Al salir de la guardería (Virginia)

Una escuela infantil es un lugar lleno de oportunidades. ¡Espera!, no, no es lo que crees. Lo siento por los pedófilos, pero no va de niños, sino de sus mamás.

Ya había perdido la esperanza con Virginia. Ella no había vuelto a referirse a mi encargo, y yo no tenía el más leve interés en llevarla a casa uno de los días en que está la asistenta. Llegó el viernes, y me dije que el lunes siguiente probaría suerte de nuevo. Pero no hubo caso.

  • Charlie, que no creas que me he olvidado de lo tuyo. Es que con lo de mi madre he andado muy liada esta semana, pero si te viene bien el lunes, te acompaño después de la cafetería –ofreció, con una de sus cuidadas manos posadas en mi brazo.

Debí poner cara de gilipollas. ¡Tanto darle vueltas, y la chica se ofrecía, precisamente el día adecuado! Reaccioné rápido.

  • El lunes estará muy bien, cielo. Gracias.

¤ ¤ ¤

Y pasó el fin de semana, y llegué el lunes a la guardería con un cosquilleo de anticipación en los bajos, aunque todavía no tenía ni idea de cómo resolver el problema principal. O sea, cómo hacer para bajarle las braguitas a Virginia, una vez nos encontráramos a solas.

  • ¿Vamos, Charlie? –preguntó la chica cuando salimos de la cafetería.

Me volví, y pude ver miradas de complicidad en algunas de las otras, que casi unieron sus cabezas para cuchichear algo que, claramente, tenía que ver con Virginia y conmigo.

  • Esas malas pécoras están pensando lo que no es

Virginia me dirigió una mirada irónica:

  • A lo mejor tienen motivo para pensar mal. ¿No, Charlie?

«¡Glub! ¿Le habrán contado a Virginia…? No, no creo, todas tienen motivos para callar»

  • ¿Sabes? Ayer por la tarde conocí a Ana, tu mujer. Bueno, ya la conocía de vista, de encontrarnos a la hora de recoger a los niños, pero no había tenido ocasión de hablar con ella.

  • ¿Qué impresión te produjo?

  • Ana es una chica preciosa y muy simpática. Eres un tío con suerte, Charlie.

  • Gracias, cielo. Si me permites el piropo, tu marido es también un hombre afortunado.

  • Por cierto, que hasta que hablé con ella de lo de redecorar vuestro salón, tenía la duda de si se trataba solo de un pretexto para que te acompañara a tu casa, pero Ana estaba al tanto de ello, de manera que

Y su rostro era la imagen misma de la malicia al decirlo.

  • ¿Pretexto? ¿Y con que otra finalidad iba yo a quererte llevar a mi casa, si no es para que nos hagas un proyecto? –respondí, con mi mejor cara de niño bueno.

  • Tú sabrás, cariño, ¡jajajajajaja!. No sé si has advertido que tienes a todas las chicas alborotadas

«¡Joder!, ésta sabe algo, por no decir todo»

  • Bueno, no es de extrañar. Soy el único varón sobre la Tierra -bromeé.

¤ ¤ ¤

Durante un buen rato, Virginia se dedicó a tomar medidas y tomar notas en un bloc, haciéndome mil preguntas sobre colores, tipos de muebles, y cosas así. Finalmente convinimos en que, puesto que tenía oportunidad de ver a Ana en las tardes, era mejor que mi mujer le acompañaría al estudio de su marido, donde sería más cómodo que eligiera en los catálogos y muestrarios de tejidos.

  • A mí me enseñas un boceto cuando hayáis terminado las dos, que es la única manera de hacerme idea; soy incapaz de imaginar como quedarían unas cortinas, pongo por caso, solo viendo un retazo del tejido.

Finalmente, Virginia se sentó a mi lado en el sofá.

  • Tenéis una casa preciosa, Charlie. ¿La decoración es obra de Ana o tuya?

  • Más cosa de mi mujer que mía. Pero los dos compartimos la afición a los muebles sencillos, de manera que está a gusto de ambos.

Se puso en pie.

  • ¿Por qué no me enseñas el resto?

Le acompañé en un recorrido por todo el piso. Ella iba haciendo comentarios del estilo de "aquí quedaría precioso un no sé qué" o "¿se os ha ocurrido que poniendo esto aquí y aquello allá, la habitación daría mayor sensación de amplitud?".

  • Oye, Charlie –preguntó en un momento determinado-. He visto varios cuadros con muy buena pinta, originales. ¿De quién son?

