Alcanzando el paroxismo con mis groseras maniobras

Buscando el polvo perfecto me topé con esos consoladores monstruosos. Fue la paja "casi perfecta".

Tengo 34 años, estoy maciza y no voy a pedir perdón por ello. No tengo un cuerpo de esos, estilizados, a los que las minifaldas o escotes realzan y convierten en más elegante. Esa indumentaria me transforma directamente en una zorra de polígono industrial. Mi culo y muslos rotundos y mis tetas desbordantes no sugieren veladas románticas en restaurantes de cinco tenedores sino sexo inmediato, y los hombres se acercan a menudo para preguntarme «qué, cuánto y dónde». No tengo complejos y lo asumo, igual que asumo que las vecinas me llamen a mis espaldas La Follacalvos a pesar que el 70% de sus maridos lo sean también o vayan por el mismo camino. Después de años de subir a mi apartamento con hombres de esa condición, me he ganado el sobrenombre a pulso. Me gustan, me pierden. Respeto, pero no entiendo toda esa obsesión por los tratamientos anticaída. No puedo imaginarme follando con un hombre sin las yemas de mis dedos acariciando un cráneo desnudo en su totalidad, o las finas hebras raleantes de una cabellera testimonial. Lo que no aguanto son las calvicies no asumidas, cubiertas con esos remolinos de pelo con que algunos varones intentan disimular su alopecia.

Mis novios, mis rollos de una noche requieren esa condición indispensable y, aunque intenté hacérmelo con algún "frondoso" alguna vez, siempre me parecieron menos sensuales y ardientes que los pelones. Encontrándome en dique seco y un poco cansada de los pajazos proporcionados por la filmografía de J. Statham, decidí dar un paso más allá y alcanzar mis objetivos con criterios geográficos y antropológicos, y crear mi propia ruta de turismo sexual.

Descubrí que la cuenca mediterránea se lleva la palma. Vivía en el paraíso de los calvos sin haber tomado conciencia de ello, pero quería investigar qué país ofrecía los mejores especímenes y pensé que Italia podía ser un destino interesante donde corroborar el fenómeno. Había visitado Florencia en un viaje escolar a los 15 años y no recordaba el panorama que mostraban los estudios. Busqué las fotos del recorrido y, ciertamente, pude ver nuestras adolescentes personas rodeadas de los clásicos monumentos y de numerosos nativos alopécicos en todos los formatos: gordos, flacos y atléticos desde la más tierna juventud a la edad senil. También descubrí a P----- Martí en las fotos, esa perra que amargó mi existencia en secundaria y decidí que algún día la pasaría por Photoshop para marcarla con viruelas y convertirla en el hombre elefante.

Pero ¿cómo no me había dado cuenta de esos estragos capilares cuando estuve allí? Evidente. Por aquel entonces sólo tenía ojos para el profesor de Historia del Arte, un rubio flaco y lánguido que compensaba el trauma provocado por las incipientes entradas y coronilla, con una larga cola de caballo. Recordaba su sonrisa melancólica mientras nos mostraba al David de Miguel Ángel, esa estafa de belleza imposible, pollacorta y de peluca pétrea. Años más tarde me enteré de que se había liado con el profesor de Mates y de que habían montado una casa de turismo vitivinícola en La Rioja.

Tomé Nápoles como punto de referencia. La Italia del sur, la Italia canalla, la Italia calvorota llena de machotes madreros esperaba al otro lado del mar. Tenía las vacaciones de Semana Santa por delante y decidí lanzarme a su encuentro. Busqué vuelo y habitación por Internet en el lugar más turbulento de la ciudad, junto al puerto. Una vez allí, me recordó con matices a la parte vieja de Barcelona: motos sorteando mujeres en bata haciendo la compra, perros sueltos meando y marcando territorio en las esquinas, chulos, putas, clientes y algunas testigos de Jehová dando la bulla a los paseantes, todo ello en estrechas callejuelas. En fin, como en casa pero en italiano.

Durante el primer día de mi estancia visité las ruinas de Pompeya, una espinita clavada que tenía desde siempre y que me quité por fin. Me impresionó todo y, en especial, el lupanar donde se ofrecían las prostitutas a los habitantes de la ciudad. Allí y en los restos de otros edificios que se podían visitar, había gran profusión de frescos eróticos muy explícitos, con todo tipo de detalles de lo más obsceno. Volví impresionada y me dirigí directamente al hotel donde tomé una cena rápida, para acostarme enseguida, ya que estaba tan cansada que no me sentía con fuerzas para salir de nuevo.

