Alba (2)
Alba es conducida a Roma para ser juzgada, su insolencia será castigada con el látigo.
Capítulo segundo. Un largo y doloroso recuento.
Esa misma noche el Procónsul Lucio Gallo condujo a su esclava a Roma para que el juicio se realizara a primera hora de la mañana. El Prefecto tendría que decidir quién era el verdadero propietario de Alba, y, por tanto, en quién recaían las culpas de la agresión que había sufrido el senador. Lucio estaba enfurecido con la esclava. Por su culpa había perdido el favor de Flaminio. Es más, es probable que se hubiera convertido en su enemigo. Y tal y como estaban las cosas, eso suponía una muerte política en Roma. Además, mucho se temía que el pretor fallaría en favor del senador, y, por tanto, Lucio debería pagar una cuantiosa indemnización a éste. Ahora se arrepentía profundamente de no haber mandado crucificar a aquella perra en su país.
- Esos bárbaros sólo traen problemas, se dijo.
Sin embargo, si al final resultaba que legalmente Alba seguía siendo su esclava tomaría en ella cumplida venganza. Su muerte no sería rápida ni piadosa, sino que para ello contrataría a los mejores verdugos de Roma. De hecho, si no hubiera sido por el tribuno, habría empezado a ensañarse con ella esa misma noche.
Entretanto, y siguiendo a la comitiva alumbrada por antorchas, iba el carro en el que llevaban a la germana. Se trataba de un carro de dos ruedas tirado por bueyes que solían utilizar para llevar a los esclavos recién comprados. Por eso era en realidad una jaula de madera. Alba iba en él de rodillas cargada de cadenas, con argollas en su cuello, muñecas y tobillos. No podían correr el riesgo de que se escapara. Púdicamente la habían cubierto con una túnica para comparecer delante del pretor. Junto a ella cabalgaba el tribuno, conmovido por la tremenda suerte que le esperaba la joven y la aparente resignación que ella sentía ante todo aquello.
Con las primeras luces del día el grupo se encaminó por los últimos metros de la Vía Salaria, entrando en Roma por el este. Fue entonces cuando Alba lo vio y el terror invadió su ser, pues en un montículo que se encontraba junto a la muralla pudo ver los restos de varios crucificados. En realidad sólo se trataba de osamentas que, todavía colgaban de las cruces. A Alba le recorrió un escalofrío al ver aquello y no pudo apartar la vista hasta que cruzaron la puerta de la ciudad.
Los romanos eran muy madrugadores, pues desde primeras horas había por las calles un bullicio considerable. Los soldados de la comitiva se tenían que abrir paso a golpes de sus escudos y armas. Algunas personas miraban intrigadas a la esclava en la jaula, pues seguramente no estaban acostumbradas a ver a gentes del norte. Sin embargo, lo más llamativo era esa gruesa escolta para llevar a una simple esclava.
Tras un buen rato callejeando, el grupo llegó hasta el pretorio y cruzó la puerta, desembocando en un patio en el que varias decenas de soldados hacían sus tareas cotidianas. Alba permaneció en su jaula, sin embargo, no pasó mucho rato, pues el pretor, que ya había sido prevenido, se mostró muy interesado por solucionar el problema cuanto antes, sobre todo, teniendo en cuenta que era algo que afectaba directamente al senador Flaminio Galba. De este modo, dos soldados abrieron la jaula y sacaron de allí a Alba cargada de cadenas. El tribuno y un atribulado Lucio subieron así las escaleras que conducían hasta el salón donde se celebraban los juicios. Tras ellos iba la esclava a la que iban a interrogar.
Al entrar en la sala, el pretor todavía estaba desayunando, por eso le saludaron desde la puerta.
Ave, pretor, que los dioses te sean propicios.
Que ellos estén con vosotros respondió mecánicamente. ¿Qué os trae por aquí?.
El tribuno hizo un gesto a Lucio para que le dejara hablar a él.
Se trata de esta esclava y señaló a Alba desde su sitio.
Que se acerque la esclava, ordenó el pretor.
Este la miró de arriba abajo y pudo comprobar su belleza.
Supongo que es una esclava del norte.
Germana, señor.
