Alex y Samuel (3)

..."Podría jurar que no hay nadie sobre la Tierra que se haya enamorado como nosotros, tan solo valiéndose de una mirada, y que compruebe que ese amor es sincero"...

El crujir metálico del manillar no consiguió desvelarme; dos fuertes golpes y un constante “Alex, despiértate” fueron los responsables de que el bonito sueño protagonizado por el cuerpo desnudo de Samuel,  arropado por mi cuerpo, fuera sustituido por un agudo dolor de cabeza y la visión difusa de unas grandes manos. Cuando conseguí centrarme un poco, descubrí que se trataba de Miguel.

Alzando la cabeza a duras penas, observé la escena que me rodeaba. Miguel, con el rostro surcado por profundas ojeras, se situaba delante del lavabo, de pie y con los brazos cruzados, y realmente se le veía enojado, supuse que debido al desastre de la fiesta que le tocaría recoger después. No se había cambiado de ropa. Bajé la vista y me encontré a Samuel, totalmente dormido y tirado de cualquier manera en el suelo, con su mano todavía rodeando la mía. “Mierda, a ver como explico yo esto” alcancé a pensar.

-Anda, intenta levantarle, y cuando estéis listos bajáis a desayunar. Ya lo tengo todo preparado. Marta también está conmigo.

Dándose la vuelta, salió del lavabo y bajó las escaleras.

Frotándome los ojos con vigor, para despejarme un poco, comencé a llamar a Samuel y a agitarle para que despertara de una vez. Poco recordaba de la pasada noche, pues había hecho hueco para dar cabida a todo lo que había sucedido entre Samu y yo; en un notable esfuerzo por tener plena consciencia de cada segundo besándole, acariciando su rostro, había decidido olvidar el resto. Tras varios minutos susurrándole al oído, se estremeció. Desperezándose, abrió los ojos y, cómo no, sonrió.

-Buenos días, Alex- fue lo único que dijo. Bastaron tres simples palabras para sentirme acelerado. Sólo eso y ya estaba subiéndome la temperatura, notaba en las mejillas y la garganta que el calor había empezado a fluir de nuevo. Lentamente fue acariciándome, primero los brazos, después el rostro y el pecho, mi camiseta impidiendo el contacto de nuestra piel. Lo sentí  frío, supongo que debido al tiempo que había estado sobre las duras losas azules. Se inclinó y rozó mis labios con un beso dulce, al que respondí de manera bastante apasionada, aprisionándole entre mis brazos y volviendo a sentir la chispa que recorría mis vértebras cada vez que me encontraba en su compañía.

-Miguel nos ha preparado el desayuno, creo que deberíamos bajar ya- murmuré, sorprendido de haber sido capaz de parar por mí mismo. Empezaba a controlarme cuando estaba en su compañía. O eso creía yo.

Terminado el beso, ambos nos levantamos del suelo y creímos conveniente adecentarnos un poco antes de ir a la cocina. Jugueteamos un rato con el agua, salpicándonos mutuamente mientras caían un par de besos. Ya medianamente presentables, descendimos las escaleras y nos dirigimos a desayunar, guiados por el inconfundible aroma de tostadas recién hechas y café caliente.

Allí encontramos a Miguel, colocándolo todo sobre la mesa, y a Marta, sentada y removiendo su taza a ritmo constante. Ambos nos miraron cuando cruzamos la puerta, Migue algo colérico y Marta radiante de felicidad. Caras totalmente opuestas. Nos sentamos juntos y no pude por menos que agradecerle a nuestro anfitrión lo que había hecho:

-En serio Migue, muchas gracias por todo: la fiesta de anoche, el desayuno… no tenías por qué pero te has molestado. Luego te ayudo a recoger. Espero no haber sido una molestia para ti.

-No, para nada… Y, al fin y al cabo, lo pasaste bien con tu “amigo”. Veo que congeniasteis perfectamente. Ni que os conocierais de toda la vida, vamos.

No sabía por qué Miguel decía todo esto con un tono de voz que mezclaba ira, ofensa y desprecio, por ello decidí callarme.

