ALETEO DE MARIPOSA 6: Problemas en el paraíso

Las cosas entre los padres de Aarón no marchan bien, lo que lleva a Casandra a replantearse ciertas cosas, mientras se debate cuanto puede contra el deseo que siente hacia su hijo. Por su lado, Vanesa tendrá un primer día de trabajo diferente al que esperaba.

CAPÍTULO SEIS

PROBLEMAS EN EL PARAÍSO

1

Aquella noche, cuatro años antes, Casandra y su marido habían pasado buena parte de la tarde y la noche en la fiesta a la que Ramón les había invitado. Una fiesta más a la que acudían cada semana, con mucho baile, risas, alcohol, mucho frotarse entre ellos, mucho tontear con otros invitados, rozando el contacto físico sin llegar a ello (aunque Casandra sospechaba desde hacía un tiempo que Dante tenía algunas cosas que ocultar al respecto), a menudo metiéndose en cualquier habitación de la casa donde estuviesen para follar y dar un espectáculo de gemidos a los demás, que les celebraban con aplausos, aullidos y silbidos en cuanto salían del escondrijo de turno.

Fueron los mejores años de Casandra, pura diversión, como vivir una segunda adolescencia sin restricciones. Sabía que tanto ella como su marido eran admirados y deseados. En aquellas fiestas había gente más rica, más poderosa, mejor vestidos, incluso más guapos. Pero ellos desbordaban un magnetismo irresistible. Y Casandra lo disfrutaba. Joder si lo disfrutaba.

Y cuando Dante apareció con aquel Polvo de Venus y ella lo probó… Por Dios, era como coger todas aquellas sensaciones que ya de por sí la catapultaban al cielo y multiplicarlas por cien. Recordaba que la primera vez que se lo tomó, tuvo un orgasmo simplemente bailando con Dante. Era enloquecedor y maravilloso.

Sus mejores años…

Aquella noche, cuatro años antes, terminaron la fiesta en casa de Edelmiro. Edelmiro era simpático, un juerguista nato, que disparaba un comentario jocoso tras otro. Solía caer bien, era mayor que ellos dos (por aquel entonces, Casandra tenía treinta y cinco y su marido cuarenta y uno, frente a los cuarenta y cuatro de Edelmiro), pero, sin duda, el más jovial de los tres era él.

Esa noche, o, más bien, esa madrugada, Dante estaba especialmente agotado. Se había quedado dormido frente a una botella de cerveza en la cocina de Edelmiro, sentado. Casandra todavía albergaba cierta energía y bailaba sola en la sala de estar, al ritmo de alguna música latina que ni siquiera le gustaba, pero, ¿qué importaba eso? Solo importaba estirar aquellas sensaciones lo máximo posible. Sabía que tanto a ella como a su marido solo les quedaban unos años más de juergas antes de que tuviesen que parar el ritmo. Pero, mientras durase, lo disfrutaría cuanto pudiese.

No tardó en descubrir que el final del ritmo sucedería esa misma noche.

Edelmiro se puso a bailar con ella. Hasta ahí todo bien. Le brillaban los ojos de lujuria, pero eso no era novedad. Edelmiro era amigo desde hacía años. Su marido estaba a cinco metros. No había de qué preocuparse. Edelmiro puso las manos en su cintura. Tenía la mirada clavada en su camisa un tanto abierta, que permitía ver buena parte de los pequeños pechos. Hasta ahí todavía era aceptable. Había confianza. Edelmiro la hacía girar. Buscaba frotar su paquete cada vez con más frecuencia y menos sutileza contra su culo, por encima de la minifalda. Y todavía era aceptable. El Polvo de Venus ayudaba a quitarle importancia. Casandra se había tomado una pastilla hacía menos de ocho horas, al contrario que su marido, que hacía algunas horas más. Probablemente por eso no había aguantado tan bien como ella.

Entonces Edelmiro le abrió la camisa, rompiendo varios botones, la empujó contra un mueble y pegó la boca a uno de sus pechos. Y Casandra despertó de su sueño de placer para darse de bruces con la realidad. El velo teñido de fantasía con el que el Polvo de Venus lo cubría todo despareció. Casandra reaccionó. Un rodillazo. Un puñetazo. Un empujón. Eso fue suficiente para que todo se fuese a la mierda.

Edelmiro tropezó, perdió el equilibrio y su sien dio de lleno contra la picuda esquina que tenía detrás. Y eso fue todo. Ahí se acabó la vida de aquel hombre. Y con él, el ritmo de la fiesta continua en la que Casandra vivía.

Al borde del pánico absoluto, despertó a Dante. Había sido un accidente, no debería ser un problema. Pero Casandra hacía poco tiempo que se había tomado el Polvo de Venus. Le harían pruebas. Aquello —imaginaron— agravaría la situación. Dante decidió que él cargaría con la culpa. Hacía más horas que se había tomado la droga, si tardaban un poco más en llamar a la policía, tal vez ya no quedase ni rastro de la misma en su sangre. Limpiaron todo aquello que pudiese delatar la presencia de Casandra en la casa, recogieron los botones de la camisa. Dante incluso tuvo el detalle de darle un puñetazo en la cara al cadáver de Edelmiro, de manera que se le quedase marcada la forma del grueso anillo que llevaba. Por suerte, la casa estaba lo bastante aislada como para confiar en la ausencia de testigos. Dirían que después de la fiesta de Ramón, Dante había dejado a Casandra en casa y se había marchado con Edelmiro para unas últimas copas. Solo necesitaban que Aarón confirmase que su madre estuvo en casa a partir de cierta hora, y eso no sería problema.

Confiaban en que todo saldría bastante bien y que Dante, en el peor de los casos, solo tendría que estar un par de meses en la cárcel. La adrenalina se mezcló con los restos de Polvo de Venus y Casandra comenzó a excitarse.

“Habrá que darte una recompensa por todo esto”, le dijo a su marido mientras él conducía de regreso. Comenzó a chupársela por el camino.

Llegaron a la casa. Se besuquearon a lo largo del pasillo, subiendo la escalera, entraron en su dormitorio sin molestarse en cerrar la puerta. La minifalda voló, junto con el tanga. La polla entró en ella y Casandra comenzó a gemir y a dejar que el placer se llevase, al menos por un rato, las preocupaciones.

