Al otro lado (1)

Capítulo i. introducción a la vida de lara

CAPÍTULO I. INTRODUCCIÓN A LA VIDA DE LARA

La verdad es que esa noche no dormí muy bien. El invierno entró acusador sin avisar, y nos dejó a la mayoría desprovistos de un buen arsenal de mantas para protegernos.

¡Qué frío hacía esa mañana de noviembre!

¿Qué hora debería ser? Las seis y diez, qué sueño… Bueno, vamos allá, a por todas, vamos a empezar bien la semana.

Con un arranque sin precedentes de fuerza y coraje, salí pitando hacia el baño en la búsqueda del agua caliente de la ducha. El haberme despertado antes de hora me permitió disfrutar de una revitalizante ducha, disfrutando de la compañía de Julia en mi mente y de la de mis dedos en mi entrepierna.

Justo cuando terminaba de aclararme la mascarilla del pelo, sonó la alarma del despertador: las siete. Me puse el albornoz, una toalla envolviendo mi pelo mojado y salí a apagar aquel invento del diablo.

El ruido de éste despertó a Lola, que nada más verme saltó hacía mí llenándome de caricias y besos. Después de esa pequeña sesión de amor, y todavía sin vestirme, salimos las dos a la cocina a desayunar. Después del atracón que nos metimos entre pecho y espalda, me fui a cambiar a mi cuarto. Abrí la ventana el tiempo suficiente como para comprobar que si hacía frío en mi casa, no se podía comparar con el frío que hacía afuera. Bueno, ya iba siendo hora de encender la calefacción, pensé.

Me puse una camiseta interior larga básica y encima un jersey de lana de cuello alto, unos tejanos, zapatos, y arreando, que es gerundio. Fui al baño a arreglarme. Me sequé el pelo, un poco de colorete por aquí, pintalabios por allá… Y marchando. Cogí mi bolso. Repasé la lista: monedero, llaves, pañuelos, paraguas… Me puse el abrigo, los guantes, la bufanda, y por último, comprobé por última vez la hora antes de salir de casa: ocho y veinte.

Salimos Lola y yo en dirección al trabajo repitiendo la ruta que seguíamos siempre. Un saludo para el conserje, bajar hasta la panadería y saludar al señor Francisco.

  • Aix, nena. Yo ya notaba es mis huesos el frente este de frío que iba a caernos. – Mascullaba el pobre señor Francisco entre dientes-.

  • Usted es un fortachón, señor Francisco. Usted aguanta este frío y más. – Nos reíamos mientras Lola, ya inquieta, deseaba seguir el camino para llegar al trabajo-. ¡Hasta luego, señor Francisco; Dele saludos de mi parte a su mujer!

Seguimos por Muntaner hasta llegar a Diagonal, y allí llegamos hasta calle de París, donde se sitúa la delegación de Barcelona de la empresa donde trabajo.

Entramos en el edificio y nos dirigimos directamente al ascensor, y ya en él, una voz pícara me saluda.

  • Buenos días, Julia. –Le devuelvo, tratando de darle a mi voz el tono más insinuante que puedo producir-.

Estábamos solas en el ascensor, y no es que éste no estuviese acostumbrado a algún que otro escarceo entre la directora de recursos humanos y yo, pero sabía que a Lola no le gustaba Julia, y por eso había dejado paulatinamente ese flirteo con esa mujer de cuerpo tan codiciado. Aun así, ese pedazo de metro ochenta me estaba poniendo las cosas muy difíciles.

Mi departamento se encuentra en la quinta planta, junto al de recursos humanos. Trabajo en el departamento de I+D+i dirigiendo una investigación junto a cuatro investigadores más. Lo cierto es que como equipo somos una piña; y de mis pocos años de experiencia laboral, en estos dos años que llevamos como equipo enfrascados en este proyecto hemos demostrado una solidez y compañerismo intachables.

Salimos del ascensor con la promesa de quedar el viernes por la noche; quería darme una sorpresa, me confesó.

Sin más preámbulos que la promesa de una noche de pasión y lujuria, mi compañera de batallitas inseparable, mi Lola, y yo, nos entregamos al deber de la rutina laboral.

Y es que ese día transcurrió tranquilo. Marcelo y Patricia habían marchado a un congreso en Roma, por lo que estarían fuera toda la semana; y entre Maite, Inés y yo, podíamos encargarnos del trabajo sin complicaciones.

La jornada terminó, y mientras Maite e Inés se despedían de Lola, aproveché para llamar por teléfono a mi hermano, por si estaba disponible esa tarde para tomar algo. Después de remitirme por segunda vez al buzón de voz, desistí, y llamando a Lola para irnos, recogí mis cosas y directas para casa, realizando el camino inverso de esa misma mañana.

Tan pronto como llegamos a casa regulé la temperatura de la calefacción. Dejé el bolso y el abrigo en su sitio y me quité los zapatos. Eran sólo las siete de la tarde y me sentía repleta de energía, así que en un arrebato de felicidad, encendí el equipo de música y poniendo un CD recopilatorio de temas pop de los 80, me puse a bailar como una loca por toda la casa.

Lola me seguía contenta, y entre las dos nos marcamos algún que otro paso que ni una pareja de bailarines profesionales serían capaces de hacer.

Muertas de cansancio nos tumbamos, ella sobre la alfombra y yo en el sofá. Le acaricié la cabeza y ella me devolvió el gesto con un lametazo en la mano.

Estaba para el arrastre. Me quedé reflexionando que tenía que empezar a hacer algo de ejercicio. Desde pequeña he sido muy deportista, y además muy buena en la mayoría de disciplinas, ya fuese futbol, baloncesto, tenis, natación… Además era muy veloz, así que también competía en atletismo.

