Al servicio de don Jaime 04
Empezamos a conocer a la verdadera Lucía, que sorprenderá a don Jaime. Humillación, vergüenza, celos...
La entrada en escena de Lucía fue causa de una revolución que trastocó todos los esquemas en casa de don Jaime.
La peculiar cohabitación del Duque con doña Carmen, su madre, no se interrumpió. Puede suponerse que el noble hombre había visto algo en ella, que se sentía atraído por ella y valoraba la mansa conformidad de la mujer. Le cautivaba su belleza en decadencia, y el hecho de que, a diferencia de otras, de casi todas las otras, había llegado allí empujada por la necesidad, más que buscando las comodidades que aquel trabajo pudiera granjearle. Por decirlo de una manera más explícita, doña Carmen no era una puta, si no una mujer que, abrumada por las circunstancias, había tenido que aceptar un oficio que en absoluto deseaba. Aquella característica la dotaba de un aura diferente, como si utilizarla fuera una profanación, un sacrilegio.
Pese a ello, quedó enchochado por la muchacha, que no tardó en demostrar unas dotes sorprendentes para alguien de su edad, mucho más allá de su belleza y la frescura de su carne apretada y su piel de melocotón.
Pero permitan a esta humilde narradora que, antes de entrar en materia, se detenga explicando de Lucía lo necesario para comprender su sorprendente triunfo, así como el desparpajo de que hubo de hacer gala para conseguirlo, pues, de lo contrario, podría ser que la historia, por el desconocimiento de sus antecedentes, pudiera parecer inconsistente.
Nuestra joven amiga nació, como ya saben, en el seno de una familia burguesa acomodada, y , en su condición de hija única, recibió mas cuidados y atenciones de los que hubieran convenido para lograr el éxito de la educación conservadora que su madre trató de darle. Aunque derramó sobre su cabeza desde niña los sólidos principios de su moralidad provinciana, su círculo de amistades, la abundancia de recursos, la debilidad que su padre sentía hacia ella y, hay que mencionarlo por más que nos repugne, las inadecuadas atenciones que desde bien temprana edad este le prestara, en cuyo detalle no vamos a entretenernos más de lo necesario, aunque es más que probable que, de manera tangencial, terminen esbozándose con mayor nitidez.
En este ambiente, no resulta de extrañar que la joven Lucía se dejara impregnar por el hedonismo que practicaban sus coetáneos, muchachos y muchachas, como ella, de familias acomodadas, que recibían sin consciencia del esfuerzo necesario para sostenerlas, tantas atenciones y caprichos como ella.
En la Facultad, tenía cierta fama de putita, quizás exagerada, aunque hay que reconocer que no hacía ascos a sus compañeros, pero nunca había consentido una penetración, y quienes presumían de ello mentían, digámoslo con claridad. En cualquier caso, sí es bien cierto que a los más apuestos de sus compañeros no les resultaba difícil enzarzarse con ella en sesiones interminables de toqueteos, besuqueos y magreos, y que en su desarrollo no tenía inconveniente ni en manipular sus vergas hasta proporcionarles el placer que requerían, ni en dejar que fueran ellos quienes, de aquella misma manera, o ayudados por sus labios, la correspondieran. Incluso, en alguna ocasión ella misma recibió en su boca las atenciones de alguno, aunque aquello no era lo más frecuente.
Las más de las veces, no obstante, la consabida torpeza de los muchachos jóvenes les impedía satisfacerla como ella merecía, y tenía que apañárselas para solucionarlo a solas, cuando llegaba a su casa, o con ayuda de papá, que a menudo la esperaba despierto para asegurarse de que estuviera bien.
En lo que todos quienes la conocieron están de acuerdo, es en que era ambiciosa, y no tenía reparos morales para salirse con la suya. Nadie la había acostumbrado a las dificultades, y, probablemente a causa de su peculiar relación filial, parecía haber aprendido que había maneras de conseguir lo que se quería, y que, por si fuera poco, resultaban placenteras y gozosas.
Lucía era una muchacha preciosa, alta y delgada, de pelo pajizo, rizado, piel eternamente dorada, unos ojos azules que atraían la atención de los hombres, boca sensual, amplia, de labios carnosos, piernas quizás ligeramente desproporcionadas -en cuanto largas para su estatura-, rematadas en un culito redondito, pequeño, que se esmeraba por mantener blanco, al igual que sus tetillas, pequeñas y picudas, coronadas por unas curiosos pezones esponjosos y sensibles.
