Al servicio de don Jaime 02
Dominación, sissy, mujer madura, humillación... Vamos conociendo los primeros momentos de Carmen en la casa al tiempo que introducimos nuevos personajes y abrimos nuevas perspectivas.
Don Jaime de Castro y Valdivia nació huérfano de madre. Doña Matilde Valdivia de Valduenza, quien estuviera destinada a serlo, joven de familia ilustre, aunque no muy agraciada, probablemente a causa de la endogamia en que a menudo incurrían las grandes familias riojanas para conservar su nobleza y patrimonio, falleció casi una hora antes de su alumbramiento, víctima de una extraña enfermedad que nunca llegó a ser completamente esclarecida, aunque su cuerpo fue artificialmente mantenido en sus funciones mínimas para garantizar la llegada al mundo de quien estaba destinado a ser el único heredero y garante del linaje de su padre, don Alonso de Castro de Lumbreras, duque de Castro, entre otros títulos que le hacían tres veces grande de España.
Don Alonso, hombre de costumbres disolutas, gozaba de una importante fortuna heredada, así como de una notable habilidad para decidir en quien podía poner su confianza, y ello le permitió vivir a la manera en que lo habían venido haciendo incontables generaciones de su familia: designando administradores que les permitieran incrementar los caudales y propiedades obtenidos en los tiempos en que la habilidad en la guerra y el pillaje permitían a los osados de buena fortuna hacerse con las propiedades de sus vecinos por la fuerza, gracias a lo cual, pudo entregarse a sus bajos instintos con la tranquilidad de conciencia que le facilitaba descender de un linaje que venía utilizando a los demás como a propiedades de las que servirse sin remordimientos.
Afecto a pelo y a pluma, el buen duque encargó la crianza de su heredero a doña Lidia, hermana sin fortuna de su difunta esposa, para poder entregarse a sus devaneos, públicos y notorios, libre de la carga que suponía preocuparse por un mocoso que tardaría años en servirle para nada. Por épocas, la amancebaba, y otras la abandonaba, cuando se encaprichaba de alguna otra, u otro, que de todo había, o de varios a la vez, o, sencillamente, se entregada al fornicio indiscriminado en todas sus variantes, valiéndose para ello de su posición y su fortuna.
A menudo, la hacía participar en sus fiestas, quisiera esta o no -bien es cierto que casi siempre quería-, hasta el extremo de que fue ella misma, al cumplir su sobrino los diecisiete, edad que su padre consideró adecuada para iniciarlo, quien recibió en su culo la primera polución con objeto definido de su sobrino, mientras mamaba la polla del padre que, en aquella ocasión, al parecer excitado por la visión de su vástago, parece ser que se vertió en su boca en una abundancia notable, como pudieron comprobar los invitados a la fiesta que celebró a dicho efecto, viendo el modo en que la leche manaba por su nariz al tiempo que el muchacho enculaba a su matrona con mucha afición y entrega.
Viene a cuento esta breve introducción por que permite entender el peculiar carácter de nuestro protagonista, que asistió desde su más tierna infancia, sin otro filtro moral que el que le proporcionara don Justo -su tutor en los estudios, hombre de modales exquisitos y vastísima cultura que le inculcó sus principios sin ser capaz de evitar la pérfida influencia del padre-, a toda clase de espectáculos depravados, que se repetían en su casa de continuo, siendo su objeto tanto los miembros del servicio, hombres y mujeres reclutados por sus atributos visibles antes que por sus capacidades, y toda clase de personas (e incluso animales) que aparecían por allí de manera esporádica para ser retribuidos por sus dudosos servicios.
Así, nunca tuvo por extraño encontrarse con su padre follando a una criadilla en las escaleras del palacete de Madrid donde vivían; o mamándosela a un hidalgo sin fortuna -militar de oficio, o vividor sin principios-, en la biblioteca; o haciendo que su ama, doña Lidia, fuera enculada por uno de sus grandes dogos alemanes para regocijo de los asistentes a una de sus bacanales, que se entregaban después, excitados por el espectáculo, a toda clase de actos denigrantes, excitados por el espectáculo que la matrona, regordeta y tetuda, chillando y rezumando leche de perro con el animal enganchado a ella por su cuerpo cavernoso, que no sé si se imaginarán las dimensiones que adquiere una vez que empieza el frenético culeo a que someten a sus partenaires.
