Al pie de un alcornoque

Viaje romántico erótico a un mundo de sentidos.

AL PIE DE UN ALCORNOQUE

Recuerdo aquel día que ella me había pedido que la llevara en coche a dar un paseo por las montañas del interior de Lugo. Era una todavía cálida y soleada mañana de primeros de Otoño. Conducía por una solitaria carretera flanqueada por un verde bosque de castaños y robles. Brillaba el sol. Charlábamos y reíamos de mil cosas mientras yo conducía y ella iba cómodamente sentada en el asiento de al lado. Llevaba una falda de colores y una blusa blanca con los botones de arriba desabrochados de forma que desde mi posición detrás del volante, al mirarla podía ver el inicio de sus pechos cubiertos por un sujetador blanco, al tiempo que sus piernas quedaban al descubierto hasta la mitad de los muslos. Eran unas preciosas y morenas piernas entreabiertas y, aunque no las veía, podía imaginarme el triangulo formado por sus bragas, que yo imaginaba blancas, abrigando su sugerente sexo.

Cuando llevábamos un largo rato de carretera, puso su mano encima de mi pierna.

¬¬—Cuando puedas para. Tengo que hacer pipí —me dijo.

—Vale. Yo también —respondí.

Continuamos en silencio, hasta que encontré un recodo en la carretera y paré el coche sobre el arcén. Nos bajamos y nos adentramos en el bosque para buscar un lugar discreto para aliviar nuestra vejiga sin que nadie nos viera desde la carretera. Al adentrarnos entre aquella inmensa arboleda oímos el ruido del agua de un arroyo.

—Parece que hay un río cerca. Vamos a verlo —sugirió.

Caminamos durante unos centenares de metros y llegamos a una pequeña explanada cubierta de hierba verde y centenarios alconornoques, que extendían sus inmensas ramas sobre un arroyo de agua cristalina. Era un sitio precioso y solitario donde nadie podía vernos.

Ella caminaba unos pasos delante de mí. Al llegar al lado de uno de los alcornoques de inmenso y, seguramente, centenario tronco, se paró; se volvió hacia mí y, sin darme tiempo a decir nada, se llevó las manos a la falda y mirándome a los ojos se las subió al mismo tiempo que se bajabas las bragas, eran blancas también, cómo había imaginado.

—Aquí mismo, no aguanto más —dijo sonriente y sin dejar de mirarme.

Por un brevísimo momento pude ver sus torneadas piernas hasta la ingle donde una hermosa mata de vello negro cubría tu sexo. Aquella brevísima visión me excitó, al tiempo que me quedé perplejo de que se pusiese a mear delante de mí. Para no parecer que me había quedado cortado yo me baje la cremallera, me saqué el pene, me gire hacia un lado y me puse a aliviar también mi vejiga.

Cuando estaba terminando, sin darme cuenta que ella ya lo había hecho y se había subido las bragas, me sobresalté al notar que su cuerpo se pegaba a mi espalda y con una mano tomaba mi miembro y empezaba a masajearlo. Yo me quedé inmóvil dejándola hacer, estaba duro y agradecía aquella caricia Eché los dos brazos hacia atrás agarrándola por las nalgas y apretándola contra mi cuerpo. Ella seguía masajeando mi erecto pene y un placer intenso embargaba todo mi cuerpo.

Cuando noté que corría peligro de eyacular, aparté su mano, me giré hacia ella buscando su boca. Nos fundimos en un profundo beso y nuestras lenguas se entrelazaban la una con la otra mientras con las manos recorríamos ansiosos nuestros cuerpos palpando nuestra febril pasión.

La empujé suavemente hasta que quedó recostada sobre el tronco del alcornoque, sin dejar de besarnos. Yo desabroché su blusa y sus sujetadores, dejando los pechos libres al aire. Ella desabrochó mi cinturón y bajó la cremallera de mi pantalón, de un tirón me los bajo junto con el bóxer hasta que cayeron sobre mis tobillos. De nuevo, se apoderó de mi miembro, erecto y duro con el alcornoque que nos cobijaba.

Metí las manos debajo de su falda y, mientras iba bajando con mi boca besando tus pezones y su vientre, deslicé sus bragas sobre los muslos y las torneadas piernas hasta los tobillos y, alzando sus pies alternativamente, la desprendí de ellas, que quedaron arrugadas sobre la hierba verde del prado. Metí mi cabeza entre sus piernas y subí mordiendo y lamiendo con los labios y la lengua el interior de sus muslos, al tiempo que ella las separaba y flexionaba en una clara invitación a que continuara mi ascenso hasta el negro volcán que aparecía en su vértice. Cuando llegué, posó una de sus piernas sobre mi hombro y el ardiente cráter de su volcán quedó accesible a mi boca y a mi lengua. Sacié mi sed en la fuente de su clítoris e introduje mi trenzada lengua entre la ardiente lava del volcán.

Sin prisas, me deleité como si aquel volcán fuese el paraíso del Edén.

De repente me hizo parar.

—Para, que si no me corro —me dijo.

“Era lo que pretendía”, pensé. De todos modos, sus deseos eran ordenes, y abandoné el paraíso.

