Algo de color en una vida gris

Raquel se mecía con movimientos lentos y calculados, restregando su sexo sobre el miembro erecto. Varios mechones rizados de la melena caían sobre su frente mientras otros continuaban adheridos a las sienes por el sudor...

ALGO DE COLOR EN UNA VIDA GRIS

—Pues no me puedo quejar —sonrió Mario. Y luego, tras cortar un trozo del bacalao en sala verde, añadió: —. En realidad, estoy bastante contento. En la empresa valoran mi trabajo y eso luego se ve en la nómina pero, sobre todo, se nota en el día a día. Creo que seré uno de los pocos que diga que le encanta ir a trabajar. Y tú, Raquel, ¿qué tal en el tuyo?

La mujer se limpió con la servilleta.

—Me gustaba y me gusta viajar, ya lo sabes; conocer nuevos lugares, nueva gente. Soy sociable y... bueno, ¿qué decir? Hacer y deshacer las maletas no me supone ninguna molestia. Es más, me hace sentir viva.

—¿Te imaginabas así tu vida hace diez años? Me estoy acordando de la última vez que hablamos sobre nuestros futuros.

—Me acuerdo perfectamente Mario. También estabas comiendo pero no era comida entonces lo que tenías en la boca precisamente.

Mario sonrió para sí durante unos instantes al recordar con más detalle aquel momento. Fue cuando descubrió, por fin, aquel punto rugoso y esquivo en la anatomía íntima de Raquel, uno que la hacía enloquecer y gemir angustiada. "Espera, basta, tío, te estás empalmando. Borra esa imagen de tu cabeza, coño, y sigue comiendo normal".

—Aunque, volviendo a tu pregunta, tengo que confesarte que no. No me imaginaba mi vida así, Mario. Ojalá estuviese ahora en una playa del Caribe, tomando el sol en pelotas con un negro abanicándome, para qué engañarnos. Pero mi vida real me gusta. Soy libre, gano suficiente dinero y aún estoy soltera. Y ahora estoy cenando con un amigo que sigue estando tan bueno como antes.

Mario se atragantó al escuchar a Raquel.

¿De veras había oído lo que había oído? ¿Raquel quería algo? Claro, se dijo, ¿y qué hay de malo en ello?. Además, ¿por qué si no lo había llamado tras tantos años sin saber de ella? Tal y como le había contado, acababa de cerrar un buen negocio en la ciudad y, antes de volver a casa, lo propio era celebrarlo.

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La compañía aseguró que el taxi llegaría en menos de cinco minutos. Raquel y Mario esperaban a la salida del restaurante. Mientras Raquel respondía a una llamada de negocios, Mario tuvo tiempo de contemplar con detalle a la hermosa mujer que tenía al lado.

A sus treinta y dos años, su ex-novia no había cambiado mucho. Llevaba su cabello oscuro y ensortijado cortado a media melena, enmarcando un rostro ovalado donde destacaban dos ojos de color verde intenso y unos labios grandes y carnosos que dibujaban una preciosa sonrisa. El cuerpo había aumentado de curvas y Raquel exhibía ahora un pecho más grande, el cual gustaba de realzar con aquel escote en V de su vestido. Sus caderas también se habían engrosado, al igual que su trasero, aunque sin perder un ápice de firmeza. Se notaba que practicaba ejercicio con regularidad.

—Mario, ¿me estabas mirando el culo?

El hombre levantó la vista, apurado, para encontrarse con esa sonrisa grande y traviesa que hace años le hechizó. Sintió el impulso de abalanzarse sobre Raquel y comerle la boca. Era lo que más deseaba en aquel momento. Abrazarla y retenerla junto a él. Restregar su miembro por aquel vientre que conocía tan bien. Hundir la cara entre sus tetas y sentir la carne apretarle las sienes.

—No, claro que no.

—Sigues mintiendo muy mal, Mario. Pero te lo perdono porque, para ser sincera, yo también me he fijado en tu culete varias veces durante la noche.

Ambos sonrieron. Estaban muy cerca uno del otro. Tanto que a ninguno le hubiese costado nada inclinarse y besar al otro. Pero ninguno dio el paso.

Fue entonces cuando llegó el taxi. Se dieron dos besos de despedida.

Raquel abrió la puerta e hizo ademán de subir.

—Mario...

—¿Ahá?

—¿No vas a decir nada?

Mario abrió la boca pero ninguna palabra salió de sus labios al final.

