Aldana
Una noche de lluvia hace que dos mujeres descubran que se deseaban desde hacía bastante tiempo...
El día no se presentaba nada halagador. Se me había terminado el café, me quedaba dinero solamente para comer un par de semanas, no tenía trabajo y el examen del día siguiente era el presagio de una posible carnicería. Mi única tranquilidad era que había adelantado dos meses del alquiler del cuarto. Salí a la calle con una depresión que hacía mucho tiempo que no me daba. Llegué a la biblioteca pública y me senté a estudiar en el rincón más apartado. Lo de los existencialistas lo va a preguntar, seguro, había dicho Aixa con esa cara de pitonisa que suele poner cuando da uno de sus vaticinios, y aunque la mayoría de las chicas no le creyeron y algunas hasta se rieron de ella, yo sí la tome muy en cuenta. En ese momento recordé la menuda figura de Aixa, delgada, más baja que yo, el pelo cortito con apenas un mechoncito sobre la frente, los ojos moros tan enormes y sus labios carnosos. Aixa vestía siempre de pantalones y camisas arremangadas. Pantalones negros, azules o grises, casi nunca de jean, solo a veces. Y su paso rápido para alejarse de los grupos donde alguien encendiera un cigarillo. Ese detalle era lo único que a veces nos acercaba. Seguí estudiando y commence a hacer fichas sobre Heidegger y su obra, seguí con Jasper, después con Marcel, resolví dejar a Sartre para después, de él había leído algo más cuando mi profesora de Literatura me obligó a hacer una monografía para aprobarme en el ultimo año de bachillerato. Esa monografía estaba bien hecha, pero siempre me acompañaría la duda de si la nota tan alta que obtuve se debió a eso o a la inesperada sesión de sexo que tuvimos una tarde de junio en su departamentito, cuando supe definitivamente que me gustaban las mujeres y únicamente las mujeres y emprendí al poco tiempo el viaje a la capital, con mis dudas y mis sueños. Mora, la profe, me enseñó que las lesbianas debíamos ser doblemente cautas en nuestras relaciones, que mi prioridad debía ser mi carrera, me dijo la última tarde que estuvimos juntas y yo sentí que en ese adiós se juntaba todo lo terrible y doloroso que tienen todas las rupturas pero lo entendí después, cuando aprendí a convivir en la jungla de la ciudad. Finalmente terminé con Sartre y salí a la calle, casi a las tres de la tarde. Decidí que recorrería la zona de los bares nuevos, no lejos del casco antiguo. Tal vez allí necesiten una camarera o una ayudante de cocina. Mi estómago, dócilmente habituado a las crisis cíclicas de mis bolsillos, no me hizo ningún reclamo.
Caminé por calles transitadas, ruidosas, soleadas y tristes. Me vi más flaca en cada vidriera y en los cinco o seis locales en que me animé a entrar a preguntar me despidieron con mucha cortesía. Calculé que, si caminaba hasta el malecón unas ocho cuadras, podría tomar un solo transporte que me llevaría a casa. Apenas crucé la calle cuando vi un local recién inaugurado, no era muy gande en verdad, tendría unas quince mesas adentro. Una muchacha limpiaba la vidriera, un mozo atendía a una pareja sentada a una mesa; los únicos clientes a esa hora tan temprana. Un hombre canoso, de ojos verdes y cejas tupidas estaba sentado detrás de la caja. Un estante lleno de bebidas se veía detrás de él. Lo saludé y tartamudeé mi pedido. Su Mirada era muy dura.
-¿Sabes preparar tragos?
Asentí con la cabeza.
-Ven conmigo- dijo. Lo seguí a la trastienda. Había una mesa larga llena de botellas y una pila de copas brillantes, una procesadora y varias cocteleras de acero inoxidable.
-Prepárame un margarita- dijo y carraspeó, como hacen los viejos cascarrabias.
Mezclé las bebidas en la coctelera y busqué una copa.
-Necesito sal para adornar los bordes de las copas- dije.
-No te preocupes por eso.
Me quedé expectante viendo cómo olía el preparado, metió un dedo en la copa y lo probó, después gritó
-¡Aldana!
