Al servicio de don Jaime 03
Dominación y... incesto, gran polla negra, orgía, bisexuales... Vamos introduciendo personajes en la acción.
Sentadas de aquella tajante manera las bases de su desigual relación, Don Jaime se aficionó a Carmen, pudiéndose decir que se amancebó con ella, hasta el extremo de que la buena mujer dormía en la cama del señor Duque más a menudo de lo que lo hacía en la propia.
Puede decirse que aquella conversación, que a cualquiera menos acostumbrado al servilismo de quienes le rodeaban parecería brutal, no fue en su cabeza más que una manera de zanjar la cuestión haciendo prevalecer lo que, desde su punto de vista, no era si no un derecho. Pensaba el hombre, quizás con razón, que no hacía si no dejar claros los fundamentos de lo que le parecía un trato justo, basado por ley natural en el poder de los contrayentes, y que, incluso, podía presumir de desinteresado, puesto que retribuía los servicios que adquiría con mucha generosidad, a un precio que bien podría haber sido menor, y la buena viuda hubiera igualmente aceptado.
Doña Carmen, por su parte (pues en toda su vida juntos nunca llegaron a tutearse, como no fuera por accidente, llevado don Jaime por el entusiasmo de los momentos de mayor depravación de los muchos que vivieron juntos), no puede decirse que padeciera sufrimiento alguno. Muy al contrario, sin comprenderlo muy bien, incluso sin reconocerse, obtenía más placer de los numerosos encuentros de que gozaban del que hubiera pensado que fuera posible, aunque fuera por vías distintas de las que en su fuero interno considerara razonables.
Desde aquella mañana, nunca cuestionó la autoridad de quien se había colocado claramente en la preeminencia de su papel de señor. La admitía y consentía en que la ejerciera, y, de esta manera, delegaba de algún modo su culpa, considerándose forzada por las circunstancias. Tan solo el hecho cierto del placer que obtenía chocaba con sus convicciones, y aún eso lo asumía con mucha naturalidad, dejándose llevar sin remordimientos por la senda de degradación moral por donde el Duque la conducía. La dignidad de los exquisitos modales que la costumbre de la familia imponía en la casa, de ese trato elegante y las elegantes vestimentas y ambientes en que se celebraban sus sacrificios, le permitía mantener una fantasía de respeto donde conseguía encontrarse cómoda.
Era la cosa, por tanto, que casi cada día descubría facetas en sí que no hubiera imaginado, y que, con frecuencia, cuando reflexionaba sobre el particular, se sentía más sorprendida que culpable. Había asumido que era una puta. No era un drama. Otras lo habían sido antes. Tampoco había tenido ocasión de decidir. Al menos, no necesitaba callejear buscando clientela, quienes la frecuentaban eran siempre gente limpia y discreta, y la generosidad de sus emolumentos le aseguraba una vida libre de privaciones ni siquiera cuando no pudiera ejercer aquel oficio antiguo en que había caído.
Don Jaime, aunque ejercía con entusiasmo la práctica activa del sexo (en su casa se prodigaban en las recetas que salían de la cocina abundantes especias traídas de cualquier lugar del mundo, destinadas a favorecer su propio rendimiento y el de las personas a su servicio), obtenía su mayor placer de la mirada atenta, que consideraba el placer del sibarita. Así, muchos de los momentos que podríamos considerar cruciales en la educación de su ama de llaves, prefirió delegarlos, y entregarse a la contemplación activa.
Sirva como ejemplo lo sucedido cuando apenas habían transcurrido cinco o seis días desde que Carmen y Lucía se instalaran en la casa:
Doña Carmen, por favor.
¿Sí, don Jaime?
Tengo previsto acostarme pronto esta noche, dentro de un rato, y quisiera que me esperase usted allí.
Como mande.
