Al servicio de don Jaime 06
Un capítulo final que deja nuestra historia abierta a nuevas aventuras (quien sabe si desventuras) de nuestra buena Lucía.
Don Jaime, en cualquier caso -no quisiera esta narradora dejar la duda en el aire-, no era, ni mucho menos, un canalla desalmado. Manipulador sí, eso nadie podrá negarlo, pero, a su particular manera, era hombre considerado, que procuraba -fuera de los momentos en que decidía jugar a martirizar a sus mujeres-, que nadie se sintiera desdichado a su alrededor. De hecho, sus torturas, por así llamarlas, nunca llegaban a ser completamente crueles, si no que gustaba de alternarlas con detalles amables, hasta tiernos, y era extremadamente generoso. Nunca se supo que nadie que le hubiera servido bien quedara desamparado.
Hay que entender que el buen hombre nació, creció y vivió en un ambiente donde el mundo se percibía claramente dividido entre quienes eran alguien, y quienes no, y que aquellos “quienes no”, siempre fueron tratados en su casa, desde su más tierna infancia, como propiedades de las que disponer. No tuvo ocasión de recibir otro ejemplo y, pese a ello, no solo por apariencia, por que las apariencias a él no le importaban gran cosa, se portó siempre con la decencia que podía, dado su contexto, con todas las personas que estuvieron a su servicio.
Viene a cuento esto por explicar que doña Carmen, por más que viviera aquel martirio moral que le suponía el encaje en su nueva condición, y sus evidentes dificultades para superar el desmoronamiento de todos y cada uno de sus principios, recibía las atenciones precisas para sostener un cierto equilibrio, donde la amabilidad de su dueño -que en esos términos lo definía para sus adentros-, obraba el papel contradictorio de bálsamo que aliviaba la tensión del delicado sendero por donde discurría, a la vez que lo alimentaba.
Por definirlo en términos más sencillos, hay que dejar constancia de que lo que la buena viuda padecía se parecía muchísimo al amor romántico, que había penetrado en su vida a la madurez y por sorpresa. Ella, cuyo matrimonio fue un apaño entre su familia y la del difunto, y cuya felicidad se había basado más en el afecto que en la pasión, bien pasados los cuarenta había descubierto a la vez las mieles del placer, y una suerte de enamoramiento exasperante que la arrastraba en una historia que, en su fuero interno, era la de una pasión abrasadora y fatal, a la que se entregaba pese a todo lo que hasta conocerle había conformado el universo de sus ideas.
Don Jaime, por su parte, aunque hablar de amor refiriéndose a su persona sería sin duda una evidente exageración, es bien cierto que se sentía muy atraído hacia aquella mujer, que de alguna manera le recordaba a su vieja tía Lidia, con quien experimentara sus primeros placeres infantiles, y que, por si ello fuera poco, le demostraba una entrega total y absoluta, y se corría cada vez, por fuerte que fuera la experiencia que le sugería, como si acabara de descubrir las mieles del gozo carnal.
Jugaba a degradarla y gozaba de ello, no hay duda, a juzgar aunque solo fuera por lo que ya llevamos visto, pero volvía a ella, a consolarla sin evidenciar consuelo. De hecho, desde que, poco después de llegada a su casa, comprendiera el valor de aquella joya, buena parte de sus planes habían girado en torno al ella, a la atracción que sentía hacia ella.
Muy especialmente, podríamos situar aquí el “noviazgo” de viejo verde con Lucía, quien, una vez disfrutado su cuerpo, le aburría profundamente, y a quien no hubiera frecuentado más allá de una semana o dos, de no ser por el efecto que causaba en su madre la delicada situación en que la ponía compartirlo con ella.
En cualquier caso, volvía con doña Carmen casi cada noche. Jugaba con ella; la compartía con sus amistades, o montaba teatrillos para ver su cuerpo de matrona balancearse entre las muchachas que constituían su servicio; con cierta regularidad la introducía en juegos con su propia hija, sabedor del padecimiento que le causaba, más el hecho de gozar con ella, que la simple idea de yacer que, sin él, no le hubiera reportado tanta satisfacción.
Con todo y con eso, rara vez un juego entretenía tanto tiempo a nuestro duque como para sostenerlo mucho tiempo, así que, al cabo de poco más de un mes, cuando decidió que el asunto de Lucía empezaba a aburrirle, organizó una fiesta para ella, a la que invitó a una docena de sus mejores amigos, y a las esposas de algunos de ellos, y contrató a unos jóvenes de piel negra, excelentemente dotados, a fin de que, junto con el resto de las muchachas de su servicio, animaran el ambiente.