Pues bien: con estos principios, que, al parecer, repetían el modo de comportarse habitual de los varones de la familia de Castro desde la noche de los tiempos, no resulta de extrañar que don Jaime repitiera los patrones aprendidos, aunque, para beneficio de sus víctimas potenciales, lo hiciera con el filtro de lo aprendido de don Justo, con unos modales delicados, una sensibilidad muy destacable hacia los prójimos y prójimas a quienes hacía objeto de sus atenciones, y una mayor discreción que, si bien no hacía invisible su modo de conducirse, al menos evitaba la ostentación a que se entregara el progenitor, valiéndole el respeto de su círculo social natural, tolerante hacia las debilidades de sus miembros siempre que no fueran motivo de escándalo notorio.
El arte de delegar la gestión de sus negocios lo mejoró haciendo uso de las tecnologías más modernas: creó para ello una empresa independiente, bajo su control directo, que tenía libre acceso a todas las cuentas a través de los equipos informáticos y practicaba una severa auditoría en tiempo real. Sus empleados eran desconocidos para todos, estaban excelentemente pagados, y constituían una poderosa policía de los números que vigilaba con mano de hierro cada movimiento, lo que aseguraba el rigor de sus gestores, sabedores del nivel de seguridad del sistema.
De esta manera, como su padre, como su abuelo, y como todos y cada uno de sus antepasados, el vigésimo cuarto duque de Castro pudo entregarse sin problemas a una vida de lujo regalado y despreocupado, y a las libidinosas aficiones aprendidas desde la infancia que, si bien practicaba sin la despótica actitud de sus antecesores, no por ello eran menos perversas que aquellas.
Y fue a esta casa a donde la condujo Elías, el joven chofer de don Jaime, un muchachito delgado, guapo, aunque un poco afeminado, que vestía un uniforme anticuado, pero elegante, con guerrera de doble hilera de botones abotonando la pechera, pantalones estrechos de color negro, guantes de cuero blanco, y una gorra de plato que sostuvo en la mano con mucha ceremonia mientras abría la puerta a la nueva ama de llaves de su patrón.
Doña Carmen, bienvenida. Permítame decirle que me alegra que el pequeño incidente de ayer no la haya hecho desistir. Le enseñarle su apartamento.
Gracias, Andrés...
La alusión de Andrés al episodio la cogió por sorpresa. Le pareció advertir una leve sonrisa maliciosa en su rostro cuando se sonrojó al oírlo. Había pensado mucho en ello desde que sucediera y, cada vez, se había repetido que no había más remedio, que la necesidad de trabajo, y de dinero, era imperiosa, y que debía soportar aquel sacrificio por el bien de su hija, y por no caer en la indigencia. Le avergonzaba, claro. Le avergonzaba la simple idea de haber tenido que arrodillarse y mamar la polla de aquel desconocido. El hecho de que, mientras tanto, un asistente la había follado, le resultaba terriblemente humillante. Comprender que se había corrido, que había gemido como una ramera mientras la llenaban de leche, la destrozaba. Trató de justificarse diciéndose que, al fin y al cabo, hacía meses que no tenía contacto carnal, que ni siquiera había sucumbido al deseo de acariciarse, pero, al final, quedaba la vergüenza y la humillación. Sentía que se había comportado como una puta. Se había corrido y, lo que era peor, al recordarlo sentía un hormigueo de excitación que la incomodaba. Por alguna razón, prefería imaginarse como una víctima de la necesidad. Si gozaba con ello, sus esquemas morales la situaban en un nivel que no quería consentirse. Una cosa era sufrir los avatares de la adversidad; gozar era otra muy distinta…
Carmen González Vargas se había criado en el seno de una familia provinciana de clase media burguesa, y había recibido una educación puritana y costumbrista, en buena medida basada en principios religiosos que reforzaba el omnipresente “qué dirán”, esa terrible forma de la presión social en su pequeño mundo de gente de bien de Castilla.