Bien ¿qué es eso tan importante que ha hecho para molestarme a estas horas?.
Lucio intervino entonces.
- Pretor, la esclava ha herido al senador Flaminio gravemente.
Al decir esto, el gesto del pretor se mudó por completo y miró a Alba de una manera muy distinta como si ella ya estuviera muerta.
- ¿Es cierto?. La muchacha bajó la cabeza sin decir nada. Ese crimen sólo puede tener un castigo, dijo, lo sabéis muy bien, pero para eso no hacía falta que yo interviniera.
Entonces terció el tribuno.
Es que hay un problema con la responsabilidad del crimen, señor. No sabemos de quién es la esclava. Legalmente es de Lucio Gallo, pero él afirma que se la regaló al senador antes de que ella le hiriese. Por otro lado, el senador niega este extremo.
¿Hay testigos de la donación que le hiciste procónsul?. Este negó con la cabeza, la única testigo era la propia Alba, pero la palabra de una esclava no servía de nada en un tribunal. Siendo así, creo que hay pocas dudas sobre la responsabilidad del hecho, tribuno. La esclava todavía pertenece a Gallo, por tanto, el Procónsul Lucio tendrá que pagar cincuenta monedas de oro al senador en compensación por el daño que le ha causado.
Lucio ya se temía esta sentencia, así que no dijo nada ni protestó. Sin embargo, quería llevarse de allí a Alba. Estaba furioso y quería empezar con ella esa misma tarde. Pero cuando hizo ademán de cogerla, el pretor le hizo detenerse.
- No puedes llevártela procónsul. Ha cometido un crimen y será castigada conforme a la ley. Entonces el pretor miró sádicamente a Alba y ordenó. Que la lleven abajo, al cuerpo de guardia y la preparen para crucificarla antes del mediodía.
Ante esta palabras el corazón de Alba empezó a latir a más velocidad, angustiada por el tremendo destino al que le había sentenciado el pretor. Hasta el momento, y aunque era previsible su condena, la mujer se había engañado a sí misma. Sin embargo, ahora quedaba en evidencia que sería crucificada en pocas horas. La angustia le hacía respirar muy nerviosa y por fin dijo a gritos en su mal latín.
- Puercos romanos no podéis crucificarme, ellos me violaron.
Como única respuesta uno de los guardias le descargó un bofetón con el dorso de la mano obligándole a volver el rostro.
- Calla esclava
Soy inocente ese viejo era un cerdo y se merece lo que le hice.
Con ese gesto Alba empeoró mucho su suplicio, pues el pretor quiso dar ejemplo y castigarla como merecía.
Puerca insolente, vamos, llevadla abajo de una vez y decid al centurión que la azoten. Cuando hayan acabado, traedla otra vez a mi presencia quiero ver si entonces tiene tanta insolencia.
La belleza y el fuerte carácter de Alba habían despertado la lujuria del Pretor que, en ese momento hubiera deseado asistir a la crucifixión de aquella preciosa joven. Sin embargo, otros asuntos le retenían y al menos quiso verla después de que los guardias le flagelaran. Bastante bien sabía él cómo se las gastaban aquéllos con las mujeres condenadas a la cruz, especialmente si eran jóvenes y bonitas como aquella.
Haciendo caso a la orden, los guardias bajaron a Alba hasta el cuerpo de guardia cogiéndola fuertemente por sus brazos y desoyendo sus protestas y pataleos. Estaban muy excitados pues sabían perfectamente lo que iba a pasarle allí a aquella joven. Por lo pronto, sería azotada con saña, teóricamente para que no ofreciera ninguna resistencia cuando la clavaran en la cruz, pero sobre todo por puro sadismo. Por supuesto, la tortura iría acompañada por la violación correspondiente que sería humillante y también dolorosa. Tras los guardias iba Lucio que tenía sus propios planes. Es posible que el pretor quisiera aplicar la justicia a rajatabla, pero el centurión encargado de dirigir la ejecución tendría menos escrúpulos y se dejaría sobornar sin problemas para que el tormento de la esclava fuera especialmente doloroso y cruel.