Samuel también pronunció unas pocas palabras de agradecimiento, asegurando que podía contar con él como un amigo más. Eso pareció enfurecer a mi amigo un tanto, así que intenté suavizar el ambiente hablando con Marta.

-Bueno Marta, cuéntanos tú que hiciste anoche. Pude ver cómo te miraban algunos tíos, algo interesante debió de pasar ¿no? Vamos, no te hagas la remolona, suéltalo.

A decir verdad, trataba de desviar la atención hacia otro tema que no fuera lo que había pasado en el baño entre Samuel y yo. No lo conseguí.

Siempre nos lo contábamos todo, en los buenos y en los peores momentos, pero en esa ocasión Marta no soltó prenda. No me importó demasiado, ambos sabíamos que no se iba a librar de mí tan fácilmente.

En incómodo silencio terminamos el desayuno, todos con el cansancio a cuestas. Cercanas las diez, Miguel se levantó y salió hacia el jardín, en el que por primera vez me fijé. Las mesas estaban completamente volcadas, los manteles esparcidos por el suelo; algunas guirnaldas se habían caído e incluso alcancé a ver una parcialmente quemada, todavía acechada por las llamas. Un altavoz se había desprendido de su soporte y reposaba en el suelo, aplastando las hojas de un ficus. Parecía que un vendaval lo había destrozado todo a su paso.

-Miguel, ¿qué te pasa hoy? Estás cabreado por cómo lo han dejado todo, ¿no? Tú tranquilo, ya te hemos dicho que te ayudaríamos a recoger todo esto… incluso si necesitas que paguemos algo, conmigo puedes contar, no me importa.

De repente, Miguel descargó un puñetazo sobre las mesas que estábamos retirando del suelo y llevando a guardar.

-¡Joder, que no es eso, para nada!… no tienes ni puta idea Alex, pensaba que esta fiesta iba a ser la hostia, ¡y mira cómo ha acabado todo!- Parecía realmente disgustado, pero echando un vistazo alrededor podía deducir que no había nada por lo que sus padres pudieran regañarle. Nada de valor había sido dañado, no había cristales rotos, incluso podíamos salvar gran parte de la vajilla y los vasos. No lo entendía, así que me limité a colocar todo en silencio. Mientras, Samuel y Marta estaban limpiando el interior de la casa.

Una hora más tarde todo estaba como nuevo. Ni rastro de que una fiesta se hubiera celebrado allí. Recogimos las chaquetas y después de despedirnos, Marta, Samuel y yo salimos de la casa de Miguel, sin que éste se dignara a despedirse. Marta nos dijo que también le había preguntado, pero que había desviado la mirada y rechazado contestar. Subió a su coche, me comentó que más tarde llamaría (“cuando estés menos ocupado” dijo) y salió hacia su casa.

Ahora estábamos solos, únicamente Samuel y yo. Cruzamos las miradas y nos dirigimos a su coche, tan deslumbrante como la noche anterior. Sin rodeos, le pedí que viniera a mi casa, algo a lo que por supuesto no puso inconvenientes. Teníamos mucho de qué hablar.

•••

Aparcamos en el garaje. La casa estaba nuevamente vacía, pero para mí era mucho mejor, sin presentaciones ni explicaciones que dar a mis siempre preocupados padres. Saqué las llaves y abrí la puerta que comunicaba con el salón. Samuel caminaba detrás de mí.

–Bonita casa, me gusta el color de la pintura, es bastante alegre- comentó mientras pasábamos entré el sofá y la televisión, llegando al pasillo.

Subimos las escaleras hasta la buhardilla, zona en la que se encontraba mi cuarto, pues yo mismo había rogado y suplicado por quedarme allí hasta lograrlo. A pesar de que empecé a rozar el techo con 10 años, no había querido cambiarme de habitación, y allí seguía instalado, ahora invitando a Samuel a agachar la cabeza para entrar en mi madriguera.

-Perdona el desorden, ayer no sabía que ponerme y lo dejé todo manga por hombro, no me dio tiempo a ordenar nada, pero en un segundo está listo- intenté disculparme. Varias prendas diseminadas por la cama, el suelo y la mesa parecían formar un sendero que llegaba hasta el armario, abierto de par en par. Sin prestar atención a lo que hacía, obnubilado al ver cómo Samuel me observaba divertido, traspasándome con sus ojos verdes, fui dejando cada cosa en su sitio. Dos minutos bastaron para dejar medianamente presentable el cuarto. Puse la última camiseta en la percha, cerré el armario y me senté a su lado.