Hasta aquella mañana, su relación con el sexo se había limitado a su difunto marido, que no era un amante especialmente brillante, aunque le enseñara todo cuanto sabía, incluyendo un arte excepcional para mamar una polla, y a los torpes manoseos de pasillo de su tío Alberto, que se limitaron a toqueteos furtivos en cuanto comenzó a florecer en la adolescencia, y que nunca habían provocado en ella más que asco y la suficiente vergüenza como para no atreverse jamás a contárselo a nadie. Por lo demás, en su casa, solo había escuchado hablar de ello con medias palabras, advertencias de un peligro que aguardaba en cualquier rincón para conducir al pecado a una buena muchacha cristiana, y un deber que una esposa debía tolerar con santa paciencia para satisfacer a su marido y librarle de buscar fuera de casa lo que bien podía encontrar dentro. “Los hombres tienen urgencias que necesitan ser atendidas, hija, y lo hace una, o buscan a otra que los satisfaga”.
Su apartamento, pese a ubicarse en un ala de la casa muchísimo menos lujosa que el resto, era coqueto y espacioso, con tres habitaciones bien amuebladas y confortables, una salita de estar, y hasta su propio cuarto de baño. Se encontraba en la segunda planta, sobre las cocheras, junto a otras habitaciones menores donde dedujo que se alojaba el resto del servicio. El acceso se realizaba por un portal en una de las calles laterales a las que daba la casa, y el conjunto disponía de sus propias escaleras, lo que le daba independencia.
Le tranquilizó la idea de que Lucía no tendría que andar por allí a la vista de don Jaime, cada vez que tuviera necesidad de entrar o de salir.
Don Jaime me ha pedido que le advierta de que la espera en la biblioteca en cuanto se haya puesto el uniforme.
¿Uniforme?
Sí, bueno, es una costumbre de la casa. En el armario tiene uno, mire. Espero que le valga. En cualquier caso, mañana vendrá la modista y le tomará medidas para confeccionar unos cuantos. Este lo hizo para su antecesora, que era más o menos de su estatura, quizás un poquito más baja. Está sin estrenar.
Dudó un instante, esperando a que se fuera y, cuando comprobó que no parecía tener intención de hacerlo, se armó de valor y comenzó a desnudarse. El hombre la miraba sonriendo. Bajo el holgado pantalón gris, se evidenciaba la inflamación que demostraba el interés que tenía en estar presente mientras se cambiaba.
Armándose de valor, se desabrochó la blusa y se quitó la falda dejándolas en el suelo. Ya tendría tiempo de recogerlas después de haberse vestido. Cuando fue a embutirse en aquel vestido negro, largo hasta los tobillos y con pechera de aire decimonónico, Andrés le indicó que no consistía en eso.
- También la ropa interior, doña Carmen. Ya sabe usted que no siempre estará oculta…
Enrojeció hasta los tuétanos, pero, dándose la vuelta, se desabrochó el sostén dejando al aire sus grandes senos blancos, todavía hermosos, aunque manifestaran ya los síntomas de la edad y hubieran perdido parte de su firmeza. Su función, por lo que vio, la ejercía un corsé de costados elásticos de color blanco, liso, sin apenas adornos, con copas y un liguero incorporados en la misma pieza. Tuvo que darle muchas vueltas, ante la atenta mirada burlona del hombre que la observaba, hasta conseguir embutirse en él sin pedirle ayuda. Se sintió oprimida e incómoda, especialmente cuando tuvo que agacharse para ponerse las gruesas medias del mismo color. Al hacerlo, fue consciente de que le ofrecía una visión completa de su culo en pompa. Se avergonzó al comprender que se excitaba sabiéndolo. Su polla, evidentemente erecta, conformaba un grueso bulto bajo el paño gris.
No, no las busque… Ninguna de las chicas las lleva. Ya sabe usted, la cláusula…
¿La cláusula?
Nadie trabaja en la casa sin firmarla.
