Al servicio de don Jaime 05
Y lesbianismo, celos, humillación... Matizamos el juego de las relaciones, e introducimos un nuevo personaje lleno de tierna inocencia.
La sorpresiva entrada en escena de Lucía, como pueden comprender, causó en su madre un profundo desasosiego. No solo tuvo que enfrentarse al hecho indiscutible de que su hija, a quien había tenido por una muchacha angelical, no era en realidad más que un zorrón, que ya con ello hubiera sido suficiente como para entristecerla; también se encontró de pronto frente a sus propias contradicciones.
Hasta entonces, había podido argumentar su situación en la necesidad para justificarse. Se trataba de su propia degradación, que ofrecía a cambio del bienestar de su hija. A partir de aquel momento crucial, Lucía participaba de ella. La excusa había desaparecido, toda vez que aquella por cuyo bienestar sacrificaba su honra resultaba partícipe de la indecencia en que se revolcaba. ¿Realmente, después de verla ensartada, gimiendo con una polla en el culo, podría seguir sosteniendo que era por su bien? Cualquier posible argumento moral había desaparecido de un plumazo y, por si fuera poco, se había corrido viéndola mientras una muchacha que debía tener su misma edad lamía su coño arrodillada entre sus piernas. Aquella chiquilla tendría una madre como ella. Se preguntaba cómo había podido descender hasta aquel nivel de indecencia.
Y, por fin, estaban los celos. Los celos destrozaban cualquier resto que pudiera quedar del artificio argumental que había construido para justificarse. Los celos evidenciaban que, hubiera empezado aquello como hubiera empezado, el estatus que su hija perturbaba era el que deseaba tener. Constituían la evidencia de su dependencia emocional, y la obligaban a admitir que lo deseaba, que quería seguir siendo su puta.
Don Jaime, como agudo observador que era, comprendió la situación desde el mismo momento en que se manifestara. Aquella noche la tomó sin cuidado alguno. La enfrentó a sí misma exigiendo, tomando, más bien, su obediencia más allá de lo que lo había hecho hasta entonces, y ella fue más allá de ceder: se entregó con auténtica renuncia, sin reservas.
Acababa de romper el culo de su hija frente a ella y, pese a ello, le acompañó hasta su dormitorio. Probó a alcanzar sus límites, y la encontró en total disposición de superarlos. Comenzó masturbándola. Quería verla correrse, comprobar que podía, pese a todo, y se encontró con la más absoluta y completa sumisión. Acariciaba su coño empapado, y la buena mujer gemía y se excitaba; probó a follarla con los dedos, y culeaba con un afán como nunca había visto en ella, que tendía a excitarse solo tras haberse resignado a lo que quisiera mandar. Cuando clavó el cuarto de sus dedos, no tuvo duda. La viuda gemía apretando los ojos. Hiperventilaba y parecía feliz de enfrentarse a aquello. Entonces los unió, los cinco, y empujó con fuerza. Doña carmen apretó los dientes y terminó, no sin esfuerzo, superando la resistencia. Se encontró con la mano entera dentro de ella, que gemía. Ella misma buscó su polla y comenzó comérsela con auténtico entusiasmo. Parecía feliz de recibir su atención. Se había corrido en su boca mientras temblaba con los ojos en blanco. Comprendió que era suya, que aquello no era cuestión de dinero.
Aficionado, como sabemos, a la búsqueda de la degradación, fomentó aquellos celos. Durante meses, la joven Lucía se convirtió en su partenaire. A ella, y solo a ella, le permitía el tuteo; ella, y solo ella, estaba a su servicio y vestía como quería; ella y solo ella le acompañaba fuera de casa. La exhibía en las fiestas a que acudía con ella colgada del brazo. Le compraba ropa, pasaban horas charlando juntos. La follaba a la vista de su madre, obligándola a asumir la excitación que le producía el espectáculo. Alguna noche, incluso, fue a ella a quien requirió en su lecho, y su madre durmió sola imaginándolos juntos sin poder evitar la excitación que la idea le causaba, corriéndose con la mano entre los muslos , sometida a aquella monstruosa contradicción.