La muchacha que limpiaba la vidriera entró de inmediato.
-Pruébate esto- le dijo y volvió a mirarme con sus ojos penetrantes.
-Ahora prepárame un Manhattan- ordenó.
Busqué entre las botellas hasta que encontré un buen vermut y volví a ejecutar mi arte. Volvieron a probarlo de la misma manera, me pidieron un Rob-roy, y después un Martini seco.
-¡Coño! ¿Dónde carajo aprendiste a preparar tragos? ¿Hiciste un curso?- preguntó el viejo con su voz cavernosa.
-Aprendí de un bartender.
-¿Cómo te llamas?
-Leticia Rodríguez.
-Yo soy Francisco Cárdenas y Aldana es mi hija. ¿Puedes quedarte a trabajar? Mañana hablaremos de las condiciones.
Regresé a mi cuarto a las tres de la mañana, cansada pero feliz. Tenía trabajo, había estudiado y me sentía segura de dar un buen examen. A la semana me había armado una carpeta con información que bajé de Internet sobre distintos tipos de tragos, no tenía contacto con los clientes y la paga era semanal. Traté de ser lo más seriota posible con todo el mundo, especialmente con el Viejo, pero el ambiente era tan tranquilo que jamás había problemas. Una noche, cuando ya los mozos estaban recogiendo, llegaron dos parejas maduras, los hombres vestían trajes caros y las mujeres iban vestidas de fiesta. Don José ordenó que se les atendiera y, cuando uno de los hombres pidió que el bartender les preparara sus tragos junto a su mesa, les explicó que esa no era una práctica de la casa pero que accedería por esta vez, y me llamó. Las mujeres se sorprendieron al verme. Les expliqué que para hacerles sus tragos a la vista tendría que traer algunos elementos de la cocina, como la coctelera, un recipiente con hielo molido y el jugo de naranja. Se tomaron varios destornilladores y pagaron sin chistar, me dejaron una buena propina y se fueron contentos. Llegué al cuarto casi a las cuatro de la mañana, exhausta, me tire a la cama sin molestarme por quitarme la ropa. Fui despertada por el hambriento sol de las doce del mediodía y un zumbido de mi celular.
-¿Aló?
-¿Leticia? ¿Eres tú?
-Sí, ¿quién habla?
-Soy yo, Aldana, necesito hablar contigo, estoy en la acera de enfrente de tu casa ¿puedo pasar?
Me sorprendió esa visita como me hubiera sorprendido la visita del mismísimo Rafael, cualquiera de los dos, el del Renacimiento o el más reciente, el cantante español
Aldana vestía una falda blanca de algodón, una blusa azul oscuro de mangas cortas y sandalias de tiritas, cargaba un bolso tejido muy pequeño y llevaba en la muñeca unas pulseras finísimas de acero inoxidable. La invite a sentarse en la cama desordenada mientras me daba una ducha.
-Dime, dije al salir rápidamente del baño, solo me había puesto un short y una blusita sin mangas.
-Pues, mira, yo no sé por dónde empezar, es que tenemos tan poca confianza que tal vez te puede parecer un atrevimiento que yo venga a tu casa a
-Mira, muchacha, ve al grano y pongamos esto claro de una vez ¿tienes problemas con tu padre, verdad?
-¿Cómo lo sabes?- dijo al tiempo que enrojecía.
-No debe de ser difícil tener problemas con él, me imagino
Suspiró con fastidio.
-Tengo que volver a Madrid y, eso me aterra, por un lado no quiero dejarlo solo porque me da miedo de que meta la pata en la administración del negocio, y por otro lado, lo que me espera allá es difícil
Opté por callar y dejar que se desahogara.
-¿Sabes? Tengo que retirar de un banco las cosas que mi madre dejó para mí cuando se murió, hace más de seis meses.
-¿No estuviste con ella cuando murió?
Permaneció callada un momento, mirando el techo, como si buscara en las Alturas, entre las telarañas, alguna señal de salida para la angustia que sin duda la acongojaba.
-Ella murió en un manicomio. Tenía una esquizofrenia paranoide irreversible
-¿No puedes pedir que te envíen eso por correo?
