Alejandra...ganadera

Alejandra estaba allí, alpargatas horteras, un vestido de abuela, pelo desgreñado y canoso con su enorme trasera ofrecida bajo la tela mientras hacía las camas. •Te oí llegar – aseguró al darse la vuelta – Empiezo a conocer el ruido de tu coche, doctor. •No soy doctor. •No me importa – respondi

Alejandra ganadera

Nunca he podido explicármelo.

Aún hoy, con el entremedias de la distancia en reloj y mapa, cuando más lo analizo, más incomprensible me resulta.

Soy un hombre de ciencia.

Soy un hombre analítico, metódico, numérico, hermético y funcional.

Sumamente funcional.

Un ser de probeta y laboratorio como yo lo era, no puede explicar cómo pudo dejarse dominar por aquel desbordante deseo hacia un ser frugal, raspado y justito, frontalmente pétreo, cejijunto y monolítico.

¿Cómo fue capaz alguien insensible a la esfericidad terráquea o la evolución simiesca, conseguir doblegar mi resistencia ante todo aquello que no fuera previsible, planeado y sobre todo, razonablemente probado?

Y más en alguien que ya de párvulo, percibiendo el entorno y sus defectos, decidió tercamente permanecer soltero.

Fueron mis progenitores, sin duda, los principales instigadores.

Cuesta recordar un solo segundo de paz entre ambos.

Cuesta recordar un solo segundo que no estuviera dominado por la tirantez, por el griterío y esa estoica actitud adoptada por padre, ante la histérica disconformidad de su esposa.

Soltero sí, más no solitario.

Cualquier mujer que se acercara con intenciones efímeras, ocupaba su hueco a mi vera, en una cama de sábanas deshechas.

No le hacía ascos a ninguna y ellas tampoco parece que se lo hicieran a un tipo sin excesivo encanto, con fama de huraño, calladito y apagado.

Y al contrario, si quien se aproximaba tenía intención de no contar el minutero, calibrando más el tamaño del anillo que la brevedad del encuentro, era inmisericordemente expulsada del dietario.

Matrimonio y alergia a los ácaros eran mis dos criptonitas.

Mi decisión generó un colchón por lo general vacío, un armario a medias, una nevera de congelados y abundante tiempo libre para invertir y hacer prosperar, mi pasión por la ingeniería agrónoma.

Una profesión que permitía hablarse, entenderse, apostar y delinear sobre cuadrúpedos que poco o nada podían objetar a mis decisiones.

Ni ellos ni sus dueños, por lo general seres laboriosos y humildes, hasta el extremo de considerar que, porque uno anduviera con letra y diploma, estaba siempre un paso por delante de donde ellos estuvieran.

En el mundillo, no tardé en ganar fama de eficaz, imaginativo, afanado, desconocedor de horarios, siempre capaz y dispuesto.

También era considerado como poco menos que un marciano.

En aquel mundo de ideologías férreas, a mi edad, sin mujer, equipo de futbol, cantina fija, siempre rodeado de libros y microscopios, me encasillaron rápidamente en el rincón de los mutantes o afeminados.

Aunque por otra parte, mi aplicación era algo que agradaba a las asociaciones ganaderas, empeñadas en mejorar la genética de sus reses hasta que estas produjeran más y se reventaran los huesos con tanta carne y las ubres rebosaran de leche.

Fiel al trabajo, recorría la provincia asignada visitando todas y cada una de las granjas.

Fiel al trabajo, aquella mañana de abril, con la nieve todavía en las alturas, conduje hasta “Santa María Virgen eterna”, beata denominación para lo que no era otra cosa que una explotación de trescientos bovinos que allí nacían, crecían y se convertían en chuleta.

Una instalación vetusta, orgullo de Antonio, marido, patriarca visible, descarado y chulesco cabeza familiar que, con sus dos hijos, todos varones y salvajes, hacía y deshacía a su antojo.

La paridora de aquellos recentales resultaría ser Alejandra.

La primera vez que la vi, saludó sin mirar a los ojos, sin extender la mano, sosteniendo una prudencial distancia mientras trataba de recomponer un tanto su peinado con raíces y su ropa desfasada y recosida.

Un empeño imposible cuando se lleva, en la mano diestra, un cubo atestado de pan reseco para las gallinas.

Alejandra era joven.

Cuarenta años.

Quince años menos que Antonio.