Supongo que ese fue el motivo del rechazo por parte de mis compañeras. Les daba envidia. Era inteligente, deportista, y los chicos preferían mi compañía antes que la de ellas –aunque ciertamente, a mí éstos no me interesaban demasiado…-. No es que me afectase mucho su rechazo, pero claro, cuando los chicos me invitaban cuando quedaban y alguno que otro buscaba algo más que una amistad y yo me negaba, la situación se volvía incómoda para ambos lados.

Por suerte, había otra chica, Lucía, repetidora, un par de años mayor que el resto de la clase, que lejos de rehusarme, trataba de seducirme… Por supuesto está que una chica, en plena efervescencia  hormonal, que acababa de aceptar por fin su orientación sexual en las duchas del vestuario del instituto, era incapaz de rechazar las pasiones que aquella pelirroja –teñida- de ojos verdes, con esa delantera  y esas piernas infinitas podía ofrecerle…

El sonido del teléfono me devolvió a la realidad, a mis piernas molidas, a mis casi seis meses sin echar un polvo y a mi estómago rugiendo. Era Alberto, mi hermano. Le conté los motivos de mi llamada y el muy caradura se autoinvitó a cenar en casa, aludiendo a “responsabilidades fraternales”, ¡Que hacía mucho que no nos veíamos, me suelta! Y eso que fue él quien me acompañó al médico hace tres días.

Alberto es un tiarrón de metro noventa, está acabando medicina, en la especialización de oftalmología y como el trabajo de camarero de fin de semana no le llega para independizarse a sus 26 años, sigue viviendo en casa de nuestros padres. Es por eso, que además de disfrutar de mi compañía, también le sirve para desconectarse un poco del mundo, así que como tengo una habitación de sobra, se queda a dormir siempre que quiere.

A las ocho y cinco colgamos, y quince minutos más tarde ya estaba tocando el timbre. Esperando detrás de la puerta esperé religiosamente hasta que llegase al umbral de mi apartamento, y entonces, recibiéndole con los brazos abiertos, fui víctima de su abrazo de oso levantándome del suelo y dejándome casi sin respiración.

  • ¡¿Cómo está mi hermanita favorita?! – Se reía mientras yo intentaba zafarme de sus garras.

  • ¡Muerta si no me sueltas de una vez! – Protestaba resignada ya a su fuerza.

Por fin me dejó en el suelo. Saludó a Lola, que todavía seguía en el salón tumbada, y dejando su abrigo encima de una silla, nos pusimos manos a la obra en la cocina.

La verdad es que fue él quien preparó y sirvió la cena. Es muy buen cocinero, y mejor persona -qué voy yo a decir de mi hermano…-, tiene un corazón que no le cabe en el pecho. Es cinco años menor que yo, pero esa diferencia no nos afectó jamás. Siempre hemos estado muy unidos, y desde que me independicé hace diez años, nunca hemos estado más de una semana sin saber nada el uno del otro. Es un chico muy atractivo y muy ligón, pero yo sé que está coladito por Hana, una chica alemana que conoció cuando se fue de Erasmus. Me cuenta que le da miedo la distancia, que ella es mucha mujer para él y que no se la merece. En resumen, tonterías de enamorado. Dentro de tres semanas se va a Berlín por temas de estudio, y a ver qué tal con la chica.

Aun así, lo cierto es que lo que más me gusta de mi hermano es su voz. Es suave, una mezcla entre dulzura y calma, y a la vez apasionada, una voz que transmitía optimismo, ganas de vivir. Dicen que la cara es el espejo del alma, pues la voz de mi hermano era el camino directo a la suya.

Entre bromas y risas cenamos, y agotada por haberme despertado tan temprano ese día, me despedí de Alberto y Lola, dejándolos a los dos viendo la tele en el salón.

Otra vez me desperté antes de que el despertador lo hiciera. Me desperecé durante dos minutos, mientras trataba de convencerme que debía de salir de ese refugio de mantas calentitas. No fui capaz de hacerlo y volví a los brazos de Morfeo.

A las siete sonó inquisidora la alarma, e intentando apagarla lo más rápido posible dando manotazos por la mesita de noche para no despertar a Alberto, tiré todo haciendo más ruido aún. Plan fallido, querida.

Seguí tumbada pensando en el revuelo que había provocado cuando escuché la puerta de la habitación de al lado abrirse, y escucharse como unos pasos se dirigían al lavabo.

Yo tomé ejemplo del que sería un hermano adormilado, y me enfilé a mi baño a ducharme.

Después de quince minutos entre calor y vapores, salí del baño con la toalla puesta, y asomándome a la puerta de mi habitación pude distinguir un olor a café y tostadas recién hechas.

  • ¡Vamos, hermanita, que se te va a enfriar el desayuno! – Me gritaba mi hermano desde la cocina.

Contesté con un “ya voy” típico adolescente, lo que hizo sentirme como si estuviese hablando con  mi madre.

Hoy tenía que acudir a una reunión con unos posibles inversores, así que me puse más formal y elegante que de costumbre. Blusa blanca resguardada por un fino chaleco negro que me regaló mi madre para mi cumpleaños, y un pantalón de tiro alto gris; todo esto custodiado por unos zapatos negros que me procuraban una silueta más estilizada.

Mis tripas me recordaron que debía ir a comer y así lo hice. Como bien me indicó mi hermano, él y Lola estaban esperándome para empezar, y tras un cumplido por parte de éste por lo guapa que estaba hoy, nos dispusimos a desayunar los tres juntos.