Alex y Samuel (4)
"Me he enamorado de ti y nada ni nadie podrá separarnos, no lo voy a permitir. Ésta es mi decisión, así que tendrás que aguantarme toda tu vida porque no pienso romperla. Soy tuyo para siempre, Alex, ya lo sabes."
Desnudos sobre mi cama, dos cuerpos pegados por el sudor y el deseo, anclados el uno al otro sin remedio. Samuel y yo descansábamos después del ejercicio celestial al que mi amor me había sometido apenas unos minutos atrás, donde, enredados entre las sábanas azules, desatamos por fin la tensión sexual acumulada desde el mismo instante en que nos conocimos. Volveré a jurar que nunca sentiré lo mismo, no importa cuántas sean las veces que lo hagamos.
Tonteábamos. Reíamos sin tener por qué. Nos hacíamos caricias. El roce de los besos era continuo. Rodábamos de lado a lado, a punto de caernos casi, pero no nos importaba en absoluto; éramos felices, ya no necesitábamos miradas, palabras, caricias. Bastaba existir para saber lo que sentíamos el uno por el otro. ¿Era tan sencillo, tan sumamente fácil ser feliz?
Aparentemente la respuesta es sí; Samuel lo era al menos, y eso bastaba.
Oímos los pasos en el piso inferior y el idílico instante se esfumó.
-¡Samuel, son mis padres! Ay Dios, escóndete donde sea, pero rápido, por favor… Sí, en el armario, al otro lado de la cama, donde quieras, pero ¡YA!
“Hay que joderse, no se podían haber quedado hasta tarde trabajando hoy, no, claro que no. Está visto que tengo muy poca suerte en la vida” iba pensando yo mientras montaba la excusa para impedirles totalmente la entrada a mi cuarto. Antes muerto.
Me puse lo primero que pillé, un pantalón de chándal, y salí al pasillo, cerrando la puerta tras de mí y clavado delante. Mi madre subía los escalones, directa hacia mi dormitorio. El pelo cobrizo y ondulado se agitaba a sus espaldas al avanzar hacia donde me encontraba. Me dio un beso y empezó el interrogatorio:
-Buenos días, cariño, ¿qué tal estás? Leímos la nota al volver, espero que lo pasaras bien anoche. Miguel seguramente organizó un buen cumpleaños; no bebiste más de la cuenta ¿verdad? Y tendrás hambre a estas horas, ¿preparo algo?
Así era ella, en una sola frase condensaba todo lo que quería saber.
-Estoy bien, no te preocupes, fue una fiesta alucinante, en serio, y no, bebí lo justo y necesario jajajaja- “mentira”, pensé- Ahora no tengo mucha hambre, me desperté tarde y desayunamos en casa de Migue a eso de las diez, y no son ni siquiera las dos. Iba a ducharme ahora, voy a quedar para estudiar con Marta, la semana que viene tengo examen de Anatomía. Comeremos en su piso.
“Otra mentira tampoco va a empeorarlo, era necesaria” me dije. Algo tenía que contar.
-Vale, Alejandro (mi madre era la única persona en el mundo que me llamaba por mi nombre completo, cosa que odiaba) lo entiendo. Pero podías pasar algo más de tiempo con nosotros, apenas te vemos en casa: siempre con los amigos, de juerga, y a tu familia nos tienes apartados. Mañana domingo comemos con tus tíos y los abuelos. No hagas planes, ya estás avisado.
Pero mamá, no digas que no paso tiempo con vosotros. Si a veces incluso duermo aquí y todo- bromeé, pensando que se relajaría un poco. Todo lo contrario.
¡Alejandro! No pienses que me haces gracia porque no estoy para eso. Sabes que te lo digo muy en serio. Pensaba tomármelo con calma y tu padre y yo quedamos en hablarlo pacientemente, pero visto que tú te lo tomas con tanto humor...
Hala, ya la había liado. Justo lo que menos quería que sucediera. Y Samuel todavía en la casa, presumiblemente desnudo, acurrucado en algún lugar y tratando de no respirar. Casi podía verlo.
