Al servicio de don Jaime 01

La vida es dura, y a veces no hay más remedio que aceptar cualquier trabajo.

Don Jaime de Castro y Valdivia, repasó el vídeo de la entrevista, con un gesto medido, mandó que la hicieran pasar, y fingió repasar su currículo con indiferencia mientras la mujer, evidentemente atemorizada por la exhibición de lujo de la casa, donde entraba por primera vez, atravesaba los veinte metros que separaban la puerta de su despacho, elegantemente decorado con muebles de estilo Luis XV.

  • Buenos días.

  • Buenos días… ¿Carmen, verdad?

  • Sí, así es.

  • Tome asiento, por favor. Creo que ya está informada de las condiciones.

  • Sí, me las han explicado en la agencia.

  • ¿Y está conforme?

Titubeo y sintió que se formaba un nudo en su garganta. Había enviudado meses atrás y se había encontrado en una situación desesperada. Rubén, su difunto esposo, tenía la capacidad de ganar dinero. Era un hombre ambicioso a quien la muerte había sorprendido embarcado en uno más de los proyectos en que empeñaba su patrimonio y su fortuna fluctuante. Su inesperada ausencia la dejaba con la casa hipotecada, pendiente de ejecución, unos exiguos ahorros, apenas suficientes para llegar hasta aquel momento, Lucía en la mejor universidad de la ciudad y sin dinero para pagar el segundo plazo de la matrícula, y sin una fuente de ingresos que le permitiera evitar que sus vidas se vinieran abajo. Aquella oferta de trabajo, a la que concurrió sin demasiada convicción, era la última oportunidad de evitar el desastre, y, sacando fuerzas de la necesidad, había aceptado la extraña cláusula que el empleado de la agencia de selección le había mencionado sin atreverse a mirarla a los ojos y enrojeciéndose hasta los tuétanos: “absoluta disponibilidad sexual”.

  • Sí -respondió con un hilo de voz-.

  • Me dicen que es usted economista…

  • Bueno, estudié Económicas, aunque nunca he ejercido.

  • Y tiene 45 años…

  • Los cumpliré este mes.

  • Ya… ¿Le importa dar un par de vueltas por la habitación?

Se sintió profundamente humillada, pero obedeció sin titubeos. Don Jaime observó atentamente su andar elegante, la excelente apostura de la mujer de cabello negro azabache peinado en un moño austero, un poco anticuado, ligeramente entrada en carnes y vestida con una falda negra, un jerseicito de cachemir gris claro, y una rebeca marengo, todo ello de buena calidad, aunque pasado de moda, de aire provinciano, más bien. Caminaba con gracia sobre unos zapatos de discreto tacón de bailarina. Sonrió al fijarse en el movimiento airoso de su culo bajo la falda estrecha.

  • Bien, bien, bien… Siéntese, siéntese.

Hizo un gesto sin mirarle, y el hombre que permanecía de pie a su espalda colocó frente a ella un contrato, indicándole así que había superado la entrevista.

  • Tendrá que vivir en la casa, claro, puesto que estará a cargo del resto del servicio.

  • Pero…

  • ¿Es un problema?

  • Mi hija…

  • ¡Ah, es cierto! Tiene usted una hija…

  • Está estudiando…

  • Bueno, dispone usted de un apartamento suficiente para instalarse ambas. Incluso podríamos pensar en algún trabajo para ella mientras termina sus estudios, algo que no interfiera en ellos, naturalmente. No necesita preocuparse por ello. Yo me haré cargo de su matrícula y los costes a cambio.

Esforzándose por controlar el temblor de su mano, firmó el documento. Sintió que se le encogía el corazón en el pecho. Cuando hubo acabado de firmar las tres copias, don Jaime estampó sus garabatos y se reclinó ligeramente en su silla mirándola a los ojos. El hombre que se los había puesto delante, al inclinarse a recogerlos, susurró algo a su oído. Don Jaime sonrió al ver el rubor en sus mejillas al sortear la mesa para acercarse. La alfombra era mullida, cómoda para arrodillarse.

