella para hacer que mi lengua penetrase más profundamente en su coño.

Con mi nariz apretada contra su pubis y su vulva en mi boca apenas podía respirar. Intenté deshacerme de la presa para poder coger una bocanada, pero aquella mujer era engañosamente frágil. Sin dejar de gemir tensó sus piernas para mantenerme bajo control y seguir presionando su pubis contra mi cara hasta que un primer orgasmo la asaltó haciendo que todo su cuerpo temblase y se estremeciese víctima del placer.

Por fin pude respirar, pero antes de que pudiese tomar la iniciativa ella retrasó su cuerpo y cogiéndome por las muñecas me las aprisionó contra el colchón. Yo me dejé hacer mientras ella rozaba su sexo desnudo contra mi polla totalmente erecta. La sensación era enloquecedora. Yo solo deseaba penetrarla, pero ella se limitaba a frotarse contra mí y cubrir mi polla con los flujos de su orgasmo mientras besaba y mordía mi pecho mi cuello y mis labios.

Desde una esquina, el enorme tigre nos miraba haciendo relucir sus ojos como llamas verdosas en la oscuridad. En ese momento me sentía capaz de pelear con aquella fiera por el derecho de aparearme con su ama. Finalmente Mabel levantó un poco el pubis, lo justo para poder meterse mi pene, que resbaló con facilidad dentro de su sexo encharcado. Cerré los ojos para disfrutar de aquel cúmulo de sensaciones mientras Mabel, aun agarrando mis muñecas, comenzaba a mover sus caderas sin dejar de explorar mi cara y mi cuello con sus labios.

Llevada por la excitación soltó por fin mis muñecas para poder erguirse y empezar a saltar sobre mi polla con todas sus fuerzas. La sensación era impresionante. Su coño cálido y estrecho envolvía mi miembro y lo estrujaba haciendo que mi cuerpo se estremeciese con cada penetración. Con las manos ya libres, por fin pude explorar su cuerpo, acariciar sus cicatrices y pellizcar suavemente sus pezones.

Los  gemidos empezaron a transformarse en jadeos a medida que Mabel se cansaba por el intenso ejercicio. Intenté erguirme y tomar la iniciativa, pero aquella diosa jadeante y brillante de sudor no se rindió y de un empujón me obligó de nuevo a tumbarme.

—Así, cariño. Buen chico. Déjame a mí —me dijo con la voz entrecortada por el esfuerzo.

Aunque pareciese increíble aumentó aun más la amplitud y la intensidad de los movimientos de sus caderas hasta que un nuevo orgasmo la obligó a dejarse caer sobre mí. Aun gimiendo y suspirando de placer se separó y cogiéndome la polla comenzó a acariciarla con la punta de su lengua. Poco a poco las chupadas se hicieron más amplias a la vez que pasaba sus piernas a ambos lados de mi cabeza poniendo su sexo ardiente a la altura de mi boca. No me lo pensé y lo envolví con mi boca chupando y golpeando con violencia su clítoris con mi lengua. Ella arqueó el cuerpo, pero no interrumpió la felación.

Ambos saboreamos nuestras respectivas esencias durante unos segundos antes de que yo no pudiese aguantar más y con un ronco gemido eyaculase dentro de su boca. Mabel no dejó por ello de chupar hasta que hubo apurado la última gota de mi semilla.

Con rapidez se irguió y dándose la vuelta volvió a cabalgar dando pequeños saltos sobre mi boca. Mientras tanto yo chupaba y lamía. No me cansaba de observar aquella mujer menuda y fibrosa con el cuerpo cosido a cicatrices contraerse y sudar, la cara manchada de semen y sudor y un gesto de placer tan intenso como concentrado en su boca.

Esta vez no tardó en correrse más que unos segundos y por fin se derrumbó con un grito a mi lado.

Durante unos segundos apenas hicimos poco más que jadear intentando recuperar el aliento mientras el tigre esperaba pacientemente una señal de su ama que no tardó en llegar. Inmediatamente se acercó por el otro lado de la cama y saltó al lado de su ama. La cama tembló amenazando con derrumbarse por los casi trescientos kilos que pesaba el animal, pero aguantó. Rajah me ignoró, olfateó el cuerpo de su ama y le pegó un suave lametón.

—¡Para, tonto! ¡Me haces cosquillas! —exclamó dándole un golpe en la enorme cabezota— y dame esas bragas de una vez.

El tigre soltó un gañido y dejó que ella desenredase las bragas de sus dientes.

—No hay manera contigo. —reprendió a la fiera— Me gasto la mitad de lo que gano en bragas.

Desde el otro lado de la cama observé hipnotizado como el gatazo volvía a coger un extremo de la prenda íntima y tironeaba de ella hasta dejarla hecha unos harapos. Su ama indignada le lanzaba puñetazos en el hocico que el gato apenas notaba.

Creí que ese era el momento de una retirada táctica, antes de que aquello se pusiese feo. Cogí mi ropa, hice un bulto con ella, con la idea de vestirme fuera y di dos pasos antes de que Mabel se diese cuenta.

—¿Adónde vas? Aun no he terminado contigo... —dijo a mi espalda a la vez que Rajah soltaba un rugido que me heló la sangre en las venas.

—Solo iba a coger la Leica para hacer unas fotos más. —respondí soltando la ropa de golpe y cogiendo la cámara del suelo.

—Vale, pero date prisa. Te espera una noche inolvidable....

*Aunque inspirada en un personaje real, evidentemente esta es una historia inventada. Lo que Mabel Stark hacía con sus fieras es un secreto que murió con ella. Si queréis saber algo más sobre esta fascinante mujer, podéis leer un articulo del Pais.