-Nunca te hemos puesto pegas a la hora de salir de casa y volver cuando quisieras, nos avisabas, dabas señales de vida, volvías a unas horas adecuadas. Y de la noche a la mañana encontramos vacía tu habitación la mayor parte del día, no hablas con nosotros, ni nos pides permiso. Haces lo que quieres, vaya. Se ha acabado nuestra paciencia. Ponte algo y baja al salón, si no ponemos remedio a esto, pronto se nos saldrá de las manos.
La angustiada de mi madre siempre era así. Interpretaba todo a las malas, sólo ella podía tener razón. Vale, sí, últimamente pasaba poco por casa, faltaba a muchas cenas en familia o cumpleaños, pero tenía veinte años, era totalmente normal y seguro que ellos hacían lo mismo a mi edad. Tenían que entender que ya era adulto, podía arreglármelas yo solito, merecía un poco más de libertad.
Entré de nuevo y abrí la puerta del baño, donde encontré a Samuel, pegado a la pared. Su aspecto decidido, obstinado y seguro no había cambiado, pese a la situación. Incluso adivinaba cierto matiz divertido en su sonrisa. Había escuchado la conversación entera.
-Vaya, así que tengo un novio viva la vida, que no pisa nunca su casa. No sé por qué, pero me lo imaginaba, Alejandro- dijo en cuanto me vio, todavía desnudo y más guapo si cabe, con su cabello despeinado. No pasó desapercibida la palabra “novio”, cosa que me hizo mucha ilusión. Hasta el momento no lo había considerado, pero supuse que así era. No podía ser de otro modo.
-No me vuelvas a llamar así, capullo- Ya he dicho que detesto mi nombre completo.
Le di un beso para que supiera que no me enfadaba con él, pese a todo, y fui a buscar una camiseta para bajar. Escogí la blanca de Tommy.
-Como veo que ya te has enterado de todo- iba diciendo en un tono de voz lo suficientemente amortiguado como para no oírse abajo- no hace falta que te cuente. Espérate un rato a que se calmen, y no hagas ruido. Te quiero.
Volví a besarle, ahora con ansia, como si la conversación que en unos minutos iba a entablar con mis padres fuera a suponer un obstáculo que nos mantuviera alejados durante un largo periodo de tiempo. No quería desviar la mirada hacia otro lugar que no fueran sus ojos u otra parte de su perfecto cuerpo, mío por completo. Rompí el contacto con sus abdominales, tersos y potentes contra mi pecho, y decidí bajar de una vez. Cuanto antes terminara, antes podría regresar a sus brazos, al lecho de su mirada marina.
Dejé atrás el cuarto, cerrándolo de nuevo a mi paso; peldaño a peldaño llegué a la planta baja y entré en el salón. Mi padre estaba allí, sentado en su butaca de cuero, sin haberse siquiera quitado el traje o desanudado la corbata. Su cara lo decía todo. En el sofá, a su lado, se encontraba mi madre, igual de seria que antes. Yo también me senté, en una de las sillas de la mesa, de forma que quedaba frente a ellos.
-Hijo- empezó mi padre, callado hasta ese instante- tú sabes que te damos libertad para hacer, en su justa medida, lo que quieras. Aceptamos de buena gana que quieras salir, divertirte y todas esas cosas, te entendemos muy bien porque nosotros también hemos tenido veinte años y hemos hecho lo mismo. Eso es una cosa, y otra muy distinta lo que haces tú últimamente. No te vemos casi nunca por aquí, nunca quieres estar con nosotros y siempre buscas excusas que, hasta ahora, te hemos consentido. Pero hemos estado hablando tu madre y yo y creemos que no te conviene seguir así. No quiero pensar que te hemos malcriado, y esto debe acabar ya.
-Pero, papá, he sacado muy buenas notas desde que empecé la carrera, no habéis tenido que presionarme para que estudiara, y sí que estoy con vosotros. Lo único que pasa es que tenéis que entender que ya no soy un crío, que puedo pasar más tiempo fuera de casa y no me va a ocurrir ninguna desgracia.
Ahora fue mi madre la que habló:
-Tu padre te lo acaba de decir: sabemos que necesitas estar fuera, con tus amigos, y no tenemos queja de tus estudios, para nada. Pero tú crees que sí pasas tiempo con tu familia. Nosotros no pensamos igual. Desde que terminó el verano, escúchame bien, has faltado a todos los cumpleaños: el de tu abuela, el de tu primo Javi, incluso se te olvidó el mío, hijo.