No podía conciliar el sueño y pensé en masturbarme, pero un desasosiego y rencor extraño me impedía pasar a la acción. «Gilipollas, para eso haberte quedado en casa» me dije a mi misma. Finalmente, el cansancio me venció y me sumergí en un sueño inquietante, muy en la línea de lo que había visitado el día anterior: Posaba desnuda en un cuarto de ese lupanar iluminado con múltiples lamparillas de aceite y un rumor de voces y risotadas masculinas se hacía eco entre paredes. Yo estaba muy caliente y me abría de piernas o les ponía el culo en pompa abriendo el ojete con las manos , ofreciéndome, pero ningún cliente se interesaba por mí tras apartar la cortina, y no entendía el porqué las demás sollozaban y aullaban de placer como lobas empaladas por vergas poderosas mientras yo me sumía en desespero. Intentaba acercar la mano a mi sexo para consolarme, pero estaba completamente paralizada. No sé lo que duró la pesadilla, pero esas voces finalmente se convirtieron en el barullo callejero de Nápoles; y la llama de las lamparillas, en la luz del día dándome en la cara.

Estaba empapada en sudor y completamente alterada, por lo que me levanté para darme una ducha tibia. Con la esponja entre las piernas volvió la tentación, pero, increíblemente, me resistí de nuevo. Tras vestirme, salí y tomé una ruta cualquiera como si quisiera perderme en el caos y avanzar a la deriva. Me topé con individuos que lucían tupidas cabelleras como si la cizaña de los implantes hubiese asolado ese país cuyo primer ministro luce esos horrorosos injertos más propios de un paciente de tanatorio que de un político en activo. ¿Dónde coño estaban los calvos del estudio capilar?

Lo mío era una urgencia médica y necesitaba serenarme, pero ya era imposible porque tanto fluido había dejado paso a un intenso picorcillo que ya no podía calmar con la relajación sino con una manipulación eficaz y contundente. Encontré ese Sex Shop entre una pastelería y un altarcito lleno de velas y cirios dedicado a San Antonio. Imagino lo que pensáis y lo mismo pensé yo cuando los vi. Pero soy respetuosa con esos temas, quizá porque fui a un colegio religioso durante mi infancia. La imagen del santo patrón de los amoríos me pareció una premonición casadera, pero siempre me ha dado horror el matrimonio y tampoco podía quedarme ahí esperando al hombre de mi vida en esos momentos, es más, ya no podía esperar a ningún hombre. Entré y, sin titubear, busqué el más gran cipote de látex y el más completo en detalles y colores, incluyendo su buen par de rugosos cojones. Añadí un juego de bolas chinas a la compra que devolví seguidamente al expositor tras cambiar de opinión. ¿Por qué discriminar al pequeño en favor del grande y no darle la misma ración de palo? ¿Cómo iba a crecer sino? Tomé otro consolador idéntico y deseché un bote de lubricante acuoso que me ofreció amablemente el dependiente. No lo necesitaba. Mi coño chorreaba flujo suficiente como para lubricar todos los anos desde Milán hasta Nápoles.

Volví al hotel a toda prisa para suministrarme palote. En la habitación ni siquiera me desnudé. Tumbada en la cama, me subí la falda hasta la cintura tras sacarme las tetas por el escote. A causa de la excitación, desenvolví torpemente los aparatos que cayeron sobre la sábana y me quité las bragas empapadas que lancé a un rincón. No necesitaba chupetear el látex... ni pasármelo por los pezones... ni metérmelo entre las tetas como si estuviera posando para una grabación porno... No necesitaba eso porque no me hacía falta excitar a nadie y yo ya lo estaba demasiado... sólo necesitaba... ¡mierda...! eso no vibraba, aunque le diera al tope de velocidad... Evidente... si es que no había pilas... estúpida, imbécil de mí... podía haber preguntado o ese cabrón habérmelo dicho... daba igual, las naturales tampoco vibran... mmm... Boca arriba, agarré ese artificio de locura, esa imitación de un vergajo humano de medidas monstruosas con sus pliegues y venas perfectas. Ya la tenía apuntando hacia mi vulva preparada... sííííí... por fin... alcé y me abrí bien de piernas y la metí sin contemplaciones hasta los huevos. Entró como si mi vagina se fundiera a su paso... qué alivio... lo necesitaba... síííííí... todo ese picor se calmaba y se convertía en gustito. Cerré los ojos, la tuve un buen rato ahí metida sin sacarla aferrándola por los cojones, suspirando aceleradamente, entre dientes, toda mi vagina llena hasta el útero, por fin. La saqué y me di otra vez hasta el fondo. Le fui dando ritmo... Funcionaba. Todo fue más intenso, y alivio y gustillo se convirtieron en furor y gustazo extremo, mientras metía y sacaba y me decía a mi misma:

