Alexandra está de descanso, su sexo no

Ese día tenía el guapo subido, tras jugar con la mirada con una adolescente delante de su novio, una preciosa prostituta rusa de 19 años me elige para disfrutar en su noche de descanso. Yo la trato con dureza y cariño y ella me lo agradece sinceramente.

Miércoles

Salgo del congreso cerca de las siete de la tarde después de una aburrida asamblea con colegas. Puede ser que los mayores se encuentren demasiado cansados para seguir de marcha y que las generaciones jóvenes estén algo atrofiadas. El caso es que convenzo a un segundo grupo de jóvenes al que me uní aquella noche de continuar la noche por la zona nueva, en vez de por la ciudad vieja de Pamplona, donde la marcha termina a las una más o menos entre semana y que había estirado lo posible con el grupo de los maduros marchosos.

Entramos en un bar de gente joven, nos acomodamos junto a la barra y entablamos una amigable conversación con el camarero. Entra una rubia española o castaña clara en países de más al norte, de unos deiciéis años, pelo largo, lacio, delgada pero con la gordura propia de quien acaba de abandonar la infancia y empiezan a perfilarse todas las curvas de una mujer de bandera. Ojos verdes. Vaquero ajustado y bajo. El top rosa le cruza el pecho y no para de mirar al ombligo del plano abdomen. Unas bambas blancas abrazan sus delicados pies. Le siguen dos niños, imberbes, delgados, vaqueros flojos, camisas mal abrochadas. Se sientan frente a nosotros en ese gran banco de obra que sirve a dos mesas. Cinco hombres en mi grupo. Tres niños en la adyacente. Pedimos más cerveza. Entre risa y risa, conseguimos que alguna bebida no engrose la dolorosa. El niño se acerca a la barra. Le dan cervezas y unos chupitos verdes. ¿Será menta? Se sienta triunfante. Tiene sus bebidas, su novia, su amigo. Es feliz. Estoy frente a la chica. La observo. Busco desesperado un defecto en su cuerpo. Su piel, levemente sonrosada por la tarde en la piscina, ardía como la tarde de verano. La imagino tomando el sol en la piscina con su biquini después de un baño, todas esas gotitas de agua dando brillo a su piel tersa, me recuerdo leyendo las primeras páginas de Lolita y me sonrojo. Es de interior, tal vez use bañador. Toda esa licra mojada abrazada a su piel, marcando claramente la perfección de la curva frente a la recta. Repaso el grosor de su labio inferior, me sonríe el pequeño lunar de su mejilla, me deslumbran los destellos del débil vello rubio de su brazo. Comienzo a hablarle a aquel cuerpo, discuto con sus incipientes pero duros pechos. Le enseño al pelo a ser acariciado, gesticulando con las manos. Susurro poemas de deseo a aquellos muslos embutidos en el vaquero. Comento su suerte a la gota de cerveza que resbala por su barbilla tras beber la cerveza. Nunca ha trabajado tanto mi cristalino. Todos esos algoritmos cerebrales de reconstrucción de la imagen del deseo (adivinar los trozos de cuerpo tapados por ropa, eliminar la mesa, componer los trozos de distintas proyecciones, eliminar la mano que toca sus muslos) compondrán una nueva librería de sinapsis. Una excepción salta en mi cerebro y rompe el bucle: otra mano de otro cuerpo toca su muslo. La miro con todo el descaro, sé que el niño no va a pegarme. Sonrío a esa piel que imagino desnuda. Comienzo el juego. Ella me mira con escaso disimulo. Tímido disimulo dedicado a su novio. Me sonríe. Le guiño el ojo. Cuando no mira su chico, en un descuido, me devuelve el guiño. Decido hacer todos los gestos lascivos que he aprendido. Le tiro un beso. Sonríe. Ella mantiene dos conversaciones, una con la voz, otra con la mirada. Repaso su cuerpo con avidez, me detengo en todos los puntos de interés: en cada punto de su cuerpo. A ella le asombra descubrir que su nuevo cuerpo le abre todas las puertas. Su cuerpo, su sonrisa, su mirada. Otro guiño. Su novio va al servicio. Mantiene una conversación intrascendente con el amigo de su novio y otra con sus pupilas. Descargo toda mi artillería, más guiños, más besos, más descaro en la mirada. Asoma mi lengua húmeda entre los labios y hace promesas de todo lo que ella aún no ha probado en su despliegue. Ella usa su sonrisa. Mis labios pasan lentamente por el dedo índice mi mano izquierda. Vuelve su novio. Pese a que su chica no lo miraba mientras lo besaba, él tuvo que recolocarse su nuevo órgano vital. No les queda cerveza. Miran la hora. Sus padres los esperan en casa. Deciden irse. Al pasar a mi lado, la chica dice: “¡Hasta luego!”. Me despido. Cuando se marchan, ella gira la cabeza y mira hacia el cristal del local, le tiro un beso.