  • Este… bueno, es otro de mis hobbies. No soy un maestro, pero me entretengo, y no nos cuesta una fortuna llenar las paredes.

  • ¿Tienes más cuadros?

  • ¡Jajajajaja!, ¿no pensarás hacerme una oferta?

  • Pues sí, estaba pensando precisamente en ello.

  • ¡Venga ya! Solo soy un aficionado, y casi no dispongo de tiempo.

En ese momento llegamos a una de las dos habitaciones vacías, precisamente la que utilizo para pintar. El domingo en la noche había terminado mi último cuadro, que estaba sobre el caballete, cubierto con un lienzo blanco. Virginia se acercó, retiró el paño sin pedirme permiso, y se quedó mirando con un gesto de asombro o no sé qué otra cosa. Pero el caso es que no despegó los labios durante unos minutos. Finalmente, pareció salir del trance.

  • Es hermosísimo, Charlie.

  • ¡Bah, boba!, no exageres.

Pero lo cierto es que estaba superorgulloso de mi obra. Representaba a Ana completamente desnuda, sentada junto a un jarrón lleno de flores rojas. Tenía las dos manos sobre el regazo, ocultando el pubis y, aún en la pintura, su actitud y su rostro irradiaban una especie de serenidad que, indudablemente, era lo que había impresionado a Virginia.

  • ¡Joder, Charlie!, ¿cómo has conseguido esa expresión? Si no tienes título, te sugiero "Mirada Amorosa" o algo así.

Al final iba a creerme que se trataba de algo más que un mero pasatiempo. Aunque una cosa era cierta: a mí también me producía una especie de opresión en el pecho contemplar el rostro que parecía mirarnos desde el lienzo. Virginia parecía dubitativa. Se volvió en mi dirección.

  • Me estaba preguntando si tú… No, nada, olvídalo.

  • Venga, mujer, dilo –le animé.

  • Es que no creo… En fin, ha sido una idea estúpida.

  • Oye, creo que hay la suficiente confianza como para que me digas lo que sea.

Sonrió.

  • Es que imagino que a Ana no le haría demasiado feliz… Verás, por un momento se me ocurrió la loca idea de pedirte que me retrataras desnuda, para regalarle el cuadro a Andrés. Pero es una tontería, no he dicho nada.

Debí abrir la boca dos palmos. Durante unos segundos, quedé sumido en la más completa estupefacción, y me costó trabajo reaccionar.

  • ¿A Ana dices? Pues no sé que opinaría tu marido si un día apareces con una pintura como ésta

  • Si te lo he dicho es porque sé que Andrés no se lo tomaría a mal, sino al contrario. Pero Ana

Después de la impresión, me estaba imaginando a Virginia sin ropa posando para mí, y la imagen mental me causó una erección instantánea.

  • ¿Y si te digo que para Ana tampoco sería un problema?

Ahora fue ella la que expresó en su rostro la sorpresa más absoluta.

  • ¿Quieres decir que a tu mujer no le importaría que me pintaras desnuda?

  • Bueno, tú misma. Mira, esta tarde, cuando coincidas con ella en la guardería, se lo preguntas.

  • ¡Anda ya! –rebatió sonriendo.

Pero luego fue perdiendo el gesto risueño, al advertir que yo no parecía estar bromeando.

  • ¡Lo estás diciendo en serio!

  • Y tan en serio.

No sé si es que me creyó, o que decidió seguirme la corriente, por ver hasta dónde estaba dispuesto a llegar.

  • ¿Y como me pintarías?

Tomé mi bloc de dibujo y un lápiz, me senté en una silla, y comencé a hacer un boceto rápido, sin mucho detalle, mientras ella se inclinaba a verlo por encima de mí, con las dos manos puestas sobre mi hombro, los pechos cosquilleándome la espalda, y su mejilla muy cerca de la mía. El resultado sobre el papel era un somero dibujo de una mujer sentada, con el cabello suelto ocultando uno de sus senos, y una pierna flexionada en alto, mostrando el sexo que representé como una línea apenas definida. Las facciones no estaban marcadas, sino que boca, nariz y ojos eran únicamente unos trazos sin detalle.

  • Me pasa como a ti con el tejido, ¡jajajajaja! Que no puedo hacerme una idea de cómo quedaría.

La boca se me secó instantáneamente.

  • Podría completar tus rasgos, pero el resto solo puedo imaginarlo

La chica miró a un lado y otro, como buscando algo.