Quería decir algo. Hacer algo. Pero…

Raquel sonrió con ternura. Seguía siendo el mismo tímido Mario del que se enamoró.

—¿Tienes prisa?

Mario negó con un gesto.

—Venga, sube. Quiero enseñarte la suite del hotel que la empresa me ha reservado. Estoy segura de que nunca has visto tanto lujo en un cuarto de baño.

Mario se apoyó en el marco de la puerta pero no se decidió.

Fue Raquel quien tuvo que ayudarlo a entrar tirando de su corbata.

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Mario se paseaba por la suite con las manos en los bolsillos, silbando con admiración ante cada detalle del mobiliario.

—Dime, ¿qué es lo que más te impresiona?

Mario suspiró abrumado y miró a Raquel sonriente. La suite era un derroche entero de lujo y comodidad. No sabía por dónde empezar si tuviese que enumerar todos los detalles. Pero uno de ellos destacaba por encima de todos.

—La moqueta, sin duda. Es una moqueta mullida y esponjosa. Incluso, en el cuarto de baño, donde no la hay, han colocado parqué con calefacción radiante. Creo que es pecado entrar aquí con zapatos.

—Quítatelos.

—Pero...

—No, en serio, Mario. Yo también soy de la misma idea. En realidad estaba deseando quitarme los tacones para andar descalza.

Y eso hizo. La estatura de Raquel descendió cinco centímetros y sus pies desnudos se hundieron. Mario no pudo evitar sentir un cosquilleo en su estómago al ver los refuerzos de los pantis en los dedos y el talón. Un verde oscuro, similar al color de ojos de Raquel, pintaba las uñas de sus dedos bajo la lycra. También él se quitó los zapatos y luego los calcetines. La sensación de bienestar fue instantánea. Incluso, acompañando al bienestar, surgió otra sensación asociada. Era una que creía haber perdido hace años. La sensación de sentirse libre, despreocupado.

—Conozco esa sonrisilla, no me engañas, Mario. Te gusta, te gusta mucho.

No sabía si ella se refería a sus pies enfundados —una parte de su anatomía por la que él siempre sintió debilidad—, o por la moqueta. Mario bajó la mirada con una sonrisa.

—Me encanta.

Raquel se mojó los labios con la punta de la lengua. Dio un paso hacia él.

—¿Te gusta todo lo que ves?

El hombre y la mujer estaban muy cerca uno del otro. Era una cercanía que denotaba algo más que amistad pero que ninguno se decidía a traspasar.

—Ven, siéntate conmigo, Mario.

Raquel cogió varios folletos de una carpeta y se arrodilló en el suelo. Sus talones sobresalieron, como abrazando el culo. Mario sonrió ante gesto y supo que Raquel no había olvidado los detalles que lo volvían loco.

—Mira. Este es el catálogo de perfumes que tengo a mi cargo. Yo misma he diseñado los frascos y la composición de los aromas.

Extendió el folleto en el suelo. Una mezcla de aromas florales envolvió el ambiente. Mario miró con deleite.

No eran las fotografías de los frascos los que iluminaban su mirada. Era el escote de Raquel que, inclinada hacia él, permitía obtener una visión indecentemente clara de la carne blanca de sus pechos y del sujetador morado. Un pedazo de areola oscura era claramente visible, así como el bulto que el pezón erecto imprimía sobre la tela.

—¿Son bonitos, verdad?

Mario sabía ahora que la pregunta de Raquel era deliberadamente ambigua.

—Sabes que sí. Todo es precioso.

—Acércate. Aspira las muestras del papel.

Mario se acercó hasta tocar con su nariz el folleto. Raquel lo imitó y sus frentes se tocaron mientras se miraban mutuamente. Ambos inspiraron al unísono. La mezcla de aromas transformó aquel momento en una amalgama de sensaciones olfativas.

Fue Raquel quien se abalanzó sobre Mario y tumbándolo sobre el suelo, lo besó con pasión.

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Mario no supo cómo reaccionar tras recibir el sopapo.

Raquel lo miraba con ojos entornados, el pintalabios esparcido por sus labios y comisuras. Estaba arrodillado encima de él, sobre la cama, flanqueando con los muslos sus costados. Se mecía con movimientos lentos y calculados, restregando su sexo sobre el miembro erecto. Varios mechones rizados de su melena caían sobre su frente mientras otros continuaban adheridos a las sienes por el sudor.