Oyeron la voz de Aarón. Casandra se asomó a la puerta para decirle que regresase a su cuarto. Imbuida por la droga y el placer que sentía, prácticamente con el cerebro derretido, se dejó llevar. ¿Tal vez porque era un deseo soterrado en su subconsciente? No era la primera vez que Aarón andaba cerca o incluso les había sorprendido en pleno acto sexual. De hecho, a Casandra la excitaba especialmente cuando su marido la tocaba o incluso la masturbaba con Aarón a escasos metros, ignorante de lo que estaba sucediendo bajo la mesa del comedor o bajo la manta, en el sofá. No era algo nuevo que Casandra hablase con su hijo para distraerle mientras los dedos o la polla de Dante hacían de las suyas. Y la situación solo potenciaba su lujuria.

Pero jamás antes había ocurrido algo como aquello. Jamás antes había besado y tocado a su hijo de aquel modo. Jamás había previsto que hacerlo la fuese a poner tan cachonda. Cuando por fin consiguió separarse de Aarón (Dante no se había enterado de nada, tan absorto estaba en lo suyo) y cerrar la puerta, Casandra tuvo el mejor orgasmo en meses, puede que años. Y eso fue bueno, porque pasaría bastante tiempo, años, hasta que volviese a experimentar algo parecido.

Resultó que las cosas no salieron como esperaban. El análisis de sangre reveló la presencia de Polvo de Venus en Dante, pese a las horas transcurridas. El hecho de tardar en llamar a la policía también jugó en su contra, sumado a que la policía no terminaba de verlo claro, a que el juez sintió una instantánea antipatía por Dante (tal vez odiase a los machos alfa juerguistas). El resultado fueron cuatro años, frente a los dos meses que habían calculado.

Casandra se sentía en deuda con su marido. Se prometieron que cambiarían de vida. Se prometieron amor eterno. Se prometieron disfrutar de la vida y el sexo cada día y ser felices a cada minuto desde que Dante fuese libre.

Las promesas, con demasiada frecuencia, tiene la fragilidad de un castillo de naipes.

2

Casandra llevaba al menos una hora despierta, de espaldas a su marido, sin moverse, cuando sintió la mano acariciando su nalga. Dante buscaba empezar el día tan bien como el anterior.

—¿Qué tal si hacemos las paces, princesa? —le susurró él cerca del oído. El aliento matutino le llegó con desagradable crudeza. El tono tembloroso por la excitación la irritó. Y aquel “princesa” la estaba sacando de quicio.

¿Desde cuándo sentía aquella animadversión por él?

Sabía que si abría la boca en ese momento, solo saldría veneno, de modo que Casandra optó por ponerse en pie sin decir nada.

—Joder —masculló Dante—. ¿Vas a estar así todo el puto día?

“No haberla cagado, gilipollas.”

Pero no dijo nada.

“Se suponía que íbamos a hacer las cosas bien. Y tenías que ir con tu hocico directo a la mierda en cuanto tuviste oportunidad.”

Pero tampoco dijo nada de eso. Porque sabía que él siempre tendría una baza que tumbaría todos sus argumentos.

Yo me he sacrificado por ti , le diría. Siempre tendría esa ventaja.

Había dado cuatro años de su vida por el error de ella. No se lo había pedido, pero tampoco se lo había impedido.

“Llevo una puta cadena al cuello”, pensó. Y, de pronto, fue consciente de ello. Aquella deuda con él era un lastre insoportable. ¿En qué momento el amor que había sentido en el pasado se había convertido en simple obligación?

Cuando regresó de correr, Dante se había marchado, seguramente hecho una furia. Aarón desayunaba en la sala, viendo alguna serie.

—¿Tu padre se fue hace mucho? —le preguntó, secándose el sudor de la frente con una servilleta que había cogido de la cocina.

—No, hará cinco minutos. —Sintió la mirada de Aarón sobre su cuerpo, como siempre. Fue una sensación casi física y pudo notar que los pezones se le endurecían—. Parecía enfadado.

—Ya.

Casandra subió a la ducha. Se sintió culpable al volverse y alejarse con deliberada lentitud, sabiendo que la mirada de su hijo no se despegaría de su culo aprisionado en los leotardos hasta salir de su vista. ¿Por qué seguía haciendo ese tipo de cosas?

Cuando, hacía cuatro años, se dejó llevar por la lujuria, desinhibida por la droga, besándolo del modo más guarro posible mientras lo masturbaba, Casandra había decidido actuar como si nada hubiese ocurrido, esperando que el recuerdo quedase tan enterrado que, simplemente, desapareciese. Y casi lo había logrado. Notaba las miradas de él, pero entre el entrenamiento intensivo en el que se había embarcado y el trabajo, apenas tenía tiempo para pensar en ello.

Había dado por hecho que sufriría un fuerte síndrome de abstinencia al dejar el Polvo de Venus, pero durante semanas no había notado nada salvo el vacío de abandonar aquellas fiestas que tan buenas experiencias le habían reportado y la ausencia de su marido. Entonces empezó a notar una ansiedad cada vez mayor. Tal fuese la abstinencia de la droga o sencillamente un modo de llenar su vacío, pero todo se traducía en una necesidad imperiosa de sexo que debía aplacar cada noche con intensas masturbaciones, a veces frotándose el coño hasta el dolor.

Entonces empezó a jugar con su hijo. De manera sutil, de manera muy comedida, prácticamente casual. Con acercamientos, con el tacto, con las situaciones. Disfrutaba poniéndolo incómodo. Sabía que Aarón sentía una atracción contra la que luchaba. Era algo inocente. No había contacto. No había nada. Pero aquel juego morboso a ella le sirvió para mitigar el vacío que sentía. De algún modo sustituyó la adrenalina de aquellas fiestas semanales por una etérea tensión sexual prohibida. Así surgió la idea de los entrenamientos en privado. Era algo tan tenue que finalmente lo convirtió en parte de la relación con su hijo. No había delito, era un simple grado de acercamiento que ni siquiera se concretaba en su fantasía.

Entonces apareció Vanesa y los límites empezaron a desdibujarse.

“¿Crees que habría sido diferente si Vanesa no hubiese aparecido?”

Tal vez no. Tal vez todo habría sido igual y, simplemente, se habría retrasado más. Pero lo que estaba claro era que no era ninguna casualidad que, después de conocer a Vanesa, Aarón se hiciese más audaz. Aquella vez en el sofá, cuando tropezó con ella de manera casual… Sabía que no había sido un accidente. Pero lo sucedido después era responsabilidad suya, y lo sabía. Había sentido su orgasmo contra su muslo y fue casi un orgasmo para ella. Y, en cuanto sus labios entraron en contacto, supo que era algo que había deseado que se repitiese desde aquella primera ocasión cuatro años atrás.