Animado por el juego con la niña, convenzo al grupo para movernos a otro local atestado donde suena música en español: rumba, salsa, reggaetón, y algo de música anglosajona, que me pareció prometedoramente animado la noche del martes. Converso algo con estos colegas jóvenes que bailan, o casi, sin mucho acierto ni desparpajo entre tanta chica mona que se contonea lascivamente. Los vestidos menguantes abundan al ritmo de la música, así como las minifaldas que ascienden en cada giro y cada vuelta. Pienso que estos chavales jóvenes están algo atrofiados, pero me guardo mis pensamientos, al fin y al cabo, son mis compañeros de marcha esta noche. Yo me centro en una chica rubia de ojos azules cuyos unos vaqueros pueden ser dos tallas inferiores a la suya, pero que enmarcan un culillo perfecto en forma de corazón, y una camiseta rosa con un rotillo en la zona del escote que se cierra con un divertido lazo. Ceñida como es la camiseta, pienso en lo  tentador que sería liberar el nudo tenso por pechos turgentes. En algún momento de la noche, lo desanudaré con la boca. Yo bailo de forma discreta y miro a esta chica que habla con su amiga, morena y con otros ojos azules que recordaban a un husky siberiano aunque con rasgos ligeramente orientales. Los cuatro ojos azules provienen del cáucaso, pero me enteraré más adelante. Sigo bailando con discreción hasta que la rubia se levanta de la silla y empieza a bailar. Yo me acerco a ella y, antes de mediar palabra, empezamos a perrear. No me sorprendo, ni exalto: la música es propia para ello. Cuando suena una canción de Juanes , ella hace referencia a mi camisa negra, ella piensa que es una letra alegre, yo no se la explico. Me extraña que cuando cambia la música y ponen una rumba, yo pretendo separarme para que propiciar que nos cruzemos y ella prefiere seguir perreando, aunque de frente, con nuestras entrepiernas muy  pegadas y moviéndonos de forma rítmica, simulando una cópula de pie algo coreografiada. Mientras bailamos con más descaro, ella mira a su amiga, se ríe e ilumina el local con el brillo de sus dientes casi de leche. Al poco comprendo o me dice explícitamente que es rusa y yo entiendo que por eso no distingue el reggaetón de la rumba, y recuerdo como algún tiempo atrás una caliqueña (de Cali) había intentado explicarme las diferencias al bailar de una salsa, de un merengue o de una cumbia, mientras yo solo pretendía aproximarme a ella con ansias de sexo. Aun así, he de reconocer que para haberse criado en un país tan frío, baila de un modo muy caliente y rítmico. Nada que ver con esas alemanas que se apuntan a cursos de sevillanas y aprenden rítmicos movimientos desangelados. Se llama Alexandra y su amiga Marina. Marina me mira un buen rato con mala cara y Alexandra me propone que invite a su amiga a una cerveza. Es algo que si me hubiera pasado en mi época de estudiante, hubiera obtenido la más radical de las negativas, pero partiendo de que una cerveza supone bastante menos dinero para mí ahora que entonces, no me supuso especial esfuerzo. Además, cuando se habla con personas de otras culturas hay que no intentar prejuzgarlo todo con los prejuicios que pueden ser válidos en tu pueblo, pero no en todo el mundo. Razono, pese a las copas y la hora, que no hay intención de aprovechamiento malsano cuando me pide una cerveza para su amiga y vamos la rubia Alexandra y yo a pedirla a la barra. Era fácil ver cómo la mayoría de los hombres daban un paso atrás para observar mejor a la rubia del Cáucaso, así que como el camino se abre entre la multitud, aprovecho para acariciar su culo y obtener una sincera sonrisa que promete mayores placeres, y aún vislumbro por el rabillo del ojo alguna mirada de envidia masculina. Propongo salir un rato para tomar el aire, pero Marina, mucho más resoluta, acuerda que nos vayamos, pero que la acompañáramos primero a ella. Los tres vamos al portal del piso que comparten Marina y Alexandra. Por el camino, ella se mueve de forma sensual y yo no puedo reprimir un ladrido: "¡guau!!". Ella transcribe: "вау!" en su mente. El ladrido me vale un chiste internacional.