Me pidió que me incorporara y, agarrando con ambas manos por los hombros, me giró de forma brusca hasta que mi espalda quedó apoyada sobre el tronco del alcornoque, en un rápido y prometedor cambio de posiciones. En un momento se desnudó por completo, me quitó el pantalón y los calzoncillos y casi arranca mi camisa. Quedamos los dos desnudos, apoyados contra aquel inmenso árbol, los pies descalzos sobre la hierba verde y escuchando el sonido del agua del riachuelo. Solo aquella sensación de estar desnudos y expuestos en medio de la Naturaleza, fue suficiente para que perdiéramos toda noción de recato, nos sentimos criaturas salvajes en medio de la Naturaleza.

Su boca se deslizó frenéticamente por mi pecho con el objetivo de saciar su deseo, culla dimensión solo ella conocía; sorbió de mis pezones secos y recorrió despacio mi vientre hasta encontrarse con mi tersa masculinidad, la contempló entre sus las manos y la acarició, con tanta delicadeza como si fuese un capullo de rosa. Saciada su curiosidad, la dirigió a sus labios y la atrapó en el interior de su boca. Succionó, alternando ritmo y presión, volviendo, de cuando en cuando, a liberar el sonrosado prepucio para acariciarlo con la punta de la lengua y elevando los ojos hacia los míos en una lasciva mirada, mientras sus manos recorrían mis testículos y el camino que conduce a la parte oscura. Creí morir de gozo. Intenté acariciarla con mis manos, pero solo alcanzaba a coger su pelo y tirar suavemente de él.

Tenía nublada la vista del inmensurable deleite que su atrevimiento me regalaba, hasta que noté que algo iba a estallar en mi oculto volcán buscando el diminuto cráter por donde liberar mi furor. En ese momento casi le grite: ¡déjalo!, ¡que me corro! Y, con un gesto un tanto brusco me batí en retirada del abrigo de sus labios. La tomé por debajo de los brazos y la incorporé para toparnos con las bocas jadeantes, cual pez fuera del agua, y nuestras lenguas ansiosas de saborearse. Nos besamos, como si se nos escapara la vida, mientras mi pene húmedo de lluvia propia y de saliva regalada mojaba su vientre.

Volví a colocarla recostada de espaldas al tronco. Tomé una de sus piernas y la subí a la altura de mi cintura y así, dispuesta y expedita, me deslicé entre la fluida lava de su volcán hasta topar con el mismo centro de la tierra. Torsioné mi espalda todo lo que pude hasta alcanzar a apresar uno de sus pezones en mi boca.

Engullí el pezón y parte del pecho en la boca, lo saboreaba con avidez, al tiempo que mi lengua daba vueltas a su alrededor, cual tiovivo descontrolado. Mi hombría entraba y salía de su cálida cueva con fuerza en un rápido vaivén. Ella clavaba sus uñas en mi espalda mientras gemía poseída por el dios del placer, hasta que llegó un momento en que todo su cuerpo se estremeció y noté como hervía el interior de su volcán atrapándome en una explosión de cálida lava. Afloje el ritmo, para no sucumbir al mismo destino, para que su placer fuese más lento y se alargara en el tiempo, mientras recorría todo su cuerpo.

Después de unos segundos o minutos, habíamos perdido la noción del tiempo, me dijo: ya estoy. Te toca darme el elixir de la vida.

En la locura del frenesí opté por dar rienda suelta a mis deseos. Abandoné su cálido cráter y la invité a darse la vuelta. Se volteó complacida de ofrecerme su voluptuosidad posterior y, apoyando sus manos en el tronco, separó las piernas y se ofreció ansiosa a la espera de mi nueva incursión en la ardiente lava de su volcán. Me agarré a sus nalgas con fuerza, sabiendo que en aquella incursión ambos nos íbamos a fundir en uno solo. No fueron necesarios muchos invites de ir y venir para que ambos explosionáramos a la vez fundiéndonos, mezclándonos en la ardiente lava del mismo volcán. Ambos gritamos al unísono, abrasados en nuestra propia pasión.

Quedamos inmóviles unos momentos, mientras mi hombría y su feminidad se acompasaban en los últimos espasmos para fundir las ultimas gotas del elixir de nuestra pasión. Cuando por fin nos salimos el uno del otro, nos volteamos a mirarnos a los ojos ella se incorporo y nos abrazamos uniendo nuestras bocas en una interminable y tierno besos. Mientras, por sus muslos se deslizaba un pequeño río de aún candente lava.

Nos tumbamos sobre la hierba verde y la hojarasca. Cercano se escuchaba el rumor de las aguas del río. Nos besamos, una y otra vez, en los labios y los ojos, sin dejar que nuestros cuerpos se separaran de aquel abrazo hasta que el reloj de nuestros cuerpos nos señaló que era la hora de reponer fuerzas. Nos vestimos sin dejar de mirarnos a los ojos y darnos tiernos besos entre cómplices sonrisas.

Regresamos al coche y reemprendimos nuestro camino hacia un destino desconocido, pero diferente del que habíamos planeado aquella mañana antes de partir.