Tan pronto como estuve cerca de sus brazos, me agarró, violento de repente, y de un empujón me tumbó sobre la cama, arropado por su cuerpo y sus manos, que emprendieron un viaje a lo largo de mi espalda y cuello, mientras que me besaba tan dulcemente como en la noche anterior. Sus cabellos rozaban mi frente, haciéndome cosquillas, al tiempo que con sus caderas realizaba un delicado vaivén dirigido a mi entrepierna, excitándome de tal manera que ni en sueños podría alcanzar tal placer.

Unos segundos deslizaba sus dedos por mi mandíbula, para instantes después ser sus labios quienes recorrían lentamente mi cuello; llegaba a besar mis clavículas y volvía a empezar posando sus labios sobre los míos, violenta, dura y luego pausadamente.

-¿Te he dicho alguna vez que te quiero, Alex?- preguntó inocentemente, dejando de lado su quehacer para taladrarme con su brillante mirada- te lo diría durante todo el día si hiciera falta y no me cansaría, porque es la verdad. Te necesito conmigo desde el primer momento en que te vi, cuando fui a buscarte y te quedaste ahí, parado y mirándome todo tieso… tan tieso como tienes ahora otro sitio de tu cuerpo-bromeó, deslizando su mano por mi paquete y poniéndome a mil- quiero que seas MÍO, para siempre.

Me tocaba con delicadeza y deliberado cuidado, como si tuviera miedo de romperme en mil pedazos. Lentamente me quitó la camisa, desabrochando uno a uno los botones hasta dejar al descubierto mi pecho. La echó a un lado de la cama y fue bajando, poco a poco, primero besando mi garganta, después lamiendo con cuidado mis pezones, erectos y delicados ante el efecto mágico de su saliva, extendida ya por la mitad de mi cuerpo.

Llegando al ombligo, se deslizó sobre la cama para adoptar una postura más cómoda, desde donde tenía una excelente panorámica de mis abdominales y el escaso vello que, formando una delgada línea, desembocaba en el extremo de mis calzoncillos de marca, que sobresalían del pantalón.

Samuel me estaba matando, llevándome al extremo del placer, de cualquier sensación humanamente imaginable, valiéndose tan solo de sus manos y su boca. Poco podía hacer para controlar los gemidos, cuya frecuencia e intensidad crecían a la vez que mi miembro, de tal manera que su presencia difícilmente podía ser pasada por alto.

-Ahh, ahh… Samuel no pares, quiero que llegues hasta el final – alcancé a rogar, luchando por controlar los espasmos que gradualmente recorrían mi columna y me hacían estremecer- desnúdame, por favor…

-Claro que sí, mi amor, haré todo lo que tú me pidas- murmuró, visiblemente caliente, intercalando palabras y sensuales dibujos realizados con la lengua. Empezó a desabrochar los botones del pantalón hasta que llegó al último, entonces clavó sus rodillas en el suelo y, tirando, logró dejarme prácticamente desnudo, sujeto a los deseos de mi dios particular, plenamente entregado a Él.

-Te tengo tal y como quería… Solito para mí, para hacerte muchas cosas malas.

Era totalmente imposible resistírsele, intentar escapar a su mirada, aunque para aquel entonces haría cualquier cosa excepto esa. Sólo podía dejarme arrastrar por el torrente de luz verde y ahogarme en él.

-Ahora- dijo Samuel-quítamelo todo, desde este momento eres mi dueño, haz conmigo lo que quieras.

Intercambiamos las posiciones: era yo ahora el que se apoyaba en sus firmes caderas, y Samuel quien se dejaba guiar por los jardines de la lujuria. Di rienda suelta al desenfreno mientras mordía el borde de sus orejas y su cuello, algo que me embriagaba; mientras le besaba sin poder ni querer parar, a la vez que dejaba escapar largos gemidos de placer.