Por fin llegaron al cuerpo de guardia donde había una docena de soldados que ya habían sido prevenidos y que esperaban ansiosos la llegada de la mujer. Cuando por fin ésta apareció, un murmullo de admiración se levantó por toda la sala. Les habían dicho que era bella, pero se habían quedado cortos. Alba se inquietó mucho por la reacción que había causado en todos aquellos hombres fornidos y malencarados. Entonces vio cómo Lucio se acercaba al centurión que, depositando unas monedas en la mano de éste, cuchicheaba algo que Alba no podía oír. El centurión sonrió entonces mirando a la joven y asintiendo con la cabeza. Cuando Lucio terminó dio la mano al centurión y salió de la sala mirando a la muchacha con una sonrisa diabólica.
Alba temió lo peor. Entonces el centurión dijo,
- Vamos, al poste con ella, no perdamos tiempo.
Dos soldados la cogieron y la arrastraron hasta un poste alto de madera que había en medio de la sala. En la parte superior de éste había dos grilletes de hierro fuertemente atados a unas anillas de metal con unas cadenas. En la parte de los pies también había dos grilletes fijos para los tobillos. Alba miraba ese poste hipnotizada mientras los soldados le quitaban las cadenas y sólo le dejaban el collar de hierro del cuello. Entonces le empezaron a desgarrar la parte superior de la túnica hasta dejar desnudo su torso. Todos los soldados sonreían muy excitados mientras desnudaban a la joven.
Al oír las risas Alba se tapó los pechos con sus brazos mientras bajaba la cabeza y se sonrojaba. La vergüenza de permanecer desnuda delante de todos esos soldados le hizo adoptar ese gesto automáticamente. Al principio no le quitaron toda la ropa, sino que le dejaron puesta la falda, anudada a la cintura por un cordel. Sobre ésta caía la parte superior de la túnica hecha jirones. El centurión estaba maravillado de la espalda larga y flexible de la muchacha, su estrecho talle y sus hombros delgados sobre los que se derramaba una corta melena rubia. Aunque no tenía las axilas depiladas el vello de éstas era también rubio y apenas perceptible. El pudor que mostró la muchacha no hizo sino encender aún más el deseo de todos aquellos hombres de asistir a su castigo. La piel la tenía muy suave y nunca había sido hollada por el látigo. Además ella no estaba acostumbrada a ser castigada así y sus alaridos y súplicas de piedad serían mucho más intensos que los de la mayoría de las esclavas, acostumbradas al látigo desde muy jóvenes.
Brutalmente, dos soldados la cogieron de sus muñecas y le obligaron a subir los brazos, para atarlos a los grilletes del poste, mientras ella pedía en voz baja que no le hicieran daño. Alba tuvo que dejar entonces a la vista sus firmes pechos que, además se realzaron al tener que mantener sus brazos en alto. Los pies fueron ajustados a los grilletes de los tobillos de manera que la mujer permanecería estirada mostrando la parte posterior de su cuerpo a sus verdugos.
El siguiente paso fue amordazarla. En este caso, la mordaza consistió en un madero atado por sus dos extremos a una cuerda. En principio Alba no quiso abrir la boca para aceptar ese objeto extraño, sin embargo, el soldado que se la puso, con un rasgo de compasión, le dijo en bajo.
- Muerde esto fuerte con los dientes. Te ayudará a soportar el dolor. Sin saber por qué, esas palabras le dieron confianza y Alba hizo lo que el soldado le decía. Aferró el madero con los dientes y entonces se lo ataron a la nuca con dos correas.
El último preparativo antes de comenzar la flagelación consistió en limpiar bien la espalda de Alba con una esponja mojada. Eliminar la suciedad previa era un modo de que las heridas no se infectaran. Esto se hacía sin ningún sentido, pues, teniendo en cuenta que la mujer no tardaría más de un día o dos en morir en la cruz, no habría tiempo de que se manifestara la infección. Sin embargo, a los soldados les encantaba cumplir con ese ritual y un hombre le limpió la espalda delicadamente con una esponja mojada.
