Al otro lado de mi ventana (II)
Esta es la segunda vez que me vi con mi vecino, y un amigo suyo.
Pasó el tiempo sin verlo. Ni en la ventana, ni por la escalera, y no verlo quería decir soñarlo, pensar en él, olerlo, sentir sus manos y todo su tacto sobre mí, palpándome, sintiéndolo, doliéndome por no verlo. Cada mañana despertaba humedecida, agitado mi dedo en mi sexo agotado, pero solo, inmensamente solo. Me despertaba casada de necesitarlo sin saber dónde buscarlo, y sabiendo que no debía hacerlo. Pero yo sólo pensaba en él.
Hasta que un día, no se cuanto había pasado desde aquella primera vez, me lo encontré en el ascensor. Todos mis resortes se pusieron en funcionamiento, mis recuerdos, mi rubor.
Cuanto tiempo sin verle.
Te he echado de menos. me dijo.
Y yo no sé si le respondí o si sólo me quedé mirando al suelo, temiendo alzar la vista hacia su mirada que me traspasaba. Recuerdo que le pregunté dónde había estado en todo ese tiempo en que la distancia se me había hecho eterna, tanto tiempo sin verlo. De vacaciones, me dijo.
¡Podía haberme avisado!
Recuerdo que grité casi ofendida, con aquella ira incontrolable que me producía el deseo.
Pensé que se había olvidado de mí continué diciéndole.
Él sonrió, creo que satisfecho.
Exigente, demasiado exigente, y sabes que no me gusta que lo seas.
Me dijo que me había traído un regalo, que por la noche pasara recogerlo.
A las nueve, y sin cenar.
¿Y qué digo en casa?
Vas con unas amigas, o... ¿no vas nunca con amigas?
Y antes que el ascensor abriera sus puertas metálicas me susurró al oído que hasta la noche y me estremecí.
En casa iban a cenar cuando de pronto me hice la sorprendida con un gesto que había ensayado toda la tarde.
¡He quedado con Laura!
No sé si se lo creyeron pero me pusieron una cara de enojo, de siempre estás en la calle y casi nunca en casa. Pensé que no me iban a dejar salir, así que lo hice sin demora porque sabía el riesgo que corría si tardaba mucho en irme.
Llevo llave, podéis acostaros.
Era verano, eso sí lo recuerdo bien, hacía poco que teníamos las vacaciones escolares y el ambiente era más distendido y permisivo que si mi salida hubiera tenido lugar invierno, o durante los exámenes o si quizás hubiera suspendido.
Cerré la puerta tras de mi con precipitación, con una prisa que no podía controlar y llamé al timbre de mi vecino. Tardó en abrir y pensé que quizás ya no estaba y en aquellos pocos minutos me pasó todo por mi mente, la primera vez que lo vi en la ventana, sus jadeos, los míos, y todo mezclado con el miedo intenso a que alguien pasara por la escalera y me viera esperar delante de aquella puerta.
Finalmente me abrió. Llevaba traje y corbata, nunca lo había visto así. Le dije que si marchaba, que no, me dijo, me estaba esperando. Me hizo pasar al comedor que estaba dispuesto para cenar.
¿Te extraña, verdad?
Sí le dije algo vergonzosa.
Mira, antes de empezar a cenar, cámbiate, por favor, esa camisa que llevas no me inspira nada. Y sacó un paquete, lo abrí y había una camiseta pequeña, negra, con unos tirantes estrechísimos y unos pantalones largos, negros, que también me parecieron pequeños.
Esto no me viene.
Pues te tiene que venir y, además si ropa interior, no quiero molestias.
Pasa a la habitación y te pones estas dos piezas, y no discutas más, por favor.
Así lo hice, pasé a una habitación en donde nunca había entrado, una habitación pequeña, con una cama individual, una mesita de noche y una ventana abierta de par en par que daba a la calle. Dejé mi ropa sobre una silla y me puse aquella camiseta estrecha que me apretaba, que me comprimía mis pechos, la espalda, el cuerpo entero hasta anudarme la respiración. Y también aquellos pantalones que me abrían el sexo en dos, como un pequeño limón cortado. Sonrió al verme.
Tenías razón, te aprieta bastante, me gusta así.
Y nos sentamos a la mesa, yo juntando las piernas, encorvándome hacía adelante, ocultando mis pechos que empezaban a quemar.
Y no sé ni de donde ni como fue, que apareció un camarero de edad parecida a la de mi vecino, con una bandeja en la mano y que empezó a servirnos la cena. Comí poco y no sabía qué decir porque mi sonrojo, mi nerviosismo, mi inseguridad, me impedían hasta mover la boca para hablar. Aquel camarero de aspecto rojizo me miraba, miraba aquella camiseta negra de tirantes, mi cuerpo encorvado, mi rostro marcado de vergüenza.
