Alex y Samuel (2)

Después de verse por primera vez, Samuel y yo vamos a tomar algo para conocernos mejor.

Corriendo bajo los techados de los edificios del casco antiguo de Salamanca, intentando refugiarnos de los goterones que luchaban por alcanzarnos, Samuel y yo buscábamos una cafetería donde poder charlar un rato y conocernos mejor. Por mi parte, también intentaba averiguar si podría tener una oportunidad  con el chico de los ojos verdes, aunque las posibilidades las veía bastante remotas, a decir verdad. No había tenido mucha suerte en esto del amor, y ¿para qué negarlo?, esta vez no tenía por qué ser diferente a las otras.

Salpicábamos en todas direcciones por culpa de los charcos que cubrían las aceras, cuando llegamos al bar donde siempre iba con mis amigos a por unas cervezas, y decidí no seguir buscando más, dado el temporal que descargaba sobre la ciudad. No era el lugar idóneo para conversar, puesto que siempre había jaleo (era un sitio bastante popular para quedar) pero no había nada mejor.

Medio empujando, nos abrimos camino hasta el fondo del sitio. Parecía que la lluvia había incrementado aún más la clientela porque no encontramos ninguna mesa libre, y decidimos subir al segundo piso, donde el ambiente pareció calmarse un tanto. Dos o tres mesas estaban desocupadas, por ello nos sentamos en la más alejada de las escaleras, donde teníamos vistas de la calle –aunque el cristal estaba empañado y no permitía observar mucho- y disfrutábamos de cierta intimidad. Tras unos momentos de silencio, decidí romper el hielo:

-Bueno, ¿quieres pedir alguna cosa?- Sí, eso fue todo lo que supe decir. Increíble. Aunque tampoco era un mal comienzo, si lo pienso bien.

-Sí, voy a bajar a por un par de cafés, te pido a ti también uno ¿vale?- preguntó medio sonriendo. Con esos ojazos y esa sonrisa, no podría decirle “no” a nada que Samuel me pidiera. “Estoy apañado”, pensé. Asentí con la cabeza y vi cómo, levantándose de la silla, caminaba con ese aire desgarbado pero decidido, que parecía ser característico suyo. No pude evitar desviar mi atención hasta su culo, marcado por unos vaqueros negros algo ajustaditos, que hizo que mi polla despertara de su letargo y se desperezara. Descendió por las escaleras y le perdí de vista.

Inconscientemente, aproveché para colocarme el flequillo (una manía que desde que llevo este peinado me sale automáticamente, y que no puedo remediar) hasta que, mirándome en la pantalla del móvil, decidí que así quedaba bien. Mi sudadera roja estaba empapada, al igual que la bufanda, los vaqueros y las Gant blancas. Intenté pensar cómo empezar la conversación, qué temas tratar, y de qué manera desviarla hacia donde yo quería. Decidí que lo mejor era dejar fluir las palabras, teniendo cuidado de no ceder ante su mirada y comportarme estúpidamente, y sacar el asunto si las circunstancias lo permitían, Al fin y al cabo, iba a ser mi compañero de clase y tendría muchas oportunidades más adelante, no había por qué tener prisa.

En esas estaba cuando vi a Samuel subir de nuevo, llevando en peligroso equilibrio dos tazas en la mano. Me levanté para ayudarle con el café y nos sentamos. Él suspiró y dijo:

-Bueno, ya estoy de vuelta, vamos a empezar el interrogatorio- bromeó.

-Emm, bueno… no sé, me has dicho cómo te llamas y eso, pero no sé más sobre ti. Cuéntame dónde vivías antes, cómo es tu familia, qué hacías… lo típico, vamos- Supuse que era un buen principio, preguntarle cómo era su vida antes de llegar aquí.

-Pues nada, vivía en Barcelona, con mis padres y mi hermana mayor, Sonia, que tiene 25 años y está trabajando en el extranjero. Siempre me ha gustado la medicina, supongo que me viene por parte de padre, puesto que es cirujano del Vall d’Hebron. Mi madre era abogada en un bufete de la ciudad, y la verdad es que no pasaba mucho por casa, tenía bastante trabajo…-Fue la primera vez que su sempiterna sonrisa se desdibujaba en su rostro. Sus ojos parecían más brillantes que nunca, siendo difícil establecer en qué momento estaba más guapo. Pero la tristeza desapareció rápidamente y retomó la conversación- Hace un mes, mi padre pidió un traslado, no se encontraba cómodo allí, a pesar de que era un buen hospital. Mi madre también lo solicitó y como el bufete tiene oficinas por todo el país, no tuvo problemas. Vendieron la casa y yo abandoné la plaza que tenía en Barcelona y me vine aquí con ellos hace unas semanas…Tampoco está mal, al fin y al cabo- concluyó. No parecía muy convencido de esto último, y la verdad, yo le entendía. No es fácil acceder a las universidades catalanas si eres de otra comunidad –por eso de que tienes que aprender el idioma-, y escuchando a qué se dedicaban sus padres, supuse que la universidad donde había comenzado los estudios estaría muy cotizada. “Dejar tu ciudad, tus amigos y todas esas cosas es bastante duro”, pensé.