No por primera vez se preguntó si la abstinencia del Polvo de Venus dejaba algún tipo de secuela que la convertía en una depravada.

3

Dante conducía con furia, controlando el impulso de apretar más a fondo y estrellarse contra cualquier cosa. Joder, cuatro putos años en la cárcel por su puta mujer, ¿y así se lo pagaba? Debería estar con la boca dispuesta, de rodillas y ser su jodida esclava para siempre jamás. ¿Cómo se atrevía a recriminarle nada? ¿Cómo tenía los putos ovarios de enfadarse ella ?

Paró en un quiosco para comprar una botella de agua y, en el coche, se tomó una pastilla de Polvo de Venus. Había dejado la bolsa en la guantera el día anterior. Tal vez no fuese lo más inteligente, pero ¡al carajo! Estaba hasta los cojones. Cuatro años esperando a ser libre y compensar el tiempo encerrado para aguantar gilipolleces de la tía por cuya culpa había acabado allí. Por culpa de ella se veía obligado a consumir más de lo que tenía pensado. Su plan era dosificarlo, tomar una cada dos semanas como mucho. Tendría que hacerle una visita a Ramón, otra cosa que no había previsto (aunque, por otro lado, no había descartado la idea de volver a follar con su hija, pero no era momento de pararse en pensar en contradicciones). Ramón era el único al que podía recurrir para conseguir más material.

Detuvo el coche frente a su casa y tocó al timbre. Notaba desde hacía un rato la hipersensibilidad de la droga. Hasta el aire rozando sus brazos se convertía en una caricia sensual que le estaba poniendo la polla dura. Lucía abrió la puerta. Iba descalza, tan solo con unas bragas violetas y una camiseta negra. Sonrió con lascivia al verle.

—¿Me echabas de menos?

Dante no pensó. Era genial no pensar y dejarse llevar. Que el Polvo de Venus le guiase. Se abrió la bragueta, liberando la polla endurecida.

—Pues sí —dijo.

—¡Oh, joder! —Lucía se puso de rodillas y comenzó a lamer, allí mismo, en la entrada.

Desde el “estudio” de Ramón llegaban los insultos que este dedicaba a sus rivales en el juego online donde consumía su tiempo libre.

Lucía se puso en pie y retrocedió, quitándose la camiseta, exhibiendo los tatuajes repartidos por toda su piel. Envolvían sus pechos, tenía un pequeño aro en cada pezón y un piercing en el ombligo. Se apoyó en un mueble que había en el recibidor.

—Fóllame —dijo con voz exageradamente sensual, casi paródica.

Dante cerró la puerta tras él e hizo lo que le pedía.

4

Casandra comía uvas distraídamente mientras miraba el móvil. Aarón había intentado no quedarse embobado observándola, pero no podía evitarlo. Nunca comer le había parecido tan sensual. Su madre se llevaba la uva, todavía mojada debido a que el racimo estaba recién lavado, y la deslizaba entre sus labios, mojándolos un poco más cada vez. Luego se pasaba la lengua por los labios. A veces finalizaba el acto chupándose la punta de los dedos.

Estaban sentados los dos en la mesa de la cocina, frente a frente. Habían terminado de almorzar tras haber pasado la mañana en el gimnasio. El día anterior Aarón y Vanesa se habían puesto de acuerdo para que él fuese por la mañana y ella por la tarde. A Aarón no le hacía ninguna gracia que Vanesa estuviese en el turno con su padre, pero menos gracia le hacía estar él. Además, siendo Vanesa, tampoco era especialmente seguro que se quedase con Casandra.

Su madre se llevó otra uva a la boca. Despacio. Se la metió en la boca. Despacio. Una gota de agua se deslizó por su barbilla y cayó sobre su esternón desnudo. Casandra vestía un top blanco de botones, con la mitad de los mismos fuera de sus ojales. La tela era lo bastante fina como para delatar que no llevaba sujetador. La gota de agua resbaló entre sus pechos parcialmente expuestos hasta desaparecer.

A Aarón se le escapó un suspiro.

Casandra le miró.

—¿Qué pasa? —le preguntó—. ¿Te duelen mucho las agujetas?

Aarón se había pasado la mañana poniendo muecas prácticamente a cada movimiento que hacía. Se había levantado con dolores por todas partes debido a la intensidad del entrenamiento del día anterior, motivo por el cual su madre había decidido que ese día se lo tomaría de descanso.

—Sí, un poco —respondió, porque responderle que tenía la polla dura de verla comiendo uvas tal vez estaba fuera de lugar. A pesar de lo sucedido entre ellos la otra noche, cuando ella se había metido su polla al completo en la boca y él se había corrido en su garganta.

—¿Quieres que te haga un masaje?

Aarón tragó saliva. Dudó un segundo por la sorpresa.

—Claro —respondió.

Casandra se comió una última uva, esta vez algo más rápido que las demás, y se puso en pie. Llevaba el mismo short que aquel que había usado para hacer yoga el día en que se corrió en su muslo, ceñido y tan corto que cubría tan solo un tercio de su esplendoroso culo.

—Voy a buscar un aceite que tengo —dijo ella, dándose la vuelta—. Tú ve tumbándote en tu cama.

Aarón siguió el movimiento de las cimbreantes caderas, hechizado como Mowgli ante la mirada de la serpiente Ka.

“Aprisióname, que yo confío en ti aunque me asfixies.”

Cuando su madre desapareció de su vista al subir por la escalera, Aarón se puso en pie. Estaba totalmente empalmado y se preguntó si ella lo habría intuido y por eso se había apresurado en salir antes de que se pusiera en pie. En cualquier caso, mejor así. Fue a su dormitorio y se tumbó boca abajo en la cama, dejando las chanclas en el suelo. Iba vestido con camiseta y pantalón corto. Se preguntó si debería quitarse la camiseta, pero prefirió esperar a que su madre se lo dijese. Como así fue.

—Como no te quites la camiseta —le dijo, entrando en el cuarto—, va a ser un masaje un poco birrioso.

Aarón se incorporó para quitársela, siempre procurando darle la espalda a ella para no mostrar su erección. Cuando se tumbó de nuevo, Casandra se puso a horcajadas sobre sus muslos. El pantalón corto de Aarón le llegaba hasta las rodillas, de modo que la única piel desnuda que sintió fue la de los pies de su madre contra los laterales de sus rodillas.