Procedió doña carmen, como se esperaba de ella, a bañarse en el aseo del señor y, tras ello, mientras se ungía de la crema perfumada que le habían indicado que debía utilizar, dejándose acariciar por su fragancia floral y delicada, le vio a través del espejo acercarse por su espalda, ya desnudo, y perfectamente dispuesto, como pudo comprobar entre sus nalgas.
Está usted preciosa esta noche, Carmen.
Favor que usted me hace.
No, en serio.
A la suave excitación que había provocado en ella la simple perspectiva de lo que inevitablemente iba a suceder, no tardó en sumarse la caricia de sus manos. Se sintió cautivada al contemplar sus imágenes reflejadas: el Duque las untaba en crema, y la extendía sobre su piel presionándola, amasando su carne abundante. Resbalaba sobre los senos amplios y mullidos; entre los muslos, cuyo vello había arreglado Mónica afeitando los excesos, pero respetando la oscura mata espesa limitada al pubis… No tardó en aventurar uno de sus dedos en el estrecho agujerito entre las nalgas generosas causándole un estremecimiento de temor que consiguió dominar. Don Jaime, que había girado alrededor de su cuerpo hasta enfrentarse a ella, la atraía con los brazos sin aflojar la presión en aquel lugar inexplorado, causándole inquietud. Sentía resbalar su polla entre los muslos, sobre su vulva, y el roce lúbrico de su pecho, que excitaba sus pezones engrasados haciéndolos contraerse. Le besaba los labios, y ella se dejaba hacer ronroneando, emitiendo a veces un quejido suave de excitación y deseo.
- Venga conmigo, querida.
La condujo hasta la gran alfombra persa a los pies de la enorme cama con dosel, de madera oscura tallada en columnas salomónicas rematadas por cabezas de querubines que soplaban con los mofletes hinchados, y la mandó arrodillarse. Él mismo lo hizo a su lado y, haciéndola separar los muslos, comenzó a acariciar su sexo, humedecido ya. La hacía gemir. Succionaba sus pezones, a veces los mordía delicadamente, deslizaba los dedos entre los labios, alrededor de su clítoris prominente y endurecido… Le causaba una excitación próxima a la histeria, que se traducía en una sucesión abrumadora de gemidos y culeos esporádicos con que respondía al más directo roce casual. Otro de sus dedos seguía clavándose delicadamente en su culo.
- Jorge, acércate, ya puedes venir.
Doña Carmen dio un respingo de sorpresa. Desde detrás del biombo, un hombre negro, enorme, caminaba desnudo hacia ellos. Su sonrisa inmaculada parecía extrañamente amenazante, y las dimensiones de su verga confirmaban el peligro. Se paró a su lado, apenas a unos centímetros de ella. Quiso resistirse. Tenía miedo. Quiso resistirse, pero fue inútil. La excitación que la dominaba resultaba incontenible, y la presencia de su dueño la hubiera conducido igualmente a la obediencia en cualquier caso.
- Tóquela, Carmen, valoréla. Es impresionante.
Él mismo don Jaime, con su mano, se la acercó a la cara. Hubiera querido poder decir basta. La parte de su inteligencia que albergaba la razón la llamaba al miedo, al terror. No lo hizo. Alargó hacia ella la mano temblorosa y la agarró constatando las dimensiones imposibles de aquel falo monstruoso. Apenas lo abarcaba con la mano. No alcanzaba a unir los dedos a su alrededor. Los del Duque, por su parte, proseguían con su trabajo incansable acariciando su vulva inflamada, rehuyendo su clítoris para enervarla sin permitir que alcanzara el orgasmo.
No… No quiero…
Querrá.
Me da… miedo…
Pruébela.
Apenas conseguía alojar el grueso capullo oscuro en la boca y con las manos no alcanzaba a agarrarla entera. Mientras lo chupaba, se imaginó a sí misma ensartada en aquella inmensa pieza de sexo duro y fuerte. Sentía dolor en las mandíbulas.
