Alba (5)
Alba es finalmente crucificada aunque antes es nueamente violada sobre la cruz.
Capítulo quinto. La crucifixión.
Al llevar a Alba casi en volandas, el grupo no tardó mucho en llegar hasta la cúspide del promontorio, allí los verdugos dejaron a la muchacha arrodillada en el suelo y empezaron a disponerlo todo para crucificarla. Entretanto, los soldados continuaban conteniendo al pueblo que había llegado también corriendo. A golpes y forcejeando consiguieron que éste se mantuviera en la base del promontorio.
Entre el gentío se encontraba Lucio, que veía complacido cómo maltrataban a su esclava. Los soldados le dejaron pasar y al de un rato dejaron pasar también a dos ancianas, vestidas de negro que llevaban un cuenco entre las manos. Estas pasaron entre los soldados sin que nadie les molestara y se acercaron a la joven que esperaba arrodillada a que empezara todo. Ella les miró sin comprender. No sabía que esas mujeres piadosas le traían en su cuenco un anestésico mezclado con vinagre para que ella lo bebiera. Las mujeres siempre lo hacían para mitigar el tormento de los condenados y por eso los soldados les habían permitido acercarse a ella sin problemas. Una de las ancianas tranquilizó a Alba acariciando su mejilla y diciéndole.
- Bebe esto, mi pobre niña, te ayudará a aguantar el dolor.
Ese gesto compasivo dio confianza a la muchacha, y sin dudarlo un momento alargó el cuello para que le dieran de beber. Sin embargo, cuando estaban a punto de verter el líquido entre las comisuras de la mordaza, Lucio dio un manotazo al cuenco tirando el anestésico por el suelo.
- No hay piedad para esta puerca germana, marchaos de aquí viejas del demonio.
Las ancianas se marcharon mirando compadecidas a la mujer que ahora sufriría su tormento consciente y despierta.
Alba las vio alejarse con lágrimas en los ojos y después miró con odio al centurión que reía cruelmente.
Entre tanto, unos soldados habían comenzado a hacer un agujero en el suelo con picos y palas. Alba veía estos preparativos sin moverse, bañada en sudor y respirando agitadamente. Estaba muerta de miedo. Además le humillaba y aterrorizaba tener que sufrir la tortura ante toda aquella gente, y que todos fueran testigos de sus gritos. Por ello, decidió mantener el mayor grado de dignidad posible y no gritar mientras fuera capaz de aguantar.
Todavía se estaba recuperando de su cansancio cuando otros cuatro soldados depositaron el estipe junto a ella, y cogiéndola de los extremos del patíbulum y de los tobillos, la acostaron sobre el madero. La joven empezó a rezar una plegaria en su lengua, pero estaba tan nerviosa que repetía continuamente las primeras palabras de la oración, incapaz de seguir adelante. Los hombres siguieron con su trabajo, y el travesaño horizontal se ajustó perfectamente a un rebaje de la parte superior del estipe.
Mientras hacían esto, Alba no luchó ni se resistió, así los cuatro sayones mantuvieron a la prisionera dominada, mientras tres nuevos soldados ataron con cuerdas el patíbulum y los tobillos al estipe. A Alba la ataron con las piernas ligeramente flexionadas y el sexo expuesto.
A lo lejos se oía al gentío que pedía a gritos que comenzara la ejecución pugnando por verla lo mejor posible. Algunos hombres señalaban con el dedo el cuerpo desnudo de la joven descansando encima de la cruz aparentemente tranquila, mientras los soldados continuaban atareados a su alrededor.
El centurión se acercó entonces a la muchacha y le arrancó el titulus y el taparrabos sanguinolento que ocultaba su entrepierna. Al ver esto desde lejos, parte del público vitoreó y aplaudió. Entonces el centurión hizo algo imprevisto, se agachó y empezó a acariciar los labios vaginales de la chica entre las chanzas de algunos soldados. Ella le miró levantando la cabeza y respirando profundamente.
- Ahora vendrá el verdugo con los clavos, pero antes te haremos gozar por última vez, zorra.