Se estremeció cuando el aceite cayó sobre su espalda, frío y espeso. Por el olor, estaba claro que era de aloe vera. Las manos de Casandra comenzaron a moverse sobre y entre sus omóplatos, por sus hombros, los brazos, de vuelta a la espalda, sus pulgares ejercían presión sobre sus vértebras. Se movían con deliciosa suavidad. A Aarón le venían imágenes de las uvas deslizándose entre los labios de su madre, cómo entraban despacio en su boca, cómo humedecían los labios cada vez. Recordó la gota deslizándose entre sus pechos.

Las manos de Casandra se movían por sus costados, despacio, acaparadoras, los dedos surcando cada línea de las costillas, procurando no dejar ni un centímetro de piel por recorrer. El aceite convertía las caricias en movimientos viscosos, lúbricos.

—¿Te sientes mejor? —La voz de Casandra le llegó como a través de un sueño.

Aarón emitió algo que fue como un gemido. Se aclaró la garganta y trató de sonar lo más normal posible, teniendo en cuenta que tenía la polla a punto de estallar, presionada contra el colchón, procurando no mover las caderas para no delatarse.

—Sí —dijo.

Los dedos de su madre fueron más firmes por la cintura, las lumbares, se deslizaron por debajo del elástico del pantalón, sin descender más, casi rozando las nalgas, pero sin cruzar esa línea.

Las imágenes de su madre comiendo uvas pasaron a su madre comiéndole la boca. Su lengua depredadora moviéndose dentro de su boca, dominando a su propia lengua y adueñándose del lugar, haciéndolo suyo bajo una andanada de saliva y lengüetazos.

Aarón removió las caderas para estimularse un poco más el miembro. Soltó un jadeo.

—Te voy a quitar el pantalón —le dijo su madre, poniéndose en pie al lado de la cama.

—¿Qué? —El corazón de Aarón dio un vuelco.

—Para masajearte las piernas bien. Ya he notado que llevas bóxer, así que no temas. —Casandra enganchó los dedos en la cinturilla del pantalón—. Sube las caderas.

Aarón lo hizo. Como las veces anteriores en que se había visto en situaciones íntimas con su madre, le estaba invadiendo una profunda sensación onírica. Al tirar del pantalón hacia abajo, la cinturilla se encontró con el escollo de su polla empalmada.

“Joder.”

Su madre, con toda naturalidad, la estiró un poco para sortearlo y continuó tirando del pantalón hasta quitárselo. Dos buenos chorros de aceite cayeron sobre los muslos de Aarón. Casandra se sentó de nuevo sobre él, pero ahora sobre sus nalgas. Esta vez sintió los pies junto a sus costados y las rodillas pegadas a sus caderas. El roce de piel desnuda con piel desnuda le hizo salivar.

Las manos de su madre se movían a lo largo de su muslo izquierdo, sin prisa. Subían hasta el inicio de la nalga, subiendo el bóxer en el proceso. Aarón se la imaginó sobre él, inclinada hacia delante. Retorció el cuello para poder verlo. Sus ojos dieron de lleno contra aquel fastuoso culo, el short tan metido entre las nalgas que eran como unas braguitas en proceso de convertirse en tanga. Estuvo a punto de mover las manos para poder tocar aquellos glúteos. Se mordió el labio deseando sentir aquella carne voluptuosa bajo sus dientes. Empezó a menear las caderas al ritmo del movimiento de las manos de su madre.

Casandra pasó al muslo derecho, a subir y bajar las manos, extendiendo el aceite por toda la piel, desde la rodilla subía hasta el nacimiento de la nalga, subiendo el bóxer, bajó, subió de nuevo, los dedos yendo hacia la cara interna del muslo y subiendo y arrastrando la pernera del bóxer, arrugándolo hasta que las manos chocaron contra el perineo, ejercieron un poco de presión ahí y volvieron a bajar.

Aarón respiraba con fuerza, sin parar de mover las caderas, frotando la polla contra el colchón. Se percató de que su madre también movía las suyas, sutil pero perceptible, hacia adelante y hacia atrás. De pronto, se quitó de encima y Aarón supuso que ya había terminado la sesión de masaje.

—Ponte boca arriba —le dijo ella—, que también hay que masajear los cuádriceps.

Aarón dudó. Era evidente que ya no podría disimular su monumental empalme. Por otro lado, ¿importaba a esas alturas? Se dio la vuelta. El bulto de su polla no podía ser más obvio. La tela de su bóxer estaba húmeda por la zona donde el glande pugnaba por salir debido al líquido preseminal.

Recordó a su madre la otra noche cuando él exhibió su polla sin pudor, y ella dijo “Hijo de puta” como si fuese una tentación irresistible. Y se había lanzado a masturbarlo envolviéndola con su propio pelo y luego la había engullido con apetito insaciable. ¿Qué pasaría si lo hacía de nuevo?

Pero no se atrevió. Miró a su madre a los ojos, pero ella los evitó. Echó sendos chorros de aceite sobre los muslos y esta vez masajeó manteniéndose de pie al lado de la cama, inclinada y con las piernas casi rectas del todo. Su melena caía por ambos lados de su cara, ocultándola. Su culo en pompa era un poderoso reclamo para los ojos de Aarón.

Los dedos de su madre masajeaban desde las rodillas hasta las ingles, de nuevo subiendo el bóxer. Y cada vez que subían tan arriba, Aarón sentía la presión contra sus testículos. Estaba sudando a mares. Se aferraba a la sábana que tenía debajo porque sentía un impulso acuciante por masturbarse y por llevar las manos al culo de su madre o a cualquier parte de su anatomía. Le daba igual. Deseaba sentirla, saborearla y vaciarse en ella y sobre ella. A ratos, Casandra se inclinaba lo suficiente como para que su pelo le hiciese cosquillas en las piernas. El recuerdo de aquel cabello envolviendo su polla era asfixiante.

Ya no podía más. Tenía que tocarse o le estallaría el cerebro.

—Listo.

Casandra se irguió, echándose la melena hacia atrás, soltando un suspiro. Tenía el rostro cubierto por una película de sudor. De hecho, toda su piel brillaba por la transpiración. Su pecho subía y bajaba rápido. La tela de su top perfilaba la dureza de sus pezones.

