Al interior. uno.
Relato sobre cómo en un lugar recóndito, humilde, desapercibido para todo mal o todo bien, se puede dar encuentro la amistad, el placer o el vicio. Sus protagonistas nos adentrarán en un cuadro costumbrista dado al realismo y a la posibilidad cierta de acaecerle a cualquier mortal.
A modo de prólogo:
La verdad es que no sé muy bien cómo catalogar este relato. Puede que muchos lectores se sientan decepcionados, quizá por largo, quizá porque consideren que carece de carga erótica; algo que no falta, en mi opinión. De ahí que en principio mis dudas residían en el hecho de enmarcar la historia dentro de una categoría concreta. Lo llamaremos light, de situación, de ambiente… Otra cuestión era el título, pero no se trataba de lo más importante, y aunque he barajado varios: “Tres para el diablo”, “La noche de la purificación”, etc., creo que no habría nada que se ajustase a la historia; por eso me he decantado por uno genérico.
No lo he escrito en una tarde, y eso se nota, por lo que mi intención como autor ha podido variar. Aún así he querido mantener cierta coherencia y fundamentalmente lo que he pretendido es analizar el hecho de cómo puede darse una situación morbosa y cuál puede ser su posible desenlace. La pasión, el deseo, el morbo y el sexo son también tempo.
Cuando leo un relato –pues soy más lectora que autora– me gusta “encarnarme” en alguno de los personajes, intentando que el escenario adquiera dimensión real. Este relato tiene dosis de realidad y dosis de fantasía. Espero que por lo menos alguien lo disfrute identificándose con la situación.
Mi llegada.
Entré a aquel edificio, de aspecto lindante a lo infame, de un barrio de clase obrera -una clase por tanto depauperada por los efectos de una crisis con tintes de estafa-. Llegué como el chupatintas solterón que soy y que va a trabajar en alguna asesoría o negociado similar, cuestión que no viene muy al caso en toda la historia, si bien justifica mi presencia en tal sitio.
Los arquetipos de aquel lugar eran los de obreros con miserables sueldos, parados, limpiadoras por horas, amas de casa, más de una familia desestructurada… en fin, un panorama social desolador.
Subí, arrastrando mi equipaje, a un segundo sin ascensor, coincidiendo por la escalera con una mujer de unos cincuenta y tantos que acompañaba a un par de críos que venían del colegio. Ambos nos detuvimos en el mismo rellano. Manuela, que así se llamaba, dejó a los niños con otra mujer que abrió la puerta de un piso que quedaba justo enfrente del mío. María Modesta era la madre de aquellos mocosos y como supe más tarde estaba divorciada. Ambas, en el umbral, me saludaron sin mucho entusiasmo, comprendiendo que yo llegaba como nuevo vecino de alquiler; debían estar acostumbradas a ver pasar a distintos tipos por allí y no parecían de esas personas que te dan la bienvenida demasiado afectuosamente. Lo comprendí y no le di demasiada importancia. Manuela continuó escaleras arriba, vivía en el tercero.
Con el paso de los días, entre mis salidas y entradas, supe que María Modesta trabajaba en un supermercado de cajera, pues la encontré un día al pagar mi compra. Al tomar poco a poco confianza con ella también supe que su vecina y amiga Manuela a veces se hacía cargo de los niños, los cuales pasaban determinados fines de semana con su padre. En unas semanas supe mucho de todos mis vecinos.
Pasaba mucho tiempo sólo, hasta que una noche soñé con María Modesta sin llegar a comprender bien por qué se coló en mis sueños. El sueño no tenía sentido como suele pasar con los sueños y desde luego no era erótico, pero al despertarme de madrugada y desvelarme me di cuenta de que no podía dejar de pensar en ella, no sabía si por ser ella o por ser simplemente una mujer. Entendí. Hacía tanto que no… En mitad de la noche me dirigí al aseo de aquel apartamento y cogí papel higiénico para dirigirme de nuevo a la cama y comenzar a masturbarme.
A la mañana siguiente y de forma casual me encontré con ella por la escalera cuando ambos salíamos a trabajar. Había olvidado casi lo del sueño y volvía a ser para mí una mujer distinta a la que deseé pajeándome. María Modesta era una mujer unos cuatro o cinco años mayor que yo, de unos cuarenta y cinco calculé. Bastante resuelta, morena, un metro setenta de estatura, casi como yo, no un bellezón, pero bastante mona aunque quizá algo marcada en el rostro la pena de un desengaño. Aún así era de ese tipo de personas que reflejan el vigor que hace luchar por los hijos, por la dignidad personal y por el futuro. En realidad costó que nos conociésemos; era comprensible en ella cierta resistencia y reserva ante un hombre desconocido que se planta a vivir solo frente a su casa.
Con Manuela, su madura amiga del tercero, fue algo bien distinto, pues congeniamos pronto, no sé por qué ya que con otros vecinos de toda la vida se le veía reservada. Quizá porque estuviese casada y perteneciese a una generación anterior a la mía. Su marido era un camionero de rutas que echaba días fuera de casa; tenían dos hijos: una chica que se casó joven y se fue a vivir a otra ciudad y un hijo que no dejaba de ir de aquí para allá.
Un día se produjo algo inesperado. Manuela, como muchos días, era la encargada de recoger a los hijos de María Modesta del colegio, pero le surgió un imprevisto de última hora; el compromiso ineludible de ir a pagar en ventanilla una tasa del camión de su marido que tenía como fecha y hora tope las 14:00 horas de ese mismo día y que si no hacía efectiva le vendría después con un buen recargo, según le hizo saber a través de llamada telefónica unos minutos antes desde Brujas el camionero. Apurada, Manuela llamó al timbre de mi casa pidiéndome el favor de que recogiese por ella a los dos chavales de su amiga. Le dije que no tenía inconveniente en hacerlo y me lo agradeció pues aquello era una cuestión que podía derivar incluso en una pérdida de la custodia de los hijos para María Modesta. Así que Manuela telefoneó al director del centro advirtiéndole que sería yo el que recogería a los chicos de doce y diez años. Fue una suerte que me encontrase aquel día allí, aunque no era excepcional que a veces desarrollase parte de mi trabajo en casa.
Sin ninguna incidencia recogí a los chavales y regresé con ellos a su casa, donde ya los esperaba su madre, que apenas cinco minutos antes había llegado del súper en el que trabajaba. María Modesta se sorprendió al verme llegar con ellos, pero al explicarle lo sucedido con Manuela se quedó más tranquila. Me dijo entonces que se encontraba en deuda conmigo, pero yo le resté importancia.
—Por si algún día te pido azúcar— bromeé bobamente.