Alfredo y yo

Un chico universitario concibe un gran deseo por su amigo, y tendrá ocasión de hacerlo realidad en las duchas de una pista de tenis.

Esta historia empezó hace ya algún tiempo. Yo no me había planteado nunca ningún tipo de relación homosexual. Tenía 19 años y ya había mantenido algunas relaciones con chicas, algunas mamadas y algunas folladas. La verdad es que lo que más me gustaba era que me chuparan el nabo, y una vez una chica me acarició el culo mientras me lo mamaba, y recuerdo que fue el orgasmo más fuerte que tuve hasta entonces.

El pasado curso llegó Alfredo, un chico nuevo, a la universidad. Me produjo una fuerte impresión: era un chico muy guapo, rubio, delgado y con unos ojos verdes que pedían guerra, con un cuerpo sin apenas vello (todavía era verano, y algunas veces iba con pantalones cortos). Me enamoré de inmediato, y al mismo tiempo me percaté de que las chicas no me interesaban. No sólo descubrí a Alfredo, sino a otros chicos también agraciados. Pero Alfredo se llevaba la palma.

Hice todo lo posible para acercarme a él, y no me fue difícil. Como era nuevo en la clase, creo que agradeció mis muestras de amistad, y enseguida nos hicimos amigos. Claro que yo no advertía más signos en él que los de una franca camaradería. Era un chico estupendo, también en su carácter: simpático, extrovertido, amable con todos, solidario... una joya. Además, con la amistad pude verlo en su casa, alguna que otra vez, y en alguna ocasión me recibió en slip, con toda naturalidad, como se hace con un amigo íntimo. Pude entonces percatarme de que, además de sus gracias naturales, tenía "otras": las piernas blancas, fuertes y torneadas eran la sólida base de un paquete bastante considerable, que presagiaba que bajo el slip había un monumento en forma de carne. Me imaginé aquel rabo que intuía dentro de mi boca, y no sé como no me corrí en aquel mismo momento. Afortunadamente, conseguí dominarme y dar una apariencia normal, a pesar de estar tan cerca de mi deseado objetivo.

El caso es que Alfredo me comentó que era aficionado al tenis, y que si también me gustaba podíamos ir a jugar alguna vez. Yo le contesté enseguida que sí: juego razonablemente bien, pero, sobre todo, me excitó el hecho de poder verlo en las duchas, desnudo.

Quedamos para la semana siguiente, y un lunes por la tarde fuimos hasta la pista de tenis, entramos en el vestuario y nos desnudamos para ponernos la ropa de deporte. Alfredo, de espaldas a mí, se quitó el slip; yo no le quitaba ojo de encima; él, con naturalidad, se estaba colocando un suspensorio. Yo hice lo propio. No pude, sin embargo, verlo por delante, aunque la visión de su culo ya valió la pena: macizo, carnoso, firme, dos hemisferios perfectos, sin vello, pidiendo ser besados y chupados...

Salimos a la pista, ya debidamente vestidos, y jugamos el partido. La verdad es que yo, con el nerviosismo que tenía, apenas di pie con bola (habría que decir raqueta con bola, más apropiadamente), y Alfredo me ganó fácilmente.

Cuando terminamos el partido nos dirigimos a los vestuarios. Allí nos desnudamos, con toda la naturalidad del mundo. Observé que no había nadie que se estuviera preparando para la siguiente hora de pista, así que era evidente que íbamos a estar solos. Yo estaba muy nervioso y excitado. Alfredo se quitó el polo que llevaba, dejándome ver, sin que él se percatara de ello, su torso bien formado, los pectorales marcados pero sin exceso, unos abdominales que se apreciaban duros pero también flexibles. Se quitó el pantalón de deporte y esta vez no se puso de espaldas; todo ello lo hacía con movimientos naturales, a los que yo no quitaba ojo, por supuesto, aunque siempre disimulando mientras yo mismo me desvestía. Se quitó el suspensorio y, ¡oh, qué maravilla!, se desparramó un nabo que, sin erección, era el más grande que había visto nunca. En aquella situación, sin empalmar, no debía medir menos de 17 ó 18 cm., prácticamente lo que medía el mío, que ya tenía en semierección, aunque había procurado mantenerla a raya.

Entramos cada uno en nuestra ducha, que eran cubículos paralelos, con un muro de separación entre cada una de ellas, sin cierre exterior. Aprovechando que ahora no estaba a la vista de Alfredo, dejé que mi nabo se pusiera a tono; ahora ya se empalmó totalmente, y me puse a hacerme una paja.

