Algo que no fue.

Reflexiones (casi freudianas) de un lobo solitario sobre una historia bonita que fue bonita aunque no llegó a ser historia.

Hace años que tomé la decisión de convertirme en un lobo solitario. No quiero contactos con la manada más allá de lo que ordene el instinto de apareamiento. Nada más.

Día de trabajo enloquecedor. Antes de que llegara el fin de semana era necesario dejar despachados una serie de asuntos que no podían esperar. Salí a la calle cuando ya era noche. Noche tibia de primavera.

La necesidad de rellenar un hueco que sentía desde hacía un par de horas me encaminó, sin dudarlo, a un restaurante de comida basura. La preferida por los lobos solitarios.

Demasiada tensión, demasiado acelerón durante todo el día. Engullida la cena ─ ¿cena aquella mierda? ─ yo necesitaba relajarme. Cogí el coche y me dirigí a mi lugar favorito. Puse el piloto automático.

De repente, mi cerebro recibió una sacudida que lo sacó de su letargo. Dos impresiones captadas por mis ojos y un recuerdo recobrado justo en el mismo instante.

Por la acera desierta de mi izquierda caminaba despreocupado un joven. Parecía feliz. De una de sus manos colgaba una botella de zumo. La fila de coches a mi derecha estaban todos aparcados en sentido contrario al de mi marcha. Recordé que hacía dos días que habían reordenado el tráfico en toda la ciudad. Frenazo en seco. ¡Mierda, cambiaron el sentido de esta calle!

Cuando me disponía a iniciar la maniobra para cambiar mi sentido, el joven había llegado a la altura de mi ventanilla abierta. “Oye, que vas del revés”. Yo estaba cabreado y estuve a punto se soltar el ex-abrupto. “¿Y a ti qué te coño importa, capullo?” Pero la mirada del joven hizo que me reprimiera a tiempo y variase mi respuesta. “Acabo de darme cuenta. Por eso voy a dar la vuelta”

Su respuesta fue un dulce “es que cambiaron el sentido de esta calle” “¿para donde vas?” Era como si estuviera brindando una ayuda antes de saber si yo la necesitaba o no.

“Voy sin rumbo fijo. Necesito relajarme un poco”

Una amplia sonrisa capaz de desarmar a cualquier lobo por muy solitario que fuera. “Entonces, si no vas a ningún sitio ¿te importaría acercarme a mi casa?”

“¿Cuántos años tienes?”

“Dieciocho”

“No te creo” “No te llevo” Y una ráfaga de desilusión pareció pasar por la cara sonriente y sincera del  joven. Decidí arreglarlo. “Verás. Cualquier accidente, cualquier percance, un menor dentro de mi coche y tus padres me acribillan”

“No te preocupes por mis padres. Son buena gente. Y, además, mira”. Y puso ante mí el DNI que había sacado del bolsillo posterior de su pantalón.

“Guárdate eso. No me hace falta. Me fío de ti. Sube” Yo no había querido inspeccionar su DNI. Sin embargo, una fracción de segundo me había bastado para saber que el joven se llamaba Raúl.

Se me iba pasando el cabreo. Algo debía de influir el ver con el rabillo del ojo a Raúl en el asiento del acompañante. El cabroncete estaba bueno. Y debía de saberlo porque parecía muy seguro de sí mismo. Una mirada furtiva a sus piernas. ¡Joder, las piernas! ¿Seré gilipollas? Siempre me pierdo por un par de piernas. ¡Qué obsesión!

“Y tú, ¿qué? De dejar a tu novia, supongo”

“Pues sí. Vive un poco más atrás de donde te encontré”

Yo sentía la boca seca. ¿Era la mierda de cena que me había metido? ¿Era la presencia próxima del joven lobato sentado a mi lado con una botella de zumo muy bien puesta entre sus muslos? (Era sugerente) ¡Joder, siempre las piernas! ¿El cabroncete este no tiene otro sitio donde poner el zumo?

Parada obligada por un semáforo en rojo. La boca seguía seca y, sin esperar al  consentimiento, eché la mano al zumo. “¿Me dejas que eche un trago?” ¡Nunca lo hubiera hecho! Al coger el zumo, mi mano rozó algo que no intentaba rozar. Algo que no tenía por qué estar hinchado por la sangre ni tenía que haber estado donde estaba. Me estremecí. Más que por otra cosa, por lo inesperado y por el temor a cual pudiera ser su reacción. No la hubo. Raúl parecía absorto en sus pensamientos. Quizá fueran sus pensamientos los que habían provocada aquella acumulación de sangre. ¿Las horas gratas que acababa de pasar con su novia? No quise investigar.

Seguimos la marcha. Quise romper el silencio que empezaba a parecer tenso. “Pasé un día horrible de trabajo. Iba a acercarme al mar para relajarme un poco antes de irme a dormir”

“¿Vamos para allá? Si quieres te acompaño”

“¿No se te hace tarde?”

“No. Los findes los padres son muy comprensivos” “Si después me llevas a casa no hay problema”

“Pero, chaval, ¿de qué vas? ¿cómo piensas que te voy a dejar tirado en la playa?

