Álgebra I
María quiere ayuda de su maestro
Las bondades del Álgebra.
O como tuve la fortuna de, un buen día como cualquier otro, recibir los favores de una muchacha en pleno florecer.
Eran lindas las chicas del curso que estaba dando en el liceo, algunas incluso mostraban aptitud e interés en el álgebra, tema que pocos encuentran sexy, ni hablar.
Estaba Mónica, con su pelo rubio y ojos grises como de gato, abriéndose los botones de la camisa para hacer notar sus pechos abundantes. Y Tania, fogosa, respondona, de sonrisa pícara, sabrosa, aunque no de belleza convencional. Pero María Flor, ah, esa niña de ojos profundos, callada, con su crucifijo de plata al cuello, haciendo notar su piel blanca como la leche, mirándome en secreto, algo quería esa Flor.
Es fundamental, como maestro, mantener siempre una distancia cortés y respetuosa con estudiantes por igual, aunque no quita poder hacer buenas migas con algunos. En general, reserva, bueno, esa era la idea, hasta que llegó María Flor.
Tendría los 16 justos cuando entró a mi clase. Le gustaba mirarme, pero al verla yo a ella bajaba los ojos y se le sonrojaban ligeramente las orejas y el cuello. De alguna manera el resto de los chicos del grupo nunca se percataron del juego de miradas. Asombroso cómo puede la gente perder detalles de lo que pasa frente a las propias narices.
Flor abría poco el pico en clase, pero las pocas veces con acierto. Cuando durante algún ejercicio me acercaba a su banca ella se quedaba muy quieta, respirando lento, mientras yo revisaba lo que hubiera que ver en sus papeles. En esos momentos podía oler el aroma de su cuerpo, fresco, sin trazas de perfume o desodorante. Por veces con un acento metálico. Tal vez entonces estaria menstruando.
Luego vino una semana en que Flor no apareció en clase. El viernes me quedé por la tarde corrigiendo pruebas, disfrutando el silencio del edificio vacío. Ya estaba yo por irme cuando llegó a mi cubículo, titubeante, contando una historia confusa sobre su padre enfermo y su madre atribulada, que le habían hecho perder clases, y pidiendo ayuda para recuperar el material perdido.
“Claro,” dije, “sin problema, cuando te queda bien que empecemos?”
“Tienes algo de tiempo ahora mismo? Sé que es tarde, pero solo tengo algunas dudas, de inicio,” sus ojos recorrieron mi oficina de lado a lado.
En vista de que no tenía planes importantes, accedí. Carmen, mi novia en curso, estaba de viaje de negocios, y yo tenía los días para mí mismo.
Nos sentamos ante la mesilla redonda junto a mi escritorio, la “de consulta”, que nos iguala y permite al alumno una posición más relajada, sin marcar jerarquía. Ella sacó sus papeles. Respondí sus preguntas y vi como se iba animando a medida que resolvía las dudas. Me sorprendió un poco notar que se iba poniendo nerviosa, hubo un cambio sutil en su aroma, se le enrojecieron las mejillas y, de pronto, como no queriendo, su mano empujó una goma por el borde de la mesa hasta que cayó al suelo. Yo me agaché a recogerla, y la escuché respirar fuerte, casi jadear. Al yo subir la cabeza ella separó los muslos, haciendo que su falda subiera sobre la rodillas. Había escrito “Tuya” con tinta azul en su pantaleta, justo en el triángulo de su monte de venus. En la punta inferior del triángulo la tela estaba obviamente mojada. Pude entonces reconocer el aroma de su excitación.
Hice un rápido cálculo mental. A esta hora el lugar estaba prácticamente desierto. Debido a los talleres vespertinos la entrada estaría abierta aún un par de horas, pero la gente de los talleres estaba del otro lado del campo deportivo. Solo quedaría el conserje en la entrada principal. La puerta de mi cubículo estaba cerrada.