Y así estuvimos toda la tarde, comentando, bebiendo café tras café (esa noche no podría dormir, seguro) y, cuando llegó la hora de comer, tapa tras tapa. Riendo y conociéndonos el uno al otro. Me dijo que vivía en una casa a las afueras de la ciudad, que sus estudios iban bastante bien y que esperaba conocer a mucha gente y pasarlo estupendamente en la tan conocida fiesta salmantina (para quien no lo sepa, Salamanca es famosa por ser la ciudad universitaria por excelencia, aunque mucho más –al menos entre los estudiantes- por la juerga que hay siempre, en especial los jueves). Yo le conté todo acerca de mí: dónde vivía, dónde había estudiado, cuáles eran mis aficiones, qué deportes me gustaban, cómo era mi familia… Hicimos un repaso de todo lo que se nos ocurrió, pero la vergüenza que desgraciadamente me define impidió que llegáramos a dónde yo quería.

Poco a poco el cielo se fue despejando y los primeros destellos del sol empezaron a reflejarse contra la ventana del bar. Eran aproximadamente las cuatro de la tarde cuando el sonido de mi móvil me sacó del agradable momento que estaba teniendo con mi ahora amigo Samuel. Toqué la pantalla táctil y, pidiendo perdón a Samu por la interrupción, acerqué el teléfono al oído. Era Marta, una compañera de la facultad, con quien me sentaba en todas las clases y mi mejor amiga, la única de toda la pandilla que sabía que yo era gay:

  • Hey, Alex, soy Marta, ¿qué tal andas? He visto que salías hacia la catedral esta mañana, pero no me he acordado de decírtelo. Perdona, ¡se me pasó! ¿Te acuerdas de que hoy es el cumple de Migue, no? Sabiendo que eres un desastre con las fechas supuse que no te acordarías jajajaja- Había dado en el clavo, ni lo recordaba. Miguel es otro amigo que estudia Filosofía en la facultad, justo al lado de la de Medicina, y desde el primer momento me había caído de puta madre. Era un buen chaval, atento y divertido, y sí, también estaba increíblemente bueno, pero no era mi tipo. Marta siguió contándome- Pues nada, que esta noche celebra una fiesta en su casa y, por supuesto, estamos invitados. No hace falta preguntar si te apuntas, ya me sé la respuesta- Podía imaginármela al otro lado del móvil, siempre tan atenta con mis problemas de memoria, pensando por ella misma y por mí. Una gran chica. Rápidamente la contesté:

-Claro que si Marta, ¡cómo me conoces! Si hablas con él dile que me pasaré por allí sobre las diez, aunque de todas formas le tengo que llamar… Verás, hoy he conocido a un chico nuevo, Samuel se llama…- En ese momento, me pareció que Samuel prestaba más atención a la conversación, pues hasta el momento había estado toqueteando su móvil. Me miró directamente y, para evitar quedarme cortado, aparté la vista y proseguí:

-Creo que no le importará ir con nosotros, si le apetece, claro, y así va conociendo a más gente. Va a estudiar Medicina, por cierto, así que le verás mucho por la facultad. Luego os le presento, seguro que os cae genial. Pues nada, después nos vemos en casa de Miguel, le llamaré para ver qué opina. Un beso, y gracias por acordarte de todo por mí.

-De nada Alex, ya sabes que no me importa- terminó Marta- hasta esta noche entonces.

¡Clic, clic! Finalicé la llamada y me volví hacia Samuel. Sin darme tiempo a que le dijera algo, me sonrió y dijo:

-¿Seguro que voy a poder ir a la fiesta? Espero que no le importe a tu amigo…

-Para nada, es muy majo, ya verás, no va a poner nada en contra.  De fijo que todas las tías se derriten en cuanto te vean- solté sin poder contenerme, aunque una risita a tiempo lo solucionó todo- y si a mí me has caído bien, con lo cerrado que soy, no tendrás ningún problema. Por si acaso, voy a llamar a Migue, pero no va a negarse.