No es de extrañar, por tanto, que don Jaime, así que tuvo ocasión, atrajera hacia sí a la muchacha, que tenía, además, el valor añadido de ser hija de la que ya se había convertido en la favorita de entre las mujeres que poblaban su casa, hacia quien se sentía atraído de una manera muy especial, y cuya corrupción le provocaba una intensa sensación de morbosidad que le excitaba sobremanera. La idea de poseer al mismo tiempo a ambas se había convertido en una obsesión que, como hemos visto, no tardó en verse satisfecha.
Aquí, por completar la información, conviene saber que la supuesta sorpresa que se llevó al ser descubierta no fue tal, si no el resultado de un plan cuidadosamente estudiado por Lucía para lograr el acercamiento carnal a don Jaime, que, por diversas razones, se había convertido en su objetivo. Al fin y al cabo, era un hombre educado y amable, de más o menos la misma edad que su difunto padre, a quien echaba de menos, y con recursos, por si aquello fuera poco, para proporcionarle la vida que siempre había querido, y a la que creía tener derecho.
No hay que olvidar que, aunque su madre tratara de mantenerla alejada, en aquella casa era difícil no enterarse de las cosas que sucedían, por que nadie hacía el menor esfuerzo por ocultarlas, así que nuestra amiga, que no era tonta ni inocente en absoluto, no tardó en saber de las andanzas de su madre. De hecho, en cuanto tuvo la impresión de que tal cosa pudiera estar sucediendo, no tardó en sonsacar a las muchachas, y lo confirmó tras someter a Andrés a una demostración del arte de sus manos de la que quedó muy satisfecho.
De allí a espiarla, a buscar los rincones donde se producían los encuentros con don Jaime, a sorprenderse por el modo en que mamá se sometía a todas aquellas costumbre perversas de que siempre le había advertido, solo fue un paso y, una vez dado, considerando lo visto y oído, pergreñó un plan para beneficiarse de lo que sabía desde varios puntos de vista diferentes.
Pues bien, una vez esbozado el personaje, resultará más fácil comprender tanto el encuentro aparentemente imprevisto en que se vio envuelta, como todo lo que sucedió a continuación, que voy a tratar de narrar lo más fielmente posible a la verdad de los hechos.
Nuestra joven amiga -acerca de cuyo desparpajo creo que no debe quedar ya duda ninguna-, no tardó en provocar un segundo encuentro con don Jaime, aprovechando una salida de su madre a la compra junto con la joven Sonia, otra de las criaditas de la casa, una muchacha bajita y delgada, morena de pelo lacio y pálida, que se pintaba los labios y los ojos muy aparatosamente y tenía un cierto lánguido aire gótico. Sabiendo que don Jaime solía pasar la tarde en la biblioteca, decidió rematar la faena, y, tras ponerse un conjunto muy coqueto de falda cortita de cuadros escoceses, blusa blanca abrochada hasta el cuello, y una chaqueta americana azul con escudito, que le daba un cierto aire de colegial, que remató con unas braguitas de algodón blanco con un estampado super cursi de corazoncitos rosas diminutos, se encaminó hacia allá para encontrarle.
- ¡Huy, Jaime, perdona! No sabía que estarías aquí.
Probablemente, aquella fue la primera vez, desde que saliera de la Universidad, que alguien le tuteaba, y le pareció divertido. Sonriéndola, le indicó que tomara asiento a su lado, en el sofá donde se encontraba leyendo un tratado de arquitectura que, aunque le resultaba interesante, había empezado a aburrirle.
No te preocupes, Lucía, siéntate, siéntate. Estaba empezando a aburrirme y no me vendrá mal un poco de conversación.
Pues no sabe cómo me alegro, por que en realidad…
¿Sí?
Bueno, en realidad te estaba buscando.
¿Y eso?
Pues es que… anoche…
¿Sí?
Bueno… que me gustó mucho, y quería darte las gracias.
¿Las gracias?
Es que…
La simple mención a la noche anterior, junto a la turbadora presencia de la joven, bastaron para provocar una respuesta en el duque que, bajo el pantalón de lino liviano con que se había vestido para estar cómodo en casa, resultaba más que evidente. Lucía, metafóricamente, se frotó las manos al constatarlo.