La propia doña Carmen, que fue la encargada de darle la noticia y explicarle los detalles de su nuevo estatus, sintió un puntito de lástima que no tardó en ser sustituido -o más bien alternado-, por el placer de una venganza que le costaba reconocer que deseaba.
Lucía, cielo.
Dime, mamá.
La muchacha respondió en el tono desabrido con que se dirigía a ella de un tiempo a aquella parte, como si se situara en una posición superior a la suya, de criada.
Te traigo el traje para la fiesta ¿Te has duchado ya?
Pues claro. Tienes unas cosas.
Bueno, pues póntelo.
Pero…
¿Sí?
Es de criada.
Bueno, no exactamente…
La muchacha parecía desconcertada. Efectivamente, el vestido tenía el mismo aire decimonónico que el resto de los que usaba el servicio, y estaba elaborado con los mismos tejidos. Todavía no había visto sus hechuras, y ya se sentía indignada.
¡Anda, anda! ¡Ya busco yo alguno en el armario! ¡Qué torpe estás, mamá!
Verás, tengo que explicarte…
¡Déjame!
Cállate y escucha, niña: me manda don Jaime a explicártelo, así que te lo vas poniendo mientras lo hago.
Pero…
No hay peros que valgan. Mira, se ha terminado. Don Jaime ha decidido que ya no le interesa tenerte como te ha tenido, y que a partir de ahora vas a tener que ganarte la vida, y hoy vas a empezar.
Pero…
Esto tenía que pasar, cariño ¿Creías que ibas a ser siempre la favorita? El trabajo de querida no es un trabajo, Lucía. Se está al albur del capricho de señor, y al final se acaba. Bastante bueno va a ser, que me ha dicho que va a seguir pagándote los estudios y que, cuando termines, tendrás una buena oportunidad en alguna empresa de esas suyas. Pero, de momento, se acabó lo de la amante.
…
Anda, vístete y vamos, no llores. Cuantas darían algo por tener tus oportunidades…
La muchacha se sintió suficientemente desconcertada como para no reparar en su tristeza. Trató de ponerse el vestido sin comprenderlo, y su propia madre tuvo que explicárselo y ayudarla a calzarse aquella pieza absurda.
Anda, vamos, que ya te están esperando.
¿Hay mucha gente?
Algunos.
Se vistió en silencio conteniendo un sollozo. Durante un mes, se había sentido una reina y, en aquel momento, cuando se ponía aquel vestido de criada que dejaba a la vista sus breves tetilllas picudas y aquel culito escaso, redondito, firme y blanco, comprendía cual era su verdadera condición. Había sido la amante del duque, la principal, a quien enseñaba por los salones de las mejores casas de la ciudad, para terminar convertida en una más de aquellas criadillas que don Jaime utilizaba de putillas para satisfacer a sus amistades. Pese a su juventud, era una mujer orgullosa, y nadie la iba a ver llorar.
Se miró en el espejo. Tenía la sensación de algo irreal. Sin maquillar, parecía otra, aunque no le resultó desagradable. El vestido era ridículo: prácticamente un corpiño ceñido que alcanzaba el nacimiento de sus tetas y se prolongaba a los lados hasta los hombros, de donde arrancaban mangas rematadas con un encaje blanco, sujetas al cuello blanco también, camisero. La falda, o aquello que suplía escasamente su función, le cubría la parte delantera de sus piernas para desaparecer a la espalda. Un arco bajo el corpiño dejaba a la vista el culillo y las piernas largas y morenas, sobre las que vestía unas medias blancas, gruesas, hasta la mitad de los muslos, donde se sujetaban mediante unas ligas apretadas, sin liguero, del mismo color y sin adornos. Los zapatos negros, de tacón ancho y puntera redondeada, con una hebilla de dorado viejo, remataban, junto con un ridículo delantal, el aire de entre institutriz enloquecida y criada de película porno en blanco y negro. Su madre había recogido su cabello en un moño sencillo, que destacaba la belleza de su cuello largo y delgado, perfecto.
¿Estás bien?
Sí.
¿Seguro? Si no…
He dicho que sí.