Más joven y menos agraciada.

Más joven y muy sumisa.

Mientras se desarrollaba la conversación entre varones, no podía evitar percatarme de la insensible aceptación con que aquella fémina, sin aparente historia, afrontaba el aislamiento y absoluta falta de cariño por parte de su prole y marido.

Vestida como si los setenta se hubieran quedado enquistados en el fondo del armario, su cuerpo, hace mucho desbordado, necesitaba de una mayor holgura para poder respirar.

Las magras hacían de cinto bajo un jersey cenozoico de toques morados y blancos, con olor a estiércol y pintas de desconocer lo que era un buen zurcido.

Su piel, blanquecina hasta lo marmoleo, casi difunta, se movía de lado a lado de la cocina, preparando un café con pastitas que, según Antonio, era vetusta receta de la bisabuela.

  • Que cocinaba de cagarse – añadió el lado soez a su creciente lista de impertinencias.

El salón familiar evidenciaba que en aquel hogar, se procuraba más por la pezuña que por los humanos que allá residieran.

Estanterías sin hoja impresa, plagadas de retratos horteras, viejos periódicos deportivos y, coronando aquel despliegue de hortería, ostentosa, bizarra y lamentable, la testa de un jabalí, pésimamente disecada, con las fauces exageradamente abiertas y la lengua fiera, aparentando una fiereza que, dudo mucho, exhibiera antes de ser baleado.

Antonio era monotemático.

Su obsesión era la cría y mejora de la raza alpina, para lo cual, tras describir los muchos sudores que había dedicado, sustrajo la posibilidad de adquirir un nuevo toro semental.

  • Que le dé matarile del bueno a mis vacas – añadía riéndose hacia sus hijos quienes, tan vulgares como quien los concibió, correspondían a carcajada fresca, alguno incluso con el gesto obsceno de mecer las caderas a la imaginaria grupa de una vaca.

Al fondo, tras mis espaldas, podía escuchar el trapicheo de Alejandra.

No tardó en disponer la mesa con la mejor loza que sin duda tenían.

Lo hizo utilizando aquellas manos largas, de dedos arrugados punteadas en unas uñas cortas y sucias.

  • Un toro puro, bien probado. Un morlaco de ocho o nueve años capaz de preñarme quince o veinte hembras al año– continuaba sin mostrar el más mínimo agradecimiento al hecho de que su mujer, incluso le echara cucharadita y media de azúcar al mejunje– Eso no nos bajará de seis o siete mil euros. Puedo pagarlo en cinco o seis años.  Más barato los encontraría si, aunque con el tiempo, perderá fuerza y con ella, malmeteré unos cuantos duros.

Mientras Antonio hablaba de un toro puro, semental bien probado, morlaco capaz de preñar, no paraba de contemplar a Alejandra, discretamente presente, girando en torno nuestro mientras disponía tacitas, cucharillas y platos con pastas inglesas.

  • Un semental con todas las letras – añadía Antonio mientras mi mano rozaba suavemente la de su esposa para rogarle que con dos pastitas me sobraba.

Un gesto que ella correspondió cruzando su iris con el mío y esbozando algo que creía, era una sonrisa.

  • Iremos de ferias. ¿Nos acompañarás?
  • Claro, claro – regresé a la realidad en cuando ambos pestañeamos.

La reunión acabó en aquel trato del cual, sacaría unos buenos cuartos en concepto de comisión y asesoramiento.

Unos cuartos en los que no pensaba mientras, en el trayecto a casa, entre curva, curva y frenazo, intentaba elucubrar sobre lo que paraba bajo los entristecidos ojos grises de Alejandra ganadera.

Un pensamiento que ni tan siquiera media hora de espartana ducha consiguió disipar.

Tuve entonces que recurrir a Emma, siempre dispuesta, tan imaginativa a la hora de encontrar una excusa ante un marido embobado, como lo era cuando deseaba practicar mil y una posturas que conseguían hacer tintinear sus pequeños, casi andrógenos pechos.

Allí estaba yo, a la una de la madrugada, con los nervudos pies de Emma sostenidos sobre mis hombros, ella larga en la cama, yo de pie, en el borde, tratando de llegar aún más profundo, contemplando sus costillas respirar al ritmo de sus jadeos y sus huesudas caderas buscando facilitarme la tarea cuando, de repente, sus pechitos se hicieron dos ubres pecosas y su cintura una riego de fértil generosidad magra.