De este modo, cuando ya todo estaba preparado, uno de los soldados se dispuso a escoger el látigo para flagelarla. Normalmente, la forma más rápida de conseguir que la víctima desfalleciera era el flagrum, un tremendo látigo cuyas correas terminaban en bolitas de plomo y pequeñas cuchillas que arrancaban pequeños fragmentos de carne a cada golpe. A pesar de la violencia de este tipo de flagelación, en el fondo era mejor para la prisionera, pues no podrían propinarle muchos latigazos con aquello sin matarla. En lugar de eso, el centurión optó por algo más largo y cruel. Para ella el soldado utilizaría un látigo simple de cinco colas de cuero con pequeños nudos.
Lo cogió y poniéndose a una distancia adecuada lo dejó caer mirando el cuerpo semidesnudo de la víctima y planificando mentalmente el tormento.
Entretanto, Alba esperaba el comienzo del suplicio muy nerviosa. Se veía obligada a mantener su cuerpo y su cara literalmente pegados al rugoso poste, respiraba muy nerviosa con grandes bocanadas mientras sus costillas, perfectamente perceptibles en su larga espalda brillante se expandían y contraían al ritmo de la respiración. La tensión le hacía sudar abundantemente, de manera que todo su cuerpo transpiraba y se perlaba de gotas de sudor. Hizo el firme propósito de no perder el control e intentar aguantar el dolor de la manera más digna posible, intuía que si se mantenía sin gritar el mayor tiempo posible desanimaría y aburriría a aquellos sádicos soldados. Sin embargo, el cuerpo no le respondía como ella quería pues no podía impedir que sus dientes castañetearan y chocaran unos contra otros, y los escalofríos le recorrieron todo el cuerpo. Simplemente estaba temblando de miedo.
Repentinamente el verdugo que iba a azotarla dio un chasquido en el suelo y Alba se sobresaltó dándole un vuelco el corazón. Cómo el ruido no fue acompañado de dolor alguno Alba se extrañó y miró hacia atrás. Apenas pudo torcer el rostro para ver el gesto de tremendo esfuerzo del verdugo cuando echó el látigo hacia atrás. El látigo zumbó en el aire y Alba sólo tuvo una décima de segundo para cerrar los ojos y volver el rostro. El primer latigazo se descargó sobre su indefensa espalda con un fuerte chasquido. Alba ahogó un gemido mientras todo su cuerpo temblaba por la violencia y el dolor. Sus labios también temblaron y tuvo que hacer un esfuerzo por no abrirlos y gritar abiertamente. En ese momento oyó cómo un soldado empezó a contar.
- Uno.
Las correas del látigo habían golpeado en la parte alta de la espalda, a la altura de los hombros. Las puntas del látigo habían mordido la piel hacia la derecha y al tirar de ellas habían provocado cinco finas líneas rojizas cuyo color aumentó su intensidad lentamente. Estas heridas empezaron a escocer casi al momento.
El segundo latigazo no fue inmediato, pues el verdugo quería que su prisionera saboreara en toda su plenitud lo que era recibir un latigazo de un profesional. Sin embargo, en poco tiempo volvió a echar el látigo hacia atrás, éste silbó en el aire, se oyó el chasquido del cuero contra la carne, otro gemido apagado por la mordaza y la contabilización monótona de los latigazos. Dos. El segundo latigazo fue análogo al primero, casi paralelo a aquél pero más bajo. Alba volvió a temblar con los ojos cerrados, mordiendo la mordaza para no gritar y crispando el semblante para aguantar el dolor y el escozor. Los soldados se sorprendieron de la resistencia de la muchacha germana, pues pensaban que empezaría a gritar y suplicar desde el primer latigazo, sin embargo, estaban seguros de que no podría aguantar mucho tiempo sin perder el control y la compostura. El verdugo, por su parte, quería arrancar los deseados alaridos de la joven, por eso decidió acelerar algo el ritmo de los latigazos.
- Tres, contó el soldado cuando el látigo cayó por tercera vez un poco más abajo que el anterior.
El golpe provocó una contracción de todos los músculos de la espalda de Alba que se estremecieron deformando las finas líneas rojas paralelas que se podían apreciar con toda nitidez en su espalda blanca. El látigo volvió a silbar acompañado del número cuatro y del gemido de la esclava que no esperaba ese cambio de ritmo. El quinto latigazo volvió a acertar en el centro de la espalda superponiéndose a los anteriores.