  • ¿Dónde puedo dejar la ropa?

No podía hablar. Tenía una especie de bola en la garganta que me impedía articular palabra. Me limité a señalar el ropero vacío que había tras de ella con la mano.

  • Te dejo unos minutos para que… -pude articular al fin.

  • ¡No seas bobo! –me interrumpió-. En serio, no me importa, quédate.

Llevaba un traje sastre con chaqueta corta entallada y pantalón ajustado de color gris con una fina línea blanca, que resaltaba la perfección de sus largos piernas. Debajo solo podía ver un triángulo de lo que parecía una blusa de seda, cerrado hasta el cuello.

Se despojó de la parte superior, y me quedé viendo chiribitas. La blusa no tenía espalda ni mangas. Obviamente, bajo "aquello" no casaba un sujetador, y no lo había: por el costado que me quedaba visible, la "blusa" estaba lo suficientemente ahuecada como para permitirme contemplar la totalidad de uno de sus tiesos pechos. Me sentí morir. Más, cuando me dirigió una sonrisa absolutamente tranquila, como si fuera cosa de todos los días quitarse la ropa delante de mí.

Descorrió la cremallera de su cadera izquierda. Por la abertura pude distinguir la estrecha tira de la cinturilla de un tanga de color rosa, mientras ella tomaba asiento en una especie de escabel frente a mí, único otro mueble que había en la habitación. Se inclinó para descalzarse los zapatos de tacón negros, y luego se puso de nuevo en pie y se quitó el pantalón, que plegó cuidadosamente, colgándolo en una percha del ropero, como había hecho antes con la chaqueta.

Si hacías abstracción de la fina cinta en su cintura, por detrás no parecía llevar nada. Se volvió, y por la parte delantera, la prenda íntima tenía la forma de una especie de "v", cuyo vértice superior terminaba en la mitad de su pubis, que no presentaba el más ligero asomo de vello.

Dirigió las dos manos a su nuca, y sus senos abultaron la prenda superior, marcando perfectamente sus pezones erectos. Desabrochó los botones que mantenían la prenda sujeta en la parte posterior de su cuello, y luego mantuvo la tela sujeta sobre sus pechos, con una sonrisa coqueta.

Apartó el brazo, y dejó que la parte delantera de su blusa descendiera. ¡Qué maravilla de senos! Altos y juntos, con unas pequeñas aréolas oscuras, que parecían enmarcar las tiesas puntas que se erguían en su centro. Finalmente la sacó por su cabeza, y la depositó sobre el cercano asiento. Luego tomó con las dos manos la cinturilla de sus braguitas, y las hizo deslizar despacio por sus piernas, extrajo los dos pies, y la colocó sobre la seda blanca.

Mantenía la sonrisa, mientras llevaba sus manos a la nuca, y deshacía el rodete que sujetaba sus cabellos castaños. Los dejó caer, como una cascada que cubrió en parte uno de sus pechos, y luego se quedó quieta, mostrándome su esplendida desnudez de estatua griega, con la misma tranquilidad que si aquel cuerpo perfecto fuera efectivamente mármol, no carne y sangre ardientes.

  • ¿Dónde me pongo?

A duras penas conseguí salir de mi parálisis. Me acerqué a ella, y coloqué mi asiento frente a la luz que entraba a raudales por la ventana.

  • Ven, siéntate aquí –le indiqué.

Lo hizo, y adoptó la misma posición de mi boceto. Yo seguía maravillado por la naturalidad con que la chica me estaba mostrando su sexo lampiño, sin pudores ni inhibiciones de ninguna clase.

Me acerqué, y terminé de cubrir uno de sus pechos con los cabellos. No fue intencionado, pero rocé el pezón con el dorso de la mano, y sentí una especie de hormigueo que me recorría desde el punto del contacto hasta mis hinchados testículos. No quise comprobarlo, pero mi erección debía ser a estas alturas evidente.

Me costó un gran esfuerzo controlar el temblor de mis manos. El lápiz se deslizaba sobre el papel como provisto de vida propia, captando la silueta de la hermosa mujer que me sonreía desde su lugar, inmóvil como la estatua de que hablaba. Finalmente, el trabajo estuvo terminado, y me recreé en su contemplación unos segundos.

  • ¿Cómo ha quedado? –preguntó, poniéndose en pie y dirigiéndose hacia mí.