Tampoco sé cuanto duró toda aquella comedia, aquella cena de aire ritual, lenta, rigurosa, sin palabras.
Únicamente recuerdo los bombones de chocolate que aquel hombre nos sirvió al final, se me deshicieron en la boca mezclándose con el calor del ambiente, con mi lengua.
Finalmente mi vecino me dijo que si no tenía ganas de ver el regalo que me había traído.
Sí, claro.
Me hizo entrar en la habitación donde me había cambiado y me ordenó que me esperara sentada en la silla. Así lo hice. Y al poco entró el camarero que nos había servido la mesa. El hombre retiró la colcha de la cama y me pidió que me sentara en ella. Él fue a la silla y también se sentó como si los dos esperásemos. Al poco entró mi vecino con una caja pequeña. Se quedó mirando el camarero y le dijo en un tono que me pareció poco cortés que si aún no había empezado.
Venga hombre, que es para hoy.
Perdona, prefería esperarte.
El camarero se levantó cediendo el sitio a mi vecino que puso la caja en su regazo. El camarero se me acercó, yo me retiré instintivamente hacia detrás hasta que la voz de mi vecino me dijo que me estuviera quieta que su amigo sólo me iba a ayudar.
Me bajó los tirantes de aquella camiseta estrecha, me hizo sacar los brazos, después me la bajo por debajo de los pechos que tenían el aire de dos melocotones suaves, de formas redondas, con los pezones que revivían en una situación que para ellos era bien nueva. El hombre se quedó mirando mis pechos, tocándome los hombros, casi sin atreverse a bajar sus manos. Cuando lo hizo cerré los ojos un momento intentando tranquilizarme y dejar de temblar. Los abrí al poco, cuando sus manos me los amasaban y él se había sentado a mi lado y poco a poco me bajaba las manos arrastrando con ellas la camiseta hacia abajo. Me hizo levantarme, le obedecí, acabó por bajarme la camiseta, la dejó en el suelo, a un lado. Y me quedé de pie, delante de él, dando la espalda a mi vecino. Aquel hombre se veía desencajado, absorto en mi cuerpo, en mis pechos que temblaban, en mí. Poco a poco desbrochó mi pantalón, con dificultad, me iba muy estrecho. Empezó a bajarlo y lo dejó a la altura de mis muslos mirándome el sexo que también temblaba delante de aquellos ojos. Me lo besó, me besó el vello en un beso tan suave que casi no sentí. Y después otro beso más profundo, más largo, que me fue despertando el deseo y noté su lengua que me abría mientras él sujetaba mis pantalones y yo no sabía que hacer con las manos, las puse hacia detrás, esperando, retorciéndolas mientras aquel hombre hacía renacer mi sexo con su lengua. Poco a poco fue bajándome los pantalones hasta que me los quitó definitivamente y los dejó caer en un rincón de aquella habitación estrecha.
Anochecía, casi estábamos sin luz, con la ventana abierta. El hombre me estiró en la cama, de espaldas. Una de sus rodillas me impedía cerrar las piernas. Se empezó a desatar los pantalones, su correa, los botones, la cremallera. Se quitó los pantalones y el slip y los abandonó en el suelo. Abrió sus piernas con mi cuerpo bajo él y me acercó su miembro duro y turgente a mi boca, me lo metió con una dureza que me pareció fogosa, con rapidez y no me hablaba, solo me miraba. La voz de mi vecino rompió aquel silencio.
Hazlo como te he enseñado.
Me lo decía a mí y así lo hice. Pasé los labios por toda aquella rugosidad que crecía en mi boca, descomunalmente, inmensa y que me aterraba, pero que me llenaba como a veces llenas las cosas inexplicables. Se agitaba, se movía encima de mí y depositó sus manos en mis pechos tiernos pero arrogantes, erizados, de pezones puntiagudos. Lo sentí jadear, gritar, me dijo zorra, zorrita, muévete y yo lo hice arañando las sábanas, hasta que finalmente su semen blanco se me escapó de la boca, y la giré porque no podía más. Me limpió con sus manos, me besó el sexo húmedo, me quedé exhausta.
El hombre bajó de la cama y le comentó a mi vecino algo así como es buena, tenías razón. Me incorporé, acabé de limpiar las comisuras de los labios y mi vecino se sentó a mi lado.
Ven aquí, ven, que lo has hecho muy bien. Abre el paquete, va, es para ti.
No sabía qué era aquello. Era algo de forma de concha, gris plateado, y al volverla le vi una prominencia en forma de pene pequeño, nada que ver con aquel que había lamido momentos antes y una cosita pequeña, como si naciera una almejita. Era suave.
¿No sabes que es, pequeña?
Era evidente que yo nunca había visto nada igual.
Es un consolador que tendrás que llevar puesto de ahora en adelante, pero no te preocupes te vamos a enseñar a ponértelo.
¿Como?