Me incorporé, corrí el pestillo y cerré las persianas. Regresé frente a Flor y me arrodillé, poniendo suavemente mis manos en sus rodillas, separando sus muslos aún más. Flor dejó escapar un suspiro entrecortado al sentir mis manos en su piel, y cerró los ojos. Recorrí lentamente la parte interior de sus muslos con mis dedos hasta llegar al borde de su pubis. Subí mis manos por sobre la falda y jalé el borde de su camisa para descubrir su vientre. Ella seguía con los ojos cerrados, con los muslos abiertos, jadeando ligeramente, con los brazos sueltos a los lados del cuerpo, dejándome hacer.
Le desfajé la camisa y lentamente fui abriendo los botones de abajo hacia arriba. Descubrí un sostén blanco, muy ajustado, cubriendo un par de senos cónicos, grandes, bien formados.
“Ábrete el sostén,” le dije.
Ella abrió los ojos de golpe, y tras un titubeo se llevó las manos a la espalda, liberando uno a uno los apretados ganchillos. Cuando ví el sostén aflojarse, le quité la camisa y el sostén cayó frente a mí, descubriendo sus senos pálidos, con pequeños pezones rosados levantándose erectos. Acaricié ambos senos a la vez, acunándolos en mis manos, rodeando las areolas con los pulgares. Flor soltó un largo suspiro al sentir mis manos. Tomé suavemente los pezones entre los dedos. Que pechos tan firmes! Duros, la piel tersa sobre la carne turgente. Me acerqué para chupar uno, conocer su sabor. Ella soltó un gemido fuerte y yo me separé para hacerle notar que debía guardar recato con un dedo sobre mis labios, luego llevé mi boca al otro pezón. Unos senos así de duros perderían la turgencia luego de unos cuantos días de uso regular. Disfruta mientras dure, pensé mientras chupaba un erecto pezón, y luego el otro. Flor rodeó mi cabeza con sus brazos, mirándome mamar sus senos con una luz de triunfo en sus ojos brillantes.
Hora de probar más abajo, pensé.
Me incorporé y le dije, “levántate.”
De pronto su rostro acusó nervios, apretó las manos una contra otra, mordiéndose el labio inferior, dudando un instante. Luego encontró su coraje y se levantó, altiva, elevando su pecho hacia mí. La guié de la mano hacia el escritorio, le hice ponerse frente al borde y agacharse hasta que su frente casi tocó la madera. Ella recargó los antebrazos en la superficie del escritorio. Me coloqué detrás de ella y recorrí con mis manos sus piernas, subiendo desde las rodillas hacia las nalgas. Le subí la falda sobre la cadera y lentamente le bajé la pantaleta, descubriendo sus nalgas y su sexo. La sentí temblar, pero no cambió de posición, ni se movió cuando con una mano separé sus nalgas, y mis dedos exploraron los labios hinchados de su vulva, empapados con el fluído de su excitación, revelando un clítoris grande como una pepa de ciruela.
“Date la vuelta.”
Ella se volteó temblorosa y recargó las nalgas en el escritorio, me miró un instante y luego volteó el rostro. Tenía las mejillas enrojecidas y respiraba casi jadeando.
Le bajé la falda y se la quité junto con la pantaleta que tenía en los tobillos. La hice acostarse en el escritorio, boca arriba, con las nalgas justo en el borde. Levanté sus rodillas hacia el pecho y le separé los muslos.
“Agarra tus rodillas,” le dije.
Ella rodeó cada rodilla con una mano, manteniéndolas a los lados de su pecho, exponiendo su bajo vientre. Tenía una espesa mata de pelo oscuro cubriéndole el pubis, los labios de la vulva hinchados, mojados, dejaban asomar el clítoris erecto en la parte superior. Estaba tan excitada que un delgado hilillo de lubricación le corría entre las nalgas. Jalé una silla para sentarme frente a ella, y me aproximé hasta poner mi boca en su sexo.
Flor soltó un fuerte gemido al sentir mi lengua. El sabor salino de su lubricación me pareció agradable, así que primero chupé, succionando sus labios hinchados en mi boca, luego empecé a lamer lentamente, insinuando la punta de la lengua en la vagina y subiendo hacia el clítoris. Cuando mi lengua tocó su clítoris ella dió un respingo y de golpe quiso cerrar las piernas. Sensible, su botón, pensé. Por el momento dejarlo estar.