Hice una llamada rápida a su móvil y en menos de dos minutos todo estaba solucionado. Como esperaba, Miguel aceptó de buen grado, contento por conocer nueva gente y, según dijo textualmente, “montar la mejor fiesta que Salamanca nunca ha conocido, ni conocerá”. Me aseguró que todos íbamos a flipar.

-Pues ya ves, ha dicho que sin problemas, que espera que nos lo pasemos bien y que tú te integres jajaja- Realmente, yo estaba pensando que la fiesta iba a ser un momento perfecto para intentar algo con Samuel, y desde luego no iba a desaprovechar la oportunidad. El alcohol me ayudaría para vencer a la vergüenza, seguro.

Decidimos bajar y pagar la cuenta, algo abultada pues habíamos estado cuatro horas allí metidos. Nos pasamos los números de teléfono y las direcciones, y me prometió recogerme en su coche por la noche para ir a casa de Miguel, algo que acepté de buen grado, pues no tenía coche.

-Espero pasar una excelente noche, a ver como montáis aquí la diversión- rió Samuel- no quiero decepcionarme, después de todo lo que he oído sobre Salamanca. Nos vemos en el portal de tu casa, a las nueve y media. Ah, y ponte guapo, que esta noche te quiero para mí- aseguró guiñándome un ojo. Tuve que controlar la respiración porque el cabrón me estaba calentando, y el bulto que empezaba a formarse en los vaqueros no iba a ayudar a calmarme. Se alejó caminando con paso firme cuando se dio la vuelta y me saludó con un gesto de la mano, para después girar y perderse de vista.

-Vaya tela… la que me espera hoy- susurré- Más vale que me vaya preparando ya.

•••

21:15 de la tarde. Ya me había duchado, secado y peinado el pelo, afeitado, lavado los dientes 3 veces (nunca está de más) y vestido con unos vaqueros blancos y una camisa negra ajustada que me quedaba de vicio. Estaba poniéndome las Nike más guapas que tenía cuando recibí un mensaje en el móvil. Era de Samuel y decía: “Yo ya stoy listo, paso a recogert n 1 rato. Spero k te hayas arreglado como te pedí ;=)”. Otra vez me decía lo mismo. Bastaron esas pocas palabras para que mi polla se levantara de un salto, lista para la acción. Iba a necesitar un par de calmantes y quizás algún vasoconstrictor para impedir que tanta sangre entrara de golpe y me delatara ante todo el mundo, a juzgar por cómo me animaba cada vez que algo relacionado con Samuel entraba en contacto conmigo.

Fui al baño a por la mejor colonia que tenía en esos momentos (mi favorita, además) y por si acaso cogí un chicle del cajón donde los guardaba y empecé a masticar para calmarme. “No te puedes poner así por quedar con unos amigos, es un cumpleaños y ya está” intentaba convencerme en vano, consciente de que no lo iba a lograr. Cogí el paquete envuelto que contenía el regalo de Migue, comprado con  prisas hacía unas horas, la chaqueta gris y me dispuse a salir para esperar a Samu en la puerta del chalet. Cerré con llave, pues mis padres no estaban (regresarían en unas cuantas horas, tras la reunión familiar a la que me había negado a ir, y ya les había dejado una nota explicándoles que volvería por la mañana) y atravesando el jardín  a oscuras, tenuemente iluminado por las farolas que daban a la calle, esperé en la acera a que Samuel apareciera.

Cinco minutos después un cochazo plateado giró en mi dirección y, frenando progresivamente, se acercó hasta donde me encontraba. Era un Porsche Carrera, cuyas luces iluminaban el asfalto con mayor intensidad a medida que se aproximaba hacia mí.

-Joder- alcancé a decir, asombrado por el modelo que poco a poco iba alcanzándome-no puede ser, no puede ser él- musité. Pero el Porsche frenó a dos metros de donde me encontraba, y finalmente se detuvo, al tiempo que la ventanilla derecha descendía suavemente, dejando a la vista el cabello moreno y los ojos verdes de Samuel. Como siempre, lucía una agradable sonrisa, esta vez adornada con sutiles muestras de vanidad y presunción, lo que lo hacía aún más atractivo que nunca. Deseé darme la vuelta y entrar corriendo a por hielo, porque iba a necesitarlo esa noche. Pero aún era mayor la atracción  que el destello de sus ojos ejercía sobre mí, y no pude resistirme a sonreír. Abrí la puerta, con cuidado de no rayar nada. Me senté en los asientos de cuero color crema y exclamé:

-¡Joder Samuel, vaya cochazo que gastas, cabrón! Desde luego, no te quejarás por ello, ¿verdad?- añadí.