Pero no había pasado un minuto cuando escuché a Alfredo decir un taco y después dijo:

-Por favor, ven un momento, me ha entrado jabón en los ojos y no veo nada, ayúdame.

El corazón pugnó por salirse por mi boca. Entré en su ducha, y, efectivamente, allí estaba Alfredo, ahora de frente, enjabonado en parte, y con su polla en estado de reposo pero enorme. Tenía los ojos cerrados y la cara llena de jabón.

-A ver, déjame -lo tomé por los brazos y lo puse debajo de la ducha; el agua le corría por la cara, y yo no le quitaba ojo del nabo. Pero aunque la espuma del jabón pronto se deshizo, seguía molestándole los ojos. Se me ocurrió una idea:

-Mira, Alfredo, arrodíllate y ponte bajo el agua, así caerá con más fuerza desde más alto, y es posible que se te vaya el jabón de los ojos.

Lo ayudé a agacharse, y en esa posición estaba maravilloso, con los ojos fuertemente cerrados esperando que el agua se llevara los restos de jabón de ellos. Era tierno e inocente, guapísimo, y allá abajo le colgaba un badajo considerable. Pero en ese momento Alfredo pareció perder la estabilidad y estuvo a punto de caerse dentro de la ducha, con todo el jabón que había en el suelo; instintivamente, con los ojos cerrados, intentó agarrarse a lo que pudo y ello fue... mi nabo, que estaba, como he dicho, a tope. Al principio no se dio cuenta de a qué se había agarrado, aunque pronto pude ver la perplejidad en su rostro de ojos cerrados.

-Yo... perdona, no me había dado cuenta... -se estaba disculpando, y realmente no sé por qué lo hacía.

-No, perdóname tú a mí, es que... con el agua caliente, pues... me he puesto a tono, ya sabes.

-Sí... a veces a mí también me pasa - contestó él, como no dando importancia a aquello.

Me soltó la polla, aunque lo cierto es que se había demorado quizá algo más de lo normal en una situación como aquélla, y ello me hizo abrigar alguna esperanza.

Terminó de limpiarse el jabón y yo me fui a mi ducha. Allí, todavía con el nabo empalmado, no pude por menos que hacerme una paja; imaginaba el carajo de mi amigo en mi boca, y me sentía muy excitado. Estaba bajo la ducha, con los ojos cerrados, dejando que el agua me cayera sobre la cara. No me di cuenta de que Alfredo se había situado detrás de mí hasta que sentí sus manos asiéndome de la cintura; fue como un calambrazo, no me lo esperaba, y el corazón pareció querer salírseme por la boca. Me giré y me lo encontré sonriente.

-Yo... bueno, no sabía si tú... si te gustaban los chicos, pero creo que sí...

Por toda respuesta aproximé mis labios a los suyos, que se abrieron, para dejar paso a mi lengua. La suya, carnosa y caliente, se enroscó en la mía, mientras sentía el contacto de su cuerpo pegado al mío, cálido, muy cálido, maravillosamente erótico. Nos besamos con pasión, durante un buen rato, mientras aprovechábamos para agarrarnos nuestros nabos. El de Alfredo estaba ya a tope, y sentía entre las manos, sin aún verlo, la magnitud de aquel aparato prodigioso. No pude esperar más, y pasando la lengua sobre su cuerpo de ensueño, me acerqué hasta su pubis. Allí estaba aquel mástil extraordinario, un carajo de no menos de 24 ó 25 cm., de cabeza sonrosada y gruesa, con algunas venas marcadas que le daban un aspecto aún más apetecible. No me lo pensé dos veces y me metí en la boca aquella prodigiosa artillería. El glande era grande (perdón por el trabalenguas) y me costó trabajo metérmelo entero, pero una vez dentro ya no se quiso salir.

En ese momento oímos pasos y voces en el vestuario; alguien estaba entrando. Nos asomamos y vimos que dos chicos se habían situado junto a las taquillas, para desvestirse, aunque al parecer no nos habían visto. Alfredo, dirigiéndome un beso con los labios, se fue a su ducha y terminó de ducharse.