- Es que yo… Cuando vivía mi papá… Bueno, jugábamos… Y tú me lo recuerdas mucho…
Hablaba con él fingiendo toda la inocencia de que era capaz, al tiempo que su mano, cómo quien no quiere la cosa, acariciaba delicadamente el magnífico bulto bajo el tejido áspero. Se había recostado en el sillón, y apoyado uno de sus pies en la mesita de café que tenía enfrente. Con la rodilla flexionada, la diminuta falda exponía a la vista de don Jaime toda la magnífica longitud de su muslo dorado.
No entiendo. ¿Jugabais?
Sí…
¿Así?
Sí…
Había extraído la polla congestionada del amante de su madre, y la acariciaba despacio, haciendo que su mano la recorriera casi sin rozarla. Don Jaime se recostó dejándola hacer.
¿Y tu madre?
Mamá no lo sabía, claro, era nuestro secreto.
¿Pero qué hacíais?
Había estrechado el hueco de su mano, que ahora se movía casi agarrándola. La acariciaba entera, subiendo desde la base hasta el capullo, y lubricándola con los fluidos que el buen duque había empezado a manar en abundancia. Sentía su dureza, el relieve rugoso bajo la piel, el más liviano de las venas inflamadas, que cedían a la presión al apretarlas; la mínima resistencia del resalte del borde del capullo, que empezaba a oscurecerse y adquiría un tono bermellón.
A veces le acariciaba la polla así, hasta que se corría; a veces, se la chupaba, y le dejaba correrse en mi boca; otras, me follaba, y me hacía correrme a mí…
¿Se corría en ti?
Se corría sobre mí, a veces sobre mi pecho; a veces sobre mi cara; a veces sobre mi boca…
Uffffffff…
Le hablaba sonriendo, cómo si no pasara nada, con un tono y una expresión de inocencia tales que parecía encontrarse ante un alma cándida que no comprendía la trascendencia de lo que le estaba diciendo. Don Jaime se encontraba al borde del colapso, en un estado de excitación brutal. Su polla, completamente rígida, babeaba en la mano de la chiquilla. Las venas ya no cedían con la misma facilidad, y la mano necesitaba resbalar, por que el pellejo no daba ya de sí para cubrir el capullo, que brillaba en un tono cercano al morado. El duque gemía completamente entregado a sus caricias.
Lo que no legó a hacer…
¿Sí? ¡Ahhhhhh…!
Es que… me da vergüenza…
No te preocupes, cielo… Ufffff…
Lucía manipulaba los tiempos con una maestría extraordinaria. Conseguía mantener a don Jaime permanentemente al borde del orgasmo sin llegar a provocarlo. Aceleraba el ritmo para, a continuación, detenerse; apartaba la mano y la lamía como limpiándola; volvía a su tarea con desesperante lentitud… Sin descuidar ni por un momento la fingida inocencia de que hacía gala, manejaba el tono de su voz con maestría, contribuyendo así a mantener la atención de su víctima. De sus labios perfectos, sin pintar, brotaban palabras y expresiones que discordaban tanto con su apariencia, que resultaban enervantes.
Bueno… Lo que no llegó a hacer fue follarme el culito…
Ufffffff…
Me lo dijo, pero…
¿Y tú querías?
Lo estaba deseando. Me moría por que me clavara su polla gorda y dura y me follara hasta llenármelo de lechita…
¡Madre… mía…!
Si tú quisieras…
¿Yo…? ¿Tu…?
¿Me harías daño?
No sé… Un poco… Teniendo… cuidado…
¿Cómo si fueras mi papá?
¡Ufffffff…!
Lucía había abandonado su polla. Ante sus ojos, se había quitado las braguitas, arrojándolas sobre la pechera de su camisa ibicenca. Don Jaime, hipnotizado, jugueteaba con ellas entre sus manos temblorosas y las olía. Estaba húmedas, como su vulva sonrosada. Sentada en el sofá, frente a él, separados apenas por unos centímetros, con los talones juntos y los muslos abiertos, se la mostraba. Se acariciaba con los ojos entornados.
- Estoy… deseando… que me… la metas…
En aquel momento, se escuchó el sonido de la gran puerta al abrirse, y un ruido de cristales rotos. Doña Carmen, que había regresado de la compra, llegaba con un florero en las manos donde había pensado colocar una docena de rosas que había comprado en una floristería cercana. Sonia la seguía. Paralizada ante la escena que se desarrollaba ante sus ojos, lo había dejado caer, y a sus pies se extendía un charco de agua sembrado de cristales y rosas mojadas.