Realmente, no le importaba Lucía. Era una muchacha lista y, desde luego, una preciosidad que le proporcionaba placer y alegría, pero no más que cualquier muchachita de las que podía conseguir con facilidad, y, como aquellas, era cuestión de dinero. Le hacía gracia su ambición y su desparpajo, pero no encontraba en ella lo que su madre podía ofrecerle, aquella degradación consciente, aquella resignación mansa. La muchacha solo era una putilla, otra putilla más. Le ofrecía, sin embargo, el sufrimiento de la madre, aquellos celos que se contradecían tan abiertamente con sus principios. Por ellos, por ella, se exhibían juntos. Por ellos, fingía estar enchochado por la putilla de su hija. Por ellos, evitaba compartirla, la reservaba exclusivamente para su uso mientras el resto de las mujeres de la casa, y muy especialmente su madre, satisfacían a sus invitados, formaban parte de los espectáculos que organizaba para ellos, o escenificaban los teatrillos con que amenizaba los encuentros con la que aparentaba ser su joven noviecita.
La farsa fue hilvanándola durante la semana siguiente a aquel primer encuentro. La pergreñó como un crescendo lento, que comenzó al día siguiente, cuando ofreció a una visita la oportunidad de tomarla en el comedor, sobre la mesa, a los postres de la comida, mientras Lucía y él bebían su café.
Creo observar que se encuentra usted inquieto, Alejandro, e intuyo que se debe a la perturbadora belleza de las damas.
Ya sabe bien, don Jaime, que me cuesta resistirme a su atractivo.
No quisiera que, por su causa, se marchara usted desasosegado de mi casa. Doña Carmen, por favor, ¿Sería tan amable de aliviar a mi amigo?
La pobre viuda se sintió desolada. Aunque no era la primera vez que sucedía que el duque la mandara satisfacer a otros hombres, o mujeres, en su presencia, y lo había hecho sin esfuerzo, aquel día había permanecido en pie, junto a la mesa, vestida de uniforme y ordenando el servicio con sus señas discretas y eficaces, mientras su hija comía sentada a la derecha del patrón, cómo si fuera su pareja. Se había sentido incómoda por ello durante toda la comida, soportando como un martirio los gestos de complicidad que se obsequiaban y aquella odiosa familiaridad con que permitía que lo tratara.
- Como usted mande, don Jaime.
Acercándose a él, se inclinó para desabrochar su bragueta y extraer el miembro del caballero que, efectivamente, como bien había sospechado don Jaime, se encontraba en perfecto estado de revista. Comenzó a acariciarlo sin mudar el gesto, y el hombre se dejó hacer durante unos minutos. El duque, y su hija, pedían una segunda taza de café dispuestos a disfrutar del espectáculo, y charlaban animadamente.
Nunca me canso de verlo. Es una maestra.
Quién lo hubiera dicho.
El tal don Alejandro, no tardó en girar su silla para facilitarle el trabajo y, de paso, encontrándosela de frente y convenientemente inclinada, desabrochar los botones de la pechera de su vestido haciendo asomar sus grandes tetas blancas, que comenzó a acariciar amasándolas visiblemente encantado.
Hay que ver, don Jaime, que gusto ha tenido usted siempre para las mujeres.
Es que tengo mucha afición, Alejando, y pudiendo elegir…
¡Qué pícaro está usted hecho!
Doña Carmen, que se sentía terriblemente molesta por la situación, se esforzaba por aparentar indiferencia pese a la excitación que la embargaba cada vez que se encontraba en una parecida. Aun así, no pudo reprimir un gemido cuando la mano del amigo de don Jaime se coló bajo su falda y buscó entre sus muslos hasta encontrar su vulva, que empezaba a humedecerse.