  • Si quiere, puede dedicar el resto del día a preparar sus cosas.

Era un hombre atractivo sin estridencias: rubio, delgado, correcto, un poco estirado para su gusto, de piel blanca y modales impecables, que seguía hablándole de usted mientras desabrochaba su cinturón. Olía bien. Cuando caminaba hacia la puerta, apenas media hora antes, que ahora parecían una eternidad, pensó que tendría que superar la repugnancia. Se preguntaba cómo sería.

  • Mañana, ya tranquilamente, se viene usted por la mañana, le da las llaves a Andrés, y él se encarga de mandar a alguien a traer sus cosas y cerrar la casa.

Se sorprendió al darse cuenta de que no le repugnaba. Cuando la tuvo delante, no sintió asco. No había conocido más hombre que su marido y aquello, salvo quizás por ser algo más grande, no difería mucho. La observó un momento: curiosamente recta, muy pálida, con una greca discreta de venas azuladas, no demasiado voluminosas; el capullo de un color rosa fuerte, brillante. Agradeció que careciera de vello. Pensó que eso le hubiera resultado más desagradable.

  • Por hoy me basta con que conozca al resto del servicio y que le explique a grandes rasgos su trabajo, ya habrá tiempo… Ahhhh….

Gimió muy levemente al sentir el contacto de su lengua. Tan suave y elegante cómo todo él, apenas emitió un gemido casi inaudible, como si no quisiera molestarla. Se repantingó discretamente en el asiento dejándose hacer. Carmen recorrió el grueso tronco varias veces arriba y abajo, sin tocarlo con las manos, dibujando líneas húmedas con su lengua antes de introducirse una tras otra, alternativamente, sus pelotas en la boca para acariciarlas. Su polla, que se elevaba en el aire para, al momento, volver a caer sobre su vientre, dejaba una manchita húmeda en las faldas de su camisa blanca impoluta.

  • Nos vamos a entender… muy… bien… Sí… Muy… bien…

Cuando introdujo en la boca su capullo, sintió cómo su respiración se hacía más sonora, más profunda. Sabía hacerlo. Lo metió y lo sacó de su boca varias veces, sin sobrepasarlo, envolviéndolo en los labios, humedeciéndolo para que resbalara con suavidad, antes de dejarlo dentro y aplastarlo con la lengua contra el paladar. Jugó a acariciarlo con ella en el calor de su boca y sintió que le temblaban las piernas. Tenía las manos apoyadas en sus rodillas. No quería usarlas. Sabía que le causaría una mejor impresión.

  • Súbase… súbase… la blusa… por… favor…

Obedeció sin abandonar su trabajo. Mientras lo hacía, hizo bajar su cabeza hasta sentirla en la garganta. Tomó aire, se relajó, y la tragó hasta que sus labios alcanzaron la base en el mismo momento en que desabrochaba el sostén y liberaba sus senos grandes y pálidos.

  • Pre… pre… ciosas…

No le causaba ninguna repugnancia. Olía bien. Evitaba cualquier comentario que pudiera incomodarla. No la tocaba. Aguantó unos segundos antes de sacarla muy despacio y volver a alojar su capullo entre la lengua y el paladar. Temblaba. Un chorrito de baba resbalaba hasta sus pelotas lampiñas y, desde ellas, hasta el pantalón, que yacía arrebujado en sus tobillos.

  • Madre… del amor… hermoso…

Volvió a tragársela entera. A medida que lo hacía, el tránsito se volvía más suave, más fluido. Siempre era peor la primera vez, como si el organismo se destensara al comprobar que no había daño. La tragó y la soltó hasta tres veces seguidas, acariciando el capullo con la lengua cada una de ellas antes de volver a engullirla. Don Jaime gemía. La sorprendió constatar que se humedecía.