-Toma soputa... toma... eso es lo que te mereces por zorra, has venido aquí a follar y eso es sólo el comienzo... te van a joder todos lo calvos de la ciudad y vas a conseguir que las putas bajen las tarifas por tu generosa zorrería... mmm...

Tras la vejación verbal, alterné los movimientos vigorosos con otros más suaves, frotando mi vulva con el capullo sintético. Me serví de la otra mano para sobarme los pliegues y para que el clítoris saliese entre mis dedos. Le daba fricción y golpecitos muy rápidos, supliendo la vibración que faltaba. Tenía que parar y empezar de nuevo porque se me nublaba la vista de tanto como gozaba. La hundí hasta el fondo, y quien me diga que ahí no hay terminaciones nerviosas, no tiene coño y envidia a quien lo tenemos, porque oleadas de calor sabroso se extendieron por mi cuerpo. La dejé ahí insertada y con los huevos pegados a la vulva mientras tomaba el otro aparato. Lo dejé sobre la sábana y, tras recoger con los dedos el flujo que salía por la vagina, lo extendí por el ano con movimientos circulares, abriéndolo poco a poco y metiendo dedo tras dedo. Me estaba volviendo loca sabiendo que no había vuelta atrás y que me metería lo que fuera aunque acabara conmigo. Sin embargo, nunca me habían insertado algo tan grande y duro por el culo teniendo el coño ocupado. Lo tomé hundiéndolo lentamente en el ano. Jadeaba de dolor como si me estuviese rasgando por dentro. No entendía porque estaba haciendo eso, sólo quería partirme entera y hacía caso omiso a lo que decía mi cabeza: «No lo hagas, no seas bruta, vas a hacerte daño». Pero no podía parar y busqué unas imágenes que me ayudaran a culminar ese divino ensarte. Statham no me valía, era británico y necesitaba algo más adecuado al contexto. Recordé a unos mafiosos sicilianos que había detenido hacía poco y cuyas fotos salieron en los medios. Uno era especialmente feo, con un aspecto de bruto que inquietaba, calvo hasta el cogote y algo bizco, y otro iba rapado y llevaba una espesa barba. Soy masoca y tortuosa, lo sé, y puede que la gente no me entienda, pero no necesito belleza ni caras bonitas cuando estoy tan salida, sino algo que sugiera cierta brutalidad morbosa.

Cerré los ojos y, mientras imaginaba que me la introducían, sentí sus alientos turbios en mi cara y en mi nuca, sus miradas de locos atravesándome como si esa imagen en blanco y negro del periódico hubiese cobrado vida. De pronto, el vergajo vibró suavemente para mi sorpresa y, dándole a la ruedecilla, lo hizo más intenso sacudiendo mi interior ardiente. «Puñetera deslocalización» pensé... Ese sí llevaba pilas y qué placer me dio... ya tenía al cabrón bien metido y muy adentro. Empujé, animándome con esa imagen morbosa hasta que topé con los huevos. Quería más y a la vez no podía soportarlo, respiraba frenética entre dientes. «Cálmate» intenté decirme a mi misma porque sudaba frío y cálido y se me salían los ojos de las órbitas, pero era como si oyera una voz lejana que no me pertenecía y ya no tenía sentido resistirse a esa locura. El placer me inundaba desde el fondo de mi recto, como si allí hubiese encontrado el premio por tanto dolor padecido.

Necesitaba verme. Sin levantarme de la cama, encaré mis orificios penetrados hacia el espejo de la pared. Ahí estaba yo, abierta hasta el límite y cuatro cojones muy gruesos cubriendo todo el sexo, era realmente cochino y, viéndome tan obscenamente cerda, aún me excité más. Llevé mis dedos ahí abajo para que investigaran si eso era real o un sueño. Pasé las yemas por los tensados bordes de mi coño y de mi ano y nuevas descargas de gusto llegaron a mi cerebro reactivando el placer en el que ya estaba inmersa. Me llevé las manos a los pezones para torturarlos con pellizcos, y ya iba camino del orgasmo, cuando temí que salieran disparadas las vergas, empujadas por las violentas contracciones como me había pasado otras veces con aparatos parecidos, zanahorias y otras hortalizas, perdiéndome así el gustazo de correrme empalada por artilugios tan sabrosos.