Seis, siete, ocho, contaba monótonamente el soldado, mientras la mujer mordía fuertemente el madero aguantando a duras penas el castigo temblando. No podía reprimir las lágrimas que se escapaban de sus ojos y ansiaba gritar con todas sus fuerzas, pero siguió reprimiéndose.
Nueve, respondió la cuenta al siguiente latigazo que volvió a morder y arañar el cuerpo de la pobre muchacha. Para entonces la espalda de Alba tenía varias decenas de marcas rojizas de las que se empezaban a deslizar pequeñas gotitas de sangre de manera que el décimo latigazo provocó una pequeña salpicadura en la espalda.
Tras el décimo latigazo, el centurión ordenó un cambio, y el soldado que había azotado a Alba se retiró, mientras otro soldado, mucho más descansado desenrrolló otro látigo para continuar el castigo. Entretanto, el centurión se acercó a la rubia a examinar el estado en el que se encontraba. Le cogió por el cabello e, inclinando su cabeza hacia atrás vio su rostro crispado y enrojecido y le dijo.
- ¿Cómo va princesa?. Espero que disfrutes tanto como nosotros. Mientras seguimos azotándote quiero que pienses en todas las pollas que te vamos a meter por el culo, después de follarte continuará el castigo. Alba le miró con los ojos llorosos sin poder controlar el temblor de su cuerpo y la saliva que le caía a través de la mordaza. No me mires así, esto no ha hecho más que empezar, y mientras decía esto examinaba el cuerpo de la mujer, toqueteando sus heridas. Entre cuarenta y cincuenta marcas oblicuas recorrían la parte superior de su espalda. El sudor hacía brillar la piel de Alba que respiraba espasmódicamente.
La muchacha dijo algo a su verdugo que éste no pudo entender y a lo que no hizo ningún caso.
- Guarda tus energías para soportar el dolor, esclava, dijo mientras se aseguraba de que las correas estaban apretadas. Vamos a continuar.
El centurión se alejó mientras el siguiente verdugo hacía chasquear el látigo. El ruido sobresaltó otra vez a Alba que se preparaba a seguir soportando ese tormento sin gritar. Repentinamente, tras el silbido del látigo, un estallido de dolor y escozor brutales volvieron a sacudir el cuerpo de la muchacha. Alba cerró los ojos temblando de rabia y dolor. Odiaba esos violentos latigazos, el escozor en la piel, la humillación de no poder ni siquiera gritar o insultar a los verdugos. De pronto el latigazo número doce, y seguido el trece. El soldado seguía contando con su voz monótona. Alba oía ese recuento con lágrimas en los ojos, respirando pesadamente, y con el rostro enrojecido y congestionado, moviéndose violentamente hacia los lados con cada latigazo. Ni siquiera sabía cuantos azotes le iban a propinar, pues nadie había establecido un número.
- Catorce, quince, dieciséis.
Los latigazos se sucedían ahora cruelmente, con mucha rapidez, y la joven no podía casi tomar aliento, moviendo la cabeza hacia atrás y a punto de lanzar alaridos descontrolados. Sin embargo, siguió resistiendo, temblando de puro dolor. Los latigazos ya estaban provocando salpicaduras de sangre que manchaban los jirones de la túnica de la muchacha. Eso era signo de que las marcas de los latigazos empezaban a cruzarse entre sí y de que en las intersecciones se estaba levantando la piel. Si el castigo continuaba, el látigo empezaría a despellejarla.
Un rápido zumbido y el latigazo número diecisiete, que resonó como si golpeara algo húmedo. La espalda de Alba se convulsionó y la pobre chica, que ya no podía más tensionó los tendones de su cuello, mordiendo el madero de la mordaza con todas sus fuerzas y abortando un grito.
- Dieciocho, contestó el soldado al nuevo latigazo.
El cuerpo de la joven se retorcía ahora raspando sus pechos contra el poste.
- Diecinueve, y Alba por fin gritó con la cara dirigida hacia arriba.