“Quieta,” le dije, separando de nueva cuenta sus muslos con mis manos.
Luego abrí suavemente los labios de su sexo. La vulva de Flor tenía labios internos largos y prominentes, con el clítoris tremendamente erecto asomando fuera de su capucha en la parte superior. Por primera vez veía yo un clítoris tan grande. Abriendo un poco más sus labios pude ver la entrada de la vagina. Tampoco había visto antes un himen, El de Flor era una membrana blancuzca que cerraba el perímetro de la vagina, dejando solo un orificio ovalado al centro, como una pepa de aceituna. Exploré esa membrana con la lengua, sintiendo hasta donde podía alcanzar, haciendo movimientos circulares, cuidando no tocar el clítoris directamente. Sentí su vagina pulsar bajo la exploración de mi lengua, y fluyó con aún mayor abundancia su líquido salino. Los gemidos de Flor se hicieron regulares y más fuertes.
Me incorporé, me abrí el pantalón y lo bajé junto con los calzones, descubriendo mi erección. La tomé por la base de los muslos y la jalé un poco, para que sus nalgas quedasen a medias al aire y a medias en la mesa.
Cuando Flor sintió mi pene entre los labios de su sexo empezó a negar con la cabeza, pero mantuvo los muslos abiertos.
Recorrí la vulva con mi glande, separando los labios, guiándome con la mano, y luego apoyé en la entrada de la vagina.
Al empujar un poco sentí el anillo muscular pulsar en torno a la punta de mi glande. Solo logré meter un par de centímetros antes de sentir el canal cerrarse y dar con el bloqueo.
Flor estaba temblando, seguía negando con la cabeza, pero sin decir palabra, con las manos crispadas agarrando sus rodillas.
Empecé a bombear sin forzar la entrada, dilatando poco a poco los bordes estrechos de la vagina, deteniéndome al sentir el himen.
Flor empezó a jadear con fuerza. “Más” la oí susurrar entre jadeos. Tomé aire, y sintiendo el glande bien colocado en la entrada, empujé con fuerza. Sentí la barrera tensarse un instante, y luego ceder y desgarrarse. Logré meterle tal vez dos tercios de mi pene en el primer empuje.
Flor gritó, mezclando en el sonido dolor y sorpresa. Su vagina estaba tremendamente prieta, estrecha, cerrándose en torno a mi pene como un puño.
Cosa de no parar en ese momento, saqué el pene casi del todo y empujé de nueva cuenta con todo mi peso, logrando esta vez introducirme en ella por completo.
Flor soltó otro agudo grito de dolor ante este nuevo empuje.
Ya adentro de ella me detuve un momento, cosa de dejarla acostumbrarse a la sensación, darle un respiro antes de continuar. También quise gozar el logro de haber desflorado a la muchacha, pero su vagina estaba tan apretada que era casi doloroso mantener el pene dentro sin moverme.
Bajando la vista pude ver los bordes de su vagina dilatada, los labios hinchados rodeando la base de mi pene. Flor daba gemidos apagados, acusando el dolor que la invasión le causaba.
Cuando los gemidos cesaron y Flor quiso mover la cadera, empecé a empujar de nuevo. Dí arremetidas cortas y firmes para estimular bien a fondo la estrecha vagina, ensancharla. Sin sacar el pene, empujé su pubis con el mío, masajeando el cuello del útero con mi glande. Flor volvió a quejarse, pero los quejidos pronto fueron cambiando de dolor a placer.
Saqué el pene por completo para poder examinar la vagina recién abierta. Cuando salió el glande la vagina hizo un ligero ruido de succión. Había sangre entre los labios de la vulva, mezclada con sus fluidos lechosos. Abrí con las manos los labios para descubrir la entrada. De la membrana blanca solo quedaban pequeños jirones en torno al anillo dilatado del vestíbulo vaginal, que se cerraba pronto dejando ver solo tejido rosado, ahora manchado con la sangre del sello roto.
Bueno, pensé, una vez abierta, mejor abrirla del todo.
Le dí un par de lamidas a lo largo, sintiendo el sabor metálico de la sangre mezclado con nuestra lubricación. Coloqué mi pene en la entrada y empujé lentamente, penetrándola aún con dificultad, arrancándole un largo gemido de dolor. Seguía tremendamente apretada y firme.