Pero… ¿Las chicas…?
También. Las chicas también.
Mientras se embutía en el vestido, comprendió que las jovencitas a quienes había conocido el día anterior vivían, como ella, sometidas al capricho de don Jaime, quien, pese a sus modales exquisitos y su amabilidad, comenzaba a parecerle un monstruo. Alguna de ellas no debía ser mucho mayor que Lucía. Se imaginó a Mónica, la chiquilla pecosa que le había ayudado a limpiarse la mañana anterior en la misma tesitura en que ella se había encontrado, y sintió una punzada de miedo y de dolor.
Los zapatos no le valían. Al menos eran dos tallas mayores que la que necesitaba. Ambos convinieron en que los que llevaba, los mismos zapatos austeros del día anterior, le servirían de momento. En cualquier caso, la falda casi los tapaba. Andrés se ofreció a ayudarla, al comprobar la dificultad que le imponían el corsé y el vestido, demasiado estrechos para ella. Arrodillado a sus pies, le ayudo a ponérselos y, al terminar, deslizó la mano bajo la falda acariciando sus muslos, y la acercó hasta su vulva obligándola a dar un respingo al sentirse sorprendida.
Está mojada…
Yo.. es que…
No se preocupe. Es lo normal.
Mientras la guiaba hasta la biblioteca tuvo ocasión de verse en un espejo. El corsé la obligaba a caminar envarada, muy recta, y el vestido negro de pechera blanca le daba un aire de institutriz del Siglo XIX. Seguía ruborizada.
¡Ah, Carmen! Pase, pase, no se preocupe por Elías, que no es tímido. ¿Verdad?
No… no…
No se vaya, enseguida terminamos.
El muchacho que la había conducido hasta la casa, con la chaquetilla todavía puesta, los faldones de la camisa asomando por debajo, y los pantalones caídos alrededor de los tobillos, apoyaba las manos, semierguido, en un antiguo atril de los de leer de pie. Tenía el culo en pompa y don Jaime, a su espalda, le sodomizaba lenta y suavemente. Su polla, de escasas proporciones, aunque firme, parecía proyectarse hacia arriba cada vez que la del duque se clavaba entre sus nalgas. Goteaba sobre la alfombra persa.
Carmen, que había oído hablar de aquella práctica, no acababa de dar crédito a lo que veían sus ojos. Siempre había supuesto que debía resultar doloroso, pero el muchacho gemía con su voz aflautada, y no parecía sufrir en absoluto. Tenía las piernas delgadas, aunque musculosas, muy pálidas y lampiñas, y entornaba los ojos y se relamía entre quejidos de placer que le resultaron terriblemente excitantes. Una vez más, tuvo que admitir para sus adentros que sucesos que siempre hubiera supuesto que le repugnarían, causaban en ella un efecto muy diferente al esperado
Andrés, hombre, hay que ver cómo viene usted.
He estado supervisando…
Ya, ya, no me diga más. Ande, venga y que el muchacho le alivie, no vaya usted así.
Ante sus ojos, el asistente extrajo su polla. No la había visto completamente erecta, y le sorprendió su tamaño. Se situó frente al chico y don Jaime, sujetándole las manos con las suyas, le ayudó a inclinarse hacia ella. Comenzó a tragársela con lo que le pareció auténtica glotonería. Andrés sujetaba su cabeza con las manos y empujaba sin cuidado, como si no temiera hacerle daño. Elías se la tragaba hasta el fondo. Era como si le follara la garganta al mismo tiempo que su jefe le sodomizaba cada vez a un ritmo más intenso. Sin soltarle las manos, se la clavaba empujándole hacia Andrés, que sostenía la posición y clavaba la suya hasta el fondo en su garganta. Cuando el duque retrocedía, el chico retrocedía a su vez como si la buscara, y la del asistente salía de su boca. Entonces le escuchaba gemir en un tono agudo. Babeaba, y un flujo continuo de líquido denso y cristalino manaba de la suya; un nuevo empujón, y el grueso tronco húmedo y brillante volvía a su garganta. A veces, aguantaba el envite, mantenía su polla clavada en el culo blanco, durante unos segundos más, y parecía ahogarse. Entonces, su rostro adquiría un tono violáceo y, al sacarla, babeaba en mayor cantidad, y tosía un momento, antes de que un nuevo apretón le clavara ambas pollas de nuevo.