El grito fue espeluznante y liberador, y sólo la mordaza evitó que se oyera sonoramente por toda la habitación. El verdugo sonrió ante la manifestación de dolor de la muchacha y le dio el vigésimo latigazo con todas sus fuerzas. Un nuevo grito terminó en un sollozo continuo de la pobre mujer que, ya no podía seguir soportando esa tortura. Nuevamente, el centurión, que era muy metódico, hizo una señal para que el joven que había hecho de verdugo parara. Este estaba satisfecho y sudoroso por haber hecho llorar a la esclava. El centurión se acercó a Alba y volvió a inspeccionar su espalda. Ella lloraba quedamente con la cabeza apoyada en un brazo temblando y agitándose espasmódicamente. Toda su espalda le quemaba y sentía que si eso continuaba más tiempo se desmayaría. En realidad, la parte trasera de su cuerpo era una inmensa mancha rojiza, surcada de decenas de líneas rojizas y reguerillos de sangre y sudor. El cabello y el rostro también estaban húmedos de sudor y lágrimas.
Con una sonrisa sádica, el centurión cogió con una mano la falda de la mujer, mientras con la otra empuñaba un puñal. Alba pensó que iba a utilizar aquello para herirla, pero, introduciendo la hoja en el cinto manchado de sangre, se lo cortó de un tajo y siguió cortando la tela hacia abajo. Sin acabar de rajarlo tiró entonces de la tela de la falda y, brutalmente arrancó lo que ahora eran unos andrajos sanguinolentos. El centurión tiró todo aquello lejos, y Alba quedó casi desnuda. Todavía llevaba una especie de taparrabos en la cintura, pero el centurión se lo arrancó fácilmente. Alba miró entonces hacia atrás temblorosamente en respuesta a las exclamaciones de admiración de los soldados. El pálido trasero de Alba, firme y delgado, coronaba unas piernas largas y bien torneadas. Las caderas parecían relativamente anchas, pero eso era por la delgadez de su cintura, los soldados estaban impresionados. Además, al estar atada de pies y manos, Alba movía involuntariamente su culo, lo cual excitaba aún más a los hombres. Presa de la lujuria, el centurión no pudo por más que ponerse detrás de ella y acariciarle sus muslos y glúteos con las dos manos y hacer como si se la follara con muecas burlonas. Los hombres se rieron entonces de la ocurrencia del centurión. El, mientras tanto, se acercó al oído de Alba, que se sentía ultrajada por eso y le dijo.
- Ahora tú y yo lo vamos a pasar bien, preciosa, te voy a follar por el culo y después lo van a hacer todos mis hombres.
Alba le miró llorando, mientras el centurión le besaba el cuello por encima de su collar de hierro y la mejilla. Acto seguido se agachó y vio las ligeras marcas de latigazos en el culo de la mujer y le dijo.
- Veo que has sido mala y por eso te han castigado. Parece que te gusta recibir latigazos, apuesto que te pone cachonda que te azoten. A todas las putas germanas os gusta que os azoten.
Alba protestó a través de la mordaza, pero sin hacerle ningún caso el centurión le abrió los glúteos para examinarle el agujero del ano.
- Vaya, vaya, qué tenemos aquí. Ya sabía yo que eras una guarra. Oíd, muchachos, a ésta ya se la han metido por detrás y no creo que se haya resistido mucho.
Los soldados rieron mientras Alba era humillada por su jefe. Entonces el centurión se volvió a incorporar, se sacó su miembro, ya muy excitado por los sobeteos a la joven, y escupiéndose en la mano se embadurnó el pene de saliva. A Alba le dio un escalofrío al notar de repente ese objeto extraño en su esfínter. El centurión alojó su pene en el agujero del ano de la joven y empezó a apretar, mientras le abría los glúteos con las manos. Alba se puso a negar con la cabeza llorando, pero la verga del centurión iba penetrando inexorablemente a través del esfínter de la mujer. Las muñecas y tobillos de ésta se iban enrojeciendo a medida que hacía esfuerzos inútiles por liberarse. El dolor en su ano era muy intenso y ella hacía lo que podía para auparlo y alejarlo del pene del centurión. Sin embargo, éste siguió penetrando, y jadeaba a medida que su miembro penetraba por aquel conducto apretado y cálido. Gozando como un cerdo, cogió a Alba de sus pechos apretándolos como si fueran dos abrazaderas para hacer más fuerza. La excitación hizo que el centurión pellizcara violentamente los pezones de la mujer haciéndole mucho daño. Ella lloraba y protestaba. Seguramente, la violenta violación volvió a provocar desgarrones en el recto de Alba, pues la sangre volvió a manar por el pene del centurión.