No vaya usted tan deprisa, querida, o nos perderemos lo mejor.
Como diga, don… Alejandro…
La polla del caballero había empezado a manar sus fluidos, y, al hacer resbalar la mano en ellos, sintiendo la evidente respuesta a sus atenciones en forma de gemidos y leves temblores, su excitación comenzó a ponerla en riesgo de no poder disimularla. El hombre hurgaba entre los labios enervándola y don Jaime, frente a ella, tenía la mano perdida bajo el mantel de hilo allá donde debía encontrarse el coñito de su hija, que parecía disfrutar con los ojos entrecerrados. Una oleada de celos la hizo sonrojarse al comprender que era él, y no al contrario, quien procuraba placer a ella sin exigir contraprestación alguna.
- Pare, pare, por favor, o no tendrá remedio esto.
Don Alejandro se puso de pie y, con delicadeza, la guió hasta colocarla inclinada sobre el tablero, que las muchachas habían despejado mientras se esmeraba en su hábiles manipulaciones. Apoyó los codos y se dejó subir la falda, quedando a la vista del hombre aquellas amplias y mullidas nalgas suyas, que le causaron gran impresión, a juzgar por el entusiasmo con que comenzó a amasarlas.
Parece que... le gusta, Alejandro.
No se imagina usted, jovencita.
Pues nada, nada, disfrute.
Delante de ella, mirándole a los ojos, con la voz levemente quebrada por las caricias que, evidentemente, el duque le obsequiaba bajo el mantel, su propia hija había ofrecido su culo a un desconocido que, arrodillado, sujetando sus nalgas abiertas con las manos, comenzó a lamer su agujerito estrecho, apenas explorado, haciéndola sucumbir.
Gimió. Ante ella, sin poder contenerse, gimió. Comenzó a jadear. Aquella caricia le causaba una respuesta incontenible. Jadeaba, cómo lo hacía Lucía, apenas a un metro de ella, que había apoyado los talones en el borde del tablero de la mesa y se ofrecía de este modo abierta de una manera indecente al sobeteo a que le sometía el duque, que follaba su coñito con dos dedos sonriendo.
- Con su permiso, señora.
Aquella fingida expresión de respeto, que parecía una burla, la avergonzó cómo nada la había avergonzado antes. La pronunció con la polla apuntada a su culo, en el preciso instante previo a empujarla dentro. Reprimió un grito de dolor y trató de relajarse mientras la penetraba. Lucía, que gemía, la miraba a los ojos disfrutando del gesto contraído de su rostro.
- Relájate… puta… relájate…
Don Alejandro le hizo subir una de las piernas sobre la mesa. De aquel modo, hacia accesible su vulva a la caricia de sus dedos. No tardó en estar gimiendo. El golpeteo del pubis del caballero contra sus nalgas se traducía en un sonido rítmico, un cacheteo que resonaba en el silencio del comedor, solo alterado por sus propios gemidos y los de su hija, que la miraba con una sonrisa burlona.
Oiga… don Alejandro… ¿No querrá… desprenderse… de esta… yegua?
Por el momento no, amigo mío. Por el momento, la prefiero en mis establos.
Ya me imaginaba… ya…
Una vez más, aquella humillación causaba en ella aquella excitación contradictoria, aquella brutal sensación que la volvía loca. El volumen de sus gemidos se hizo más audible, más evidente. Aquel traqueteo, aquella vergüenza, la ponían en un estado cercano al delirio.
- Permítame, joven amiga.
Comprendiendo lo que sentía, y firmemente decidido a explotarlo, don Jaime situándose a la espalda de Lucía, la levantó del asiento sujetándola contra el pecho, situando sus brazos bajo las corvas, y la depositó sobre la mesa, abierta de piernas, frente al rostro de su madre, y continuó con sus caricias ante ella. La joven gemía. Su pubis pálido, en abierto contraste con el color de su piel dorada, enmarcaba una vulva inflamada y abierta, húmeda, coronada por un clítoris prominente que el duque estimulaba. Recorría los labios con sus dedos obligándola a gemir; aprisionaba suavemente su clítoris con los pliegues de la piel que lo rodeaba; extendía sus flujos con los dedos hasta el agujerito estrecho de su culo; los introducía en ambos lugares haciéndola jadear.