Ella lloraba y negaba con los ojos muy abiertos intentando resistirse a esa humillación y se puso a maldecir al centurión. De todos modos no pudo evitar que su clítoris se excitara y engrosara, y a medida que siguió acariciándole en su sexo Alba dejó descansar su cabeza sobre el madero y empezó a suspirar con los ojos cerrados. Su torturado pecho ascendía y descendía ahora al ritmo de una respiración profunda mientras el orgasmo se acercaba. Los verdugos siguieron burlándose y diciendo obscenidades sobre la clase de puta a la que iban a crucificar. El centurión también sonrió al ver la sensual respuesta de la esclava a la masturbación. No obstante no quiso terminar por el momento.
- No quiero que te corras todavía, para eso tendrás que follar conmigo y con todos mis soldados.
Y dejando de acariciarla, se levantó admirando su cuerpo desnudo ahora estirado sobre el madero. El centurión se bajó los calzones dejando su pene erecto al aire lo que provocó las risas de soldados y público. Alba volvió el rostro avergonzada de haberse excitado.
Así, fóllatela, oyó ella que gritaba la gente desde lejos, y acto seguido vio cómo el centurión se arrodillaba entre sus piernas sonriendo con crueldad.
No, no, Alba balbuceó ante lo inevitable, pero cuando el pene del centuríón la penetró la chica cerró los ojos y dejó caer su cabeza suspirando de placer.
Así, así, puta, disfruta ahora que puedes, gritaba el centurión entre jadeos mientras empujaba profundamente su miembro dentro de Alba. Ësta también suspiraba a pesar de que su espalda y trasero de rozaban una y otra vez contra la rugosa madera. Poco a poco los soldados se fueron acercando a la escena y algunos incluso sacaron su miembro para masturbarse.
El centurión folló tan enérgicamente que no tardó mucho en correrse. Lo hizo sin sacarla de la vagina de Alba, de manera que ésta estuvo también a punto de llegar por los últimos espasmos de ese pene dentro de su vagina
- El siguiente, dijo el centurión levantándose.
Otro, soldado se bajó los calzones y relevó al centurión penetrando a la germana
- Aaaah, Alba lanzó un sensual gemido al ser nuevamente penetrada. Estaba tan mojada que el nuevo pene no le hizo ningún daño sino todo lo contrario.
La joven germana experimentó unos cuantos orgasmos durante su violación sobre la cruz. Más de veinte soldados la volvieron a penetrar, pero esta vez por delante y no por detrás. Incluso, algunos de ellos eyacularon sobre su pecho y su cara y le arrancaron alaridos de dolor retorciéndole con crueldad las agujas que perforaban sus pezones.
El público estaba encantado con la lúbrica escena, y muchos hombres se masturbaron abiertamente al ver con envidia lo que hacían los soldados con esa preciosa mujer.
- Menuda puta, dijo el centurión, admirando los suspiros de la condenada. Está claro que merece la cruz, vamos, terminad pronto y crucificadla de una vez, se está haciendo tarde.
Alba abrió los ojos y le miró implorante mientras el centurión se alejaba y ordenaba que le pusieran el sedile. Sin que otro dejara de follarla, dos soldados levantaron el trasero de Alba y clavaron un taco de madero bajo éste. El sedile era una especie de asiento que permitiría que la condenada posara su trasero una vez crucificada.
Una vez colocado, otro soldado que haría las veces de verdugo llevó su instrumental junto a la cruz. Este constaba de unos tacos de madera cuadrados de unos cinco centímetros de lado y tres de grosor. También colocó un gran mazo y algo más que hizo que Alba abriera sus ojos completamente aterrorizada. El sayón dejó caer de la cesta una decena de clavos largos y negros de doce centímetros de longitud, sección cuadrada y cabeza romboidal. Tenían una punta afilada y un centímetro de grosor en su base. Al verlos Alba volvió a llorar diciendo que no desesperada. Por fin el último soldado se la terminó de follar, sacó el pene y descargó su esperma sobre el vientre de la condenada.