—Te dejo que descanses un rato. —Casandra se inclinó para estamparle un beso en el vientre, acariciándole con su melena. Luego, se metió los dedos en el short para bajarlo un poco y sacárselo de entre las nalgas, aunque Aarón no pudo apreciarlo bien ya que ella estaba casi de frente. Lo que sí apreció fue la tela humedecida ajustándose a su vulva. Pudo ver el contorno de sus labios vaginales y se preguntó si aquella humedad era del aceite o bien se trataba de sus fluidos. Lo que estaba claro era que no llevaba ropa interior—. Me voy a la ducha. ¿Luego puedes mandarle un mensaje a Vanesa para asegurarnos de que tu padre abre hoy el gimnasio?

—Ajá —dijo Aarón, incapaz de despegar la mirada de la entrepierna de su madre. O de sus pezones erectos. O de sus muslos húmedos por el sudor y el aceite.

—Gracias, amor.

Casandra cogió el bote de aceite y se dio la vuelta para salir del cuarto, cogiendo el tapón que había dejado en el escritorio de camino al pasillo. Aarón no despegó los ojos del movimiento de sus nalgas hasta que cerró la puerta tras ella.

En cuanto se quedó solo, se bajó el bóxer de un tirón y comenzó a masturbarse con fuerza. En cuestión de segundos, ya estaba eyaculando. Se echó a un lado para no correrse sobre sí mismo. Se quedó exhausto. Notó que el sueño se apoderaba de él. Cogió el móvil de la mesita de noche y le escribió a Vanesa para decirle que luego le confirmase si su padre abría el gimnasio, porque él y su madre todavía estaban enfadados y no habían hablado en toda la mañana.

La noche anterior, después de que Vanesa y Aarón follasen en el vestuario del gimnasio con escasa discreción, notaron la tensión entre Casandra y Dante. El padre de Aarón hizo algún comentario jocoso sobre los gemidos de Vanesa, pero nadie le rio la gracia.

Bueno, nadie salvo Vanesa.

Aarón no tenía ni idea de por qué estaban enfadados sus padres. En un principio creyó que había sido por el escándalo de Vanesa al follar, pero luego se dio cuenta de que no tenía que ver con nada de eso. En fin, seguramente se reconciliarían echando doscientos polvos.

Cerró los ojos y se durmió.

5

Casandra fue directa al cuarto de baño. Cerró la puerta, lanzó las chanclas a un lado, posó el bote de aceite junto al lavabo, se quitó el top, pellizcándose los pezones con fuerza en el proceso, se quitó el short rápidamente, dejando ambas prendas en el suelo, y se metió en el plato de ducha, cerrando la mampara. Reguló el agua y dejó que cayese sobre su cuerpo, tibia y satisfactoria como un millar de lengua deslizándose por su piel. Comenzó a frotarse el coño y tardó nada en meterse tres dedos. Estaba encharcada y ardía como si tuviese fiebre. Comenzó a penetrarse a sí misma con fuerza.

Se puso de rodillas, con los muslos separados. Con la otra mano se manoseó el culo, se metió la mano entre las nalgas, se introdujo un dedo en el ano.

No sabía por qué se le había ocurrido la estupidez del masaje cuando lo que quería era mantener cierta distancia.

“Claro que lo sabes.”

No recordaba haber estado tan cerca de correrse sin prácticamente tener estímulos en toda su vida. Pero mientras masajeaba el cuerpo de su hijo estaba tan caliente que el coño le palpitaba. El mínimo roce de su vagina contra él la había excitado hasta nublarle el juicio. Y cuando había visto aquella polla abultando el bóxer tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no lanzarse a devorarla. Recordaba muy bien la noche en que no se había reprimido, cuando él la había cogido por la cabeza y había eyaculado en su garganta. Era lo único en lo que había podido pensar cuando, más tarde, esa noche, se había montado sobre Dante para saciar su lujuria.

Se sentía tan fuera de control que empezó a gemir sin preocuparse de si era oída. Deseando ser oída. Deseando ver a través de la mampara a su hijo dispuesto a poseerla.

Una sucesión de orgasmos le sobrevino con fuerza. La vista se le desenfocó. Apoyó la cara contra la mampara, se restregó contra ella como una gata en celo mientras continuaba corriéndose.

Luego, agotada, se quedó un momento allí sentada, con el agua cayendo sobre ella. A medida que la lujuria la abandonaba, los remordimientos vinieron a ocupar su lugar. Pero estos eran mucho más tenues. Fáciles de ignorar.

6

El Warrior Tigers abría a las cinco de la tarde tras la pausa para comer. Vanesa había llegado hacía diez minutos y la persiana continuaba bajada.

“Pues sí que empiezo bien mi primer día, con los dueños cabreados por a saber qué motivo.”

Pasaban ya cinco minutos de las cinco. Vanesa se dispuso a llamar a Aarón para preguntarle qué hacía. Si vendría Casandra o se tomaban la tarde libre. Había por la zona unas siete personas esperando también, claramente clientes del gimnasio. Entonces Dante se dignó a aparecer, con ropa de calle. A su lado iba una chica de, más o menos, la edad de Vanesa, con el pelo teñido de rojo y morado, con muchos tatuajes y varios piercings repartidos por la cara. Era delgada, aunque bien proporcionada. Vestía un pantalón tan corto y ceñido que podría rivalizar con los de Casandra, aunque no lo lucía igual, desde luego. Completaba el atuendo con una camiseta de un grupo de rock.

—Vanesa —dijo Dante con una sonrisa tan lasciva que hasta la hizo sentirse un poco incómoda, y eso sí que era una novedad—. Perdonen, caballeros —añadió, dirigiéndose a la gente que esperaba para entrar—. Me surgieron varios imprevistos. Ha sido una mañana muy atareada.

La chica de los tatuajes soltó una risita tonta.

“Joder, se ve a la legua que han estado follando. No has tardado mucho en echarte unos polvos por despecho, ¿eh?”

Dante abrió el gimnasio. Vanesa fue hacia el mostrador. El día anterior, Aarón le había dado algunas indicaciones de lo que debía hacer. No era muy complicado, solo debía recordar todo aquello relacionado con las fichas de los clientes, en caso de que surgiese.

—Por cierto —le dijo Dante, apoyándose en el mostrador como si estuviese en la barra de un bar—, te presento a Lucía. Es la hija de un amigo y quiere venir a entrenar también. Lucía, esta es la novia de mi hijo, Vanesa.

—¡Qué guapa! —La chica fue directa a darle un abrazo. Olía a perfume y a sexo.

—Gracias. —Vanesa le devolvió el abrazo.