Él me miró de nuevo y contestó:

  • Has sido puntual, eso me gusta…en cuanto a lo de quejarme, es de las pocas cosas con las que realmente puedo presumir. Mi padre me lo regaló cuando cumplí los 20, en mayo. Algún día te llevo a dar una vuelta de verdad con él, y lo pruebas si quieres jajaja. De vez en cuando necesita un paseo a toda velocidad-apostilló. Se le veía muy orgulloso de poder conducir tan flamante automóvil.

-Pff si me lo dejas, te sirvo durante un año jajaja- solté yo, pensando que no estaría mal ser esclavo de ese dios de ojos verdes. Él, por su parte, rió la broma y contestó:

-Trato hecho- aceptó- ya encontraré algún trabajillo para ti- dijo dando una palmada en mi pierna- ¿Nos vamos ya?- preguntó.

-Claro, que si no vamos a llegar tarde- concluí. Le indiqué en el GPS que llevaba incorporado el Porsche nuestro destino, y partimos.

Samuel arrancó el coche y salimos hacia la carretera, directos a casa de Migue para celebrar sus 20 años. Rápidamente tomamos la salida hacia la urbanización de las afueras donde residía y, casi sin conversar, tocando temas sin importancia, ya estábamos a cinco minutos de su casa. Envueltos por el suave ronroneo del motor, me dijo que él también le había comprado un regalo y que esperaba que le gustase, a lo que le respondí que era muy amable y que no debería haberse molestado. Le pregunté qué era, pero contestó que no me lo iba a decir, que cuando Miguel lo abriera ya lo vería.

En ese momento me fijé en su ropa, inadvertida para mí hasta ese momento: chaqueta oscura, jersey de pico color tostado a juego con los zapatos, pantalones ajustados en un tono blanco y cinturón de hebilla. No pude evitar detenerme en el análisis de su paquete, que lucía abultado fruto de la presión que ejercían los pantalones. Hacía esfuerzos por apartar la mirada, en verdad, pero mi cuerpo no respondía, o quizás era que mi cerebro sabía que no quería dejar de contemplar semejante paisaje, toda una delicia para mis asombrados ojos castaños. Cuando Samuel notó cómo le miraba, soltó una carcajada y me dijo:

  • Qué, te molo, ¿a que sí? Cómo sabía que te iban los tíos- El tono divertido y bromista de su  voz reveló que no lo decía en serio, pero aun así me sentí incómodo por vez primera a su lado. ¿Tan obvio era que me gustaba? Había intentado ser discreto, aunque mi mente me había jugado malas pasadas, y, sinceramente, si yo no se lo hubiera dicho a Marta, ninguno de mis conocidos habría siquiera imaginado que era gay. ¿Por qué, entonces, un chico al que conocía desde hacía unas horas intuía la realidad? ¿Me había dejado llevar demasiado, o es que Samuel estaba más atento a mis gestos y expresiones que los demás? Este muchacho era todavía un completo desconocido, y sin embargo me sentía irremediablemente atraído y conectado hacia él, como la fuerza que me había impedido desviar la vista cuando nos vimos por primera vez, junto a la catedral. Debía moderar todos mis movimientos, miradas y señales, incluso las palabras tendría que medirlas antes… Pero una parte de mí luchaba por abalanzarse sobre Samuel y comerlo a besos, acariciar sus brazos  y su pelo, sentir el fulgor de su mirada más cerca, si era posible.

El frenazo sirvió eficazmente para terminar con mi ensimismamiento. Ya estábamos frente a la casa de Miguel. Samuel había aparcado justo al final de la calle sin salida donde se encontraba la mansión de mi compañero. Decir “casa” me parecía poco, pues ésta era sin duda alguna la más lujosa de todas las viviendas de Salamanca, algo de lo que frecuentemente se jactaba. Cuatro pisos, metros y metros de jardín, dos piscinas, zona chill out con tres camas balinesas de color marfil y sala de juegos con billar, bar y máquinas de salón recreativo, además de la pista de paddle, merecían tal término. Y cuando abandonamos el coche y traspasamos los muros de la propiedad, comprendí que mi amigo no había  exagerado para nada cuando decía que la fiesta iba a ser la mejor de todas.