Carmen sintió que se mojaba. Un calor le subía a la cara y sentía una presión añadida a la que ya le causaba el corsé, que dificultaba su respiración. Comprendió que estaba encendida. Toda clase de ideas absurdas pasaba por su cabeza: se imaginaba acariciando aquella pollita pequeña hasta hacerla correrse en su mano; se veía a sí misma en aquella situación; pensaba en tragársela y sentir su esperma correle por la garganta mientras los hombres follaban a aquel maricón…
Poco a poco, el movimiento del extraño trío iba volviéndose frenético. El muchacho gemía como una zorra. Su pollita chorreaba literalmente, y bombeaba su culito blanco como si quisiera hacerle daño. Cada vez más a menudo, tras clavársela con fuerza, le mantenía así, ensartado por ambos lados. Andrés le sujetaba la cabeza con fuerza y, aunque se debatía, no conseguía zafarse. Temió que fueran a ahogarle. Se sentía mareada, inmersa en una irrealidad que la turbaba. El corazón le latía aceleradamente. Ni siquiera se dio cuenta de que Mónica, la muchacha pecosa, se había situado a su lado con el montoncito de toallas en las manos. Sonreía con aire pícaro.
- ¡Tómala! ¡Tómala, Zorrita! ¡Tómala todaaaaa...!Se quedó clavado en él, apretándole con fuerza las muñecas y con el rostro contraído en una mueca brutal de placer. Elías, asfixiado, tenía los ojos en blanco. Su pollita latía disparando grandes chorros de esperma que salpicaban el suelo. Un reguero del mismo producto manaba por su nariz. Le llamaban puta, zorra, maricona, mientras le llenaban de leche al unísono.
Mientras se limpiaban con las toallas blancas, sintió un vahído. Mónica, dándose cuenta, la ayudó a alcanzar una de las butacas de lectura, donde quedó temblorosa y congestionada.
Pero bueno, doña Carmen, qué le ha pasado.
Yo… es que yo… so sé… Yo nunca…
Si está toda sofocada.
Nunca… yo...
Claro, si es que… Mónica ¿querría usted?
Pero… ¡Ahhhhh...!
Todavía con la consciencia nublada, rodeada por los tres hombres, vio como a lo lejos a la muchacha subirle la falda. Comenzó a acariciar su vulva con sus dedos delgaditos y ágiles, y se oyó gemir. En su cabeza se aliaban la excitación, la humillación y la vergüenza creándole una confusión que le impedía tomar el control de su cuerpo, que se estremecía violentamente. Comprendió que culeaba, que gemía, que temblaba de placer y excitación mientras la muchacha la masturbaba frenéticamente. Gemía ante ellos, ante todos ellos, y se convulsionaba completamente perdida, como una ramera. Dejó caer la cabeza hacia atrás incapaz de soportarla. Los hombres, que habían debido vestirse mientras permanecía desvanecida, se las habían sacado por las braguetas y se masturbaban a su alrededor viéndola gozar. Se sintió humillada, confusa, perdida.
- Va usted a ser… una… perfecta… zorra… Una… perfecta… zorraaaaaa…
El duqué fue el primero en empezar a escupir su leche sobre su rostro contraído por el placer. Veía sus pollas como en un sueño, inflamadas, congestionadas… Uno tras otro, mientras ella chillaba, se vertían sobre su rostro contraído. Se corrían sobre sus ojos, en su boca, en su pelo negro, cuyo moño se había descolocado. Temblaba con una intensidad brutal, sintiéndose ir a cada espasmo, con los dedos de aquella joven ramera clavados en el coño y la palma de su mano presionando con fuerza su clítoris. Parecía un sueño. Se corría. Se corría. Se corría… Se corría chillando, cubierta de leche caliente, ansiosa, gritando…
¡Toda! ¡Toda! ¡La quiero… todaaaa…!