Doña Carmen observaba todo en primer planos mientras recibía los empellones con que don Alejandro barrenaba su culo inmisericordemente, al tiempo que acariciaba su coño empapado. Los esfuerzos del caballero, aunque más toscos, resultaban eficaces, y el contexto invitaba a la excitación. Sentía la lascivia con que la sobaba, con que follaba su culo, y su excitación alimentaba la propia; venía el rostro tan bello de su hija contraído por el placer, su culeo, y escuchaba sus gemidos. Hubiera lamido su coñito sonrosado de haber podido alcanzarlo.
¿Te gusta así, putita?
Síiiii…. Síiiii…
¿Te gusta que acaricien tu coñito?
Síiii…, papito… tócamelo…
¿Vas a correrte para que te vea mamá?
¡Sí… síiiiii… síiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…!
Comenzó a correrse como una perra. Don Jaime había clavado sus dedos entre los labios húmedos y parecía tirar de ella con fuerza. Movía las mano deprisa, muy deprisa. Su rostro se desfiguró y puso los ojos en blanco. Chillaba, y de su coño escapaban chorritos intermitentes de orina que mojaban el rostro de doña Carmen, que se corría con ella al tiempo que el invitado de su patrón descargaba en su culo empujándola con fuerza, apretándose contra sus nalgas abundantes y mullidas. Chillaban a coro temblando, arrugando el mantel con los dedos contraídos por el placer.
Mientras se limpiaba con una de las toallas calientes que Mónica puso a su disposición, y colocaba su polla donde correspondía, don Alejandro anunció su prisa por ir a atender a otros asuntos. A duras penas, doña Carmen recompuso su vestido y comprobó en un espejo que tenía el moño despeinado. Don Jaime intercambiaba miradas cómplices con su hija, que sonreía con las mejillas encendidas.
Ya sabe usted, don Jaime, que me quedaría de buen grado, pero me llaman otras obligaciones.
No tiene que preocuparse, buen amigo. Doña Carmen le acompañará a usted a la puerta. La joven Lucía y yo tenemos que evacuar unos asuntos todavía.
Es usted incorregible.
Qué vamos a hacerle.
Para cumplir su cometido, la pobre mujer recorrió la casa con la falda arrugada del vestido, despeinada, y sintiendo un reguerillo de esperma entre los muslos que temió que acabara en sus zapatos, dominada por una sensación de vergüenza abrasadora y con la sensación de sorprender sonrisas burlonas por todas partes.
No volvió a verlos durante el resto de la tarde, que empleó en sus deberes obligándose a mantener la atención pese al continuo ir y venir de sus pensamientos entre la vergüenza, la humillación y los celos. Riñó a las muchachas con una falta de proporción desacostumbrada, y hasta se permitió rechazar las atenciones de Andrés, que trató de montarla como a una perra en las escaleras del hall, a la vista de todo el mundo, incluso a sabiendas de que no estaba autorizada a negarse.
Por la noche, cenó sola en su cuarto. Lucía no apareció. Cuando llegó la hora de acostarse sin haber recibido la llamada de don Jaime, se dio un baño caliente, muy caliente. Se sentía sucia e inquieta, y pensó que le ayudaría a relajarse. No podía librarse de la idea de que estaba con ella, de que había pasado la tarde con ella. Pensaba en su hija y se debatía entre el amor que la tenía y los celos. Le horrorizaba la idea de haber pensado en ella de aquella manera, de haberla deseado.
¿Doña Carmen?
¿Qué quieres ahora, Pepi?
Don Jaime me manda… Dice que para que no pase usted la noche sola.