  • Andrés… Andrés… haga usted… el favor…

Sin dejar de tragársela, con las manos apoyadas en sus muslos, muy cerca de las ingles, sintió que se colocaba a su espalda y que sus manos subían la falda hasta colocarla delicadamente en su cintura. Notó que le bajaba las bragas blancas de algodón hasta las rodillas.

  • Asíiiiii…

Se deslizó sin esfuerzo haciéndola emitir un gemido ahogado por la polla que, en aquel preciso instante, se alojaba en su garganta. La mantuvo ahí dejando que la hipoxia la marease un poco, cómo si contuviera un gemido que, al fin, cuando ya veía fosfenos destellando en sus ojos humedecidos, estalló antecediendo a una serie de jadeos que no pudo contener cuando la dejó escapar. Don Jaime sonreía mirándola a los ojos entornados.

  • No pare, por favor…

La guió con su mano con mucha delicadeza. Volvió a juguetear con su capullo, a aplastarlo, a presionarlo con la lengua. No podía contener los gemidos que provocaba el continuo y lento balanceo del hombre que la follaba. Sentía su polla penetrándola, empujando suavemente sus nalgas. Inclinándose, comenzó a acariciar sus senos, a pellizcar suavemente sus pezones, que se contrajeron hasta semejar piedrecitas oscuras. Sentía su aliento en el cuello.

  • Mas… deprisa… por favor… Más… deprisa…

Se aceleró el traqueteo. Escuchaba el palmoteo de su pubis en el culo a un ritmo creciente. Mamaba la polla de don Jaime con auténtico entusiasmo. Quería hacerlo. Ajustaba el ritmo con que la tragaba al creciente balanceo que imprimía a su cuerpo el asistente al clavarse en ella una y otra vez. La metía en su garganta y aguantaba hasta conseguir que la pulsión inconsciente la hiciera estrangularla. Gemía cada vez más fuerte, más rápido. Tenía los ojos velados de lágrimas de asfixia, y culeaba temblorosa.

  • Así… asíiii… asíiiiiiiiiii…

Sujetando su cabeza con las manos, la movió hasta que el capullo quedó al alcance de su lengua. Comprendió la situación y, gimiendo ahogadamente, la succionó como si mamara, con fuerza, haciéndole casi chillar, hasta que comenzó a manar en su interior aquella crema densa y templada. Se sintió ir al notarla atravesando su garganta. La bebía golosa, entusiasmada, mientras su cuerpo temblaba y un escalofrío la recorría entera. El asistente llenaba su coño de leche, clavado firmemente en ella y agarrándose con fuerza a sus tetas hasta casi hacerle daño. Le escuchaba jadear junto a su oído. Se corría. Se corría temblando, sintiéndose llenar y temblando en un calambre intermitente.

  • Nos vamos a entender muy bien, Carmen. Estoy seguro de ello.

Una muchacha pecosa, de cabello anaranjado, que debía haber estado viéndolos, esperaba de pie junto a la puerta con tres toallas blancas en las manos. A una señal de don Jaime, se acercó a ellos y proporcionó una de ellas a cada uno de los hombres. Carmen, avergonzada, se dejó limpiar por ella. Frotaba muy delicadamente el rizo suave y mullido en su vulva, todavía sensible e inflamada, causándole un estremecimiento que reprimió, una sensación extraña. Sonreía.

  • Bueno, Carmen, pues lo dicho: conozca a las chicas y váyase a casa a preparar sus cosas. Solo lo más urgente, lo demás se lo traerán. Yo, con su permiso, voy a ir a cambiarme. Hasta mañana.

  • Hasta mañana, don Jaime.

Mientras recomponía su ropa se sintió rara. Nunca hubiera imaginado que fuera capaz de hacer algo como aquello y, sin embargo, no le había dado asco.