Inmediatamente Alba volvió a rezar entre sollozos, pero no conseguía pasar de las primeras palabras. Entretanto, el verdugo clavó cuatro clavos a los tacos de madera, y con toda tranquilidad se puso a afilar la punta de éstos contra una piedra. Alba oía ese ruido metálico y monótono, mientras al fondo continuaban los gritos de los espectadores. Otros soldados habían terminado el agujero en el que encajarían la cruz y fueron rodeando también a la bella joven. El espectáculo de ver a la germana completamente desnuda, fuertemente atada a la cruz con los brazos y piernas estiradas les encantaba. Si se lo hubieran permitido ellos también se la hubieran follado allí mismo, pero ya era tarde para eso.
Mientras tanto, ella alternaba su resignación con momentos de rebeldía y se seguía debatiendo, intentando liberarse de sus ligaduras entre lloros histéricos, para desistir acto seguido. La chica sólo cesaba sus sollozos para levantar la cabeza y mirar los progresos del verdugo que continuaba afilando los clavos sin ninguna prisa.
Repentinamente le pareció que oía un ruido sordo y repetitivo, un sonido terrible que parecía salir de lo más hondo de su ser. Era su propio corazón. Alba oía los latidos de su corazón cada vez más deprisa, la cabeza le quemaba y sudaba por todos los poros de su cuerpo. Lo que tanto había temido había llegado por fin ya no había marcha atrás.
El verdugo ya tenía todo a punto y se dispuso a empezar por la muñeca derecha. Para ello palpó la muñeca de la chica y apretando con el pulgar decidió por dónde debía entrar el primer clavo y con qué dirección. Puso la punta del clavo sobre el lugar oportuno y levantó el martillo para descargar el fatídico golpe.
La pobre muchacha vio todo aquello desesperada, pero no quiso mirar más, torció la cabeza hacia la izquierda, cerró los ojos y apretó los dientes en la mordaza para aguantar el dolor. Notaba la punta del clavo pinchando su muñeca. Su corazón parecía ahora un caballo al galope y ella creía que le iba a estallar, no podía controlar los músculos de su cuerpo y la mandíbula temblaba de miedo y castañeteaba sin control. Finalmente no pudo controlar su esfínter y se orinó encima. Mientras tanto, los soldados estaban expectantes, e incluso los guardias que retenían a la gente miraron hacia el lugar de la crucifixión. Los espectadores parecían más calmados y se hacían callar unos a otros para oír los gritos de la muchacha cuando le clavaran los brazos. Repentinamente se hizo un silencio estremecedor.
El verdugo esperaba con el martillo levantado cuando el centurión hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y dejó caer el martillo con toda su fuerza haciendo que el clavo penetrara fácilmente en la muñeca de la joven. Un tremendo relámpago de dolor recorrió todo el cuerpo de Alba en una décima de segundo. Todos y cada uno de sus músculos se pusieron en tensión y su cuerpo se arqueó levantando la cintura del madero. El rostro de Alba se levantó también desencajado por el dolor, y lanzó un desgarrador alarido que fue perfectamente audible a pesar de la mordaza. Esta reacción duró unos segundos tras los cuales el cuerpo de Alba cayó pesadamente sobre la cruz. La repuesta del cuerpo al dolor fue tan intensa que la mujer no pudo controlar ninguno de sus músculos lanzó abundantes lágrimas y saliva y se orinó otra vez violentamente. Lucio sonrió sádicamente. El segundo martillazo cayó en unos segundos, y el clavo siguió penetrando en la muñeca. La mujer se volvió a retorcer de dolor, llorando amargamente, con regueros de lágrimas que recorrían su rostro enrojecido. Sus piernas se debatían intentando soltarse de sus ligaduras, pero las cuerdas estaban muy fuertes. El clavo ya había traspasado completamente la muñeca, así que el siguiente martillazo sonó de una forma metálica, entrando en el madero por el agujero practicado con el taladro.