Pequeñas luces de colores inundaban toda la zona, sostenidas en el aire por cientos de postes dispersos por el césped, entre las cuales se intercalaban guirnaldas en cuyo interior velas encendidas proporcionaban aún más luz. Por todo el lugar se extendían mesas repletas de canapés, bocadillos, marisco y dulces de todos los tipos y tamaños. Los cristales que daban al salón habían sido corridos, otorgando continuidad entre el interior de la casa y el exterior. Grandes altavoces habían sido colocados en las esquinas, el suelo o las palmeras del jardín para cubrirlo todo con los temas musicales de moda. Cerca de la piscina grande, Miguel había repartido algunas hamacas y sombrillas enormes, mientras que las camas balinesas estaban decoradas con pétalos y luces azuladas, algo más tenues. Incluso tenía instaladas dos barras de copas y una mesa desde la cual un dj pinchaba. No pude menos que exclamar “¡WOW!” y girarme para ver la cara de Samuel, también sorprendido. Cuando nos miramos y ambos sonreímos al mismo tiempo, supe que la noche prometía mucho, y pensé que debía aprovecharla al máximo.

-¡Vamos a buscar a Miguel para darle los regalos!- Me hice oír por encima de la música y la multitud, pues aquello estaba realmente abarrotado.

Lo encontramos dentro de la casa, recostado cómodamente en la cheslong de piel, como si de un antiguo romano se tratara, vestido con un polo caro y gafas de sol, vaqueros de marca y deportivas. Nos saludó con un movimiento de la cabeza y se levantó para decirnos algo. Por detrás pude ver a Marta, preciosa con un vestido rosa de tirantes y bastante escote. Desde luego la chica era estudiosa, pero cuando había que lucir, lucía… ¡Vaya si lucía! Por lo menos cuatro tíos, ninguno de los cuales conocía, la miraban fijamente, pero ella también me vio y, sonriente, se acercó.

-¡Felicidades campeón, ya son veinte! Dije a Migue. Cuando llegó Marta, la dije-buenas noches, guapísima- sonriendo y muy contento de estar ya allí. Acto seguido los presenté a Samuel.

-Pues este es Samuel, el chico nuevo del que os hablé. Viene de Barcelona y va a estudiar Medicina. Y, además, tiene un regalo para ti, Migue- añadí sacando el mío a la vez que Samuel extendía un paquetito negro. Miguel los cogió y, dando las gracias, se sentó para abrirlos. Expectantes, comenzó con el mío: el  último disco de su grupo favorito, en versión coleccionista. Miguel, abrazándome, me dio las gracias y continuó con el regalo de Samuel. Lo desenvolvió y abrió la caja, dejando ver un reloj que parecía bastante caro. Miguel se dirigió hacia él, le estrechó la mano y le dio las gracias, para después pedirle que se sintiera como en su casa y disfrutara de la fiesta. Marta también se acercó para darle un par de besos y poco a poco nos fuimos sumergiendo en el ambiente que nuestro amigo había creado para esa noche.

Las copas fueron aumentando según avanzaba la velada, para después dar paso a los chupitos y las apuestas para ver quién aguantaba más bebiendo sin parar, y los buenos modales fueron sustituidos por risas tontas, brindis sin sentido, abrazos, besos y desmadre en general. A medida que la luna avanzaba en su camino nocturno el cansancio iba haciendo mella en los asistentes, hasta que, a eso de las 3 de la mañana, los más cansados dieron por concluida la diversión. Una hora después, cuando la música había bajado de volumen y la mayoría estábamos sentados, agotados y algo mareados, solo quedábamos menos de la mitad, aunque seguíamos siendo muchos los que todavía resistíamos. En ese momento decidí que mi vejiga no podía aguantar más y me dirigí al aseo más próximo, que se encontraba al fondo de la primera planta, tras un tramo de escaleras de acero. Tambaleándome, subí deseando echar el alcohol fuera, y a punto de estallar bajé la cremallera y… me quedé como nuevo. Hasta el mareo parecía desaparecer. Abrí el grifo para lavarme las manos y arreglarme un poco el pelo (ya sabéis, mi manía del flequillo) cuando oí que la puerta se abría.