Allí estaba Emma si…pero no yo.

Por mucho que mi orgasmo regara la infidelidad constante de mi amante, quien luego regresaría a su casa sin molestarse en limpiar lo obvio, abducida por la idea de ser recibida con un leve beso de marido, mientras en su entrepierna correteaba el semen de otro.

Pasaron varias semanas de trabajo absorbente.

Un trabajo al que me entregaba de manera obsesiva, sobre todo cuando no conseguía asexuar todo lo concerniente a Alejandra y sus voluptuosas pecas.

¿Cómo era posible que tan solo con verla una sola vez fuera capaz de entrechocar de manera tan calamitosa mi yo racional con el yo más salvaje que siempre había conseguido sostener domesticado?

Empezaba a conseguir encauzar la zozobra hasta la mañana en la que el nuevo semental de Antonio, comenzó a sentir poco apego hacia las hembras que le habían correspondido en suerte.

  • Tienes que venir – me llamaba desesperadamente – Como nos haya salido maricón perdido se nos van a tomar por culo los ahorros de dos años – hablaba al otro lado del teléfono con comprensible nervio.

Hora y media más tarde, pasaba frente a la imagen de una virgen en éxtasis, indicativo de la entrada a la granja, escayola hortera de lo mal que a veces se pueden llegar a relacionar la fe con el buen arte.

Al pobre animal no le ocurría nada malo.

Su problema era haberse zampado hierba demasiado húmeda y sus buches necesitarían de cuatro o cinco días para vaciarse del todo.

Apenas oyó el diagnostico, la cara de Antonio se giró hacia el mayor de sus hijos y su mano, gruesa y sucia, se estampó

sonora y dolorosamente en uno de sus carrillos.

El chaval, de nueve o diez años, con una evidente simplicidad, excesiva para la edad, cayó al suelo sin gemir un solo lamento, escabulléndose luego con felina habilidad tras unas pacas.

Sin duda el pobre había sido quien estaba a cargo del animal cuando lo dejaron pacer a voluntad en las cercanías.

Alejandra, también presente, calló sin alzar la cabeza en defensa de su vástago.

  • Mujer, ve a prepararle algo de café al veterinario – ordenó sin dar mucho atisbo al arrepentimiento.
  • No hace falta – me sentía visiblemente incómodo.
  • Se hizo tarde. Quédese a comer. Si quiere, luego hace siesta.
  • No hago nunca siesta.
  • No se hable más – no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria – Coma y luego se pasea usted para ver las instalaciones mientras yo la hago.

La comida la hicimos entre tres.

El chaval debía comprender que durante dos o tres días, lo mejor era difuminarse en el entorno hasta que la furia paterna se diluyera.

Entre bocado y bocado observaba la situación de un Antonio masticando a boca abierta, locuaz tan solo conmigo mismo, mostrando una actitud distante, incluso ausente de que a medio metro a su diestra, paraba la que era esposa y madre de sus hijos, más atenta a rellenar el plato ajeno que a dar buena cuenta del propio.

Aquel dictatorial patriarcado conseguía incomodarme al punto que, agradecido por la temprana somnolencia de mi anfitrión, salí a rebajar la copiosa pitanza con un paseo.

Tras media hora, ya con el estómago más liviano, decidí ir a comprobar el estado de la hierba que le daban al toro, entre otras cosas, para evitar tener que regresar al tanto por otra indigestión de sus quinientos kilos de morlaco.

El pajar, de nueva construcción, estaba perfectamente aislado.

Ambiente cálido, altura adecuada, sistemas antiincendios en correcto funcionamiento, techo sin goteras, leve presencia de ratoncillos, tal vez murciélagos, inmaculada sequedad, incluso algo de calor, un ordenamiento germánico.

Completaba la estancia Alejandra, completamente desnuda, asentada sobre una paja con las piernas abiertas.

Su estampa era la esperada…..generosa, carnal, muslos muy gruesos, colgados, piernas largas, algo hombrunas, tripilla en doble caída, pechos abismales pero firmes, cuello férreo, tez escandinava, muy pecosa, muy inmaculada, pies en punta, con el dedo gordo grueso pero que bien conformado, la planta rosácea, sin tosquedades ni juanetes.

Lo que no aguarda, era su mirada.