La gente lanzó gritos de júbilo al ver los efectos de la tortura sobre la mujer, y eso que ése sólo era el primer clavo. Otros dos martillazos consiguieron que el clavo penetrara hasta la cabeza, de tal manera que el madero aprisionaba sólidamente la muñeca. Alba gemía desesperada del dolor inhumano que le había producido el primer clavo. Miró hacia su derecha y tuvo que torcer el rostro al ver ese horroroso clavo negro que había atravesado su brazo. Respiraba profunda y convulsivamente y las lagrimas recorrían su rostro. Al ver que el verdugo pasaba por encima de su cuerpo para clavar el brazo izquierdo, Alba volvió a suplicar, aunque fuera completamente inútil. Era lo único que podía hacer. Miraba alucinada cómo el verdugo, sin hacerle ningún caso, colocaba la punta de otro clavo en la muñeca izquierda.
- No, por favor, no, no, no, gritaba histérica.
Solo se oía un gemido incomprensible pero el verdugo siguió con lo suyo sin hacer caso, miró a su prisionera, y de un fuerte martillazo introdujo el clavo en la muñeca de Alba hasta la mitad de su altura. Esta vez todo el cuerpo de Alba se convulsionó, temblando de dolor, arqueándose y golpeando con la cabeza en el madero de la cruz. Los aullidos de la germana fueron esta vez espeluznantes. Pedía la muerte con todas sus fuerzas y golpeaba su cabeza contra el madero. Con el rostro dirigido hacia arriba y la espalda arqueada, la pobre muchacha gritaba y gritaba como un animal, con los ojos cerrados y los dientes mordiendo la mordaza intensamente. Los martillazos se sucedieron uno tras otro y la joven siguió retorciéndose, moviendo la cabeza hacia los lados en una desesperada agonía. En poco tiempo la muchacha germana tenía los dos brazos sólidamente clavados al patíbulum de la cruz. Su suplicio había comenzado y sería largo y extraordinariamente doloroso.
Ahora le tocaba el turno a los pies. El verdugo se acercó hasta la parte inferior del estipe con el ánimo de terminar la crucifixión. Pero entonces lanzó una repentina maldición. En este caso habían colocado los pies de la mujer flanqueando el estipe en lugar de situarlos en la parte frontal de éste. Al oír la maldición Lucio preguntó,
¿Qué ocurre verdugo?.
Pues que algún imbécil ha olvidado taladrar los agujeros del estipe y no tenemos ningún taladro aquí.
¿No puedes introducir el clavo simplemente a golpes?.
Sí, señor, pero va a hacer falta que sean muchos golpes, será muy doloroso.
El verdugo se quedó mirando al centurión, y éste miró a Alba que seguía sollozando con los dos brazos clavados a la cruz, mientras un soldado le iba cortando las ligaduras. El verdugo añadió.
- No creo que pueda soportarlo sin desmayarse.
No importa, dijo Lucio, hazlo. El verdugo miró al procónsul queriendo añadir algo, pero sin atreverse, y se arrodilló para cumplir la orden. Antes de eso miró compadecido a la pobre muchacha y acarició el tobillo que se disponía a taladrar. Ni siquiera una esclava germana merecía un castigo tan cruel. Sin embargo, el verdugo colocó la punta del clavo sobre el calcaño izquierdo y vaciló un momento antes de dar el primer golpe. Alba se dio cuenta de lo que iba a pasar y levantó la cabeza gritando histéricamente. El verdugo miró cómo lloraba su prisionera y cómo hacía ímprobos esfuerzos por mantener la cabeza levantada hacia él. Los tendones de su cuello estaban completamente tensos. Repentinamente pensó que sería mejor acabar cuanto antes con aquello y apretando los dientes dio un martillazo sobre el clavo con toda la fuerza. La cabeza de Alba cayó pesadamente hacia atrás golpeándose contra el madero del estipe y nuevamente se oyeron los alaridos estremecedores provocados por ese bárbaro tormento. El torso de la muchacha se retorcía como una serpiente sobre la cruz incapaz de mover sus brazos estirados. Intentando acabar cuanto antes, el verdugo dio otro martillazo y la punta del clavo asomó por el otro lado del tobillo, pero al siguiente martillazo, la punta alcanzó la dura madera del estipe con un sonido metálico y al siguiente apenas avanzó unos milímetros en el interior del madero. Los gritos de Alba continuaban a medida que el verdugo continuaba golpeando. Este sudaba por el esfuerzo y lanzaba maldiciones, mientras golpeaba con todas sus fuerzas, pero el clavo se resistía a entrar en la madera. Para Alba ese martirio era insoportable. Cada golpe repercutía en todos sus huesos. Sus alaridos eran ahora espeluznantes y todo su cuerpo temblaba de dolor. Sus ojos se ponían en blanco y estaba a punto de perder el conocimiento.