Le mostré el resultado. Se quedó muda, con los ojos muy abiertos. Al fin consiguió reaccionar:

  • Es muy hermoso, Charlie.

Su admiración parecía genuina, y me dije que había de ser entonces o nunca.

Pasé un brazo en torno a su cintura, la atraje contra mí, y me miré en sus ojos oscuros, en los que había chispitas como pequeñas estrellas. Me incliné muy lentamente, y rocé suavemente sus labios llenos con los míos. Cerró los ojos, y entreabrió la boca. Cubrí entonces de pequeños besos las comisuras, sus párpados, y las aletas de su nariz que temblaban con el ritmo de su acelerada respiración.

Una de sus manos se posó en mi nuca, y nos entregamos a un beso ardiente, con las bocas abiertas intentando llenarse del aliento del otro, y las lenguas degustando la otra saliva como si se tratara del más preciado licor.

Se apartó ligeramente, jadeante. Sus senos se elevaban y descendían con el ritmo con que aspiraba y exhalaba el aire que parecía faltarle, como me estaba sucediendo a mí. Comencé a desnudarme muy despacio, y sentía mientras lo hacía su mirada de fuego recorriendo cada centímetro cuadrado de mi piel que quedaba al descubierto.

Al fin quedé ante ella, tan desnudos ambos como Adán y Eva en el díptico de Durero, pero nosotros no queríamos ocultar nuestro sexo sino que, por el contrario, deseábamos que los ojos del otro disfrutaran con su contemplación.

Abrí los brazos y Virginia se refugió en ellos, uniendo nuevamente sus labios a los míos, y sus brazos me estrecharon aún más íntimamente contra su cuerpo. No precisamos de palabras. En un momento determinado le tomé de una mano, conduciéndola hasta el cercano dormitorio.

Se tendió sobre el lecho, mirándome anhelante, mientras yo me ubicaba a su costado, y cubría de besos toda aquella piel que era al tiempo quemadura y bálsamo en mis labios.

El deseo fue creciendo en ambos hasta hacerse insoportable. La atraje hacia mí, y ella se arrodilló oprimiendo mis costados entre sus muslos. Mi pene apenas necesitó de la ayuda de una mano para encontrar el camino hacia su interior. Nos quedamos muy quietos durante muchos segundos, disfrutando de la sensación. Después nuestras bocas se unieron de nuevo, y los besos comenzaron a expresar la urgencia cada vez mayor que sentíamos de consumar la unión de nuestros cuerpos.

Su cintura onduló como las ondas del mar, sin que sus pechos perdieran por ello el contacto con mi piel, ni los labios cesaran de expresar sin palabras la emoción que nos embargaba.

Fue acelerando su ritmo, al mismo tiempo que yo, que me encontraba al mismo límite de mi deseo; nuestros movimientos se sincronizaron en esa danza eterna que se renueva cada vez entre los amantes.

No fue una explosión, sino un crescendo de placer que nos invadió al unísono. Fue como la ola que, según se acerca a la playa, va incrementando su tamaño y su velocidad. Ambos dejamos oír nuestros gritos exaltados entre las bocas unidas, cuando la cresta alcanzó su máxima altura, y luego, muy poco a poco, fue convirtiéndose en la mansa ondulación que va a morir a la arena.

¤ ¤ ¤

  • Oye Charlie, ahora en serio, que no quiero ser causa de que tengas un problema con Ana. ¿Decías de verdad que puedo hablarle de mi retrato?

Le besé suavemente los labios, cuyo maquillaje acababa de retocar, después de que ambos nos vistiéramos de nuevo.

  • Claro que sí, cielo.

Se quedó mirándome con una expresión indefinible.

  • ¿Qué clase de relación tenéis, para que ella acepte tranquilamente que otra mujer se quite la ropa ante ti?

No podía decírselo. Aunque

  • Mmmmm, tendría que devolverte la pregunta. ¿Cómo es que puedes entregarle a Andrés como regalo un retrato en el que apareces completamente desnuda?

Pareció ir a decir algo, pero luego se arrepintió. Me besó suavemente, y se dirigió a la puerta.

¤ ¤ ¤

Dos días más tarde, cuando sonó el despertador, el beso de Ana y el estuche con un reloj que me entregó, me recordaron que era mi cumpleaños. Lo había olvidado por completo.

  • ¿No puedes llamar a la oficina, y decir que estás enferma o algo? –le pregunté.

  • Lo siento, cariño, no es posible –respondió con un mohín compungido.

  • Pero es que no nos vamos a ver en todo el día –protesté.