Por favor… don Jaime… Por… favor…
Lo hará, querida. Deseo verlo, y lo hará.
Por favor….
Inclínese, querida, sea tan amable.
Por favor…
Vamos, hágalo.
Obedeció temblorosa. Se dejó caer hacia la alfombra apoyando en ella los codos. Don Jaime permaneció un momento inmóvil, contemplando la belleza curvilínea de su cuerpo, la ofrenda generosa de aquellas nalgas pálidas, mullidas; la curva delicada de la espalda; los muslos plegados sobre las pantorrillas, tan bellos; la extraordinaria caída de sus grandes senos albos, coronados por aquellos pezones oscuros, apretados, granujientos, que coronaban la delicada filigrana de frágiles venitas azules, apenas perceptibles bajo la piel; la deliciosa expresión de terror en su rostro…
- Se sorprenderá, Carmen. Se sorprenderá.
Derramó una dosis generosa de aquella crema fragante entre sus nalgas y comenzó un lento extenderla que le llevaba desde allí hasta su vulva arrancándole gemidos temblorosos. Sollozaba de miedo, y gemía; emitía quejidos temblorosos cuando sus dedos se aventuraban en la estrecha abertura. Parecía febril, aterrorizada. Cuando la mano se separó de su carne, supo lo que vendría, y tuvo miedo. Cerró los ojos con fuerza.
- Respire hondo, querida, respire… Tranquila…
La condujo con su propia mano hasta la apertura y la sostuvo mientras, con una delicadeza exquisita, empujaba lentamente hasta conseguir que el grueso capullo traspasara el esfínter arrancándo de sus labios un quejido desesperado.
Por favor… Me duele… Por favor… sáquemela…
Tranquila, querida, tranquila, resista.
Se había sentado frente a ella y sostenía en la mano su barbilla forzándola a mostrarle el rostro contraído por el dolor intenso y lacerante que la torturaba.
Haré… lo que quiera… Lo que quiera… Por favor…
Esto es lo que quiero.
No pudo seguir hablando. Jorge continuaba su avance lento, pero implacable, y cada milímetro incrementaba aquel padecimiento. Don Jaime la sujetaba. Gozaba de la visión del rictus de sufrimiento intenso que le ofrecía, de sus ojos apretados, de sus dientes apretados, de las perlas de sudor que se formaban en su frente. Su polla golpeaba violentamente el aire frente a ella. Se contenía evitando acariciarse. Solo quería verla, sentirla.
Haré… lo… que… quiera…
Claro que lo hará, Carmen. Lo hará siempre.
Por… favor…
Dígamelo…
Por favor…
Dígalo…
Lo haré… siempre…
Entonces empujó. La mitad de aquella polla enorme que todavía estaba fuera desapareció de un único golpe en su interior arrancándole un grito desesperado. Sus ojos se llenaron de lágrimas. En un movimiento involuntario, trató de incorporarse. Jorge la sujetó con sus brazos poderosos. La abrazó casi hasta envolverla entera en su masa gigantesca. Mordía su cuello y acariciaba sus grandes tetas blancas mientras iniciaba un rítmico movimiento cadencioso. Don Jaime, arrodillado frente a ella, la abrazó también. Le besaba los pómulos, los ojos y los labios para sentir el sabor salado de sus lágrimas, para sentir en la boca la respiración agitada, sus quejidos.
- Siempre… siempre…
Había vuelto a acariciar su vulva, que permanecía inflamada y sensible. Movía sus dedos en ella como buscando. Presionaba el clítoris con la palma de la mano y la movía en pequeños círculos. Gemía. Sus quejidos se entremezclaban con gemidos que excitaban al hombre de una manera intensa y violenta.