Una vez que la hubo penetrado hasta el fondo, el centurión empezó a follarse a la muchacha brutalmente, adentro y afuera. A cada sacudida, el cuerpo de Alba subía raspándose contra el poste. Ella gemía apretando los dientes, con los ojos cerrados, soportando aquella violación humillante sin experimentar el más mínimo placer, al contrario, cada vez le dolía más. Tras varios minutos, el centurión sacó su pene y eyaculó gimiendo de placer. Los disparos de semen cayeron sobre el trasero de la joven mezclándose con los hilillos de sangre que se deslizaban por su espalda. Al sacar el pene, el agujero del ano se fue cerrando lentamente, estaba enrojecido y de él caía sangre y esperma. Ahora la bella germana tenía que sumar el dolor del trasero al escozor de los latigazos.
El centurión se retiró satisfecho guardándose el miembro mientras otro soldado, con el pene ya al aire y empalmado se dispuso a sustituir al centurión. Enculó a Alba de un solo empellón y comenzó a follársela animosamente sin hacer caso de sus gritos. Los soldados sodomizaron a su prisionera uno tras otro. Como algunos estaban impacientes empezaron a juguetear con los pechos de la muchacha chupándolos y mordiendo los pezones otros le intentaban besar o lamer la cara con sus asquerosas lenguas. Ella aguantó esa vejación como pudo, sólidamente atada al poste, con los ojos cerrados y gimiendo dolorosamente a cada empujón y mordisco. Todo ello duró algo más de una hora, aunque a la mujer le pareció que tardaban un siglo en violarla. Resignada, esperaba así que aquellos hombres se aliviaran de una vez corriéndose sobre su trasero.
Cuando terminó la violación, el agujero del culo de Alba ya no se cerraba completamente pues su esfínter estaba completamente rasgado. Ella seguía llorando, entonces el centurión ordenó que se reanudara la flagelación. Los nuevos verdugos metieron los látigos en un cubo que tenía agua salada, así los limpiaron de sangre, pero también obtuvieron un doble efecto, ahora los látigos pesarían más y sus golpes serían más dolorosos.
La verdad es que la flagelación que precedía a toda crucifixión, solía ser extraordinariamente cruel, pero en esta ocasión estaba resultando de una dureza y violencia desusadas. Probablemente tenía que ver mucho en ello el buen dinero que Lucio había pagado al centurión. Claro que éste estaba cumpliendo su misión de mil amores.
Entretanto, Alba esperaba la reanudación de su tormento llorando. Su cuerpo estaba ahora pegado al poste, sudando y temblaba espasmódicamente por los sollozos. La saliva caía incontroladamente a causa de la mordaza y mojaba sus pechos con hilos largos que caían cadenciosamente. Llevaban martirizándola ya bastante rato y deseaba sobre todas las cosas que aquello terminara ya, que la mataran de una vez por todas con un cuchillo o estrangulándola. De pronto, ante los ruidos que oía a su espalda, volvió su cabeza hacia atrás y esta vez vio a dos soldados con sus látigos que los estiraban ante sus ojos. Al parecer la iban a azotar los dos a la vez, esto provocó que se reanudaran los gemidos y protestas de la muchacha.
- Vamos, empezad ya, dijo el centurión, y tras unos segundos, uno de los soldados descargó un violento latigazo en el trasero de Alba.
Esta gritó desesperada de que todo comenzara nuevamente y sólo la mordaza impidió que el aullido de la pobre muchacha se oyera por encima del chasquido de los latigazos.
- Veintiuno, recordó monótonamente el centurión, y en pocos segundos Alba recibía el siguiente latigazo.