La gente había enmudecido ante el cruel espectáculo, pues la joven esclava parecía un animal al que estuvieran desollando vivo. El verdugo necesitó más de treinta martillazos para introducir el clavo hasta la cabeza. No obstante, cuando ya faltaba poco, la esclava dejó de gritar y retorcerse. El centurión miró extrañado hacia su rostro comprobando que la mujer estaba ahora inconsciente, con la cabeza hacia arriba, los ojos y la boca semicerrados. Muchos de los espectadores creyeron que había muerto y comenzaron a murmurar entre sí. Incluso hubo quién dio por finalizada la ejecución y se marchó. Sin embargo, Alba no había muerto aún. El dolor había saturado su sistema nervioso y le había hecho desfallecer. El verdugo quiso aprovechar ese momento para clavar el último clavo que le faltaba. Hacía mucho rato que había dejado de disfrutar de aquello y quería terminar de una vez. Sin embargo, Lucio le detuvo.
- Espera a que se despierte, le dijo, y el centurión mandó a otro soldado que trajera un cubo de agua.
Entretanto el tobillo de Alba se estaba poniendo morado y negruzco. El soldado trajo el cubo y estrelló el agua contra la cara de la joven. Esta se despertó ante el agua fresca, desorientada y aturdida. Entonces Lucio se agachó hasta su rostro, y sacando un pequeño frasco le dijo.
- Bebe esto, esclava, te ayudará a soportar el dolor. Ella estaba semiinconsciente y creyó que eran otra vez las viejas así que no se resistió en absoluto. Lucio le levantó la cabeza y ella tragó el líquido que se colaba por las comisuras de la mordaza con los labios y la mandíbula temblando de tanto dolor. Mientras tragaba aquello sin sospechar nada, Lucio sonrió sádicamente, pues no le estaba administrando un anestésico, sino una droga estimulante que ayudaría a que ella se mantuviera despierta. Cuando pasaron un par de minutos el centurión supuso que la droga ya habría hecho su efecto y ordenó al verdugo que le entregara el martillo pues iba a ser el propio centurión quien clavara el último clavo.
Sería difícil narrar con detalle lo que supuso esto para la pobre muchacha. Esta estuvo a punto de volverse loca de dolor. El centurión fue muy cruel, prolongando todo lo que pudo el tormento, disfrutando sádicamente ante los gritos, estremecimientos y convulsiones de su víctima que sufría sin control y sin freno. Alba deseaba morir con toda su alma, pero la muerte tardaba en llegar. Es como si ya estuviera en el infierno. El centurión, al no ser ningún experto, tardó más de un cuarto de hora en terminar de clavar el clavo y esta vez su víctima no se desmayó. El tormento había durado en total más de cuarenta minutos y ahora la esclava yacía sobre la cruz con todo su cuerpo en tensión. Mantenía la cabeza dirigida hacia lo alto. La mandíbula le temblaba de dolor y las lágrimas caían de sus ojos crispados. Los dedos de sus manos estaban también crispados y los pulgares se mantenían tiesos, dolorosamente proyectados hacia adelante. Unos reguerillos de sangre salían de las heridas de las muñecas, deslizándose por el madero y formando pequeños charcos viscosos en el suelo. Los soldados que le cortaron las cuerdas de los tobillos se dieron cuenta de que éstos estaban completamente ennegrecidos. Para la muchacha sería terriblemente doloroso tener que hacer fuerza con sus piernas sobre los clavos. Alba lloraba y lloraba. El estimulante había conseguido acentuar su sufrimiento y la mantenía sensible y consciente.
Había llegado el momento de levantar la cruz.