¡Vaya!
Usted perdone…
Anda, desnúdate y métete en el baño. Nos vendrá bien a las dos. ¿Te has traído el camisón?
No…
Nunca había puesto mucha atención en ella. Pepi era solo otra de las criaditas de la casa, una puta, como ella. Una muchacha gordita y pelirroja, tímida, paletita. Otra capricho del duque.
¿Qué edad tienes, Pepi?
Dieciocho, doña Carmen. Los cumplí el mes pasado.
Dieciocho años, pensó. Como Lucía. Al despojarse, siguiendo sus instrucciones, del uniforme dieciochesco, la observó detenidamente. Era una muchacha menuda, gordita, de constitución fuerte, piel muy pálida, más aun que la suya, y cabello rizado. Tenía grandes senos, firmes, como correspondía a su edad, y muy redondos, esféricos, que se balanceaban al moverse sin caer; unas amplias caderas de campesina, un culo grande y duro, y una mata de pelo anaranjado en el pubis. Se preguntó qué pintaba allí aquella criatura. La imaginó en su pueblo, buscando a un buen novio a quien dar muchos hijos; un muchacho fuerte, que la montara al volver de ordeñar a las vacas.
¿Cómo terminaste aquí, cielo?
¿Qué?
Aquí, en casa de don Jaime ¿Cómo llegaste aquí?
Vio el anuncio mi madre y me mandó.
¿Y ella sabe…?
Yo creo que no, y si lo sabe no dice nada. Mando a casa un buen dinero…
¿Y él… contigo…?
¿Si me folla?
Sí.
Algunas veces sí. No muchas. Más veces me manda hacerlo con las otras chicas, para vernos, ya sabe.
¿Y te gusta?
Con las chicas me gusta más. Bueno, no es que le haga ascos, ni mucho menos. Me corro cuando me folla, aunque me da un poco de asco que se me corra en la boca. Con las chicas es distinto, aunque a veces me hacen daño.
¿Te hacen daño?
Me dan azotes, o me pellizcan. Creo que se calientan haciéndome llorar.
¿Y tú…?
Yo me dejo, y hago lo que me mandan. A veces, cuando me sacuden, me pongo muy caliente. Me corro como una perra.
Terminaron de bañarse en silencio y, al salir del agua, doña Carmen, en un inconsciente gesto maternal, comenzó a secar a la muchacha, como si fuera su hija. Se puso su albornoz y a ella la cubrió con una gran toalla blanca. Recorrió su cuerpo palpándola, apreciando la consistencia y el volumen de sus carnes. Sintió que se excitaba.
Tras secarse el pelo, le pidió que le ayudara a cepillárselo. En el espejo, observaba el balanceo cadencioso de sus tetas de pezoncillos pálidos. Vio que los suyos se endurecían. Le gustaba su cuerpo rotundo, aquellas curvas que, a sus dieciocho, todavía se sostenían firmes Conversaban sobre aquellas cosas, sobre lo que hacían allí ambas. Doña Carmen se sintió limpia, despreocupada. Por primera vez en semanas, se sentía libre del peso que la atormentaba. Tenía un efecto tonificante sobre ella aquella franca naturalidad de la chiquilla, como un soplo de aire fresco.
Se acostaron desnudas. Doña Carmen pensó que sería descortés ponerse su camisón si Mónica no había traído el suyo. Cuando se giraba para tomar de la mesilla el libro que solía leer un rato antes de apagar la luz, trató de abrazarla.
¿Qué haces?
Yo… perdone… Yo… creía…
Parecía desolada y avergonzada. Se había ruborizado y no se atrevía a mirarla a los ojos. Doña Carmen sintió una tremenda ternura hacia aquella criatura llana y noble, como un animalito, inocentona, que parecía a punto de echarse a llorar. Agarrando tras su nuca aquella mata de pelo alborotado, de rizos de color naranja, besó sus labios con ternura.