—Voy a cambiarme antes de que esta gente me desmiembre —dijo Dante—. Lucía, quédate por aquí a observar y ya entras a la siguiente clase.

—De acuerdo, hombretón. —Lucía le guiñó un ojo.

“¡Eh! Que la de los guiños soy yo.”

—Entonces, ¿conoces al padre de Aarón desde hace mucho? —preguntó Vanesa.

Lucía estaba de espaldas al mostrador, apoyada con los codos.

—Sí. Mi padre y él se conocen desde hace años. Está bueno, ¿eh? ¿Sabes que nunca he visto a su hijo? ¿Cómo está?

A Vanesa la sorprendió sentir una punzada de celos.

—Pues está muy saludable —contestó, aunque sabía a qué se refería la chica.

Lucía se echó a reír. Tenía una risa un tanto desagradable, demasiado chillona.

—Me refiero a si está bueno. Como esté como su padre… —Se mordió el labio.

—No me quejo. Digno hijo de sus padres.

“¿En serio me estoy poniendo a la defensiva por esta niñata? Esto sí que es irónico.”

—Buf, la mujer de Dante es una creída de mucho cuidado. —Lucía resopló—. Parece que se crea que el mundo deba de estar a sus pies.

—Bueno, como mínimo los tiene a todos bajo la sombra de su gran culo.

Lucía se rio de nuevo. Se dignó a darse la vuelta para mirar a Vanesa a la cara. Al parecer aquel último comentario le había gustado.

—La verdad es que tiene un buen culo. —Bajó un poco la voz—. Una vez, en una de las fiestas de mi padre, les vi follando en el cuarto de baño. Tendrías que haberlo visto. Dante le estaba dando por el culo de una manera que… ¡Buf! Las bragas se me empaparon al instante.

La verdad es que, al imaginarlo, Vanesa también sintió que algo palpitaba entre sus piernas. Decidió ser amigable con la chica.

—Cuenta detalles —dijo también en actitud confidencial.

Lucía miró a un lado y a otro. Vio que no había nadie cerca.

—Pues la tenía contra la pared, con el culo bien echado para atrás, cogida por el pelo, las bragas en un tobillo y, Dios, las embestidas que le metía. Nada como una buena polla para bajarle los humos a esa zorra. Ahí sí que no parecía tan creída, la tía, temblaba como una hoja con los pollazos que recibía.

“Pues no parecía nada temblorosa el otro día en el sofá.”

—¿Se la has visto alguna vez? —preguntó Lucía.

—¿El qué?

—A Dante. —Susurró—: Su polla.

“No tan de cerca como tú, querida amiga.”

—Pues no.

—Joder, la tiene enorme. En serio, tía, parece un puto calabacín. Y tenerla dentro es… —La miró, como cogida in fraganti —. ¡Ups! Igual no debería haber dicho eso. —Y risita tonta.

Vanesa sonrió y le guiñó un ojo.

“Aprende cómo guiña una profesional.”

—No te preocupes, no me voy a asustar —le dijo—. Tu secreto está a salvo conmigo.

—Eh, me caes muy bien. —Lucía le dedicó una mirada que dejaba claro que no solo le iban las pollas como calabacines. Pero, por si acaso Vanesa no lo había pillado, le preguntó—: ¿Alguna vez te has liado con una tía?

—Alguna vez. —“No hace mucho con la creída del culazo”—. ¿Y tú?

“Puestos a preguntar obviedades…”

—Alguna vez —la imitó Lucía. Su mirada descendió hacia los pechos de Vanesa, bien moldeados por la ajustada camiseta.

7

Después de la primera clase de la tarde, Dante fue hasta el mostrador, rodeando la cintura de Lucía y pegando el paquete a su culo de un modo no demasiado disimulado, tal como evidenciaban algunas miradas de los clientes que se marchaban.

“Me encantaría que doña Tigresa entrase ahora mismo por esa puerta.”

—¿Qué tal os lleváis, chicas?

—Muy bien —dijo Lucía. La verdad era que Vanesa sí se lo había pasado bien hablando con ella. Era divertida y sexy, y de tanto hablar de sexo y de hacerle insinuaciones cada vez más descaradas, Vanesa había terminado por ponerse algo cachonda—. De hecho, hemos decidido que me quedaré hasta la última clase, y así luego nos vamos los tres juntos, ¿qué te parece?

A Dante le brillaron los ojos.

—De puta madre. —Miró a Vanesa—. ¿No quedas luego con Aarón?

—Me parece que no.

—Pues ningún problema. Luego os acerco a vuestra casa.

“Eres un golfo de mucho cuidado.”

Pero Vanesa se sintió un poco más cachonda que antes. Y un destello de culpa cruzó su conciencia.

Lucía miró sin atisbo de timidez cómo se alejaba Dante.

—La verdad es que ese culazo nada le tiene que envidiar a la zorra de su mujer —comentó.

Vanesa estuvo de acuerdo.

—Son los dos unos tigres de mucho cuidado.

Lucía se rio, y rodeó el mostrador para ponerse a su lado.

—Y el pequeño tigre, ¿qué? —dijo—. ¿Cómo es en la cama?

Vanesa recordó el polvo en el vestuario y en el parque. Se mordió el labio, sonriendo.

—¡Ya veo que muy bien! —Lucía se echó a reír, empujándola amistosamente. Y, sin romper el contacto visual, su mano fue hasta la entrepierna de Vanesa. Llevaba unos leotardos ceñidos. Lucía presionó y siguió la línea de la vagina con un dedo. Hacia arriba, hacia abajo.

Vanesa se dejó hacer. No le acababa de gustar que aquella chica creyese que la podía mangonear como quisiera, pero al mismo tiempo, era muy excitante. Una pareja entró y le preguntó alguna información sobre los horarios y cómo registrarse. Vanesa les respondió, sonriendo con amabilidad. En ningún momento Lucía dejó de pasear el dedo arriba y abajo, despacio, presionando. El mostrador no permitía ver a quien estuviese al otro lado lo que ocurría.

Vanesa acercó la boca al oído lleno de piercings de Lucía.

—En cuanto tengamos un momento de privacidad, te voy a meter el puño hasta el útero —le dijo.

Lucía se echó a reír, entre sorprendida y entusiasmada.

—¿Y por qué no lo haces ahora, tetas grandes? —Le cogió una mano con la suya y se la puso contra su propia entrepierna, frotando con fuerza—. No llevo nada debajo, ¿sabes?

Vanesa se pasó la lengua por los labios.