Justo al decir esa última frase se le llenaron los ojos de lágrimas, al tiempo que su voz se ahogaba.
Sí que se me había pasado felicitarla, pero ya comenté mis problemillas de memoria, que tantos disgustos me daba. Este había sido uno de ellos, y el que más me jodía, porque, pese a todo, era mi madre y no se lo merecía. Ahora había conseguido que me sintiera culpable, recordando el desastroso día.
-Ya te dije que lo siento, y te lo vuelvo a decir si quieres, pero es que tengo mala memoria, y además, que se me olvidara no significa que faltara a él, ése no cuenta.
-No se queda todo en eso. Es que ya ni siquiera te dignas a comer algún día, mira lo que te digo, ni uno con nosotros. Siempre es Marta, o Miguel, o cualquiera de tus compañeros, pero nunca somos tu padre y yo. Si nos puedes decir que has quedado y lo aceptamos, ¿no puedes decirles algún día “hoy no, voy a comer con mis padres”? Creo que no es tan difícil, y ese es el asunto. Nosotros sí podemos ceder, pero ellos no. Y recuerda que vives todavía con nosotros, pero si te vas a convertir en un extraño, ten por seguro que no quiero ningún extraño en mi casa.
Otra vez el histerismo se apoderaba de mi madre.
-O sea, que si estoy más con vosotros, si participo en las reuniones familiares y todo eso, puedo seguir más o menos como hasta ahora ¿verdad? No es tan grave como para montar todo este jaleo.
Fue mi padre el que contestó:
-Mmmm, sí, supongo que sí, pero cumpliendo ciertas normas, por decirlo de alguna forma. No propongo que estés en casa las diez, si es eso lo que piensas- añadió al ver que iba protestar- únicamente que equilibres más el tiempo de ocio y el tiempo de estar en tu casa.
-Solo queremos que no te olvides de nosotros, que sepas que estamos aquí, y que también tenemos derecho a verte de vez en cuando- dijo mi madre. Parecía estar algo más calmada.
“Esto está arreglado” pensé, viendo que la anunciada tormenta se había quedado en poco más que unas rachas de viento. “Supongo que un poco de razón sí que tienen”, me dije.
-Bueno, está bien, no hay problema. Mañana iré a la comida esa que me habéis comentado y prometo que pasaré más ratos con vosotros. Pero de vez en cuando también podré salir ¿no?
Mi padre, con su carácter siempre tranquilo e inalterable, fue el que respondió afirmativamente:
-Claro, es lo que te hemos comentado. Tú estás más tiempo en familia, y nosotros seguimos dejando que salgas y que disfrutes. Como debe ser, pero sin pasarse.
Estaba pletórico. En menos de diez minutos todo se había solucionado, y podría pasar el resto del día con mi novio. Me gustaba referirme a él de esa forma, ahora que era un hecho; “novio” y “Samuel”, la mejor combinación que podría encontrarse.
Mis padres se levantaron, camino de la entrada. Yo les seguí, más que nada para cerciorarme de que realmente se iban y poder averiguar cuándo volverían.
-Nosotros tenemos que salir a comprar ahora, por suerte ambos terminamos pronto en el trabajo. Es una suerte tener días como estos- se despidió mi padre, cogiendo las llaves del coche y la casa y dirigiéndose al jardín- Hasta luego, hijo. Y piensa en lo que te hemos dicho.
Mi madre, todavía rezagada, se puso la bufanda y el abrigo y me dio un beso.
-Ten cuidado si has quedado, y no te enfades con nosotros, sabes que lo hacemos por tu bien. Volvemos esta tarde, vamos a tomar café con Andrés y su mujer.
Dicho esto me abrazó, cruzó el dintel de la entrada y cerró la puerta.
“Perfecto” me dije a mí mismo, “toda la tarde en compañía de Samu”.
Subí como un rayo las escaleras y me abalancé sobre el cuerpo desprevenido de Samuel, tumbado cómodamente sobre el edredón que había colocado en el suelo, al lado opuesto de la puerta, de forma que nadie podía verle a no ser que se acercara lo suficiente.
-¡Ya estamos tú y yo solitos!- exclamé en cuanto caí sobre él- podemos continuar donde lo dejamos, y experimentar un poco más- añadí en tono meloso, acariciando con la punta de la nariz cada ángulo, cada poro de su irresistible esencia. Una vez superadas las barreras iniciales, me entregaría completa e ineludiblemente a su piel, para no separarnos nunca.