—Dame fuerte, Mario. Pégame porque he sido mala, una zorra muy mala.

Mario dudó. Esta no era la dulce y tierna Raquel que recordaba. La mujer que tenía sobre él era una hembra desbocada de miradas agresivas y gestos obscenos.

Acarició una de sus mejillas enrojecidas, separando un cabello que tenía adherido a ella.

Raquel respondió con un bufido ante el delicado gesto y propinó un mordisco inesperado a una de las tetillas.

Mario exhaló un grito de dolor.

—¡Responde, maldito cabrón! —rugió una Raquel furiosa.

Mario la tomó de los pelos y llevó su cabeza hacia atrás. El cuello de la mujer quedó al descubierto. La fina piel se removió cuando la mujer tragó saliva. Mario lamió la tráquea y pellizcó con los dientes el cuello. Raquel rió gozosa.

Si Raquel necesitaba sentirse dominada él iba a darle el gusto.

La tumbó bajo él y ahora fueron sus nalgas quienes se aposentaron sobre el sexo mullido, oculto bajo el panty. Raquel sonrió complacida. Ofreció la resistencia justa. Forcejeó solo unos segundos antes de permitir que Mario alzase sus brazos hacia el cabecero de la cama.

Con una sola mano, Mario inmovilizó rudamente las muñecas de Raquel. Tomó la boca de carmín y mordió los labios, llevándose el resto de pintalabios que aún quedaba en ellos. Un reguero de saliva manó de una de las comisuras de ella.

—¿Qué... qué vas a hacerme?

—Castigarte, Raquel. Reconoce que eres sucia. Sucia y mala. Necesitas un severo correctivo.

—Apiádate de mí, cariño. Haré todo lo que...

El sopapo sobre una teta cortó la respiración y el habla a Raquel.

—El tiempo de disculparse terminó, zorra.

La mujer se mordió el labio inferior cuando Mario empuñó la carne de la teta y la comprimió. Esperó hasta que la piel adquirió un tono ruborizado. Besó el pezón erecto y mordisqueó la carne prieta. Raquel se removió angustiada cuando el dolor la hizo arquear la espalda. Mario succionó la carne hasta volverla de color rojizo.

—¡Animal!

—¡Cállate, puta!

Raquel tomó aire. Sus costillas se marcaron bajo la piel. Mario lamió la carne bajando hasta el ombligo. Jugueteó con la punta alrededor de la depresión y la saliva se acumuló. Raquel no pudo evitar soltar una carcajada. Mario sonrió; el ombligo seguía siendo el lugar que más cosquillas le producía a Raquel.

Pero la mujer detuvo su risa al instante cuando Mario posó sus dedos sobre la entrada húmeda del sexo femenino oculta bajo el panty. Los dedos removieron el vello y los pliegues. Ambos se miraron a los ojos. Los de Raquel reflejaban una angustia suprema. Los de Mario una ansia incontrolable por verla sufrir. Las aletas de la nariz de Raquel se dilataban al son de una respiración desbocada mientras Mario continuaba martirizando el sexo con movimientos circulares, precisos, presionando encima del clítoris, a través del vello ensortijado, sobre la lycra empapada por la que se filtraban las humedades.

—¡Cabrón, métemela!

Mario sonrió con mirada cruel y chasqueó la lengua, decidido a no obedecer la súplica de Raquel.

En su lugar, coló la mano bajo el panty, restregó el vello húmedo y el dedo índice accedió entre los pliegues pringosos y ahondó en la carne caliente. Raquel exhaló un suspiro de alivio y placer. Agitó sus muslos y recogió sus piernas, permitiendo un mejor acceso a su entrepierna.

—¿Te gusta, puta?

Raquel suspiró conforme. De sus labios surgió un bufido de asentimiento.

Mario arqueó el dedo en el interior y la punta del dedo presionó sobre la carne lubricada. Un escalofrío electrizó el cuerpo de Raquel y la hizo chillar emocionada a la vez que se revolvía incontrolable. Continuaba inmovilizada y su torso se retorcía imparable, agitándose la carne de sus senos.

Mario detuvo sus caricias y extrajo el dedo. Lamió el néctar que lo embadurnaba. Miró con maldad a Raquel.

—Creo que ya es suficiente, ¿no crees?

Raquel lo miró suplicante, negando con la cabeza.

—No te oigo, zorrilla.

Raquel lloró angustiada.

—Por favor —susurró.