  • Hagamos una cosa: a ti te quedan días de "asuntos propios"; llama a tu jefe, y dile que te ha surgido un tema urgente, lo que se te ocurra, me vas a buscar a la oficina, comemos juntos, y después vamos a buscar a Fedra a la guardería tomados de la mano, como al principio.

  • Y después… ¿solo habrá un reloj de regalo?

Al principio no entendió la indirecta, pero enseguida cayó en la cuenta de lo que yo estaba insinuando:

  • Y, ¿qué más quieres? ¡Ah!, ¡jajajajajaja! Por supuesto. Mira por dónde, hoy estoy muy calentita precisamente, de manera que prepárate, que no me conformaré con menos de tres

Y se fue riendo hacia el baño.

¤ ¤ ¤

Algo sucedía, y yo no era capaz de imaginar por qué las chicas parecían aquel día comportarse de un modo extraño. Había miradas dirigidas a mí rápidamente desviadas, cuando la interesada advertía que yo me había dado cuenta.

Por fin, todos los niños quedaron en manos de las cuidadoras, y las seis mujeres formaron un corrillo al que me uní.

  • ¿Qué os pasa hoy, chicas?

  • Nada, Charlie –respondió Eva apartando la vista-. Solo que no podré ir a desayunar con "vosotras" hoy.

  • Yo tampoco tengo tiempo –terció Lucía-. Tengo que hacer una gestión en el Banco.

  • Pues vaya día –se quejó Virginia con un gesto mitad risueño que contribuyó aún más a aumentar mi extrañeza-, yo tampoco puedo. Bueno, quedáis tres

  • Me temo que no, Tere. Tengo que acompañar a Sofi a comprar unos zapatitos para Alfredo, que su marido la ha dejado hoy sin coche.

  • ¿Seréis capaces de dejarme solo? –pregunté en tono falsamente ofendido.

  • ¡Jajajajaja!, no te preocupes, que enseguida estarás muy bien acompañado –replicó enigmáticamente Marta.

Y así me dejaron. No me apetecía el café sin las chicas, de manera que pensé que mejor lo tomaba en casa. Compré pan recién hecho y la prensa, y me dirigí a mi auto.

¤ ¤ ¤

Me extrañó no escuchar el canturreo de la asistenta, incapaz de trabajar sin tararear alguna canción de moda. No estaba en la cocina, y pensé que igual se había quedado sin voz, lo que no me vendría nada mal, al menos durante unos días.

La puerta que comunicaba el pasillo con el salón estaba cerrada, cosa extraña estando por allí la limpiadora, que lo primero que hacía era abrir de par en par ventanas y puertas, aún en pleno invierno. Me encogí de hombros, giré el pomo y entré.

  • ¡¡¡¡Sorpresaaaaaaa!!!! –exclamaron al unísono las siete mujeres.

Me quedé parado en la misma entrada, sin acertar a reaccionar. Alrededor de la mesa del comedor, Ana y mis seis chicas aplaudían sonrientes.

  • Pero… ¿no dijiste que no podías pedir el día libre? –balbuceé en dirección a mi mujer.

  • Y es cierto, pero le dije a mi jefe que llegaría más tarde.

  • ¿Y esto? –pregunté.

  • Nos pusimos de acuerdo con Ana ayer por la tarde –explicó Eva-. Bueno, en realidad fue ella la que nos pidió que montáramos la pequeña comedia de antes, y que nos viniéramos a tu casa después de la guardería sin decirte nada.

  • Pues ha sido una sorpresa muy agradable, chicas, me encanta.

  • ¿No nos vas a dar un beso? –pidió Marta.

  • Claro cielo, ven acá.

Las chicas me rodearon, y me cubrieron de besos riendo y bromeando.

  • Tenemos un regalo para ti… Pero tienes que probártelo –Lucía se acercaba con un gran envoltorio en la mano.

  • ¿Qué es? –pregunté intrigado.

  • Algo que te vendrá muy bien en tu trabajo, ¡jajajajaja! –respondió Marta.

Lo desenvolví. Un delantal con la inscripción "Yo llevo los pantalones… pero no se notan". Me eché a reír de buena gana, y me lo puse, en el momento en que hacía su entrada Virginia portando una tarta de cumpleaños, con un montón de velas encendidas.

  • Tienes que pedir un deseo… -gritó Sofi.

  • ¡Déjate de deseos y vainas, y sopla ya las velas, que tengo hambre! –bromeó Eva.