-Genial, Alex, tus padres me han hecho esperar mucho. Hasta tenía pensado bajar y decirles que se fueran de una vez, si tardabais mucho más.
-No hubieras tenido el valor de presentarte delante de ellos, me apuesto lo que quieras. Aunque, de haberlo hecho, no hubieran podido decirte que no. Pensarían que se les ha aparecido un ángel, o algo por el estilo.
Me deleitaba alabar a mi dios favorito, el único al que rendiría culto eterno sin descanso. Poder expresar abiertamente lo que sentía y que él me correspondiera era algo que escapaba a mi comprensión. No sabía cómo Samuel podía haberse fijado en un tío como yo, pero lo había hecho, y sin saberlo había convertido mi anodina vida en toda una aventura. Todo lo que pudiera hacer sería poco en comparación, y eso producía en mi interior sentimientos encontrados.
Tirados sobre el suelo como estábamos, me armé de valor para hacerle una pregunta difícil. Llevaba tiempo rondándome la cabeza, pero necesitaba saberlo. Sería perfecto poder decir que no albergaba inquietud alguna, pero la vida no es un cuento de hadas, aunque ese momento fuera lo más parecido que un mortal puede experimentar. Y, además, yo era todo un novato en esto del amor.
-Samuel, quiero preguntarte una cosa: ¿Tú me quieres realmente? Quiero decir, no dudo de ti, sé que sientes algo muy fuerte, al igual que yo. Antes me lo has dicho, me has dicho que siempre me amarás porque creías que ese era nuestro destino. Pero no quiero dejarlo todo en manos del destino o lo que sea que nos haya juntado, quiero saber si eres capaz de amarme pase lo que pase, sean cuales sean las circunstancias.
Por primera vez notaba el nudo interno que me apretaba desde el día anterior aflojarse. Sabía que estaba ahí, aletargado, y que se haría más grande si lo aprisionaba, de manera que había decidido soltarlo.
-Es la primera vez que me enamoro seriamente de alguien, y confío en ti más de lo que podrías imaginar, por eso no quiero que llegue un momento en el que te canses, por el motivo que sea, y me dejes, porque no lo aguantaría. Tengo que estar preparado si eso ocurre, oírlo de tus labios. Si es así, por favor, no dudes en decírmelo. Preferiría no haberte conocido a entregarme y ver después que no funciona.
Samuel se quedó estático, sin parpadear siquiera, fijos sus ojos en los míos; serio, aunque tranquilo y sincero, respondió:
-Te lo juré antes y lo volveré a hacer cuanto sea necesario. Me he enamorado de ti y nada ni nadie podrá separarnos, no lo voy a permitir. Ésta es mi decisión, así que tendrás que aguantarme toda tu vida porque no pienso romperla. Soy tuyo para siempre, Alex, ya lo sabes.
Y volvió a besarme.
Podría describir muchas cosas. El filo de sus labios cortando mi respiración, un bálsamo para mi boca. El ardor de sus manos presionando en mis caderas, impulsando la sangre a lo largo de todas mis venas, hasta la más pequeña y recóndita de ellas. Podía contar los latidos de su corazón, acelerando a medida que pasaba el tiempo y los besos no eran suficientes. Las chispas que parecían saltar entre nuestros cuerpos con cada roce de la piel provocaban espasmos, y mi mente flotaba lejos. Ya no formaba parte de mí. Había sido atraída por la gravedad de un cuerpo celeste de mayor envergadura: dos órbitas verdes en la constelación de Samuel.
Pasados unos minutos, fue él quien decidió dar el siguiente paso. Lentamente me despojó de la camiseta y los pantalones, quedando ambos desnudos, provocando el deliberado contacto de nuestros miembros, preparados para un segundo asalto. De nuevo sentía el calor de su aliento sobre mi pecho, erizando cada una de mis neuronas.
Despacio, llevó sus labios hasta la punta de mi polla, descapullándola con la lengua para revelar el rojizo glande que guardaba, donde las primeras gotas de precum asomaban. Con ansia, abrió la boca y se introdujo mi mástil hasta el fondo, de una vez, logrando que el fino vello de mi pubis rozara delicadamente su rostro.