Carmen abrió la alta puerta de dos hojas franqueándole el paso al salón de baile. Su aparición despertó un rumor entre los invitados, poco más de media docena de amigos del duque, cuatro de sus esposas, y varios camareros negros, grandes y apuestos, que colaboraban con las muchachas en la atención a los señores. Se preguntó si tendría que sumarse ella también y empezar a servir copas de champagne o qué se esperaba de ella.
- ¡Lucía, cielo, te esperábamos!
Guardó silencio. No quería tratarle de usted. Le dejó tomar su mano en alto y se sometió a la ridícula vuelta de presentación sintiendo que la exhibía como a una yegua. Mientras giraban se dirigía a sus invitados en un tono de una solemnidad burlesca que le pareció un insulto.
- Un año más, queridos amigos, Daré comienzo a la subasta con que, un año más, la querida Marguerite ha decidido que debemos proveer de fondos a esa curiosa fundación suya que, este año por fin, confío en que logrará solucionar los problemas que aquejan a la humanidad desde el principio de los tiempos.
Un coro de risas educadas y corteses celebró la ocurrente manera de presentarla al tiempo que todas las miradas se volvieron hacia una mujer de mediana edad, elegantemente vestida, que respondió a su atención con una discreta reverencia adornada por una sonrisa que pretendía ser tímida sin éxito.
Tengo el honor de presentarles, damas y caballeros, a la joven Lucía, de quien creo que no hay mucho que decir, por que sus múltiples y muy notables virtudes saltan a la vista. Quizás observar que, aunque no es virgen, no querría engañarles, también es cierto que no he consentido en compartirla con nadie desde que la conocí, así que, salvo por mis atenciones, y tal vez los torpes manejos de algún mozalbete de su Facultad, puede decirse que esta noche será su puesta de largo en el gran juego del placer. ¿No merece nuestra joven amiga que empecemos la puja por… tres mi euros?
No parece descabellado, no.
Había iniciado la puja un caballero de cierta edad, elegante y apuesto, de cabello cano, a quien, en una sucesión lenta, que el propio don Jaime animaba, desafiaban sus amistades en un regateo que a Lucía le parecía irreal y absuroa.
En mi opinión, cuatro mil sería una cifra más justa.
Aunque alejada del valor de nuestra belleza invitada, doña Laura.
Que sean cinco mil entonces.
Buen intento, Zabala,… de dudoso éxito, pero bueno.
Diez mil podría arriesgar yo, don Jaime.
Excelente, excelente, amigo Alejandro. Se nota que usted ha visto de cerca sus habilidades.
Doce mil…
...
Las posturas se sucedían alcanzando cifras que a Lucía, y a su madre, que servía copas a los señores y señoras, les parecía increíbles. Don Jaime alababa las virtudes de Lucía sin llegar a mencionarlas. Pese a ello, sentía que revelaba sus secretos, que aquello era como si narrara sus encuentros. Se sentía ridícula.
De repente, una voz de mujer terminó con la ceremonia:
- Ochenta y cinco mil.
Se hizo el silencio de repente. Todas las miradas se dirigieron hacia doña Marguerite, que exhibía una sonrisa deslumbrante, segura de su victoria.
- ¿Nadie pujará más alto? Pues a las tres, queda adjudicada a nuestra filantrópica amiga, que este año parece decidida a financiar su propia causa. En cualquier caso, queridos, no olviden que, junto a la puerta, encontrarán una urna donde pueden ustedes depositar sus contribuciones a tan noble empresa.
La emoción de la subasta parecía haber excitado a los invitados a la fiesta, que reclamaban la atención del servicio pidiendo que les trajeran más copas, y comenzaban a valorar las virtudes de quienes se las servían. Aunque la entrega de la muchacha a doña Marguerite mantenía la atención del resto de los invitados, por doquier podían observarse los primeros devaneos, y el servicio empezaba a ser víctima de sus atenciones que, por otra parte, parecían recibir de buen grado. La propia doña Carmen, profundamente perturbada por la subasta que acababa de producirse ante sus ojos, tenía dificultades para sostener la bandeja con que repartía el champagne ante el constante palmeo a que eran sometidas sus nalgas y el magreo de sus senos.
Querida, en toda la historia de nuestra tradicional subasta, nunca se había producido una puja mayor. Me sorprende que haya sido precisamente usted quien la haya hecho.