Era Samuel, que parecía haber sentido la llamada de la naturaleza también. Observando la cara que llevaba, deduje que no me había visto al entrar y que iba un poco mal. Se colocó en el inodoro y empezó a orinar. Yo me quedé completamente quieto, sin poder ignorar lo cerca que tenía su polla, más de lo que seguro iba a estar nunca, y luchando contra mí mismo por pasar completamente de la situación y comportarme como me había propuesto cuando estábamos de camino. Parece que venció la cordura, porque seguí inmóvil, incapaz de salir del baño pero lo bastante inteligente como para no intentar algo de lo que muy probablemente me arrepentiría después.

Samuel acabó con su tarea y se giró, viéndome allí por primera vez. Ambos permanecimos estáticos y mirándonos mutuamente, cuando él dio el primer paso hacia mí. Avanzó lenta pero firmemente en mi dirección, hasta que apenas nos separaron unos centímetros. Cara a cara, pude oler su aliento, teñido de alcohol pero igualmente dulce, llamativo y seductor. Podía escucharle respirar, lenta, pausadamente, haciendo que el jersey marcara los rítmicos movimientos de su pecho. Se mantenía erguido, imponente. Dio otro paso y pareció detenerse a reflexionar un segundo, pero terminó el movimiento y después me abrazó. Me agarró con fuerza, presionando hacia él, con una mano rodeándome la cintura y otra posada sobre mi cuello, y susurró hacia mi oído:

-Te quiero, Alex. Te quiero, te quiero….- Con algo de dificultad, seguramente debido a las copas que había tomado, desplazó su cabeza hasta colocarla frente a la mía, de manera que podía observar sus ojos con una proximidad  increíble. Eran de un verde botella intenso, surcados por pequeños destellos más claros que harían las delicias de cualquiera, y que me atraparon por completo. En cuanto lo noté, pensé: “Ya está, no puedo ni quiero hacerlo. No voy a esconderme, voy a ser yo de una maldita vez”.

Y le besé. Le besé como sé que nunca podré volver a besar a nadie, con una mezcla de sentimientos y sensaciones que podrían hacer estallar mi cerebro, pero no me importaba, porque ahora estaba probando sus labios, tan suaves, tiernos y decididos como había sentido esa mañana de lluvia, pero mil, qué digo, millones de veces mejor ahora que mordían con fiereza los míos, liberando una tremenda fuerza. El fuerte abrazo con el que me sujetaba no parecía suficiente para calmarme, necesitaba sentirlo más cerca aún, más unido a mi piel todavía. Quería fundirme con Samuel y formar un solo cuerpo, una sola alma.

Besándonos de mil y una maneras, unas veces más suavemente, momentos después casi con violencia, acabamos tumbados sobre el frío suelo de mármol del aseo, con el cuerpo de Samuel pegado al mío, y aun así suplicando en silencio por que disminuyera todavía más la distancia que nos separaba. Rogaba para que finalmente me tomara, me convirtiera en objeto con el que saciar el hambre de sexo. Seguí rozando sus labios con cariño, inhalando su aliento y el aroma de su colonia, y deslicé su mano por debajo del jersey que me impedía acariciar su pecho. Un escalofrío recorrió mi espalda cuando toqué la piel tersa y aterciopelada de esa zona, sin rastro de vello. Mis dedos recorrieron con deleite sus pectorales, duros y resistentes a la presión que ejercía sobre ellos, y terminé alcanzando su mandíbula. Durante todo ese lapso de tiempo, Samuel no había dejado de estremecerse debajo de mí, atrayéndome con sus musculosos brazos para que continuara con el trabajo. Pequeños gemidos de placer escapaban de su boca, invadiendo mis pensamientos lujuriosamente.

Torpemente, intentó introducir sus manos para tocarme el culo, entorpecido por los pantalones que le impedían llegar a donde él deseaba entrar; sin embargo, cuando ya casi lo había logrado, sus brazos perdieron fuerza, sus gemidos desaparecieron y dejó de besarme. Inclinándome para observarle mejor, llegué a ver como cerraba sus párpados y se dormía, inmerso en sueños de ron y whisky. Igualmente cansado, pero plenamente feliz de haber compartido con Samuel ese momento tan especial, dejé reposar mi cabeza sobre su tronco, donde podría oír  su corazón latir, y así, mecido por el rítmico palpitar cardíaco, yo también me abandoné en los brazos de Morfeo.

En la próxima parte, veremos como reaccionó Samuel ante lo que ocurrió esa noche,además de la manera en que yo pensaba entrar para conseguir acostarme con él. Espero vuestras valoraciones y comentarios.