Mi lugar favorito es una lengua de tierra que se adentra un poco en el mar. En lo alto, una tapia detrás de la que asoman las cruces de un cementerio. Siempre le doy la espalda a ese muro. No me gusta. Entonces tengo ante mí el mar, a la derecha una ensenada con pequeñas embarcaciones y a mi izquierda una playa de arena muy blanca. Raúl y yo nos dejamos llevar por el embrujo del lugar. El mar lleno, la luna llena, la brisa tibia dándonos en la cara. El olor a salitre. Como con miedo a tapar el murmullo del mar, Raúl dijo “¿damos un paseo por la playa?”

Paseo en silencio. Inútil intentar hablar. ¡Era imposible! ¿Quién tenía dieciocho años? ¿Raúl o yo? Sentía la presencia de Raúl muy próxima a mí. ¿Cada vez más próxima o eran figuraciones mías? No sé cómo fue porque fue impulsivo. Mi brazo se había puesto sobre la cintura de Raúl. Él respondió haciendo lo mismo conmigo y así, entrelazados como si fuéramos una pareja de enamorados, dimos unos cuantos pasos más por la playa desierta.

Pasamos ante unos matorrales. Raúl se liberó de mi abrazo y se paró. No dijo nada. Sólo se paró a la altura de los matorrales. Lo tomé como una invitación sin palabras y caminé hacia ellos. Él me siguió. Al abrigo de las miradas del mundo, Raúl se paró delante de mí sin decir nada. Yo tampoco hablé. A la luz de la luna, sólo le miré la cara. Los labios carnosos entreabiertos. Casi sin atreverme, me acerqué a ellos. Hasta sentir su respiración. Raúl no se movió. Lo besé en los labios; un simple roce. Y él respondió apasionadamente a mi beso. Las dos bocas se fundieron en una sola boca. Las dos lenguas se fundieron en una sola lengua.

No sé cómo pasó. Sólo sé que mi pantalón estaba abierto y el de Raúl bajado hasta medio muslo. Una polla entrechocando con otra. Mis manos sobre unas nalgas prietas buscando la raja entre ellas. Un “no” de Raúl que sonó casi a disculpa. Mis manos abandonaron el canal caliente con vello sedoso. “Pero si quieres no me importa hacerte una mamada”. Lo dejé. Pocos segundos tardé en darme cuenta de su inexperiencia. Tiré de él hacia arriba con el pretexto de volver a besarlo. Hasta que así, besándonos y usando nuestras manos, llegamos a un final que, increíblemente, me pareció absolutamente glorioso. Para mí aquello había sido poco, muy poco, casi nada. Pero mi sensación al final era de mucho, muchísimo, demasiado. Ni en las noches de sexo más enloquecido. Fácil de comprender. Muy poco es mucho cuando es bien compartido. Y Raúl y yo habíamos compartido de verdad.

Sobre la arena de la playa, volviendo al coche, sentí un temor. ¿Y si ahora al lobato, pasadas las ansias del momento, le da el bajón? La voz de Raúl disipó mis temores.

“Tengo claro que soy bisexual. Tengo novia y la quiero. Pero también me atraen los tíos como tú”

“Es una pena que hayamos hecho esto aquí. Tú te mereces un sitio mucho mejor”

“¿Quieres decir una cama? Yo nunca me acosté con nadie. No sé cómo es”

Me sorprendí. “¿Y tu novia?”

“Por no tener, ni coche tenemos” “Nos tiene que llegar con descampados o parques oscuros” “Eso de la cama debe de ser la leche”

“Vivo solo. Quedamos cuando quieras”

“¿Mañana?”

“Oye, que mañana es sábado y tú saldrás de marcha con tu novia”

“A ella se la llevan los sábados a la aldea. Yo me quedo solo hasta el domingo”

Pensé en los pecados que hacen algunos padres con sus hijas, pero no dije nada. ¿Padres así habrán sido jóvenes alguna vez?

“Y a mis padres ya los tengo bien educados y saben que yo los sábados no vuelvo a casa hasta que se hace de día”

(Raúl no sólo estaba aceptando mi propuesta. Estaba sugiriendo pasar juntos toda una noche)

“¿Te dejo mi teléfono?”

Mi móvil se había quedado en el coche y yo no tenía donde apuntar. “Si nos vamos a ver mañana, no hace falta”

“¿Por donde vives?”

Una vez situado mi domicilio, el siguió

“¿A las doce delante del Rectorado?”

¡Vaya! El lobato no quería perder el tiempo y más cerca de mi casa no podía citarme. No me citó en mi cama porque no sabía con exactitud en donde estaba. ¡Esto era un buen lobato! Novato pero decidido.

El sábado a las doce de la noche, con puntualidad británica, yo estaba dentro de mi coche parado en doble fila. Casi media hora de espera inútil.

¡Gilipollas! El Rectorado tiene dos fachadas. ¿En cuál había quedado el lobato? ¿Por qué coño no llevé el coche al garaje para bajar después andando? ¿Un acto fallido? ¿O es que él me había dado plantón?

Creo que Raúl salió ganando. Él no merecía un lobo solitario como yo ¿Hice bien en convertirme en lobo solitario? ¿Me estaré perdiendo algo muchísimo mejor? ¿Estaré todavía a tiempo de volver con la manada?