Yo tiro de su tanga y ella responde tirando de mi calzoncillo, yo le contesto que no llevo tanga, ella me propone que podemos realizar un espectáculo de striptease, ambos en tanga. Yo le contesto que el principal problema es que si ambos llevamos tanga y nos rozamos, a mí me iba a cubrir muy poco. Marina se ríe y le explica el chiste a Alexandra. Cuando nos despedimos de Marina, queda claro que nos vamos a mi hotel y después yo la acompañaré su casa. Al despedirse Marina, me insiste en un aparte que acompañe a la vuelta a Alexandra a su casa, porque duda que ella sepa volver sola y su nivel de español no es óptimo. Marina es una buena amiga, solo se preocupa sinceramente por su amiga. Por el camino a mi hotel, intentamos comprar cervezas para llevar, con poco éxito, y terminamos comprando una bolsa de patatas con sabor a ketchup, que hacían las delicias de la moscovita, lo que dice muy poco de sus gustos culinarios, pero tiene 19 años y creo que no se ha criado en una familia con chef propio.

En el hotel, aprovechamos para asearnos y mientras yo estoy en el cuarto de baño, ella se fuma un cigarrillo en la terraza del hotel. La sorprendo con un beso en su hombro y ella me pide algún tipo de explicaciones con su mal español y sus mohínes solicitando alguna promesa de futuro. Yo le explico que no podía pedirme que me enamorase de ella en cinco minutos y comenzamos a besarnos, pero no en la boca.

Como no hay cervezas en el minibar, abrimos dos botellas de agua. Ella permanece en mi habitación, pero aún no nos hemos besado en la boca. Yo la desnudo. Al quitar el vaquero, aparece un tanga blanco de algodón, con florecillas y algunas bolillas de algodón del uso y los lavados, que me hizo suponer que era un tanga viajero. El tanga también muestra un divertido escote trasero donde asoma el camino a la lujuria extrema. Arranco el tanga y aparece el pubis como una escueta línea de vello, al estilo brasileño.

Lleva condones en el bolso. Le duele cuando la masturbo y me besa en la boca solo después del segundo polvo, justo cuando se corre mientras la follo boca a abajo y con una mano sujetándole el cuello, mientras la otra acaricia su clítoris. No soy asiduo de prostíbulos, pero uno más uno son dos. No obstante, no quiero pensar en ello y preferimos disfrutar del momento.

Para el tercer polvo, la pongo a cuatro patas y decido tratarla con más dureza viendo sus reacciones de la follada anterior, empiezo a golpear sus nalgas con mi mano derecha, mientras la izquierda sujeta su cuello. Mientras sigo follando impetuosamente, los gritos de varios de sus orgasmos seguidos se oyen desde todo el hotel. Al terminar, le acerco la mano derecha caliente de los azotes y ella la besa con dedicación y entrega, incluso la lame para intentar expresar todo el agradecimiento por el placer recibido. Decido que puede esforzarse un poco más y le exijo “limpia”, mientras llevo su boca a mi glande guiando su cabeza con mis manos en su cabellera. Al darme por satisfecho, recojo los condones que veo por el suelo y los dejo en un lugar muy visible de la papelera para que mañana sepan en el hotel por qué se oían esos gritos.

En el camino de vuelta a su casa, me cuenta que tenía un gato siamés en Rusia, que come mucho y su madre se queja de lo que se gasta en la comida del gato. Aquellos ojos de diecinueve años realmente inspiraban ternura y era muy difícil impedir darle cariño y besos a ese cuerpo sinuoso de mujer atrapado en la piel de una niña. Le pedí que me enseñara a decir quiero besarte en ruso.

- Я хочу поцеловать тебя – susurró dulcemente.

- Ia jochú poshelobat tebia -. Repito con torpeza, pero haciendo cierto esfuerzo y provocando su sonrisa, entre burlona y tierna. Volvemos a besarnos.

Al despedirse, me da la dirección del bar donde trabaja su amiga, y que por un momento, malinterpreto que es donde ella trabaja ocasionalmente. Al volver al pequeño hotel, en recepción me miran divertidos.

Jueves.

Por la noche, me acerco al bar dónde está su amiga Marina. Yo esperaba encontrar a Alexandra. Me trata de forma muy amable. Siento hambre y pido un bocadillo de jamón, viene la dueña, una mujer de unos treinta y ocho años y unos ojos de cielo de mediodía, que me pregunta cuánta hambre tengo y me trae un enorme entrepán para cuatro personas con una sonrisa no sé si cómplice. Esa tarde, Marina había hablado con Alexandra. Le había comentado que no se arrepentía de nada, que aunque no me volviera a ver, se lo había pasado muy bien. Aquellas palabras acarician mis oídos. Al final le pregunto dónde está Alexandra y me dice que está en un club  (puti-). Me indica el camino, pero no me apetece amargar el sabor de una  noche dulce en un lugar tan sórdido. Me da su teléfono móvil y antes de  acostarme, la llamo. Antes de irme de pamplona, vuelvo a marcar los nueve números para escuchar su dulce voz. Está con Marina, en su bar.