Siempre, querida, por que es…
Su… zorra… su… zorra…
Se apartó de ellos apenas medio metro, un metro quizás. Se apartó para mirarlos. Sentado en la alfombra, con la espalda apoyada sobre el asiento de un sillón, se quedó inmóvil observando, bebiendo con los ojos cada mínimo detalle. Jorge la follaba. Acariciaba su coño empapado. La abrazaba con fuerza. La estrujaba. Sus manos oscuras, casi azuladas, se hundían en los senos como una profanación. Carmen giró la cabeza y se besaban. Se besaban con un ansia que solo el dolor podía provocar. Carmen gemía. Lloriqueaba a veces, cuando un cambio de ritmo incrementaba la frecuencia con que aquella monstruosidad se enterraba en ella. Gemía como en un quejido cuando aumentaba la presión de sus grandes dedos negros sobre el clítoris inflamado, que asomaba nítidamente entre los labios abiertos como granadas. El movimiento se hacía rápido, intenso, provocando un cacheteo claramente audible, que dibujaba ondulaciones en sus nalgas y sus muslos. Le mordía en el cuello, y ella dejaba caer la cabeza atrás, como en un breve desmayo, y cerraba los ojos. Temblaba. Su piel, tan delicada, tan pálida, iba adornándose con las huellas de los dedos que la magreaban, que amasaban su carne con lujuria.
¿Le gusta, querida?
No… Sí… sí…. Síiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii…
Aquel último sí fue un grito salvaje, entre el dolor y el placer. Jorge apretaba su clítoris con fuerza provocándole un espasmo violento, doloroso, y enterraba su polla gigantesca en ella. Ya no la sacaba. Empujaba más y más, como si quisiera atravesarla. La apretaba con fuerza contra sí casi ahogándola, y ella temblaba, se convulsionaba violentamente con los ojos en blanco mientras emitía un quejido agudo y continuo en voz muy baja, apenas audible, con el rostro desfigurado por el placer. Perdido el control de sus impulsos, se orinaba a chorros intermitentes que le corrían por entre los muslos hasta la alfombra.
Cuando la dejó cuidadosamente sobre el suelo, todavía temblaba. Su piel brillaba de sudor. Mirándole con un aire obsesivo, a cuatro patas, casi arrastrándose, se dirigió hacia don Jaime. Buscaba su polla con la boca, pero él la rehuyó besándole los labios. Exploró con los dedos entre las nalgas encontrando su agujero monstruosamente dilatado. Rezumaba esperma. Agarró su polla con las manos temblorosas. Parecía poseída.
- No, querida, ahora no. No hemos terminado.
Jorge la condujo en brazos hasta la cama, donde cayó como muerta. En aquella ocasión sin preámbulos, se colocó sobre ella clavando su enorme polla, todavía firme, como si no hubiera pasado nada, en su coño empapado. Gimió expirando, como si se ahogara. El gigante la follaba fuerte, deprisa, y su cuerpo no tardó en responder. Lentamente primero, comenzó a gemir. Pocos minutos después, jadeaba abrazada a él, que seguía taladrándola. Carmen envolvía sus muslos con las piernas. Le besaba jadeando, frenética.
- Bien, jovencita, si quiere verlo quizás sea mejor que entre. No parece muy cómoda esa postura suya.
Lucía se vio sorprendida al abrirse la puerta súbitamente. Estaba en cuclillas, con el camisón arrebujado y una mano escondida bajo él. Se quedó paralizada hasta que don Jaime, tomándola de la otra, la ayudó a levantarse y la condujo a la cama, invitándola a sentarse junto a su madre, que fue incapaz de reaccionar. Se corría una y otra vez en una sucesión de orgasmos abrumadora.
Imagino que nunca había visto algo así.
Yo… Oí ruido…
Ya, comprendo. ¿Y… te gusta?
Sí…
La muchacha se dejó abrazar. Don Jaime, a su espalda, acariciaba su cuerpo delgado y duro. No apartaba los ojos de su madre, que gemía con el rostro desencajado.
Y te excita, claro.