Una inspiración, Jaime. Presiento que esta jovencita va a procurarme deliciosos instantes de placer.
No lo dudo. Aquí la tiene. Disponga con entera libertad.
Sonriendo, palpó sus nalgas duras a la vista de toda la concurrencia. Amasó sus tetillas y pellizcó sus pezones esponjosos haciendo aflorar dos lágrimas, pero sin conseguir obligarla a emitir un quejido. En su orgullo, Lucía prefirió morderse los labios antes de mostrar la más mínima prueba de debilidad. Marguerite, entre desairada y divertida, le ofreció ante todos la promesa de un suplicio.
- Me recuerdas a mí misma, cielo: orgullosa, altiva… Aun así, voy a hacerte una premonición: antes de que amanezca, putita, llorarás.
Incapaz de admitir su fracaso, como si pensara que bastaría con resistirse para que las cosas retornaran a su normalidad, Lucía se prometió no permitirlo. Soportó la humillación de dejarse abrochar un collar de cuero blanco alrededor del cuello, y se dejó conducir sujeta por una correa a juego en manos de quien sería su dueña aquella noche de corro en corro. Marguerite brindaba con sus amistades, charlaba con ellas, y la ofrecía para atender sus apetencias con mucha cortesía, aunque la mayor parte de ellos, conocedores de la costumbre, rechazaban su oferta, o la posponían a después, y se limitaban a palmear sonriendo su culito y agradecer la atención.
- ¡Queridos, queridas! Vayan formando el círculo, por favor, y procedamos a la puja del teatrillo ¿No pensarán ustedes que esta fiesta terminará sin que haya yo vaciado sus billeteras?
Riéndole la gracia, los invitados, que a aquellas alturas se encontraban en su mayor parte bastante animados por el alcohol, y por algunas otras sustancias que venían consumiendo con mucha dedicación, fueron formando una circunferencia alrededor de Lucía y la mujer, que ni por un momento había soltado la correa que las unía.
Fue su propia madre, la pobre doña Carmen, quien se encargó de desabotonar las hilera de botoncillos negros que mantenían sujeto al corpiño aquella especie de delantal, más que de falda, que mantenía en el conjunto la apariencia de vestido, dejando de aquella manera expuesta en toda su magnitud la largura de sus piernas, y el pubis lampiño de la muchacha, para deleite de la concurrencia, que estalló en aplausos a la vista casi completa de sus nobles atributos.
- Como decía, queridos amigos, ha llegado la hora de la verdad: tienen ante ustedes a una joven de notable belleza que me propongo que, a cambio de un precio razonable, cuyo importe irá a nutrir la noble causa que nos ha convocado aquí, satisfaga esta noche sus deseos. Supongo que ya conocen que la muchacha, aunque puta, lo ha sido hasta ahora tan sólo de su señor, por lo que entiendo que, dada esa circunstancia, el precio habitual sea doblado esta noche. No siempre se tiene ocasión de degradar a una flor ¿No les parece? Por añadirle morbo, quiero que sepan que la encargada de recoger sus donativos será doña Carmen, su propia madre, lo que, convendrán conmigo, dota al asunto de un plus de maldad que estoy segura de que sabrán apreciar.
Don Alejandro de Arriortua fue el primero en depositar en la cestilla de intrincada filigrana de plata los primeros doscientos cincuenta euros que le daban el derecho a utilizarla para su placer. Cuando Marguerite fue a acercar hasta él a su mascota, con un gesto le indicó que no era a él, si no a su esposa, Cayetana, a quien debía atender. La buena mujer, que contaba ya cincuenta o cincuenta y tantas primaveras de oronda carne blanca, muy evidentemente achispada, estalló en gritos de júbilo mientras, subiéndose la falda del vestido y sentándose sobre una mesa, ponía al alcance de Lucía su coño carnoso y velludo.
- Bueno, querida, por el momento has tenido suerte, pero no olvides mi promesa.
No necesitó que la obligaran. Hubiera muerto antes de consentir que nadie tuviera que obligarla. De alguna manera, hacerlo a la fuerza le parecía que atentaba en mayor medida contra su dignidad: inclinándose muy seria, procurando mantener su expresión hierática, separó con sus dedos delgados los labios que ocultaban la vulva empapada de aquella buena mujer, y pegó los suyos a ellos, comenzando a lamerle el coño deprisa, con mucha intensidad, como queriendo abreviar el momento.