Todo un acierto, Andrés. Todo un acierto.
Mientras la muchacha la limpiaba y ayudaba a recomponerse el vestido, don Jaime la hablaba como si nada hubiera pasado. Se había sentado en un asiento junto al suyo, y mantenía su habitual tono sereno y cortés. Todavía temblaba, y sentía una vergüenza abrasadora.
He estado comentando con unos amigos el asunto de su hija ¿Lucía, no?
Sí…
Me dicen que hay una escuela de negocios, y que ofrecen un ciclo combinado, una cosa muy interesante, de económicas, empresariales, y no sé qué más. Podría conseguir que la admitan, aunque el curso esté iniciado, y buscaremos a un profesor que la ayude a adaptarse al nivel. Es un centro muy reconocido y exclusivo, ya me entiende...
Pero yo…
Usted no tiene por qué preocuparse, querida. Ya le dije que me haría cargo de los gastos. Me dice un conocido que es una chica brillante (he investigado un poco) y con esa formación podría hacer una buena carrera en mis empresas.
Pero yo… Mi hija… Si usted la…
Don Jaime se interrumpió un momento. La miró fijamente a los ojos con una sonrisa amable y escuchó el farol imperturbable. Cuando doña Carmen terminó su defensa del honor de Lucía, se dirigió a ella sin alterar su tono educado:
Usted, querida, hará lo que le manden, y aguantará lo que yo quiera que aguante. Mire, le voy a ser sincero: a mi servicio no entra nadie que no haya sido investigado a fondo, y usted no es la excepción, así que no puede engañarme. Usted está en la ruina, y no tiene donde caerse muerta. Si pierde este trabajo -y creame si le digo que no encontrará otro-, acaba viviendo en la calle, y no va a hacerle eso a su hija. Lucía estudiará lo que le digo, y hará una buena carrera, y tendrá una buena vida, y sí, no voy a engañarla, la follaré. La follaré por el coño y por el culo cuando me apetezca, y me correré en su boca, y me meteré sus tetillas en la mía cada vez que me de la gana; y la follarán mis amigos si es que me apetece, como a usted que, al fin y al cabo, no es más que otra de las putas que me sirven. Van a vivir bien, y a todo se acostumbra uno, y usted parece, además, que se acostumbra con facilidad, por que hay que ver cómo mueve el culo cuando se lo tocan. Van a vivir bien y no tendrán queja, por que aquí le va bien a todo el mundo. A cambio, pagarán un precio, por que nada es gratis en esta vida perra, o al menos nada es gratis para la gente de su clase. Así que cuanto antes se haga a la idea, querida zorra mía, antes dejará de sufrir. ¿Comprende?
…
Le he preguntado si me ha entendido, querida, y espero su respuesta.
Sí…
Perfecto, pues vaya a lavarse, que está usted echa unos zorros, y que Andrés le vaya explicando cómo es la casa y lo que esperamos de usted.
Como Mande, don Jaime.
Y, cuando venga Lucía, mándemela usted, que quiero hablar con ella ¿Entiende?
Como mande, señor…
Salió de allí mordiéndose los labios para no llorar, pero no pudo evitar que alguna lágrima dibujara un reguero brillante en sus mejillas. Tenía una sensación turbia y confusa de fatiga y de vergüenza. Agradeció no cruzarse con nadie. Se duchó como en un sueño, acariciándose lentamente con las manos enjabonadas. Una frase resonaba en su cerebro repitiéndose como una letanía: “Usted no es más que otra de las putas”, “Usted no es más que otra de las putas”. Acarició su coño velludo. Lo frotó con la mano enjabonada casi con rabia. Mientras se corría, caída en la bañera, temblando, con el chorro de la ducha golpeándole en la cara, no se sentía ella. En su imaginación, don Jaime follaba a Lucía, que se corría chillando y riendo mientras Andrés la sodomizaba repitiendo “usted no es más que otra de las putas”, “usted no es más que otra de las putas”, “usted no es más que otra de las putas”...