Alberto, empieza a ponérselo le dijo a aquel hombre que ahora reposaba en la silla de la habitación.
Y el hombre empezó a poner una crema a aquel aparato. Me volví a extender en la cama, tan relajada como fui capaz. Me obligaron a abrir las piernas, mi vecino me las sujetó bien abiertas y el camarero empezó a meterme aquel cuerpo sin vida. No me moví por miedo a que me hicieran daño. Al poco aquello se empezó a mover. Mi vecino tenia el mando en la mano y todo empezó a vibrar, yo, mi sexo, mis pechos que empecé a tocar.
Quíntenme eso, por favor.
Pero sólo le bajaron la velocidad. Mi vecino me dijo que me callara y empezó a succionarme un pecho, le supliqué que me quitara aquello de mi cuerpo, pero poco a poco le dio más velocidad.
Ni lo sueñes.
Y me empecé a mover porque así el dolor se difuminaba y el placer vestía cada parte de mí, me movía en oleadas que me inundaban.
Quítemelo, quítemelo, me duele.
Pero le dio la máxima velocidad a la vez que cada uno de aquellos dos hombres se había apoderado de uno de mis pechos y cada uno le daba un ritmo diferente, amasándolos, estirando de mis pezones, succionándolos. Toda yo temblé, retorcida por un orgasmo sin límites con un grito ahogado y un brote de saliva que me había nacido de las entrañas.
Me sacaron aquello de mi cuerpo mientras yo pedía con una voz desesperada que no lo hicieran, que aún necesitaba más, mucho más.
Tranquila, no te desesperes.
Me quedé extendida, cansada. Cerré los ojos queriendo dormir. Hasta que noté unas manos untadas en alguna crema. Aquel hombre, Alberto, que nos había hecho de camarero, desnudo de cintura hacia abajo, me acariciaba con una crema de la que recuerdo su olor a menta, me friccionó todo el cuerpo parándose en mis pechos que pedían unos labios, unas manos. Mi vecino salió de la habitación, me quedé sola con aquel hombre y me dio un no sé qué de miedo porque al momento de salir mi vecino el hombre empezó a meterme sus dedos en mi sexo, con una sonrisa que me pareció sarcástica y no le había visto hasta aquel momento. Los sacó de pronto y continuó con la crema, impasible.
Ya está bien, déjala ya dijo mi vecino desde el pasillo.
Aquel hombre me hizo salir y me condujo a la habitación que yo ya conocía, la de cama grande, la que tenía la ventana que daba a mi habitación.
Me extendí en la cama que estaba abierta. Al poco entró mi vecino, desnudo con una cámara en las manos. Alberto se sentó en la butaca de la habitación y cogió la cámara para filmarnos.
Que no haga eso, por favor le dije acalorada a mi vecino.
Lo va a hacer y, además, después te gustará verte.
Me da tanta vergüenza.
Mejor así mujer, saldrás más guapa.
Y mientras me hablaba se iba extendiendo encima de mí, poco a poco, separándome las piernas, moviendo su pelvis, acoplándose a mi cuerpo con sigilo, con prudencia.
Ya, ya.
Venga, venga, para quieta y déjame hacer.
Y me penetró, así, rápido, fuerte mientras me tocaba los pechos, me cogía de la cintura y me atraía hacia él como si me fuera a escapar y se movía, con la fuerza que le había conocido aquella primera vez. Y sé que grité, que grité en una voz ahogada tirando la cabeza hacia atrás arqueando el cuerpo notando aquel ser vivo que se agitaba dentro de mí, tocándome yo misma el sexo para alcanzar más placer y pidiéndole más, más rapidez, más dureza, más movimiento porque todo aquello era inexplicable. Me olvidé de aquel hombre que nos filmaba y de su sexo que había chupado momentos antes y que ahora me iba acercando a la cara mientras nos filmaba. Y finalmente me calló encima, con todo su peso de hombre y lo recibí con un grito ahogado y una sensación de placer inagotable. Gritamos los dos finalmente.
Mi putita aún recuerdo sus palabras.
Cuando se hizo a un lado, vi como el miembro de aquel otro hombre estaba erecto y tuve pánico de que todo volviera a empezar. Pero a la vez lo deseé porque nada me acababa de satisfacer del todo.
Aquel camarero que poco antes me había untado de crema se recostó a mi lado besándome, mordiéndome los pezones el cuerpo, ensalivándome, cada parte de mí que estaba como adormecida. Y él sólo se agitó su pene hasta que descargó encima de mi sexo y con los dedos ayudó a que todo su semen me penetrara y yo me sentí sin ganas pensando que me daba igual lo que hicieran. Pero nada empezó de nuevo. Se acercó mi vecino y me enseñó como funcionaba el consolador y me dijo que me lo pusiera cuando llegara a casa.
Me fui dejando que antes me besaran en la boca con sus labios humedecidos.