Allá, no estaba Alejandra.

Al menos, la que hasta ese momento creía haber conocido.

Allá no paraba sumisión alguna.

Allá tan solo se presentaba Alejandra, con su lubrica, rural, sucia y aceitosa belleza, directamente ofrecida, directamente pública, directamente amoral e impúdica.

Ella sola, con su olor mezcla de café, fiemo y postres caseros, de falsedad y crespillo, de fregona y coño húmedo.

Físicamente desafortunada, vitalmente desafortunada pero, inexplicablemente, capaz de conseguir que, a veinte metros de distancia, mi miembro se endureciera en la distancia, con la telepática potencia de su sexualidad atenazada.

Estaba claro lo que iba a suceder.

Di dos pasos y giré para cerrar la puerta.

  • No la cierres – ordenó – Déjala bien abierta.

Comprendi que para Alejandra, el riesgo era un afrodisiaco tan potente o más que la mirada de Richard Gere, una balada de Scorpions o la química de una pastillita azul.

Me acerqué.

Lo hice y a medida que la presentía, sentía un creciente olor a hembra, acrecentado por su mano, que colocó directamente sobre su clítoris rodeado de largos y generoso pelos, frotándolo fuertemente, más vigorosamente a medida que me sentía a su lado.

Fui a besarla.

  • No – ordenó – Chúpame los pezones. Chúpamelos que no puedo más.

Nunca he sido ni dominante, ni dominado.

Pero el tono y la generosidad de aquellos senos enormes y potentes, hicieron que no objetara cosa alguna a aquel imperativo.

Mi boca se dirigió directamente a los pezones que lamieron mientras ambas manos apretaban sus pechos sin mucha suavidad, tal y como, por los crecientes gemidos, sospeche que a mi pecaminosa ganadera le agradaba.

Y le agradó.

Mucho.

Demasiado.

Porque a los dos minutos de paladear aquel dulce con forma de pezón inmenso pero erguido y rosado, sus dedos frotaron con increíble ímpetu un pubis ruidosamente húmedo y ella, desbordada, meció su cadera mientras con otra mano atenazaba mi cabeza entre sus tetas y se corría sonoramente, boca abierta, ojos intensamente cerrados hasta el último segundo del éxtasis, cuando no pudo represarlo más y los abrió de par en par para contemplar el techo plagado de telarañas.

  • Ufff, uffff – así estuvo rato largo hasta recuperar el resuello.

Yo mientras besaba su cuello tratando de conseguir que ese resuello volviera a acelerarse, a recobrar fuerza y deseo.

Pero fue un imposible.

Alejandra empujó mi cuerpo alejándome de ella.

  • Ya basta – no admitía replica – Ya basta y cierra la puerta mientras me visto.

Conduje todo el camino acordándome de todas las generaciones pasadas de aquella enmendada paleta.

Conduje furioso juramentado para no volver nunca

a aquella granja de santurrones con dos críos bobos, una mujer falsa y un marido cornudo.

Conduje y al llegar, ya estaba deseando que el toro volviera a enfermar o una de las vacas tuviera uno de esos partos de los que revientan úteros.

Sería nuevamente Emma quien se beneficiara de mi rabia.

Mis empujones casi sádicos contras su trasero escuálido, ofrecido en el borde mismo de la cama provocaban en sus gritos una mezcla de pasión, placer y dolor que estrellaban ruidosamente, contra la pared, el cabecero de la cama.

  • Me duele el coño chaval – se quejaba luego, con su pecho sudoroso y esa expresión tan de me gusta pero no me gusta que tienen los infieles que placen de lo que hacen, aun sabiendo que la moral se lo tiene prohibido - ¿A ti te ha pasado algo hoy o qué?
  • Nada – respondí levantándome, sin ganas de cháchara, directo a una ducha donde para mi sorpresa, debí aliviarme por segunda vez, pensando que en el orondo trasero de la desagradecida ganadera.

Durante dos meses…silencio.

Era su juego.

El juego que Alejandra emprendía, desarrollaba, dominaba como ninguna para conseguir que se hiciera lo que ella quería, como ella quería y sobre todo donde ella quisiera.

No hubo vaca herida.

No hubo bestia enferma.

Aquel día de agosto, acudí a la finca tan solo dolido y narcotizado por las magras carnes de Alejandra ganadera.

Sabía lo que pasaría.