No puede aguantar los gemidos que pugnaban por salir. Me dio la sensación de que lo hacía mucho mejor, para ser la segunda vez. Realmente era perfecto, sentir su saliva cubriendo cada centímetro de mi rabo, mientras que con sus dientes daba suaves mordidas, aumentando aún más el gozo que me estaba dando. Sublime.
-Oh… Mmmm, madre mía, me estás haciendo disfrutar como un puto crío, Samuel. Qué bien lo haces, sigue así por favor. No tardaré mucho en correrme si continuas.
Pero, a pesar de estremecerme con cada ir y venir de su lengua, pensé que mi amor también necesitaba un poco de diversión por mi parte. De esta forma, sin que Samuel tuviera que dejar de comérmela, giré sobre mí mismo hasta tener frente a mí su pene, semierecto y delicioso a la vista. Anhelaba tenerlo al fondo de la garganta. Lo agarré con la mano y, como si de un helado se tratara, empecé a chuparlo.
Rápidamente comenzó a crecer, pasando a erguirse en plena forma, con la piel tersa, dura y rosada. No podía resistirme ante aquella descomunal arma que antes me había penetrado, la deseaba con todas mis fuerzas. Empecé con el típico sube y baja, para después alternar los besos, los lametones a lo largo del tronco, incluso pequeños mordiscos que a él parecían volverle loco.
Poco duró el 69, pues tanto Samuel como yo estábamos a tope, no había tregua posible ni manera de vencer el influjo de los gemidos, el placer y la carne.
-Alex, me voy a correr ya- exclamó un agonizante Samuel, cubierto por el sudor y con el cabello totalmente húmedo. Tenía los ojos cerrados y respiraba con dificultad, arqueando la espalda ante el deleite que le poseía.
-Yo tampoco tardaré mucho. Suéltalo cuando quieras, voy a tragármela toda. Quiero probar tu leche.
Bastaron un par de chupetones más para que descargara todo su líquido en mi paladar. Recibí una potente descarga inicial, seguida de unas cuatro o cinco más de menor potencia, pero que llenaban por completo mi boca, provocando que parte de aquel preciado néctar blanquecino se me derramara y goteara hasta varar en mis abdominales. Saborear tremendo alimento, dulce y chispeante, para nada amargo, fue suficiente para que yo también me corriera. Solté un gran grito, contraje cada uno de mis músculos y dejé fluir un intenso lote de semen hasta sus entrañas, algo que no parecía disgustarle, a juzgar por cómo se relamía.
Me embargaba una absoluta sensación de serenidad. Sentía que cualquier desgracia no podría eclipsar ese momento, por grave que fuera. Nada podía compararse al éxtasis que me producía mi nueva droga, una que nunca necesitaría rehabilitación, pero de la que siempre sería adicto.
Y fruto de esa necesidad imperiosa que tenía de su cuerpo, comencé a comerle una vez más la boca, con ansia; era vital sentirle unido a mí, no concebía la idea de que pudiera marcharse de mi casa, incluso un minuto sin oírle hablar, sin ver la deslumbrante sonrisa que siempre lucía, sin ser objeto del ardor de sus ojos verdes, sería suficiente para volverme loco. Hasta yo mismo estaba asustado de las consecuencias que podría tener aquello tan fuerte que sentía.
Samuel tampoco parecía contenerse, estaba dándolo todo con ese beso. Mordía con una locura rallante en lo enfermizo, presa del descontrol. Su respiración se volvió agitada, el aire que despedía desde el interior de sus pulmones chocaba con violencia sobre mi rostro.
-No me voy a separar nunca de ti, ¿entendido? Te voy a querer para siempre, tenlo por seguro… Pero ahora me tengo que marchar, Alex. Créeme cuando te digo que no quiero hacerlo, pero mis padres van a volver ya, y quedamos en que hoy estaría con ellos para contarles cómo fue la fiesta y tal.
Me iba a costar dejarle marchar, pero sabía que no tenía opción. Pese a ello, no pude evitar preguntarle:
-¿Cuándo vamos a volver a vernos?
-En cuanto sea posible- me contestó- Esta misma tarde, si no tienes otra cosa que hacer. Podemos ver una peli en mi casa- sonrió inocente. Mientras comentábamos todo aquello, se vestía velozmente, recogiendo de aquí y de allá la ropa que habíamos desperdigado por la mañana.
