Alba (4)
Alba es conducida hasta el lugar de la ejecución
Capítulo cuarto. Vía Crucis.
Una vez el pretor dio la orden los soldados se llevaron a Alba para crucificarla. Cuando la estaban arrastrando hacia el patio del Pretorio, ella no dejaba de suplicar. Suplicaba que no la crucificaran, que tuvieran compasión y le dieran una muerte rápida, pero el pretor ya había hablado y ahora pertenecía por entero al centurión y a esos soldados salvajes. Estaba en su poder y ellos harían que sus últimas horas fueran un infierno. El tribuno Sila, por su parte, miraba a la pobre muchacha sin atreverse a hacer nada por ella. Su destino estaba ya sellado, y él no quería contemplarlo.
Ya en el patio se formó la comitiva que escoltaría a la mujer hasta el lugar de la ejecución. Esta estaba formada por una veintena de soldados, que caminaba en doble hilera blandiendo sus escudos y espadas cortas. Entre las dos filas iba en el centro la propia Alba, desnuda y ensangrentada, con los brazos abiertos y atados al patíbulum, una ruda mordaza de madera que le hacía parecer un animal de tiro, y la corona de flores sobre su cabeza. Era la víctima preparada para el sacrificio. flanqueándola caminaban los trece hombres del pelotón de castigo. Dos de ellos se encargarían de obligarla a caminar, uno tirando de la cadena atada a su cuello y el otro azotándola con un látigo. Otros cuatro llevaban el estipe, es decir, el travesaño vertical de la cruz. Se trataba de una viga gruesa de algo más de tres metros de largo, toscamente tallada y sin acabar de pulir. Otros soldados llevaban picos y palas y un cesto con clavos y martillos
Los romanos tenían la costumbre de escribir el titulus, una tablilla que explicaba la razón por la cual se ejecutaba a los malhechores, pues ello serviría como advertencia a otros. En el caso de Alba, el centurión escribió. "Alba, la esclava rebelde, sufre ante vuestros ojos por desobedecer a su amo". Cogió el titulus y se lo colgó al cuello con una cuerda. El centurión montó a caballo y dijo.
- Vamos, hay que llegar a la vía Salaria antes de que el sol se encuentre en su cénit.
La orden fue seguida del correspondiente latigazo en la espalda de Alba, ella protestó y cerró los ojos pero se puso a caminar encorvada por el madero, y asegurando cada paso antes de dar el siguiente para no caerse. El grupo llegó hasta la puerta del Pretorio, y cuando ésta se abrió Alba sintió un repentino escalofrío.
La plaza delante del Pretorio estaba atestada de gente. Entre los soldados se había corrido la voz de la ejecución, y ésta había trascendido en ese barrio de la ciudad. La plebe de Roma estaba acostumbrada a esa clase de espectáculos, pero el hecho de que fuera una mujer la que iba a sufrir el suplicio de la cruz acentuó su interés. Cierto que la condenada era una vulgar esclava, pero era germana y el pueblo romano tenía una especial aversión a los enemigos del Imperio. Por culpa de las guerras de Germania casi todas las familias romanas habían perdido a algún hombre y los romanos querían vengarse en aquella pobre mujer.
Consiguientemente, cuando Alba apareció, el pueblo prorrumpió en gritos ensordecedores pidiendo su muerte. Ella levantó la cabeza, miró a la gente temblando y dudó en seguir adelante, pero los soldados la obligaron a caminar. De este modo, la comitiva se fue internando entre la multitud. Los soldados intentaban mantener a raya a la gente con sus armas, pero la plebe se acercaba todo lo que podía a la prisionera. Alba oía insultos terribles dirigidos hacia su persona. A los latigazos se sumaban los salivazos, las injurias, e incluso en cierto momento le empezaron a tirar frutas podridas. Y con todo ese barullo ella se veía obligada a avanzar torpemente con aquello tan pesado sobre los hombros y los pies descalzos. La joven bajó la cabeza ante esa lluvia de objetos y algo pringoso y maloliente le dio en el rostro un par de veces.
Toda aquella violencia y alboroto hicieron que Alba perdiera la noción del tiempo y del espacio. Repentinamente, Alba tropezó con la pierna de alguien y perdió el equilibrio. Dobló la rodilla derecha y ésta aterrizó en tierra dolorosamente. Sólo el soldado que tiraba de ella evitó que cayera al suelo todo lo larga que era. El pueblo redobló entonces sus gritos y el látigo empezó a fustigar dolorosamente la espalda de la mujer.
- Vamos, levántate, zorra, levántate o te moleré a palos.
Alba lloraba por el cruel castigo e hizo todo lo posible por levantarse. Guardando el equilibrio con dificultad, fue capaz finalmente de ponerse en pie y fue entonces cuando se pudo ver la raspadura y herida que se había hecho en su rodilla derecha.
La comitiva siguió andando todavía un tiempo. Alba cojeaba ahora y eso no hacía sino aumentar sus sufrimientos. De repente, levantó la vista y vio que ya estaban muy cerca de la puerta de la ciudad. Esto le dio esperanzas, aunque al momento comprendió que al otro lado se encontraba el infierno en la tierra. Efectivamente recordó que sólo unas horas antes había pasado por allí en dirección contraria y había podido ver las osamentas de otros que habían sido crucificados allí mismo semanas o meses antes. Ni siquiera la enterrarían, sino que dejarían que se pudriera y se la comieran las aves.
Alba ya no podría caminar mucho más, los últimos metros antes de llegar a la puerta de la muralla fueron un auténtico tormento con el látigo cayendo una y otra vez, pues los soldados estaban ya impacientes de la lentitud de la comitiva y un poco nerviosos por los gritos de la plebe. Por fin, Alba cruzó la puerta y vio en un montículo cuatro cruces de las que aún colgaban despojos humanos. Ante esa visión terrible, la joven sintió un tremendo escalofrío y todo su cuerpo se sobresaltó. Por ello se negó a seguir caminando, cayó con las rodillas en tierra y miró angustiada al centurión pidiendo que fuera clemente y la matara allí mismo con un cuchillo. La muchacha negaba con la cabeza, llorando y gimiendo insensible a los latigazos que caían sobre ella para que se pusiera otra vez en pie. El soldado se puso frenético a azotar a la prisionera, pero ésta se negaba a caminar y estaba a punto de caer en tierra agotada. Sin embargo, el centurión fue categórico.
- Llevadla aunque sea a rastras, ordenó.
Los soldados cogieron entonces el madero por sus extremos y la llevaron a la fuerza. Ella seguía llorando e incluso intentó impedir con los pies que la arrastraran hacia el lugar de la ejecución, pero sólo consiguió que se los rasparan e hirieran con el suelo y la gravilla.