- ¡Madre mía de mi vida y de mi corazón!
Los muslos carnosos de la mujer temblaban como flanes. Lucía sintió cómo, primero sus labios, y, más adelante, a medida que la natural excitación la llevaban a mover el culo y empujar con la mano su cara como si quisiera meterse su cabeza, su rostro entero se empapaba en sus flujos. Chillaba con su vocecilla aguda, y gemía a la vista de todas sus amistades mientras la pobre Lucía, frente a su madre, frente a don Jaime, que la había tratado como a una reina, y frente al resto de los invitados, que la habían recibido en sus salones como si fuera una señora, lamía el coño de aquella vieja zorra, que se le corría en la cara.
- ¡Mira, mira, mira!
Alguien, quizás su propio marido, le había desabrochado el corpiño, y ella misma amasaba con sus propias manos aquellas enormes tetazas, grandes como cántaras, pálidas, y de diminutos pezones sonrosados, ante la aprobación de la concurrencia, que contemplaba admirada el bamboleo de aquellas tremendas piezas de carne estremecida. Por terminar deprisa, tomó entre los labios su clítoris, grande, prominente e inflamado, y lo succionó haciendo que la mujer prorrumpiera en un griterío estremecedor. La llamaba puta, y la instaba a mamárselo así, y sus temblores carnales se acentuaban hasta que la sintió tensarse y estallar de tal modo que su coño velludo parecía escupir en su cara lo que bien podrían haber sido pequeños chorritos de pis. Lo soportó estoicamente, y estoicamente se incorporó al terminar, como si no hubiera pasado nada, entre los aplausos de todos, con la expresión seria, quizás incluso severa, observando como los estertores últimos del placer de doña Cayetana estremecían todavía su cuerpo derramado en el tablero de la mesa.
- Con su permiso, señorita, es mi turno.
Notó las manos de don Ulises de Andía empujando su espalda con delicada suavidad, como invitándola a inclinarse y, acto seguido, agarrarse a sus caderas. La joven Lucía se sintió sosprendida por la fluidez con que la tranca del señor se deslizó en su coño. Por el rabillo del ojo vio a doña Carmen, que seguía de aquí para allá portando su cestilla y, a la vista del buen montón de dinero que la colmaba, comprendió que sería una noche dura.
- Pues si no le importa, podríamos compartirla.
Ante ella apareció la de don Alberto, un joven acaudalado de costumbres disolutas con fama de practicar con sus víctimas toda clase de maldades. Casi se la encontró en la garganta antes de darse cuenta.
Ante la admiración de los presentes, la escena fue desarrollándose con una gran sincronía: cada empellón que don Ulises le propinaba en el culo, proyectaba su cuerpo hacia delante, forzándole a tragarse aquella otra que, a dios gracias, no era excesivamente grande. Notaba su nariz presionando el pubis velludo del caballero al tiempo que aquello la atragantaba de tal modo que, al volver atrás como rebotando, cuando se la sacaba, tosía y babeaba, y el espectáculo debía resultar estimulante, pues el resto de los asistentes a la fiesta, rodeándoles, celebraban cada envite con muchísimo jolgorio. A través de sus ojos, que lagrimeaban por efecto de los repetidos atragantamientos, pudo ver que las damas, o bien manipulaban las vergas de los caballeros, o bien recurrían a las atenciones de los grandes criados negros de don Jaime, o bien, incluso, se ofrecían ayuda mutua, y tampoco faltaba un joven caballero de aspecto delicado que, arrodillado, trataba de emularla y engullir la bien servida tranca de don Jaime.
La recaudación debía estar ya hecha, porque el cestillo reposaba sobre una mesa en un rincón y su madre, doña Carmen, recibía las atenciones de doña Clara de España y Sol de las Indias. Aquella visión de su imagen envilecida, recostada en la mesa, abierta de piernas, con las tetas al aire asomando por encima del corpiño, y la cabeza de la dama escondida entre sus muslos, le causó una gran excitación, de manera que, aunque disimulándolo en la medida en que le era posible, que no era fácil, notó que se corría en el mismo momento en que don Ulises le llenaba el coño de leche y don Alberto se le corría en la boca con tal profusión que la suya le salía hasta por la nariz.
- Pues mi turno voy a emplearlo en que me supla. No se quejará, jovencita, que se la dejo caliente.