También ella lo sabía.

Lo que ignoraba era hasta qué punto estaba dispuesto a arriesgar, por poseerla.

Entré aparcando a derrape sobre la gravilla, viendo como ella me contemplaba en alto, primero piso, desde la ventana donde se encontraba la cocina, con un trapo restregando platos.

Salí y la miré.

Ella me miró fijamente, casi con desprecio y se echó adentro.

Camine de dos en dos pasos, abrí la puerta que nunca llevaba puesto el cerrojo, subí las escaleras y sin resuello entré en la habitación.

Fueron exactamente dieciséis segundos.

Pero Alejandra me esperaba ya en mitad de aquella estancia, tan desnuda como lo estaba el día en que ensalivé sus pezones con mi lengua.

Me detuve.

Me detuve atemorizado.

Lo reconozco.

Ella avanzó…

  • Hay poco tiempo.

Y, arrodillándose, sacó mi miembro, duro como una piedra, exigiendo que fuera, por fin, satisfecho.

Comenzó a degustar lo que ofrecía.

Comenzó a hacerlo con visible satisfacción, empecinando sus labios, su lengua, su saliva, sus dos manos y sus gemidos en acapararlo todo.

Porque trago todo.

Y a nada hizo ascos.

Con el rostro crecientemente descompuesto, escuché un ruido.

A través del ventanal, vi como sus hijos andaban revoloteando tras una pelota, acercándose lenta y perturbadoramente a la casa.

  • Alejandra – traté de objetar.

Ella paladeo con mayor rapidez.

  • Alejandra tus hijos…ogggg….tus hijoossss  vienen.

Ella masajeaba la base de mi polla mientras la lengua aleteaba entre el capullo y las medias.

  • Alejandra que vienen – vi como uno desaparecía y el ruido de la puerta y el chirrido de los goznes gusto cuando me corría en dos, tres, cinco venidas generosas mientras en el patio se escuchaba pelearse a los recentales.

Cuando por fin entraron, estaba de pie, con los pantalones en su sitio y la cremallera medio abierta.

Alejandra regresó del baño perfectamente compuesta, perfectamente adaptada a su papel de callada y sumisa….limpiándose con la manga un último resquicio de mi leche en la comisura de los labios.

  • Anda termina de subirte la bragueta – se rio el más mayor de los hijos – que te veremos el pajarito – terminó con esa risa de chimpancé que ponía los pelos de punta.

Yo no pude encontrar la gracia.

Las piernas me estaban temblando.

Por la noche, al contrario de lo que solía, ya no era capaz de concentrarme en la tarea.

Solo en casa, deseaba a Alejandra como un quinceañero, obsesiva y torpemente, creyendo que si ella me acababa de felar, corriendo el riesgo de ser descubierta por sus recentales, era porque sentía idéntica obsesión por mí.

Pero no era así.

Yo solo era la pieza de su ajedrez, del juego que practicaba y para el que necesitaba alguien tan sumiso, como ella lo era cuando llevaba las bragas puestas.

Intenté durante unos días recuperar el orgullo, dejar de pensar en ella.

Pero todo lo que acaparaba se deshacía rememorando el momento en que, mirándome desde abajo, contemplaba como se tragaba cada gota de mi ser, sin consentir que un solo mililitro escapara.

Y volvía a soñar con el dia y la oportunidad de volver a verla.

Pero el dichoso toro estaba sano como nunca y cuando volvió a presentarse el día, campaña de vacunación ovina, era imposible soñar tan siquiera con verla.

Marido e hijos me ayudaban a controlar los testigos, los documentos, las señales de haber pasado la inyección por el cuero de sus reses.

Alejandra se intuía, se oía desde la cuadra, trapicheando en una casa donde, ese día, no iba a entrar.

Hasta que mis manos, sucias por la faena y mi rostro, cuarteado por el sudor, precisaron de una tinaja con algo de agua.

  • Marcha a la casa y que te la de esta – dijo Antonio mientras agarraba las pezuñas de un cabrito, poco proclive a dejarse inyectar.

Cuando me encaminé hacia la casa, sabía de sobras lo que ocurría dentro.

Cuando abrí la puerta tuve cuidado de dejarla, de par en par, abierta.

Cuando subía las escaleras intenté hacer todo el ruido que pude.