- ¡Ah, Carmen! No la esperaba. Pase, pase, no se preocupe por eso, que la lo recogerán. Siéntese, tómese un descanso. Sonia…
No podía pedir más. Iba a romper aquel culito delicioso en presencia de su madre. Su afición por lo depravado contribuiría a convertir el evento, ya de por sí memorable, en un suceso extraordinario. La hizo sentarse frente a ellos, en uno de los sillones, al tiempo que hacía un gesto con la mano hacia Sonia, que se acercó al momento con su aire apático habitual. Susurró algo a su oído, y esta se acercó a Lucía arrodillándose frente a ella y, con una actitud tan profesional como desapasionada, empujó sus rodillas obligándola a curvar la espalda y elevar aquel culito pálido y redondito, que empezó a lamer con maestría.
Doña Carmen asistía al espectáculo espantada. Parecía bloqueada por el shock. Sus labios se movían, como si recitara una letanía sin emitir sonido alguno. Permanecía sentada, vestida con su uniforme decimonónico, con las manos enlazadas sobre los rodillas, juntas. Era la imagen misma de la desolación.
Estábamos hablando la joven Lucía y yo…
…
… y me ha hecho saber que tiene curiosidad por saber qué se siente con una buena polla clavada en el culo.
Se sentía en la gloria sometiéndola a aquella tortura. Por cómo la iba conociendo, era consciente de que la pobre mujer se debatía entre el horror de ver a su hija en aquella situación, y la excitación que, sin duda alguna, le causaba la visión de las muchachas enzarzadas en aquel juego que se resolvía en una sucesión de jadeos y gemidos de Lucía, que, entre besos húmedos en su culito estrecho, recibía lametones que recorrían su coñito sonrosado, que lucía empapado y abierto. Le fascinaba aquella combinación extraña entre el puritanismo de aquella mujer ardiente y la facilidad con que se excitaba. Adoraba su modo de gozar culpable, consciente del pecado.
Creo, querida, que ha estado espiando, y la ha visto a usted gozando de ese particular placer.
...
Así que se ha encaprichado, la criatura, y me ha pedido que se lo folle.
…
Por cierto, me ha preguntado si le dolerá ¿Qué opina usted?
Sí… que… que le dolerá…
Pero luego acaba gustando ¿No?
…
¿No le gusta a usted?
Sí…
No la oigo...¿Le gusta que la follen por el culo?
Sí. Me gusta.
¿Se corre?
Sí.
Respondía con un hilo de voz. Sus mejillas refulgían rojas como la grana. Se frotaba las manos nerviosamente y le temblaba la voz al contestar. Lo hacía sin pensar. Había decidido no pensar. Obedecía. Era su trabajo. Era su tormento.
- Ven, cielo. Vamos a hacer una cosa: yo me quedo aquí, quietecito, y tú lo haces a tu ritmo. No quisiera hacerte daño. Así tú lo regulas. Ven, anda.
Se reclinó en el asiento, y Lucía, mirando a los ojos a su madre, se colocó de pie, de espaldas a él, que se limitaba a mantener su polla levantada con la mano, y comenzó a flexionar las rodillas hasta contactar con el capullo lubricado y duro. La lengua de Sonia la había excitado muchísimo. Se sentía ardiendo, y la excitación superaba con creces al miedo en su ánimo. Empujó un poquito hacia abajo y emitió un quejido.
¿Te duele, mi niña?
Un… poquito…
Ten cuidado… Despacito…
Sonia se había arrodillado, esta vez frente a doña Carmen, que se había dejado subir la falda, y permitió así mismo que se inclinara hacia ella y comenzara a lamer su coño velludo, oscuro y húmedo. Miraba a los ojos de su hija, que le sostenía la mirada mientras, lentamente, don los dientes apretados, descendía taladrándose con la polla del duque, que sonreía observando la tensión entre las dos.
¿Te… gusta?
Síii…
Despacio, cielo, no te hagas daño.
No… no… me duele…
¿No?
Lo… quiero…
¿Qué quieres?