Hundió la cara en el sexo velludo y empapado de su madre. La odiaba en aquel momento, y quiso vengarse de ella poniéndola en evidencia, por lo que se entregó a lamérselo con tal intensidad que la pobre mujer, muerta de vergüenza, comenzó a culearle en la cara. Mamaba su clítoris inflamado obligándola a chillar entre temblores, y los invitados celebraron sus gritos con mucha alegría.
- Venga, venga, querido, aproveche si quiere la postura.
Por sorpresa, y sin preparación alguna, las manos del Marqués de la Bastida se agarraron a sus caderas al mismo tiempo que su más que respetable tranca se le clavaba en el culo causándole un dolor intenso. Tuvo que hacer gala de toda su fuerza de voluntad para no chillar. En su lugar, comenzó a resoplar en el coño de su madre que, en pleno éxtasis, y a falta del trabajo de su lengua, la agarró por el pelo y comenzó a restregar su cara entera en su vulva inflamada y chorreante.
- ¡Madre mía! ¡Ma… dre… míaaaaaaaaa…!
Notó en su boca los chorritos de pis con que doña Carmen celebraba el terrible orgasmo que experimentaba y sólo pudo pensar en que iba a hacer el ridículo con la cara empapada. Sintió el esperma del Marqués lubricándole el culo y notó un tremendo alivio que no habría de durar mucho rato.
Si no me equivoco es mi turno ¿Me permitirá abusar de su servicio, don Jaime?
Bien sabe usted, Margerite, que lo que haya en mi casa está a su disposición.
Todavía temblorosa, concentrada en no perder la compostura en la medida de lo posible, como si su honra pudiera soportar aquello, la pobre, observó a la mujer susurrar al oído del que había sido su amante y vio a este hacer una serie de gestos, como si dirigiera una orquesta, que terminaron con dos de los grandes criados negros tumbados en la alfombra boca arriba muy próximos el uno al otro, y otros dos que, llevándola en volandas agarrada por los muslos, lo que la obligaba a abrir las piernas hasta el límite de su elasticidad, la depositaron empalada en una polla de dimensiones mitológicas, dejándola caer sin miramiento alguno.
- ¡Joder!
No pudo reprimir el grito. Tras dejarla, pudo ver casi entre lágrimas que su madre recibía el mismo tratamiento aunque, para su sorpresa, al sentirse atravesada emitió un gemido que no parecía de dolor. Al momento, comenzó un traqueteo que hacía bambolearse su cuerpo delgado. Junto a ella, el más opulento de doña Carmen parecía ondularse al ritmo en que la polla monstruosa y negra taladraba su coño. La pobre Lucía comenzó a jadear sin poderse contener. La voz temblorosa de su madre jaleando al semental que la follaba le causaba una vergüenza que, sin embargo, no conseguía impedir que ella misma se sintiera transida de placer. A su alrededor, el resto de los invitados cerraban el círculo como si no quisieran perderse detalle.
- ¡Vamos, muchachos, no se entretengan!
Tras la orden de doña Margerite, se sintió desgarrada. Al borde del desmallo, comprendió que otra polla de dimensiones no menores que la que ya tenía clavada, se colaba junto a ella sometiendo su vulva a una dilatación como no hubiera conocido antes. Incluso doña Carmen, más habituada a aquel tipo de excentricidades, chillaba de dolor al recibir similar tratamiento.
- Deprisa, más deprisa, muchachos. Habrá una generosa propina para la pareja que cause el primer desmallo a su dama.
Se sentía aplastada entre aquellas dos bestias. Sentía sus monstruosas vergas como rompiéndola por dentro. A su alrededor, las damas machacaban las pollas de los caballeros. Incluso alguno más animoso se las metía en las bocas. Era un mar de pollas lo que se movía en torno suyo, y aquellas dos gigantescas que la destrozaban. Su cuerpecillo menudo se veía sacudido a un ritmo frenético que le causaba una sorprendente excitación, a la que contribuían las voces de su madre que, entre jadeos, gritos y gemidos, insultaba a los sementales que la follaban.
- ¡Mas fuerte… ca… brones…! ¡Más…!
El mínimo alivio que sintió al notar que una de ellas escapaba de su coño no tardó en tornarse suplicio cuando, en su lugar, se le enterraba en el culo. Debían responder a una orden que le había pasado inadvertida, porque doña Carmen era simultáneamente sometida al mismo tratamiento.