-Claro, claro. ¿A qué hora quedamos y dónde?- le pregunté yo. Una cita en su casa suponía dos triunfos: estar otra vez a solas y ver dónde vivía.
-Paso a recogerte a las siete, te espero donde anoche.
Ya totalmente vestido, con la ropa algo arrugada pero indudablemente atractivo, me tendió la camiseta y el pantalón que me había puesto antes. Me la puse rápido y bajamos las escaleras hasta la entrada. Abrí con llave y le acompañé hasta la puerta principal.
Samuel se giró, me besó por enésima vez y con un simple “hasta luego” desapareció de mi vista.
De inmediato noté su ausencia, un vacío oscuro y frío dentro de mi pecho, en el estómago. “Estoy totalmente loco”, me dije, e intentando ignorarlo, volví a entrar.
Sonaba mi móvil, el volumen estaba lo suficientemente alto como para escucharlo desde abajo. Subí corriendo y entré en mi habitación con las últimas notas de mi canción favorita. Cogí el teléfono y comprobé la lista de llamadas.
“14:17- Marta” decía en la pantalla. Había olvidado por completo que me dijo que llamaría cuando estuviera menos ocupado. Parecía haber cronometrado el tiempo con exactitud.
Decidí llamarla yo, pues no tenía nada mejor que hacer en ese momento. Ya comería algo después.
Uno, dos y tres pitidos dio el móvil hasta que por fin descolgaron al otro lado de la línea.
-Hola Marta, soy yo, Alex. ¿Qué me querías?
Marta contestó:
-Nada, quería hablar contigo de lo que pasó anoche-Su voz se mostraba curiosa y con un cierto matiz que me hacía suponer que ya sabía la respuesta- Al parecer triunfaste. ¡Cuéntamelo todo YA!
-Mira que eres cotilla. Además, ya sabes lo que ocurrió, o por lo menos lo intuyes. Nos liamos en el baño, pero ten en cuenta que estábamos muy borrachos.
-Sí, sí. Pero esta mañana os habéis marchado juntos, y no sé yo, pero me da que habéis hecho algo más que liaros.
Era Marta, no se la podía ocultar nada. Simplemente nos conocíamos tan bien que adivinábamos las cosas sin tener que hablar. No podía mentirla. Durante una media hora revelé, punto por punto, todo lo que había sucedido desde la noche anterior. Pocas veces detuvo mi monólogo para preguntar detalles. Dejaba hablar a los demás y se limitaba a escuchar, quizás por ello daba tan buenos consejos a la gente.
Una vez hube terminado, sin dar tiempo a que siguiera con sus preguntas, la dije:
-Yo ya te lo he contado todo, ahora es tu turno, amiga. Seguro que tú también tienes algo interesante que decir.
-Pues sí- admitió ella- Pero no tiene nada que ver conmigo. Es sobre Miguel. Bebió tanto que acabó por decirme demasiado, mientras estábamos en su habitación.
Me llevé la sorpresa de mi vida.
-No me digas que te liaste con él, si tú nunca me has contado que te gustara.
Marta era una chica muy recatada. No como muchas tías que van enseñando y sólo buscan tirarse al tío más cachas de la discoteca, para luego olvidarlo y añadir un nombre más a la lista. Aunque Miguel fuera amigo nuestro desde hacía años, no había notado nada que me hiciera imaginar que se sentía atraída por él.
-No, no, para nada. Es que le vi tan mal que tuve que llevármelo para que se tumbara y descansara. Cuando se le pasó y estaba algo mejor, fue cuando me lo soltó todo.
-Pero ¿el qué?- Me estaba impacientando. Conocía muy bien a mi amigo, sabía que si estaba así era por algo importante, no por cualquier tontería. Normalmente era buenísima persona, ya dije que un poquito presumido en ocasiones, pero nada grave. Pocas, casi ninguna vez, le había visto tan cabreado.
-Es mejor que te lo diga a ti en persona. Deberías darle un toque y hablarlo todo tranquilamente.
-Marta, joder, solo dime que es- No tenía ni puta idea de qué tenía que ver yo con todo esto.
-Es complicado… Verás Alex, Miguel dice que… está enamorado de ti.