Cuando entré en la cocina, vi a Alejandra asomada a la misma ventana, mirando el descampado donde su marido e hijos hacían por poner orden entre tanto polvo y pezuña.

Su camisa blanca, su penosa chaqueta y su desnudez, de cintura para abajo, ofrecida en pompa con aquellas piernas largas e hinchadas, bien asentadas, en uve perfecta, cimientos sólidos, reclamando lo que de mí esperaba.

No dijo nada.

Tampoco yo.

Me acerqué como un poseso.

Baje mis pantalones y antes de que tuviera conciencia de aquella locura, la penetré menos con fuerza que con saña.

  • Por fin – susurré.
  • Grítalo.
  • ¡Por fin! ¡Por fin!

Empujaba con mucha gana.

  • Ufff, ufff
  • No te vengas aun.
  • Es solo el regusto –aclaré mientras contemplaba que al tiempo que su entrepierna me recibía empapada, su rostro, reflejado en el ventanal a través del cual contemplaba, permanecía casi gélido, apenas esbozando la tez rojiza, prueba de lo que entre las tripas se le desarrollaba.

Mi cadera daba topetazos sonoros contra sus glúteos y estos, tan cargados, se bamboleaban de frente hacia detrás para ser de nuevo impulsados hacia delante tras otra impulsiva acometida.

Era un mecido hipnótico que apenas terminaba, no pensabas en otra que volverlo a generar porque eras incapaz de dejar de verlo.

  • Ummm – escuché un leve gemido.
  • ¿Te gusta? ¿Te corres?
  • Ya me he corrido una vez – informó – Y ahora viene la segundaaaaa…ummmm….ahora.

Sentí que saludaba con la barbilla a su marido quien, desde lejos levantaba la mano para pedir explicaciones sobre mi tardanza.

Alejandra giró un dedo para indicarle que enseguida iba.

  • Me corro.
  • Y yo – avisé.

Cuando abrí los ojos, el semen chorreaba a borbotones entre su vagina y mi miembro aun enhiesto y los dientes dolían de lo mucho que los había apretado durante el orgasmo.

Alejandra fue la habilidosa.

Alejandra me sacó de ella y se puso rápidamente bragas y pantalón sin dejar que una sola gota de mí se escapara.

  • Súbetelos.
  • ¿Qué?
  • Aprisa, súbetelos.

Vi mis pantalones y escuche como alguien subía.

Cuando Antonio hizo su entrada, la escena estaba del todo compuesta.

  • Aun no te has lavado. Mira que eres lento.

Mire mis manos mugrientas.

  • Es que el agua caliente no salía – apareció Alejandra para salvamento  con un barreño pequeño – Tendrás que mirar la caldera cariño.

No estaba enamorado.

He de reconocer que mi dispositivo de defensa se encargaba de capturar cualquier mariposa que deseara revolotear en el estómago.

Pero de noches, negándome la ducha para que el cuerpo oliera a su mezcla de crespillo, abono y vello, la eché intensamente de menos.

Eso me hizo desear el inventar una excusa que me permitiera acceder a ella, sin sospechas.

La ideé diez eternos días más tarde, cuando la campaña de vacunación antirrábica canina me llevó al pueblo más cercano.

Esperaba a que Antonio, poco dado a acatar las legislaciones, se hubiera olvidado de llevar sus tres bichos.

Y acerté.

Cuando cerré el tenderete de frascos, jeringas y cartillas, el objetivo no había aparecido.

El protocolo establecía que se informara a Sanidad de ello y nada más.

Antonio se enfrentaría así a un bien merecida multa de quinientos euros.

Pero, fingiendo ser diligente, agarré el coche en dirección a la granja para encontrarme con él, un kilómetro antes.

Iba con sus dos hijos más dos perros a los que parecía tener más estima que a sus iguales.

En sus manos, acariciaba una escopeta de dos caños de los cuales, se despedía el humo sabor plomo de la última tirada.

Uno de los animales agarraba en la boca, el cuerpecillo inerte de una liebre ensangrentada.

La expresión de Antonio era fría, insensible al hecho de haber aniquilado una vida por placer, pues la liebre, seguramente, no poseía carne suficiente ni para guisarla.

  • ¿Dónde marcha doctor?

Un calambre de pánico recorrió mi medula espinal desde la cuna hasta la rabadilla.

Un miedo sudoroso y amenazante.