Sorprendentemente, su propia madre chillando como una cerda a su lado, con aquellas manazas negras estrujándole las tetas, temblando, y gritando a los negros que le dieran más, que lo quería más fuerte, le causaba una gran excitación. Se sentía mareada, lloraba y respiraba con dificultad. El mundo entero a su alrededor era un mar de pollas y, cuando, por fin, la primera de ellas estalló en su cara salpicándola, notó que se corría en aquel mar de dolor que la asolaba. Apenas tenía noción clara del tiempo.
- ¡Hay la madreeeeeeeeeeee!
El joven caballero afeminado sujetaba la cabeza de su madre cuando, sin duda empujado por la gruesa polla negra que taladraba su culo, comenzó a correrse en ella. El mundo era un caos. Sentía los chorretones de esperma que la salpicaban desde todas partes. Lucía misma, ya por completo fuera de control, se agarraba a las que tenía a su alcance y las sacudía con fuerza haciendo que regaran su rostro congestionado por el placer y el agotamiento. Incluso se las tragaba, y bebía la leche que querían escupir en su boca como con ansia. Llegó a masturbar a la propia doña Cayetana, en cuyo coño papudo enterró su mano entera mientras la dama, fuera de sí, cacheteaba sus tetillas breves haciéndolas enrojecer. La sobaban, manoseaban su cuerpo delgado entero, y aquellas dos vergas monstruosas seguían barrenándola sin pausa, haciéndola correrse sin descanso mientras su madre, junto a ella, chillaba y temblaba como un flan.
¡Ahhhhh… Marguerite…!
¿Sabes, Jaime?
¿Me tuteas?
Hombre, como te la estoy chupando…
No pares… por favoooor…
A pocos metros del epicentro de aquella bacanal, la organizadora de la fiesta, arrodillada entre las piernas de su anfitrión, que se dejaba querer con auténtica delectación, lamía su tranca con mucha parsimonia, se metía el capullo en la boca para succionarlo a veces, o se tragaba sus pelotas mientras mantenía con él la que parecía ser una conversación insustancial.
¿Sabes?
¿Síii…?
Me gusta esa putita tuya…
¡Ahhhhhh…!
Me gusta mucho…
Sacando un poco la lengua y relajando la garganta, la engulló entera alojándola en su garganta y, mientras pudo contener la respiración sin riesgo de desmallarse, permitió que sus contracciones involuntarias la masajearan transportando al paraíso al caballero, que agradeció su atención con una sucesión de gemidos que dejaban a las claras la excelente valoración que hacía de su esfuerzo.
¿Me la regalas?
Tú sí que… sabes… ¡Ahhhhhh…!
Por favor…
Pedir… las… cosas…
…
Presionando su capullo con fuerza con la lengua contra su paladar, Marguerite succionó. Notó que se inflamaba, que latía en su boca, y tragó uno tras otro los voluminosos chorros de esperma con que la obsequiaba.
¿Y bien?
¡Uffff…! ¿Cómo podría negártela?
Siempre has sido un cielo.
Cuando la fiesta fue terminando por razón de los propios límites que impone la naturaleza humana, y como era tradición, Lucía y doña Carmen despedían a los invitados a la puerta de la casa, ataviadas con los jirones que quedaban de sus ropas, donde estos iban dejando prendidos los billetes de propina con que agradecían su entrega y la excelente calidad de su trabajo.
Ha sido una delicia, querida.
Muchas gracias, don Alberto.
Doña Carmen, más acostumbrada a lidiar en aquellas plazas, mantenía el tipo con cierta dignidad, y soportaba sin un mal gesto los azotes y pellizcos con que acompañaban los tres besos tradicionales en sus mejillas. Lucía, por su parte, se aguantaba en pie a duras penas. Se sentía avergonzada y ridícula, consciente de que había quebrantado su voluntad de permanecer impasible. Notaba un ardor entre las piernas, una quemazón incómoda.
Te dije que llorarías, putita.
…
Mañana mandaré a buscarte a media mañana. Ahora eres mía.
Lamió uno de los churretones de esperma que todavía brillaban junto a sus labios, se los mordió, metió dos dedos en su vulva arrancándola un quejido de dolor y provocando que un nuevo reflujo resbalara entre sus muslos, dejó una generosa propina en los restos de su corpiño, y se despidió de ella con un guiño.
- Como mande la señora.