Tu rabo… quiero que me lo claves… entero…
Tan puta como tu… madre…
Síiiiiiiiii…
Sintió el roce de su pubis en las nalgitas blancas y se dejó caer con un suspiro de alivio. Se recostó sobre el pecho del duque que, haciéndose con el control, comenzó a moverse empujado y aflojando lentamente al tiempo que acariciaba sus tetillas, su coñito húmedo, y mordía aquel cuello largo y delgado. Lucía gemía, como su madre, que culeaba ante ellos dejándose llevar por el beso experto de la muchacha arrodillada entre sus muslos, cubierta por la falda de su vestido, que se acariciaba mientras la volvía loca. Seguía observando cada movimiento de su hija, que jadeaba.
Fóllame… así… papito… Dámela… toda…
Claro que sí, mi niña… Mueve el culito… muévete.
Culeaba como una perra en celo. Los sabios lengüetazos de la muchacha morena habían causado el efecto pretendido, y apenas había experimentado un leve dolor que ahora, cuando aquella verga se encontraba ya alojada en el interior, era largamente superado por el placer que le proporcionaban sus caricias, por la sensación de verse taladrada por aquella polla dura, por la imagen de su madre culeando mientras le comían el coño, y por el sonido de sus gemidos, que no lograba reprimir.
- Más… Lo quiero… todo…
En volandas, el buen duque la levantó y la colocó a cuatro patas en el suelo. Comenzó a follarla un poco más deprisa. La imagen de aquel culito pálido, de la bella silueta de la muchacha delgada, le excitaba muchísimo. Tenía que hacer un esfuerzo titánico para contenerse, para no hacerle daño.
¡Mas… fuerte!¡Más!
Me… me… correré…
Dámela, papito… Lléname… el culo… de leche…
¡Ahhhh….!
La… quiero… toda…
Doña Carmen le vio acelerar el ritmo. El cuerpecillo delgado de su niña rebotaba cada vez que el duque clavaba su polla en ella con más fuerza. Escuchaba el cacheteo y sus gemidos, sus leves quejidos entre jadeos ansiosos. Hablaba como una ramera mientras follaba su culo. La odiaba, y la excitaba. Comenzó a temblar. Lucía había dejado caer su cabeza en la alfombra. Se clavaba los dedos en el coño mientras se corría con los ojos en blanco al tiempo que don Jaime, a quien, de alguna manera, empezaba a considerar su pareja, aunque fuera de aquella extraña manera, se agarraba con fuerza a sus caderas estrechas y empujaba rugiendo.
- ¡Así! ¡Asíiiiiii…! ¡Dámela! ¡Dámela… toda! ¡To… da! ¡Todaaaaaaaaaaaaaaaa!
Cerró los ojos y se dejó llevar. Ya nada importaba. Solo eran gritos, gritos de una puta que se corría ensartada en la polla de su hombre. Eran gritos de una zorra llena de leche, de una más de las jóvenes rameras. Se dejó llevar temblando, agarrando la cabeza de Sonia, atrayéndola con fuerza. Culeaba. Lo sabía. Su hija, la puta de su hija la debía estar viendo. Se corría. Lucía culeaba también. Se corría gimiendo, temblando, ahogando a la muchacha, apretando su cara contra su coño empapado.
- No pares… puta… No pares… Cómemelo así… Asíiiiiii…
Cuando terminaron, doña Carmen sentía una vergüenza intensa. Le costaba mirar a su hija a la cara. Lucía, había vuelto al sofá junto con don Jaime. Abrazada a su cuello, le seducía. Le llamaba papito. Seguía con la blusa abierta. En una de sus tetillas, junto al pezón, se veía todavía la marca levemente enrojecida de los dientes de don Jaime, que sonreía con aire beatífico. Un hilillo de esperma fluía desde su culo hasta el sofá. No la reconocía. ¿Cómo podía haberla tenido tan engañada? Comprendió que nada las diferenciaba. “Solo dos más de las putas”.
¿Tú no tienes hijos, verdad papito?
Jajajajajajajajajajajajajajaja… Bien jugado, putilla… Bien jugado…
Aquella noche, volvió a dormir con él. Don Jaime la folló con el puño. Se sintió dilatada hasta el extremo. Le dolía y, pese a ello, como siempre, se corrió como una zorra. Lucía estaba en su cuarto. Era ella quien dormía en su cama. Le mamaba la polla mientras se corría con su puño en el coño. Su leche le supo a victoria. ¿De verdad tenía celos de su propia hija?
Durmió abrazada a él, que sonreía. No le importaba aquel dolor leve entre los muslos.