Nos reunimos en los vestuarios al rato, una vez que ya nos habíamos duchado. Los chicos se habían marchado a la pista, y oíamos desde los vestuarios los raquetazos. Yo adivinaba en Alfredo el deseo lascivo de un encuentro erótico, pero me parecía que era muy arriesgado tentar de nuevo la suerte. Sin embargo, su deseo era irrefrenable; me tumbó sobre el banco del vestuario, a riesgo de que entrara alguien, y se precipitó sobre mi nabo, que ya estaba, en ese momento, en semierección, de excitado que estaba. No tenía experiencia, como después me confesaría, pero se le daba bien: se metió el glande en la boca y, goloso, lo chupeteó con ganas, sin inhibiciones. Tenía buenas tragaderas, porque fue capaz de meter mis 18 cm. sin problemas en su boca, enterrando la nariz en mi vello púbico; aún le habría cabido a aquel gran mariconazo más polla todavía. No tardé mucho en correrme, y se tragó toda mi leche, con la mirada extraviada, como si fuera lo único que le importaba en la vida.

Después me tocó a mí: me arrodillé ante él y me metí aquel sabroso pedazo de carne en la boca. Lo sentí crecer dentro de mí, y aquello puso de nuevo mi propio carajo a tope. Chupé aquella herramienta prodigiosa como si fuera lo último que iba a hacer en mi vida. Era un pedazo de carne caliente, flexible y duro a la vez, chorreante de líquidos preseminales. Intuí que Alfredo se corría, por una leve vibración en su rabo, y esperé anhelante: fue como un tornado de semen, un volcán de leche que me llenó la boca, un líquido espeso, viscoso, deliciosamente erótico, que me apresuré a tragar y que lamenté se terminara tan pronto, así que seguí chupando aunque ya nada quedaba que tragar. Pero la calentura de Alfredo era tal que, tras algunos minutos mamándosela sin que expulsara más leche, volvió a ponerse a tono, y pronto tuve dentro de mi boca otra vez un gigante en forma de polla.

Me dijo entonces Alfredo:

--Quiero metértela en ese lindo culito que tienes, hasta rompértelo...

Se me abrió el culo nada más que pensar en que mi adorado Alfredo iba a sodomizarme, así que me tumbé en el banco y me abrí de piernas. Alfredo me dio un lametón entre las cachas del culo que me produjo un repeluco espeluznante. Dos o tres lengüetazos más, y deseé que me metiera todo el nabo en mi agujerito. No se hizo de rogar, y enseguida me apoyó el glande en la entrada de mi culo. Dio una embestida, y el dolor casi me hace perder el conocimiento. Se asustó, pero enseguida le hice señas de que siguiera. Metió el resto del nabo, ahora más suavemente, y entonces me di cuenta de lo que significa la expresión "estar lleno".

Pronto el dolor cedió su sitio a un placer extraordinario, sentirte lleno de algo cálido, duro, fuerte, un ariete de carne que me barrenaba hasta muy adentro. Alfredo comenzó un metisaca, primero suave, después más y más acelerado, y a cada embate me parecía que me la iba a sacar por la boca, cada vez parecía entrar un poco más dentro en el recóndito agujero de mi culo. Noté que algo me chorreaba por las mejillas, y me di cuenta que era mi propia baba, que se me caía a borbotones con aquella gozosa enculada. Por fin, Alfredo aumentó el volumen de sus gemidos, y no tardó en regarme las entrañas con aquella leche espesa. No había terminado aún, cuando le pedí que se saliera, y, por signos (era incapaz de hablar, de la excitación), hice que me metiera el rabo, aún duro, en la boca, donde saboreé buena parte de aquel exquisito semen.

Nos duchamos de nuevo, y yo al menos tuve que hacer un gran esfuerzo para no meterme en su cubículo y mamarle el carajo de nuevo.

Ya en la calle, Alfredo me confesó que yo también le había gustado desde el principio, y que también, hasta que me conoció, había creído que era heterosexual; sin embargo, no tenía idea de que a mí me ocurría prácticamente lo mismo que a él. Desde ese día, vamos juntos a todas partes, y en cuanto se nos presenta la ocasión, nos damos placer el uno al otro. Hemos follado en los aseos de unos grandes almacenes, en el cine (qué erótico es situarte en la última fila, como los novios, y hacerle una mamada a tu amante mientras todo el mundo mira hacia la pantalla, sin tener ni idea de que, a escasos metros, hay un tío con un nabo metido en la boca...), en el campo, cuando fuimos de excursión, e incluso en la playa. Aparte, por supuesto, de en su casa o en la mía, en nuestras habitaciones, cuando teóricamente estamos estudiando y, por tanto, nadie de nuestras familias osa entrar en ellas. He aprendido a amar ese nabo delicioso y enorme, he aprendido a tragármelo entero, a saborear la lefa cuya exclusiva tengo, a chuparle el agujero del culo hasta meterle la lengua entera en ese erótico agujero, a que me atraviese con su mástil de carne.