Mario desgajó la lycra alrededor del sexo. La tela artificial emitió un ruido agudo y húmedo. Volvió a penetrarla y esta vez presionó con energía sobre aquella zona rugosa de la vagina. Un grito liberador, orgásmico, surgió de la garganta de Raquel. Agitó su cabeza y apretó los dientes. Un mechón de cabello quedó atrapado entre sus labios.

El hombre liberó las muñecas de la mujer y permitió que el placer recorriese libremente el cuerpo. Quedó embobado viendo el cuerpo de Raquel reflejar el producto del orgasmo. Su vientre convulsionado, sus pechos removiéndose, su respiración agitada, el sudor bañando sus axilas, sus párpados apretados. Solo cuando juzgó que la mujer había disfrutado suficiente, enfiló su miembro hacia la entrada. El panty rasgado enmarcaba un sexo inflamado del que rebosaba una humedad generosa.

Raquel abrió los ojos sorprendida al sentirse penetrada. La verga avanzó sin obstáculos dentro del habitáculo lubricado hasta quedar firmemente encajada. Un gemido de molestia salió de los labios de la mujer.

Mario se ayudó de sus rodillas para separar los muslos mientras tomaba a Raquel de las pies, enfundados en lycra húmeda.

Mario juntó las piernas y los pies sobre su cara. Sentía que el aroma enardecía sus sentidos e impulsaba su verga dentro del coño en arrebatos alocados.

La mujer buscó con la mirada la de su amante. Ambos se miraron con expresión grave, dejando salir gemidos de angustia y placer con cada empellón. Las carnes de Raquel se agitaban mientras las de Mario reflejaban los músculos en tensión. El hombre se apoyó sobre el cuerpo de la mujer cuando aceleró el ritmo. Hundió su cara en el cabello húmedo, exhalando el aliento enrarecido sobre el cuello. Raquel aprisionó con sus pies el culo de Mario, resbalando la lycra de los talones sobre la piel sudorosa.

Mario rugió desesperado en los instantes previos al orgasmo. Luego, gemidos roncos y pausados salieron de su garganta al ritmo de sus eyaculaciones mientras removía entre espasmos su miembro en el interior.

Ambos se besaron al terminar. No fue un beso de amor ni de cariño. Solo fue un beso de agradecimiento, un beso corto y sin lengua.

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La mujer se duchó poco después.

Raquel se tomó su tiempo. No perdió tiempo en limpiarse la vagina pues tomaba la píldora y, de todas formas, no la incomodaba sentir su interior húmedo y pegajoso.

Cuando salió del cuarto de baño, enfundada en un albornoz con la logotipo del hotel en el pecho, Mario ya se había vestido y estaba frente a un espejo.

—¿No vas a ducharte?

—La verdad es que ya debería estar en casa.

Raquel sonrió viendo cómo las manos de él intentaban sin éxito volver a hacer el nudo de la corbata.

—Anda, ven aquí.

Mario se dejó, asumiendo su derrota.

—Estás casado, ¿verdad?

El hombre tragó saliva y terminó por asentir.

—¿Por qué lo sabes?

—¿Quién si no te ayudó a anudarte la corbata?

Mario sonrió ante aquel detalle.

—Se llama Susana. Tenemos un hijo, Pedro, tiene casi dos años.

Raquel terminó de anudar la corbata y Mario sonrió satisfecho ante su reflejo en el espejo.

—Yo también estoy casada.

Mario la miró con expresión grave a través del reflejo. La mujer se protegió cruzando los brazos de la que creía que era una mirada severa.

—Sé lo que piensas, Mario. Si un hombre casado echa un polvo con una amiga, está teniendo una aventura. Si lo hace una mujer, es que es una puta.

—No, Raquel. No pensaba en eso, pensaba en los motivos por los que esto ha ocurrido.

Raquel sonrió con gesto triste y se recolocó la toalla que envolvía su cabello húmedo.

—Supongo que son los mismos que los tuyos, Mario.

Repitieron de nuevo los dos besos de despedida y el hombre salió de la suite. Tomó el ascensor, saludó al recepcionista en el hall y, ya en la calle, tomó uno de los taxis que había en una parada cercana.

—Color.

—¿Cómo dice, amigo? —preguntó el conductor al oír al hombre.

—Dar algo de color a una vida gris.

El conductor calló. A esas horas de la noche había mucho borracho suelto por ahí diciendo tonterías.

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Ginés Linares

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