Quería que ese día durara para siempre, que no acabara lo mejor que me había sucedido en la vida. Habría firmado sin dudar si me hubieran propuesto una eternidad haciendo el amor con Samuel, practicando un infinito bucle de pasión, amor y éxtasis en ese pequeño rincón de la ciudad universitaria.

Al igual que momentos antes Samuel hacía conmigo, fui subiendo el jersey pausadamente hasta desvelar su delgado torso, surcado por las finas líneas que delimitaban músculo a músculo el abdomen y los prietos pectorales. Tenía los pezones ostentosamente enhiestos, creciendo con cada inspiración.

Sin más dilación ataqué las deportivas, las cuales arranqué vertiginosamente, y por fin alcancé los vaqueros ajustados, aquellos que protegían en su interior el premio gordo. Apremiado por las ganas de contemplar el falo que tanto codiciaba, tiré de ellos hasta lograr arrancárselos. Únicamente cubrían el promontorio que se estaba armando entre sus piernas unos bóxer rojos.

Volví a besarle con ganas y le dije:

-Yo también te quiero, mi vida, nunca voy dejar de hacerlo porque no puedo- añadí penosamente, tras lo cual mis manos resbalaron hasta la goma elástica del calzoncillo. Mi corazón latía ruidosamente, tanto que estaba convencido de que Samuel podría escucharlo sin esfuerzo; inhalé por última vez aire y, plenamente decidido, se los bajé.

Las palabras no alcanzan para describir honradamente lo que mis pupilas contemplaron en ese momento;  dos cuerpos enfrascados en ese pequeño recipiente de magia que era mi dormitorio.

Primero me fijé en los testículos, bellamente adornados con una delicada mata de vello disperso, parcialmente rizado, corto y castaño. Yacían sobre el algodón azul de las sábanas, hinchados, casi enrojecidos. Luego posé mis ojos sobre el tronco, tocándolo al mismo tiempo con las manos: suave, rosado, seguramente rozaba los 18 centímetros; coronando la cima un amoratado glande desprendía las primeras gotas de líquido preseminal, invitando a devorarlo por completo.

Alcé la vista y choqué con la dulce mirada aguamarina de mi amor, tranquila y apremiante al mismo tiempo, incitándome a tragar de una vez. Abrí la boca y saboreé la piel salada y jugosa de su polla, extendiendo mi saliva por todo el tallo. Semejante arma me impedía alcanzar su pubis cuando luchaba por comérmela entera, obviando descanso alguno para tomar aire y no ahogarme. Tal era mi estado de calentura que no me importaba dejar de respirar, si con ello conseguía que Samuel rozara el mismísimo cielo.

-… Aaah, mmmm, sí… qué bien lo haces.

Samuel gemía como un auténtico loco, parecía resultarle complicado moderar el volumen de sus gritos, aunque hacían las delicias de mis oídos, sabiendo que yo era el causante. La felación prosiguió unos cuantos minutos. A veces pasaba mi lengua por sus testículos, provocándole sacudidas de placer, otras era él quien, agarrándome de la nuca, conducía la mamada, variando la velocidad.

-Para, para Alex, vas a conseguir que me corra ya, y no quiero terminar todavía.

Abrí la boca y dejé escapar su rabo, tan cubierto de saliva que salpicaba pequeñas gotas en el suelo de la estancia. Sabía lo que venía ahora, lo deseaba por encima de todo: ofrecerle en bandeja mi culo, para que hiciera con él todo lo que se le pasara por la cabeza. Cierto es que iba a resultar  algo difícil: la primera vez siempre lo es, aunque no quería pensar en ello. El dolor no podría superar lo feliz que Samuel me iba a hacer sentir.

Me coloqué a cuatro patas, dándole la espalda, mientras que él se posicionaba de rodillas sobre el colchón, acariciando mis muslos contraídos por el leve temor y la expectación. Dudaba, ¿quería que ese  instante pasara fugaz, o quizás anhelaba hacerlo imperecedero?

-Tranquilo, no temas, voy a tratarte bien. No quiero hacerte daño, para nada.

Se inclinó para darme un beso.