Mis brazos aferrando el volante, mi pie derecho en el acelerador, la marcha puesta, el motor encendido dispuesto a dar gas y huir cuando el arma apuntara a mis sesos.

Y mi polla.

Mi polla firme como una roca ante la posibilidad de que aquel engendro neandertal, descubriera la manera salvaje que tuve de rellenar de semen la vagina de su parienta.

  • Estos no se vacunan que los tengo de ilegales – respondió cuando le expliqué mis intenciones – Ah que el otro, el pastor sí, porque ese me lo controlan los guardias. Está en la casa. Marche que aún tenemos que resacar los campos de la Solaneta y esos dan para todo el día.

Al aparcar el coche, el perro levantó las orejas y el corpachón para acercarse a mí en busca de vicios.

El rabo de diestra a siniestra era señal inequívoca de alegría y confianza.

No le hice ni caso.

Subí al primer piso.

Alejandra no estaba.

Llegué al segundo, el santa sanctórum donde la familia se adormilaba, donde nunca había entrado.

Alejandra estaba allí, alpargatas horteras, un vestido de abuela, pelo desgreñado y canoso con su enorme trasera ofrecida bajo la tela mientras hacía las camas.

  • Te oí llegar – aseguró al darse la vuelta – Empiezo a conocer el ruido de tu coche, doctor.
  • No soy doctor.
  • No me importa – respondió desabotonándose el vestido que cayó al suelo probando que no llevaba nada de ropa interior, señal de que, por alguna intuición brujesca o femenina, ya me aguardaba.

Con delicadeza impropia de su cuerpo, se echó sobre la cama, reposando la cabeza en el almohadón y abriéndose entregada de piernas.

  • Móntame. Estoy en mis mejores días.

Cualquiera en mi cargo y estudio se hubiera arrancado los tímpanos antes semejante propuesta.

Pero ese alguien estaba frente a dos largas y exuberantes piernas, columnas porticadas de un pubis generosamente peludo donde asomaban, visiblemente excitados, sin que los hubiera tan siquiera rozado, sus labios.

La habitación era diminuta.

Pero tuve espacio de sobras para avanzar desnudándome, abalanzándome sobre ella que más que abrazarme, me aferró con brazos, uñas, dientes y piernas.

  • Ohh Alejandra…

Media hora más tarde empujaba con todas mis fuerzas mientras las manos de Alejandra, una aferrada con saña a mis glúteos, la otra entre mis omoplatos, trataban de arrimar de más lo que ya de más estaba arrimado.

Cada penetración era correspondida con un grito exacerbado, con una pasión copulativa inabarcable, con adjetivos que provocarían el suicidio de algún académico.

  • Cabrón, cabrón, hijo puta cabrón. Empuja, empuja, reviéntame, que se joda el muy cabrooonnnn…..

Y yo, ciertamente, en el límite de mis energías, gozando como nunca nadie, con esa sensación entremezclada de follarse una hembra irrepetible y el terror a que la puerta se abriera y recibir un postazo en la entrepierna, obedecía, hincando todo lo que yo tenía, dentro de aquel coño tan acogedor como inmenso y agresivo.

El movimiento de sus caderas que, aun debajo, aparentemente en la sumisión del misionero, tomaban la delantera, meciéndose por la excitación hasta chocar hueso contra hueso en un sonoro clack húmedo.

  • No puedo más, no puedo más….

Y entonces Alejandra hizo torniquete con sus pies sobre mi cintura, ejerciendo un nudo aprisionador e inamovible, aumentando el ritmo de su follada, apretando sus dientes, echando la cabeza hacia atrás para ofrecerme el cuello que mordí para atenuar los gritos.

Gritos que ella no se molestaba, ni mucho menos, en cercenar.

  • Dame leche, dame, , dame, dameeeee

Aun respiraba jadeante mientras me vestía.

Lo hacía con un ojo puesto en la ventana mientras, ella permanecía visiblemente satisfecha, con una sonrisa maliciosa y a la par cálida, impresa en su cara.

  • ¿Tienes miedo a morir doctor?

Cuando apreté el cinturón, vi cómo agarraba sus rodillas para alzar las piernas, izando levemente sus caderas para colocar un almohadón bajo ellas.

  • Yo no – se respondió a si misma.

Me pareció un gesto infantil, propio de alguien que no se da cuenta que cada acto, tiene su reflejo.