Dejé que mis piernas colgaran de la cama y me incorporé como pude. Andaba como una convaleciente dirigiéndome al balcón, con una mano sujetando los cojones como si fueran propios, y con la otra, tomando una silla sobre la que me senté a horcajadas. Gemí con la presión de los huevos en mi vejado sexo, ya que era la única forma segura de que no se salieran. Me alcé un poco y la presión aflojó, me senté de nuevo y sentí el empale severo como si todo mi vientre se partiera de gusto doloroso. Así fui sacando y metiendo mientras me sobaba las ubres y me acercaba los pezones a la boca para chuparlos y morderlos. Completé el movimiento de mi culo con vigorosas rotaciones y sintiendo esas dos vergas majándome el interior profundo, como si fueran a encontrarse y a reventar ese tabique de carne que separa el recto de la vagina.

La persiana estaba medio tirada, a pesar de ello, podía ver el exterior sin que me vieran. Seguía con mi fantasía, la de ser follada por esos brutos locos cuando me fijé en la ropa tendida colgando de esos cables que iban de lado a lado de la calle. La mayor parte era blanca, sábanas y mucha ropa interior. Hileras de gallumbos tradicionales con bragueta, de un blanco impoluto que esperaban ceñirse a los cojones y vergas de sus propietarios... mmm... qué delicia... para mancharlos de nuevo con sus flujos y aromas y cerrar ese círculo vicioso hasta que una vergada incontrolable rompiera la tela desgastada por tanta fricción. La brisa los movió levemente, ahuecándolos, y casi pude ver esa anatomía masculina, esas vergas vigorosas luchando por salir de las braguetas. Me asomé un poco más y miré hacia la calle sin dejar de manejar mi cuerpo. Busqué esas cabezas calvas y ahí estaban, por fin, en todas sus gamas de colores: morenas, bronceadas en todos los tonos, hasta las más pálidas y rosadas. Algunas, dignamente rapadas; otras, luciendo los estragos de la tetosterona y cruzadas por cabellos ralos peinados cuidadosamente. Y ahí estaba la compensación: el vello de sus brazos y torsos asomando en el límite de las telas, coronando los cuellos y los puños de las camisas... toda esa sedosa sensación animal frotándose contra mi cuerpo de hembra es lo que yo echaba en falta... Me aferré a la barandilla... incontenible... «putos calvos... me vais a matar» gemí, sin parar de moverme, culeando sobre esas vergas de plástico atrapadas entre la silla y mi cuerpo... Grité como si me ahuecara por dentro y el barullo de la calle pareció cesar durante décimas de segundos, pero siguió, imperturbable, porque una puta corriéndose en un orgasmo salvaje no era nada excepcional en ese entorno. Un orgasmo que me dejó ciega de gusto mientras me iba en un flujo caliente que salía al ritmo de mis espasmos y que chorreaba entre mis piernas encharcándose en la silla. Culeé y culeé con el corazón en la boca hasta sentir algo imposible que me venció y me dejó temblando sin consciencia. No sé el rato que estuve en ese estado ya que me dolían las manos y los nudillos quedaron blancos de aferrar tan fuerte la barandilla. Al rato, me levanté como pude, oscilante, y me extraje las vergas; la del ano, con señales inequívocas de haber provocado un desgarro. Me desplomé en la cama, agotada y con cierto rencor.¿Para eso había venido a Nápoles?

EPILOGO

La verdad es que no, pero esos rabos de látex se cruzaron en mi camino. Durante el resto de la estancia los aparqué y, admiré más ropa de cama que edificios monumentales mientras me daban lo merecido entre gemidos y sollozos de gusto. Volví a esa ciudad más veces y no fue para hacerme pajas sino para corroborar lo sabido: Que el pelo de los calvos no se pierde, sino que emigra a otras zonas del cuerpo que a mí me parecen más sabrosas llenas de fronda velluda. También pasé frente a ese Sex Shop. Ya lo habían clausurado y en su lugar había una agencia bancaria. Era de esperar: el capital siempre gana.