Sí…
¿Me permites? No quería interrumpirte.
Introdujo su mano allí donde había encontrado la de Lucía sorprendiéndose al encontrar su pubis depilado. Su coñito estaba húmedo, y gimió al recibir la caricia. Se dejó hacer cuando sacó su camisón por la cabeza desvelando su piel canela en contraste con el blanco inmaculado de sus mínimas tetillas de pezones esponjosos, de sus nalguitas escuetas, redondeadas, y del triángulo perfecto de su pubis liso.
Tu mamá trabaja para mí, ya sabes.
Sí, es su… ama… de llaves…
Y mi puta.
Ahhhhhhhh….!
La palabra, pronunciada con aquella naturalidad mientras los dedos del Duque hurgaban entre los labios sonrosados de su coñito lampiño, pareció catalizar su excitación, y don Jaime sintió su desmayo, el modo lánguido en que se dejó caer sobre su pecho. La imagen de su madre gimiendo a su lado mientras aquella bestia la destrozaba con su polla gigantesca, parecía contribuir con mucho a su excitación.
¿Y tú?
¿Yo? ¡Ahhhhh…!
¿Quieres trabajar para mí también?
Sí….
Movía las caderas acompañando a sus caricias. Gemía, y se dejaba besar el cuello largo, los pezoncillos esponjosos, el culito pequeño y redondeado.
¿No quieres conocer las condiciones?
No…. Ahhhh… ! Sí…!
El dinero no importa. Te pagaré bien.
Síiiiii…
A cambio…
Ahhhhh….! Ahhhhhhhhh…!
Te follaré.
Ahhhhh….!
Meteré mi polla en tu coño…
Sí….
En tu culito…
Ahhhhh…!
En tu boca….
Síiii…
¿Querrás que te folle?
Fólleme…
¿Querrás que te follen mis amigos?
Quiero que me follen…
¿Quieres?
Síiii…
Cogiéndola en volandas, le dio la vuelta confrontándola. Sujetando sus nalgas pequeñitas con las manos, la dejó caer sobre su polla. La muchacha gimió y comenzó un balanceo cadencioso. Don Jaime sintió la presión de su coñito estrecho, cálido y húmedo, y la dejó hacer. Buscaba con los labios sus pezones esponjosos y los mamaba delicadamente. Lucía gemía. A su lado, Jorge l follaba a su madre como un animal, y parecía superada por el prodigioso empuje del gigante. Las voces de ambas formaban un coro delicioso. Gemían acompasadamente, con una urgencia creciente. Don Jaime no pudo soportarlo más, y derramó en el interior de la muchacha toda la tensión acumulada. Se sintió ir. Su propio esperma lubricaba el espacio angosto donde su polla se movía todavía. Lucía parecía decepcionada.
Disculpa, cariño. No he podido contenerme.
No pasa nada, don Jaime.
Pero… Espera. Ven.
La hizo sentarse a horcajadas sobre el rostro de doña Carmen. Empujó hacia abajo su cuerpecillo delgado hasta posarlo sobre ella. Las sacudidas que Jorge provocaba bastaban para lograr un roce que pareció transir a la joven. Se agarró al cabello de su madre gimiendo. Don Jaime besaba sus labios. Fuera de sí, la mujer la lamía sin pensar, por instinto. Bebía en ella el esperma del Duque. La muchacha temblaba. Tenía los ojos en blanco y se estremecía en un convulso orgasmo devastador. Su madre, ahogándose, boqueaba en su coño desesperadamente mientras Jorge la llenaba de esperma templada. Se debatía en un orgasmo convulso, en una sucesión interminable de violentos espasmos. Sus grandes tetas blancas se sacudían extendidas sobre el pecho. Tenían dibujadas las huellas rojizas de los dedos del semental que la follaba.
- Así, cariño, así… Déjate llevar… Así… Vas a ser una putita deliciosa…