Fue cuidadoso, paciente, comprensivo y cariñoso. Primero introdujo levemente su lengua, explorando voluptuosamente cada rincón, lamiendo y saboreando, ahora ansiosamente, después algo más calmado. Luego trató de meter uno, dos y hasta tres dedos, en un masaje que logró dejar en blanco mi mente hasta no ser capaz de pensar en nada más que en SAMUEL, en el roce de sus uñas dentro de mí o en el calor que desprendía su aliento sobre mi espalda.

Ya totalmente dilatado era hora de completar el ritual, de tal forma que contrajo las caderas y, ¡OH, DIOS MÍO!... éramos uno solo. Estaba en mi interior, conectando su cuerpo al mío como nada en el mundo podría hacerlo.

Incrementaba el ritmo con el paso del tiempo, imperceptible para mí al tener todos los sentidos centrados en mi divino compañero. En su majestuosa figura veía a Apolo, el más bello de todo el Olimpo, sometiendo al imberbe y amado Jacinto.

No sé cuánto estuvimos varados en el Paraíso, únicamente recuerdo las chispas que recorrían todo mi cuerpo, una descarga con cada envite de Samuel, y el placer, un aterciopelado y tremendamente confortable placer, nacido en algún sitio dentro de mí. Comparándolo con el Sol, si hasta entonces solo había experimentado la leve fricción de sus más externos rayos, ahora me bañaba en el núcleo, abrasado por completo. Y no quería salir de allí.

-¡Ufff, ya no aguanto más, voy a correrme Alex!- exclamó. Sus manos, ancladas desde hacía tiempo en mis caderas, estaban sudorosas, y al girar la cabeza comprobé que una fina película de sudor le empapaba por completo, provocando que algunos cabellos se le pegaran a la frente.

Aumentando el ritmo de las embestidas y los gemidos, tardó unos segundos en llenarme todo el culo con su exquisito néctar. Sentía los trallazos de semen impactar, primero con fuerza y progresivamente perdiendo potencia. Al experimentar su calidez, noté que yo tampoco podía contenerme más, y sin haber tocado mi polla, dura todavía, descargué sobre las sábanas de la cama como nunca antes lo había hecho. Era casi imposible, pero acabábamos de hacerlo y ya echaba de menos estar atado a su cuerpo, sentirle moverse dentro de mí. Suspiré, tomé aire y le dije:

-Te quiero. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida. Mira como estaré pillado de ti, que todavía me apetece más- reí, sintiendo el rubor en mis mejillas.

-Tranquilo, tenemos mucho tiempo para repetir… Todo el que me dejes estar contigo, claro- dijo muy serio, dándome un golpecito la nariz con el índice. Aunque fuera claramente una broma, sentí la necesidad de decirle:

-Pues para siempre, tonto, a no ser que tú conozcas a alguien mejor, alguien que te merezca más que yo, aunque no pueda superar lo mucho que te quiero.

Tumbados como estábamos, su pecho contra mi espalda, rodeándome con su brazo por la cintura, me miró fija y seriamente. Otra vez abrazado por el verdor de sus ojos.

-¿Crees de verdad que puede existir alguien a quien yo pueda amar aún más? Eso es imposible.

Hizo una pausa y prosiguió:

-Podría jurar que no hay nadie sobre la Tierra que se haya enamorado como nosotros, tan solo valiéndose de una  mirada, y que compruebe que ese amor es sincero. Y desde luego el nuestro tiene que serlo, porque te conozco desde ayer, y siento como si formaras parte de mi vida desde siempre, como si en el fondo supiera que iba a encontrarte. Yo no creo en las casualidades, y veo en tus ojos que te ocurre lo mismo, por ello estoy convencido de que venir a Salamanca era irremediable: debía conocer a la razón de mi existencia, la persona que me ha robado el corazón. A quien le pertenece, de hecho.

Volvió a besarme por enésima vez aquella mañana de Octubre. Viendo a través de la ventana volar las marchitas hojas sobre el césped húmedo, ajenos al frío exterior, no oímos el chasquido de las llaves abriendo la puerta principal.

En el próximo relato, veremos qué pasó cuando Samuel y yo estábamos en mi casa. Una llamada de Marta, más sexo y alguna que otra sorpresa marcarán la historia. Espero vuestras valoraciones, pues me ayudan a dar forma y mejorar el formato y la narración. Un saludo.