En ese momento, sonó su móvil, que había puesto bajo el mostrador. Era Aarón.

—Hola, tigretón. —Vanesa trató de que en su voz no se notase ni rastro de culpa. Aunque, qué coño, seguro que el muy pillo disfrutaría con el show.

—Hola, guapísima. —Aarón sonaba soñoliento—. Al final mi padre fue, imagino.

—Sí, sí. Un poco justo, pero llegó. ¿Y tú qué tal? Te noto voz de sueño.

Mientras hablaba, Lucía se puso en cuclillas, mirándola con una sonrisa maliciosa. Se aferró a los muslos de Vanesa y pegó la boca a su entrepierna. Vanesa sintió su aliento, y muy pronto, la presión de su lengua, que lamía y lamía sobre la tela.

“Oh, joder…”

—Me quedé dormido —decía Aarón—. Tengo unas agujetas que me muero entre el entrenamiento y… La sesión de la ducha.

Vanesa soltó una risita que le salió algo rara. La constante presión de la lengua de Lucía la estaba guiando a marchas forzadas hacia el orgasmo.

—¿Estás bien? —le preguntó Aarón.

—Sí, sí. Pero te tengo que dejar, ¿vale? Que tengo que atender aquí a una chica. Hablamos luego, ¿vale?

—Vale, perdona.

—No pasa nada, tigretón. —Vanesa quería colgar, pero sin que Aarón se sintiese dolido. ¿No era entrañable?—. Después hablamos. Un besazo, guapo.

—Otro para ti, guap…

Vanesa cortó la llamada. Miró a todas partes, pero no había nadie por las cercanías.

Lucía apartó la boca de su vagina, sonriendo con la lengua fuera, en la que brillaba un piercing. En la tela color gris había quedado una amplia mancha de humedad.

—¿Estás loca? —le dijo. Una pregunta que a ella misma le habían hecho más de una vez.

—¿Quieres que pare?

Vanesa miró hacia la entrada. Despejado. Miró hacia la cristalera. Todos muy entretenidos.

Puso la mano sobre la cabeza de Lucía y la atrajo hacia su coño. Notó que los dedos de la chica buscaban el elástico de sus leotardos.

“Hostia, hostia, hostia…”

Era una locura, pero es que era precisamente eso lo que tan cachonda la ponía.

Lucía le bajó los leotardos un poco, lo justo para dejarle medio culo al descubierto y tener acceso a su coño. Tiró hacia abajo del elástico del tanga y fue directa al clítoris con su lengua. Vanesa separó cuanto pudo lo muslos, que con la ropa de aquella manera no era gran cosa, pero bastó para que Lucía escarbase entre sus labios vaginales con la lengua. Se notaba que tenía experiencia. Vaya manera de mover la lengua.

Vanesa apoyó las dos manos en el mostrador, procurando estar vigilante por si alguien aparecía, dejándose llevar por el placer, por el morbo de la situación.

Sabía adónde conducía aquello. Sabía qué buscaba aquella chica y el padre de Aarón.

Miró a Dante a través de la cristalera, dirigiendo a los clientes con una petulancia que contrastaba con el estilo elegante, sexy y profesional de Casandra.

“No te mereces a esa tigresa.”

8

Lucía fue a la última clase. La mitad del tiempo estuvo riendo y la otra mitad intentando hacer los ejercicios sin caerse al suelo. Era evidente que no se lo tomaba ni mínimamente en serio. Y Dante tampoco.

Sinceramente, era ridículo. No podía creer que antes de su paso por la cárcel Dante fuese así. No se imaginaba a Casandra aceptándolo. Hasta Vanesa era más responsable.

“Sí, como cuando me corrí en la lengua de la chica tattoo hace un par de horas.”

Al menos ella había llegado a su hora. Y entendía que aquella actitud no ayudaba en nada. El día anterior Dante no se comportaba de aquella manera. Igual era su modo de gestionar la discusión con su mujer. Y follarse a la supuesta hija de su amigo. Y con toda la intención de follarse a la novia de su propio hijo.

Pero bueno, resultaba todo muy hipócrita. Casandra también se la había follado, en cierto modo. Igual en aquella familia todo era así. Aarón tenía claramente unas ganas tremendas de meterle la polla a su madre. Así que, ¿dónde estaba el problema en aquello?

Siendo racionales, no lo había. Pero había algo que la hacía sentir incómoda. Y sabía de qué se trataba.

Aarón odiaba a su padre. Si Vanesa se follaba a cualquier otro, igual no le importaba. Desde luego, a Vanesa no le importaría. Pero tratándose de su padre sabía que le haría daño.

Observó a la chica y a Dante. Era imaginarse en pleno trío con ellos y el coño le empezaba a hervir. El tío sería imbécil, pero estaba buenísimo. Por no hablar de su polla. Y la chica era tan promiscua que resultaba irresistible.

De modo que cuando llegó la hora de cerrar y Dante bajó la persiana metálica con ellos tres dentro, sin dejar de sonreír con aquel brillo de anticipación, Vanesa no se sorprendió ni se movió. Lucía vino prácticamente dando saltos pizpiretos y le dijo a Dante:

—Mira qué buenas amigas somos. —Y se abrazó a ella llevando la lengua al interior de su boca. Y Vanesa correspondió al beso con todo el entusiasmo, sintiendo la mirada de Dante sobre ellas, hambrienta.

Sabía que aquello no podría parar.

La lengua de Dante se unió a la de ellas, cruzándolas, entrelazándolas. La mano de Dante le sobaba un pecho. La mano de Lucía ya estaba metida bajo su tanga, frotándole el coño.

Dante se echó hacia atrás. Su considerable polla asomaba por encima de la cinturilla de su pantalón corto.

—Venid, vamos abajo —dijo.

Lucía se chupó los dedos que habían estado explorando el coño de Vanesa, haciendo ruido al sorber, y fue tras él. Y Vanesa tras ella.

En el vestuario, Dante sacó algo del bolsillo del vaquero que había llevado al entrar aquella tarde. Una pequeña bolsa con algunas pastillas. Lanzó una a la boca abierta de Lucía, encestando a la primera. La chica fue hacia Vanesa, que vio sus intenciones.

—¿Qué es eso? —preguntó, dando un paso atrás.

—Polvo de Venus, ¿lo conoces? —Lucía movió la pastilla a un lado y a otro de su boca.

—Para nada.

—Es un afrodisiaco —dijo Dante—. Tómalo. Nosotros ya lo hemos hecho. Follar con eso te hará explotar la cabeza. Será como si tus orgasmos se multiplicaran por mil.