- No te preocupes, cariño.
Respondió a su beso exageradamente, con una pasión que revelaba el alivio que sentía. Sintió sus labios mullidos y el sabor dulzón de su lengua, que jugaba a enredarse con la suya. Se dejó caer sobre ella y entrelazaron sus piernas en un súbito arrebato de pasión.
Fue como si se hubiera desatado la locura entre ellas. Giraban abrazadas sobre el colchón acariciándose, besándose, lamiéndose. Doña Carmen, menos experimentada, al parecer, en aquellas lides, se dejaba hacer, y la muchacha le mordía el cuello, los pezones, o los muslos, haciéndola gemir. Se sentía libre, no contenía sus jadeos, sus quejidos dulces, sorprendida por su vivaz soltura . La dejó separar sus muslos y colarse entre ellos, y se debatió con ella en ese pulso entre huir de sus besos y dejarse llevar por el temblor de ese sufrimiento dulce de sus labios en el coño. Terminó agarrando su cabeza, apretándola contra sí, restregándolo en su cara mientras se ahogaba de placer, se deshacía en placer. Cuando, girándose, la joven puso el suyo al alcance de su boca, se lanzó sobre la herida entre la mata de vello anaranjado bebiéndola, devorándola con ansia entre temblores de ambas que parecían sincronizarse.
Y, de repente, la chiquilla estalló en un orgasmo demoledor. Se convulsionaba, gritaba, de ahogaba entre estertores, con los ojos en blanco, caída de espaldas sobre el colchón. Se le saltaban las lágrimas. Se volvió loca. Aquella imagen del placer brutal de la muchacha causó en ella un efecto inesperado, un deseo intenso e irrefrenable. Se sentó a horcajadas sobre su cara. La ahogaba. Sabía que la ahogaba. Frotaba en su cara el coño empapado. La masturbaba casi con rabia, prolongando aquel orgasmo hasta convertirlo en un martirio por placer. La pobre suplicaba piedad, que terminara, que la dejara.
- No puedo… más… por favor…
Sus palabras, casi inteligibles entre gritos entrecortados, incrementaban su deseo. Clavaba sus dedos con fuerza entre los rizos rojizos. Comenzó a palmearlo, a azotarlo. Sus esfuerzos por librarse de ella hacían que su cara se apretara con más fuerza, se moviera más deprisa causándole más placer. Cuando cerraba las piernas, azotaba sus muslos forzándola a separarlos, azotaba su culo grande y firme. Volvía a clavarle los dedos como si quisiera rompérselo. Ella peleaba, hasta que un nuevo orgasmo forzado la dejaba sin fuerzas, y la vibración de sus gritos ahogados excitaba aun más a la mujer, que redoblaba sus esfuerzos hasta domarla. Veía las huellas rojizas de sus manos sobre la piel blanca y se volvía loca.
Y se corrió de pronto. Se corrió de una manera incontenible, como en una explosión, como si toda aquella brutal excitación estallara de súbito por todo su cuerpo. Se corrió hasta no poder sostenerse, hasta caer temblorosa, de costado, sobre el colchón, estremecida, con la mano entre los muslos. La muchacha lloraba en silencio, temblorosa. Su culo parecía proyectarse al aire a intervalos sin ritmo, a golpes violentos, convulsos. Tenía los pezones como piedrecitas sonrosadas, apretados y granujientos, y el rostro descompuesto. Se cubría con las manos el coñito enrojecido. Parecía correrse con ella.
Cuando apagó la luz, la muchacha, abrazándola, se apretujó contra ella bajo el edredón.
Doña Carmen…
¿Sí?
¿Le ha gustado?
Yo… Lo siento…
¿No le ha gustado?
Sí…
A mí me ha gustado mucho.
Besó sus labios a oscuras, en silencio, y se dejó envolver entre las brumas el sueño reconfortada por su calor. Por una noche, se sentía serena y feliz. Rebosaba de ternura.