-Podría, pero tengo que hacer trámites en la universidad, firmar papeles, no puedo dejar de ir.
-Cuéntame más.
Eran casi las tres de la tarde cuando Aldana se fue. Comimos un arroz blanco con huevos fritos y yo fui a mi universidad.
No la vi esa noche en el bar y me cuidé muy bien de que el Viejo supiera nada de nuestra charla. Una semana después casi había olvidado nuestra charla. Pero Aldana volvió y se puso a ayudarme en un momento en que el local se había llenado y todo el mundo pedía tragos.
-Tenemos que hablar- me dijo, como si yo estuviera involucrada en todo lo que le había pasado. Salimos a las dos de la mañana y Aldana simplemente le avisó a su padre que me llevaría a mi casa. El Viejo no pidió explicaciones, simplemente asintió. Aldana me hizo subir a su auto y arrancó. Por el camino me fue contando su experiencia. El tono monocorde de su voz estuvo a punto de darme sueño un par de veces, pero reprimí los bostezos. Ya en mi cuarto, que no sé por qué extraña conjunción de fuerzas planetarias ese día estaba limpio y ordenado, decidimos tomarnos un café para seguir charlando. Aldana terminó de desnudar su alma para mí. Para cuando terminamos de hablar eran casi las seis de la mañana. Ahora yo tenía una perspectiva bien diferente de lo que era esta muchacha. Solo una pregunta me rondaba por los oscuros rincones de mi cerebro; ¿por qué me había elegido como confidente? ¿Tan sola estaba? ¿O acaso era una solitaria como yo?
Fue en la madrugada de un sábado. Era casi las dos de la mañana y no quedaban más de dos mesas ocupadas. Don Francisco ordenó cerrar y se fue apenas hubo terminado con la caja. Aldana, como siempre, se hizo cargo del resto. La ayudé a limpiar y menos de quince minutos terminamos con todo. Jorge, el ultimo de los mozos, se fue en su motocicleta y Aldana me hizo una seña de que la esperara. Querrá charlar, pensé. Nos montamos en su autito y en pocos minutos recorríamos la desierta avenida Washington.
Cuando llegamos a la entrada de un residencial llamado Mar del Sol, Aldana detuvo la marcha para señalarme el ultimo apartamento de un edificio de cinco pesos.
-Me mudé hace dos días, ahora papi podrá traerse a sus queridas sin problemas- dijo.
El sueño empezaba a apoderarse de mi cuerpo, aunque era casi una hora más temprano de la que acostumbrábamos a salir. Aldana entró al residencial. Supuse que iría a buscar algo al departamento y luego me llevaría a casa, no me preocupé demasiado, siempre cabía la posibilidad de pedir un taxi. El departamento tenía dos dormitorios, una salita, un balcón enrejado y una cocina muy pequeña. Por todos lados había cajas apiladas con libros, discos compactos, ropas y cortinas. Aldana sugirió que nos quitáramos los zapatos y hbláramos en voz baja, para no molestar a los vecinos. El sofa de la salita estaba lleno de bolsas de ropa y cajas con papeles. Lo único que ella había instalado era su computadora. Su dormitorio estaba un poco menos desordenado que el resto de la casa, al menos sobre la cama no había cajas ni bolsas de cosas. Encendió el aire y en pocos minutos el calor dejó de ser una molestia. Me senté en la cama mientras ella entraba al baño. Comencé a buscar en mi cartera la tarjetita de mi taxi y la dejé a mano sobre la mesita de noche. El frescor del aire acentuaba mi modorra de tal manera que decidí relajarme un momento, me recosté y cerré los ojos, respiré hondo, me quité los zapatos, me sentía tan bien que pensé en un campo verde, con árboles a lo lejos, tal vez una casa con techo de tejas me despertaron los sonidos del amanecer. Sorprendida, miré la hora. Eran casi las seis de la mañana. Aldana dormía a mi lado, acurrucada y de espaldas. Había puesto un grueso acolchado de seda que nos protegía del frío. Fui al baño y me dí una ducha, me lavé los dientes con el minicepillo que siempre cargo en la cartera. Afuera la ciudad despertaba con estruendo de motores y bocinas. Volví a la habitación a esperar que Aldana se despertara para poder irme. Ella entreabrió los ojos y me miró, y después sonrió.