—Ah, ¿sí? —Vanesa dudaba.

—Palabra de boy scout. —Dante alzó la mano, riendo.

—No seas gallina —le dijo Lucía—. Tranquila, es una pastilla para que estés el triple de cachonda, no es heroína.

“¿Acaso me hace falta estar más cachonda?”

Lo cierto era que sí, porque a medida que pasaba el tiempo, más incómoda se sentía. Pensaba en Aarón. Tenía un juego con él. Le había dicho que era especial para ella, que no la cagase. Y allí estaba ella, a punto de hacer algo que sabía que rompería para siempre lo que tenían.

Lucía se acercó, con la pastilla rosada en su lengua. Vanesa, sin saber ni por qué, abrió su boca y la recibió. Tragó la pastilla con ayuda de su propia saliva.

Dante ya se había quitado la ropa. Se sentó en un banco, moviendo la polla erecta con arrogancia.

—Lucía —dijo—. Ven aquí mientras Venus le hace efecto a la invitada.

Lucía fue, toda alegría. Se puso de rodillas y comenzó a pasar la lengua por toda su polla, por los testículos, por las ingles. Chupeteaba el glande como una experta, ronroneando y gimiendo y salivando.

Joder, menudo espectáculo. A Vanesa no le hacía ninguna falta un afrodisiaco para ponerse cachonda viendo algo así. Cuando se quiso dar cuenta, ya tenía la mano metida bajo el leotardo y se estaba acariciando el clítoris.

Deseó que Aarón también estuviese allí. Y su madre. Que todo fuese genial y follasen todos con todos sin necesidad de conflictos.

—¿Vienes? —le dijo Dante.

—Prefiero miraros un rato más —dijo Vanesa—. ¿Qué tal si te empleas a fondo con esta zorrita, a ver cuánto aguanta?

Dante sonrió, engreído.

—Lo que sea por la chica de mi niño.

Hizo levantar a Lucía y la llevó contra la puerta de una de las duchas sin demasiadas cortesías. Le bajó el short hasta quitárselo. Le dio unos cuántos azotes, a los que Lucía correspondió con unos agudos gemidos de gozo.

—No pierdas detalle —le dijo Dante a Vanesa.

“Estás de espaldas a mí, gilipollas.”

Pero Vanesa se movió para ponerse a un lado, cerca de la taquilla de Dante, allí donde había dejado su pantalón vaquero y la bolsa con pastillas. Dante enfiló la polla en dirección al coño de Lucía y la empotró con fuerza. Comenzó a penetrarla sin contemplaciones, haciéndola chocar contra la puerta con cada arremetida y disfrutando con ello.

Vanesa se mordía los labios. Empezaba a sentir algo extraño. Una especie de hipersensibilidad en todo su cuerpo. El mundo parecía teñido por un filtro cálido y vaporoso. Fue consciente del aire que entraba por su nariz y salía por su boca en forma de jadeo. Su propio aliento acariciando sus labios le resultó sensual.

“Pues va a ser que sí era un afrodisiaco.”

Su coño manaba fluidos. Palpitaba al ritmo de su corazón. Tenía la mirada fija en las nalgas de Dante, que se tensaban una y otra vez con cada penetración y pensó en morderlas. Estaba a punto de unirse a ellos. Quería lamerlos a ambos y quería ser follada y lamida y quedarse afónica de tanto gemir, como estaba haciendo Lucía en ese momento.

Pero no hizo nada de eso.

—¿Qué? —dijo Dante—. ¿Quieres tu ración de polla?

Pero Vanesa ya no estaba allí.

Vanesa estaba subiendo la persiana, huyendo como si la persiguiese algún monstruo. De haber tardado diez segundos más, ya estaría formando parte de un trío muy apetecible.

“Me debes una, tigretón, aunque aún no lo sepas.”

En la mano llevaba la bolsa con las pastillas de Dante. Solo había cinco, pero con tres tenía más que suficiente.

“Y ahora a ver qué hago con esta calentura que llevo encima.”

9

Saúl estaba soñando con Adela. Paseaban por sitios que solo eran conocidos en el mundo de los sueños, una mezcla de diferentes lugares. El viento movía sus rizos castaños. Sus ojos color avellana le envolvían en un doloroso abrazo. Doloroso porque sabía que sería efímero. Sus labios se encontraron en un beso tan añorado como repetido en el pasado.

Estaban en la cama. Ella desnuda, con su precioso y pálido cuerpo exigiendo sus caricias. Se convirtieron en una amalgama de carne ansiosa por devorarse mutuamente. Sintió los labios de Adela recorriéndole, descendiendo, descendiendo..

Saúl gimió. La sensación de los labios envolviendo su polla era tan real, tan enloquecedora. Abrió los ojos, pero solo se encontró con la oscuridad. Con el sonido de una boca deslizándose sobre saliva. Con un suave ronroneo de placer. Sus manos bajaron y encontraron unos rizos. Aquella boca hambrienta chupaba y lamía, lamía y chupaba. Aquella lengua cálida y salivosa descendía hasta sus huevos y los recorría en su totalidad, los empapaba, los saboreaba.

—¿Qué…? —murmuró, regresando a la vigilia, aunque, en cierto modo, deseando no hacerlo—. ¿Adela?

Un sonido de chupetón cuando la boca que le estaba fundiendo el cerebro con el calor del placer liberó el glande.

—Sí, papi. Soy Adela. —Movimiento en la cama, sobre él. Unas rodillas pegándose a sus caderas desnudas. Una mano sujetando su polla—. Y Adela necesita que la empales con todo tu amor.

Sintió el calor abrasador de un coño devorándole. Sintió cómo se deslizaba en su interior con dulce facilidad, resbalando sobre una humedad acogedora. Aquel cuerpo del que solo podía distinguir unas tenues formas en la oscuridad comenzó a moverse sobre él, cabalgando sobre su polla con movimientos sinuosos, profundos, deleitándose con cada roce. Unas manos pequeñas y suaves cogieron las suyas y las colocaron sobre un par de nalgas respingonas, más pequeñas y firmes que las de Adela el último año de su vida.

Saúl decidió acogerse a la ceguera de la noche, a la ilusoria ignorancia del sueño que ya le había abandonado. Sus manos acariciaron. Sus labios besaron. Y su polla se hundía y se hundía en la embriagadora amnesia de la lujuria.

CONTINUARÁ

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