Ya adentro empecé a hacer movimientos lentos y pausados, sacando el pene casi por completo, y metiéndolo hasta el fondo. Sus quejidos cambiaron pronto a jadeos gozosos que fueron aumentando en intensidad, hasta que, un poco de sorpresa, alcanzó su primer orgasmo. De pronto Flor estalló en una media risa, y su vagina empezó a pulsar en torno a mi pene. Aumenté el ritmo, y su orgasmo continuó extendiéndose en múltiples cúspides. Cuando empezó a amainar el torrente de su primera corrida escuché mi nombre repetido entre sus jadeos.
Ya estaba yo queriendo eyacular, pero no en esta posición.
Me retiré y la hice incorporarse. Flor hizo un gesto de dolor al sentarse en el escritorio.
Mirando el tapete del piso pensé que serviría, y le indiqué que se pusiera de rodillas.
Le hice inclinarse y recargarse en sus antebrazos, hasta casi tocar el suelo con los pechos.
Me coloqué atrás de ella y le hice separar las piernas.
Al abrir sus nalgas con mis manos pude ver esta vez su vagina abierta. Coloqué mi glande en la entrada, guiándome con la mano, y empujando lento entré en ella.
Flor soltó un suspiro gozoso al sentirme llenarla, no más dolor. La vagina se sentía ya más suave y receptiva. Tomándola por las caderas, admirando la curva de su cintura al ensancharse en sus nalgas, viendo mi pene entrar entre ellas, inicié el bombeo final. Fui aumentando el ritmo paulatinamente, empujando fuerte para introducirme en ella por completo en cada empuje.
Los gemidos de Flor volvieron a subir de registro, se hicieron más frecuentes, y se transformaron en esa media risa que había ya escuchado, cuando alcanzó un nuevo orgasmo.
Yo ya estaba tan cerca del mío que solo lo noté vagamente. Sentí el clímax subir por mi espalda y empujé a fondo, manteniéndome bien adentro al soltar el primer chorro.
Tuve un orgasmo largo, una cadena interminable de espasmos ayudados de forma extraordinaria por la serie de contracciones con las que Flor ordeñaba mi pene.
Cuando finalmente empezó a amainar la sensación estuve a punto de colapsarme sobre su espalda, manteniendo apenas el balance sobre mis manos y rodillas.
La hice tenderse de costado, tendiéndome yo junto con ella, aún adentro, y permanecimos un momento en esa posición, como dos cucharas, recuperando el aliento. Cuando mi pene empezó a ablandarse, lo saqué lentamente, me incorporé y le hice acostarse sobre su espalda, con las rodillas alzadas al pecho. Si estuviese fértil, quizá lograse hacerla concebir. Desflorada y preñada en una sola sesión? Tal vez.
A pesar de haberla puesto boca arriba, mi semilla rebosaba en sus labios menores y escurría entre sus nalgas. Ni hablar, seguro que quedaría más adentro.
Finalmente Flor se incorporó, con la cara enrojecida, rehuyendo mi mirada por un momento.
Al levantarse el semen que guardaba empezó a escurrir, corriendo por sus muslos y goteando en el tapete. Los ojos de Flor se abrieron preocupados al sentir el flujo, pero cuando bajó una mano para tocarlo y vió sus dedos manchados con el fluido lechoso, su rostro cambió a una ligera sonrisa.
Agarré su pantaleta y la usé para limpiarle los muslos y la vulva, viendo que quedaban en la tela, junto con la mezcla de semen y su propia lubricación, aún rastros de sangre.
Guardé la pantaleta en uno de mis cajones. Buen recuerdo.
“Vístete,” le dije, “La próxima lección será en otro lado, ya te haré saber.” Ella asintió en silencio mientras se volvía a poner el sostén, luego la falda. Se puso la blusa, recogió y guardó sus papeles. Abrió la puerta, y entonces volteó hacia mí, finalmente encontrando mis ojos con los suyos. Me acerqué. Ella se levantó en las puntas de los pies y me besó en la boca.
Salió, acusando dolor al caminar.