-¿Dormiste bien?
-Maravillosamente. Ni siquiera senti cuando me cubriste.
-Déjame levantarme- dijo y saltó de la cama. Tenía puesta una larga camiseta blanca con una figura de Bugs Bunny. Me enterneció verla vestida así. Regresé a casa con la imagen de esa figura menuda moviéndose por ese departamento desordenado.
Esa noche cerramos tarde y otra vez nos quedamos con Aldana a terminar todo. Salimos del bar bajo una lluvia tenue, que rápidamente se covirtió en aguacero.
-Vamos a casa antes de que las calles se inunden- dijo ella y enfiló hacia el edificio. Tuvimos que correr desde el estacionamiento hacia el edificio y aunque eran pocos metros llegamos empapadas. Ahora el departamento estaba más ordenado.
La voz de Aldana sonó perentoria.
-¡Quítate esa ropa mojada! Dijo al tiempo que empezaba a desnudarse y dejaba caer sus prendas en una silla plástica. La imité mientras trataba de disimular mi turbación. Su piel blanquísima estaba erizada por el frío que causaba el agua que se escurría en chorritos por la confluencia de sus senos redondos, carnosos. Aldana tenía el sexo completamente depilado. Envarada y cohibida, terminé de desvestirme cuando ella ya se había metido bajo la ducha y se enjabonaba sin inhibiciones. Me hizo una seña para que la alcanzara y, bajo el chorro de agua tibia, Aldana comenzó a enjabonarme, ángeles míos, esta niña ignora que me está generando una temperatura que en pocos segundos se convertirá en fiebre. Antes de que pudiera reaccionar Aldana me abrazó desde atrás y me preguntó quedamente al oído
-¿Tú me deseas?
Asentí silenciosamente y entonces ella me hizo dar vuelta y nos dimos un beso larguísimo, mojado, y reímos durante un momento. Ya en la cama comenzamos un largo juego de caricias, besos y una esgrima de lenguas mientras el cielo se partía en pedazos en cada trueno. Sus dientes me hacían cosquillas en el coxis mientras sus dedos finos caminaban por la parte interna de mis muslos hasta llegar a la maraña de mi sexo sin depillar, en algún momento me di vuelta y comenzamos un sesenta y nueve espectacular que ella abandonó enseguida para concentrarse en el placer que mi lengua le brindaba, jugué con sus labios enrojecidos, recorrí su deliciosa caverna que se hacía cada vez más pastosa hasta que el latido de su pelvis se tensó y estalló en un largo espasmo, tratando de ahogar un gemido de placer que se hizo casi inaudible. Su lengua recorrió después toda la zona bajo mi ombligo y se internó en mí, jugó con mi clitoris como si fuera una golosina y cuando me hubo transportado a las alturas de un orgasmo que jamás había tenido, me abrazó y se apretó contra mi pecho, todavía agitado por las convulsiones del placer. Nos cubrimos con la manta y dormimos abrazadas, hasta que un trueno nos despertó y de Nuevo nos amamos, esta vez con la urgencia de ver quién de las dos terminaba primero. Aldana me venció. Tuve un orgasmo tan increíble como el primero y me sentí en la obligación de devolverle el placer, algo que no me costó demasiado. Esa semana hicimos el amor todas las noches.
El lunes siguiente, día en que el bar no abría, Aldana me inventó una tía en el interior a la que yo iría a visitar y, supuestamente, la había invitado. Pasamos el día en un resort, tomamos algo de sol en la tarde y nos fuimos a dormir antes de las siete de la tarde. Aldana dijo que quería ver una película de Gary Cooper y caminó desnuda por la habitación para buscar el control remoto. Verla caminar desnuda me excitó tanto que la tomé en mis brazos y solo la solté cuando la sentí gemir en su primer orgasmo de esa tarde. En realidad no vimos ninguna película en toda la noche y al otro día dormimos toda la mañana, como si hubiéramos estado trabajando en el bar.