Si haces algo malo, algo malo se estará gestando.

Y yo no estaba por la labor de afrontar mis penas frente a la cartuchería de Antonio.

¿Saben la sensación de “me da igual”?

Nunca la tuve.

Siempre mi vida estuvo sistemáticamente organizada por mi programático y científico cerebro.

Pero cuando encendí el motor y, deslomado, agotado, con un olor pestilente a esfuerzo sexual, tuve la sensación de total descontrol.

A pesar de que mi cotidiano, mis estudios e investigaciones, mi deber laboral estaban pulcra y metódicamente administrados.

A pesar de que mi cama seguía solitaria, mi digestión adecuadamente controlada, mi cuenta bancaria numéricamente jerarquizada.

A pesar de ello, cuando me desperté con un espasmo en el pecho a las cuatro de la madrugada, sospeché, intuí, supe que algo, se había quebrado.

Y, guiado por esa intuición, decidí buscar en la agenda el teléfono de mi antecesor en el cargo.

Cuando lo llamé, a las ocho de la mañana, se mostró sorprendido.

Nos conocíamos sí, pero desde que el aceptara un destino más elevado y mejor retribuido, habíamos perdido todo contacto.

Insistí en mi necesidad de preguntarle cosas, dudas que en realidad no tenía.

Do días más tarde, hablábamos de ciclos reproductivos bien coordinados y tablas de fecundidad actualizas frente a un café para mí, vino largo para él.

No le hacía ni puto caso.

Solo lo miraba fijamente, tratando de no perder un solo detalle de su rostro que confirmara mis sospechas.

Una faz algo redonda, carente de ángulos, de pómulos ligeramente picados por el acné juvenil y ojos negros brillantes a cada lado de una nariz aguileña, casi hebraica.

Como la nasal del hijo pequeño de Alejandra.

Las rodillas me fallaron.

  • ¿Quién fue tu antecesor?
  • Ummm el profesor Santos. Era un buen tipo.
  • ¿Era?
  • Sí. Falleció hace tres años. Un infarto inesperado. Una pena. Sabía mucho de nuestro oficio. Mira, aquí en el móvil tengo una foto que nos sacamos poco antes de morir.

Y la vi.

Y decidí apurar el café y escapar con la garganta reseca y los pies temblando.

Temblando porque el difunto señor Santos, tenía las mismas orejas de soplillo que el mayor de los recentales de aquella granja de locos.

O de loca, no lo sé.

Al día siguiente presenté mi dimisión e hice apresuradamente la maleta.

Calculé que en los dos o tres meses que se confirmara el embarazo y en los nueve que tardaría en nacer, habría puesto tierra y olvido de por medio.

No dije adiós a nadie.

Víctima como me sentía de aquel extraño triángulo al que no quería pertenecer, no tenía la más mínima intención de consentir que Antonio me encañonara reclamándome la honra robada a cambio de no volarme a postazos la cara.

Marché.

Hui.

Hui y monté una clínica en la capital, dispuesto a corregirme y olvidar.

Y lo logré.

No cabía duda.

Allá recobré algo de paz.

Allá incluso una novia con la cabeza sobre el cuello capaz de hablarme de un futuro común sin amenazar el mio propio.

Allá conseguí calmarme y continuar el camino.

Y allá, cuatro años más tarde, volví a reencontrarme con ella, leyendo soporíferamente la gaceta provincial.

En la foto aparecía Antonio, con ese rostro de felicidad estúpida al lado de un cerdo cuyo tamaño, había batido todos los records nacionales.

Más viejo, más cejijunto, rodeado por sus tres vástagos; uno narigudo, otro con orejas de soplillo y el tercero, con el mismo juego de pecas bajo los ojos que yo tenía.

Como siempre, esquinada, Alejandra se exhibía todavía más carnal, con unos mofletes que ya estaba algo sobrealimentados y otra barriga de siete u ocho meses, bajo el estampado hortera de una bata de cocina.

Tras el gorrino, tal y como rezaba el pie de foto, paraba, con aire más serio y tenso, cuello embutido, dientes apretados, el nuevo veterinario, autor del milagro cárnico.

Un chico joven con un problema más gordo que el bicho que había cebado.

Porque su pasaporte senegalés iba a ser un serio inconveniente, a la hora de explicarle a Antonio, porque el cuarto de sus hijos, le había salido carbonado.