  • ¡¡¡Cumpleaños feliz...!!! El coro de voces femeninas no me ahorró nada de la estúpida canción, incluidos los absurdos aplausos finales. Después, repartí el dulce, y se generalizó la conversación. Solo Ana y Virginia se mantenían como apartadas del bullicio, con una semisonrisa en sus preciosos rostros.

Lucía me extendió la mano, en la que había un pequeño estuche de joyería. Lo abrí entre las bromas y los palmoteos de las demás: un juego de gemelos de plata.

  • Yo… es que, bueno, quería hacerte un regalo personal, Charlie.

Le besé suavemente los labios, entre la expectación silenciosa de las demás.

  • No tenías por qué, pero me encanta. Gracias, cariño.

¤ ¤ ¤

  • ¡Uf!, creí que no se iban nunca… suspiró Ana.

  • Deja, cielo, vete si tienes prisa, que ya recogeré yo todo este desastre –le ofrecí-. Por cierto, ¿qué ha sido de la asistenta?

  • Le di el día libre. No quería tener que explicarle todo esto.

  • Bueno, explícamelo a mí al menos, porque solo me has contado una parte.

  • Pues anteayer por la tarde, Virginia y yo nos fuimos después de la guardería a merendar juntas, para hablar de la decoración del salón, ¡jajajajajaja!, por lo menos esa fue su excusa. Le estuvo dando vueltas y más vueltas, pero al final me contó lo de tu ofrecimiento de retratarla desnuda.

  • ¡Calla!, que pasé un apuro tremendo. A pesar de las seguridades de Charlie, temía que me hicieras una escena –replicó la aludida.

  • Te perdiste lo mejor, Charlie –continuó Ana-. ¡Si vieras la cara que puso Virginia cuando le expliqué que estaba al tanto de tus encuentros con las chicas, porque tú mismo me los contabas por la noche!...

  • Es que no es para menos… Por cierto, y ya que hablamos de ello. Que sepas que todas saben que no han sido las únicas en ser objeto de, digamos, tus atenciones.

Me puse pálido.

  • ¡No fastidies, Virginia!

  • ¡Jajajajaja!, mira que cara, Ana. La verdad es que hasta el final de la semana pasada todas hacían insinuaciones y demás, pero la cosa quedaba ahí. Bueno, todas menos Lucía que no decía nada, ya la conoces. Eva fue la primera en contárselo a Sofía pidiéndole que guardara el secreto. A Sofi, obviamente le faltó tiempo para llamar a Marta, que a su vez se puso en contacto con Eva y le explicó vuestro trío. Luego las tres se dedicaron a tirarle de la lengua a Lucía, que terminó por confesar de plano, y no sé quién fue la que le aplicó el "tercer grado" a Teresa, pero el hecho es que todas están al cabo de la calle. A la que no creyeron fue a mí, cuando les dije que yo no… De ahí las bromas de la otra mañana, cuando nos vieron venir hacia vuestra casa.

  • Por cierto, Charlie, no hagas planes para el domingo –intervino mi mujer-. Virginia y yo hemos quedado en dejar a los niños con nuestras respectivas madres, y comer los cuatro en casa de ellos. Luego, cuando terminemos, vosotros os venís aquí a comenzar con el retrato, y yo me quedaré haciéndole compañía a Andrés, y así no os molestamos.

  • Ni nosotros a Andrés y a ti, dilo… -añadí.

Virginia había estado jugueteando todo el rato con el estuche de los gemelos de Lucy. De pronto frunció el ceño, hurgó en él, y terminó extrayendo un papelito doblado. Se echó a reír y se lo mostró a Ana, que sonrió de oreja a oreja. Luego me lo tendió:

"El lunes sale otra vez mi hermana de viaje. ¿Nos vemos a las 10:30?".

Me senté, abrumado, mientras las chicas se mondaban de risa. A partir de ahora, cada dos por tres habría una casa en venta, o lo del canario de la hermana de Lucy, o las otras dos querrían que les diera clase de Informática. Luego, por las noches, Ana no me perdonaría al menos uno. Y los fines de semana, maratón con Virginia. Claro que al menos después descansaría, porque mi mujer supongo que volvería bien servida por Andrés.

  • ¡Jajajajaja!, vas a tener que hacerle tortillas de Viagra a tu marido –bromeó Virginia.

  • ¡Arggggg, tortillas no, por favor! –gemí, pensando en Sofía y Marta.

F I N