El veintidós del centurión tuvo que ser de un tono algo más elevado para tapar el nuevo grito de la mujer. Los nuevos azotes caían ahora a más velocidad, pues ahora los dos verdugos daban alternativamente los latigazos desde la derecha y la izquierda, sin parar. Veintitrés, veinticuatro, veinticinco, veintiséis, veintisiete, veintiocho. La flagelación era ahora brutal y mucho más insoportable. Alba apenas podía controlar su pensamiento. Le parecía que ahora los látigos golpeaban con mucha más fuerza y el escozor era más vivo y doloroso. La joven hacía oscilar su trasero a los lados como reacción a los golpes, intentando impedir que los látigos le golpearan de lleno, pero era inútil. Todo ello provocaba una danza muy sensual que a los hombres debía complacer muchísimo a juzgar por sus comentarios obscenos. La joven germana gritaba y lloraba ahora sin control pues el tormento no paraba..
Veintinueve, treinta, treintaiuno, treintaidos. La mujer ya no era ella misma, era incapaz de dominar sus alaridos, sus lágrimas y saliva. Sus ojos se ponían en blanco y la mandíbula le temblaba sin control. No podía dominar sus movimientos ni pensamientos.
Treintaitrés, treintaicuatro.
Los hombres sonreían sádicamente cargados de adrenalina, expectantes a las reacciones de la muchacha a aquel tormento atroz. Ahora, decenas de marcas rojizas surcaban los glúteos y muslos de la mujer, sumándose a la espalda. El látigo estaba comenzando a despellejarle el trasero y aquello escocía horriblemente.
- Treintaicinco, contó el centurión, y las piernas de Alba empezaron a fallar, doblándose dolorosamente mientras ella gritaba y suplicaba que pararan.
Aunque los soldados no podían entender nada de lo que ella decía, la muchacha pedía piedad desesperadamente, invocando a sus dioses y a los de los romanos, a veces incoherentemente.
Treintaiseis, treintaisiete, los látigos acertaban en las heridas de la mujer con una precisión diabólica, arrancando pequeños jirones de piel y haciendo salpicar gotas de sangre y sudor. La rubia germana agitaba la cabellera, con movimientos de cabeza espasmódicos a cada latigazo. Su rostro, muy congestionado y transido de dolor dejaba traslucir los efectos del bárbaro tormento.
Treintaiocho, treintainueve y cuarenta, basta, dijo el centurión haciendo un gesto con la mano.
Los últimos tres latigazos habían caído sobre una Alba ya desfallecida, a punto de perder el conocimiento. La parte posterior de su cuerpo se había convertido en una horrenda red de marcas descarnadas de las que brotaban pequeños regueros serpenteantes de sangre. La mujer parecía como muerta, sólo su respiración entrecortada, que hacía temblar su piel brillante empapada de sudor mostraba que ella todavía vivía, sin embargo, había dejado de gritar y permanecía con los ojos cerrados y las piernas dobladas, colgando de sus brazos estirados. Los grilletes habían herido sus muñecas al moverse espasmódicamente y pequeñas gotas de sangre se deslizaban hacia sus hombros. Los ojos estaban cerrados y las lágrimas secas recorrian un rostro enrojecido y crispado por el dolor.
- Reanimadla, dijo el centurión.
Un soldado lanzó entonces el resto de agua salada que quedaba sobre el cuerpo de la joven. Esta apenas se inmutó por el agua fría que limpió su espalda y trasero de sangre. En principio, el frescor del agua fue un momentáneo alivio, pero pronto la sal se fue introduciendo en las heridas que estaban en carne viva y al notar la inmensa oleada de escozor comenzó a aullar con el rostro dirigido hacia lo alto. Este aullido espeluznante duró unos minutos pues la desgraciada joven experimentó un dolor inhumano, como si la hubieran acostado de espaldas sobre carbones encendidos. A pesar de sus escasas fuerzas, seguía retorciéndose de dolor, y sus estremecimientos continuaron hiriendo sus muñecas y tobillos. hasta que el escozor fue perdiendo intensidad y ella recuperaba cierta compostura, llorando amargamente y preguntándose cuándo acabaría todo aquello.
Fue entonces cuando el centurión ordenó que le dieran la vuelta, pues quería seguir con sus pechos.