Al interior. Seis.
Relato sobre cómo en un lugar recóndito, humilde, desapercibido para todo mal o todo bien, se puede dar encuentro la amistad, el placer o el vicio. Sus protagonistas nos adentrarán en un cuadro costumbrista dado al realismo y a la posibilidad cierta de acaecerle a cualquier mortal.
Se menciona el consolador.
–¿Es verdad que guardas un consolador Manuela? –soltó de repente Modesta al sentarse junto a nosotros.
–¿No me crees capaz de tener a un amiguito semejante?
Me dejaron sin palabras al escucharlas, pero la cosa se ponía bien. No tenía que intervenir, a no ser que fuese para retarla a que nos lo enseñase, pero a este respecto Modesta se adelantó.
–Pues entonces, ¿por qué no nos lo presentas?
–¿Qué pasa, quieres darte una vueltecita con él? Te lo presto encantada.
Modesta enrojeció y hube de intervenir, por qué no.
–Creo que es de lo más normal que en la intimidad de una mujer cada una opte libremente por lo que le proporcione placer.
–Sí, desde luego, yo no he dicho lo contrario –aclaró Modesta–.
–¿Es que tú no te auto-complaces chica? –preguntó su amiga.
Como viese que a Modesta le costase responder e incluso se anduviese con algún circunloquio, volví a injerir.
–Masturbarse es sano. ¡Qué narices! Creo que es uno de los mejores recreos que uno puede tener a solas…
–O en compañía… –añadió Manuela, para ir más allá–. Esperad, subo a mi casa y en cinco minutos bajo con Gordito.
–¡Vaya! –dije–, si hasta tiene nombre.
–Por supuesto, es un viejo amigo –dijo con sorna Manuela en tanto desaparecía por la puerta en busca del chisme.
¡Es enorme!
Manuela no tardó demasiado en bajar de su casa con una cajeta. Modesta y yo no estuvimos demasiado tiempo a solas; lo suficiente como para especular inocentemente sobre si Manuela iría en serio.
–Os presento a Gordito – dijo mostrando de la caja un vibrador de considerables dimensiones y colocándolo en pie sobre la mesita–.
Silbé admirado y Modesta no pudo disimular un gesto de bastante asombro. El aparato mostraba aspecto de largo uso. Era un buen pedazo de caucho con forma de pene y color carne. Su propietaria nos contó que hacía ya unos años que el mecanismo que lo hacía vibrar con pilas dejó de funcionar, de modo que pasó de vibrador a simple consolador.
-Puedes tocarlo si lo deseas Modesta, no te va a morder –incitó Manuela a su amiga–.
Modesta lo cogió y lo sopesó, reconociendo y valorando su contundencia.
-Esto puede acomplejar a cualquier hombre –dijo-.
Ambas me miraron, pero yo hice un gesto negativo con la cabeza. Tan solo se trataba de un juguete sustitutivo.
–Puedes tomarlo prestado por unos días –ofreció Manuela a su amiga.
–Te lo agradezco de veras, pero creo que paso.
–Te estás portando como una mojigata –la acusó su amiga–.
–¿¡Qué estás diciendo!?
–Lo que oyes. ¿No ves a tú invitado?
–¿Qué no veo el qué? ¿Qué pasa con él?
Propongo un juego.
Modesta hubo de comprender la insinuación de su viperina amiga. A lo mejor la estaba llamando “calientapollas” o algo semejante.
–No me considero ninguna mojigata –repuso Modesta–.
–Perdona –reaccionó Manuela–, yo tampoco sería la más indicada para hablar. Pero deja que te pregunte algo Modesta, ¿Cuánto hace que no…?
Era posible que a Modesta no le apeteciese contestar a aquella pregunta, pero se lanzó, aunque no sabría decir si su respuesta me satisfizo o me decepcionó.
–Hace unos meses…–empezó a contar–, en el supermercado, el encargado me llamó al almacén. Supongo que ambos lo buscábamos desde tiempo atrás. En realidad solo hubo manoseo, intenso se podría decir, pero solo manoseo; quizá, sobre todo yo, temíamos que nos sorprendieran. Después, cuando me zafé de él, me sentí asqueada. Es casado, es repulsivo, maleducado… Me sentí asqueada conmigo misma.
Los tres volvimos a quedarnos en silencio. Sentí lástima y amor por ella a partes iguales. Creo que por la cabeza de Manuela hubieron de pasar sentimientos similares porque fue a abrazarla.
–Creo que será mejor que me vaya –dije, quizá ya desconcertado y nervioso de andar a la expectativa, y por qué no decirlo, lanzando de ese modo un órdago–.
Me puse en pie sabiendo que mi camino se dirigía hacia la puerta y preguntándome qué hacía allí con ellas a las una de la madrugada.
–¡No! Espera, por favor –exclamó Modesta–, te propongo un juego.
–Creo –dije– que a estas alturas ya no estoy para juegos.
–Este pienso que te gustará –repuso ella acaso con un destello de petición de disculpas en sus ojos–.