Al interior. Cuatro.
Modesta, Manuela y H han terminado de cenar juntos en casa de la primera. A los tres les apetece sentarse, tomar una copa y continuar charlando. La cosa se pone interesante.
Modesta se sincera.
–Y tú ¿qué echas de menos? –preguntó sin prórroga Manuela, formulando la cuestión de una manera que iba más allá de la situación de separada de Modesta, y que yo interpreté desde el punto de vista de que ambas amigas sabían la una de la otra más que yo y que lo único que pretendían era ponerme a mi en antecedente.
–Fui una chica joven estúpida o inocente, supongo –empezó a decir Modesta–. Me casé enamorada después de tres años de noviazgo y no supe ver lo evidente. Pasaba el tiempo, tuvimos hijos, pero algo raro sucedía y aunque yo lo percibía, me empeñaba en mirar para otro lado, y mientras tanto sufría yo y sufría él; tanto que cuando todo afloró casi no tuve arresto para reprocharle la falta de sinceridad pasada.
–Es homosexual, ¿verdad? –dije tras verla callar–.
–¿Cómo lo has sabido? –me preguntó ella–.
–Por cómo lo has contado –respondí–.
De nuevo otro de esos silencios incómodos. Ellas no volvieron a beber. Yo apuré el cubata. Supuse que me tocaba hablar a mí.
Yo me confieso.
Sin esperar a que ninguna de las dos dijese nada y que eso supusiera alguna traba para salvaguardar algunas verdades en torno a mí, hablé seguidamente, con la intención de ser sincero en algunas cuestiones:
–Lo que lamento de mi vida es la escasez y éxito de relaciones con mujeres que he tenido. Todo ha sido un fracaso…
–No me lo creo –dijo risueña Modesta–, tienes tu atractivo personal. A no ser que…
–A no ser que qué –quise saber–.
–A no ser que buscaras determinadas “cosas” –dijo finalmente Manuela como si hubiese captado instantáneamente la interpelación de su amiga.
–Voy a ser sincero. No creo que para un hombre las relaciones con mujeres sean tan fáciles como las tiene James Bond. Ni a mí me apetecería que las cosas fuesen así, la verdad. Pero ha de haber un punto intermedio que yo nunca he alcanzado y que hombres que conozco si lo han hecho. Puede que el problema resida en mi, pero estoy harto de autoevaluarme y de decidirme por cambios.
Como ellas, resolví quedar en silencio, pero Manuela no lo permitió.
–Hubieras querido más sexo, ¿me equivoco?
–Todos los hombres somos iguales –dije con ironía–.
–Yo no pienso eso –intervino Modesta–, no creo que haya nada malo en ello.
–¡Eh, este tío es un cuco! –rió Manuela–, lo que pretende no es otra cosa que… o llevarnos al huerto, o algo peor, no hablar de otras cosas de su vida.
Quise que me tragara la tierra, pero la verdad es que la actitud de Manuela había cambiado en los últimos minutos y se había vuelto más graciosamente provocadora.
–¿Qué queréis saber de mí? –pregunté.
–Nada que tú no quieras contar –dijo Modesta–, al menos por ahora.
–Son tiempos difíciles –dije–, eso lo sabemos los tres. Puede que haya cosas de las que no me sienta muy orgulloso haber hecho, pero hoy esa vida puede quedar definitivamente atrás.
–Sí –dijo Manuela sacándose del anular el anillo de casada y arrojándolo sobre la mesita–, esta puede que sea la noche de la purificación.
Noche de San Juan.
Como un resorte los tres miramos hacia la pared a un calendario con una gran estampa cuya fotografía mostraba a tres personas; un hombre que pasaba, sentado en el banco de un soleado parque, los brazos por encima de los hombros de sendas amigas sentadas a cada uno de sus lados. Sonreían abiertamente y era una imagen, por la belleza de sus protagonistas, la mar de sugerente. El calendario indicaba que era 24 de junio, San Juan.
–¡Vaya! ¿Cómo no habíamos caído? –dijo Modesta entre divertida y hechizada–. Es la noche perfecta.
–¿Perfecta para qué? –pregunté igualmente divertido.
–Para volvernos locos –sentenció Manuela.
Reímos por su ocurrencia. Y de algún modo convinimos que llevaba razón, que quizá había que olvidar rollos pasados, y que probablemente al día siguiente recordaríamos otra vez. Sin embargo esa noche, la más corta del año, podríamos vivir algo diferente, entre los tres, por qué no. Pero ¿el qué?
Era casi medianoche. Por un momento desconfié de ciertas posibilidades de diversión con mis dos nuevas amigas. No quería que nada saliese mal con María Modesta porque me gustaba mucho; pero por otro lado comprendí que ellas a lo mejor tampoco estaban dispuestas a dar un paso en falso.
–¿Por qué no inmortalizamos el momento con una foto? –propuso–.
–¡Buena idea, los tres juntos! –animó el cotarro Manuela.
–Necesitaremos un apoyo para la cámara. Esa estantería creo que podrá servirnos.
La estantería quedaba frente al sofá que ocupábamos Modesta y yo, de modo que lo mejor para un encuadre en el que entrásemos los tres lo mejor era que nos sentásemos en el sofá. Modesta dio unas palmaditas en el cojín para que manuela viniese junto a nosotros; la anfitriona se echó a un lado y quedó en medio. Yo preparé la cámara, enfoqué, activé el obturador automático para diez segundos y pulsé el botón para regresar a mi puesto. Pero precisamente la estampa de los tres amigos quedaba también frente a nosotros, junto al estante donde habíamos posado la cámara.
–¡Eh, esperad! –dijo Manuela–. Podríamos imitar al trío de la foto.
–¿Trío? ¿De qué hablas? –preguntó maliciosa Modesta–.
–Por ser un grupo de tres personas, digo –repuso Manuela–, ¿en qué pensabas chica?
–¡Llevas razón –carcajeó la otra-, soy una mal pensada!
–Entonces –dije yo dando continuidad al recreo–, lo primero que hay que hacer es cambiar la posición en el asiento…
–¡Eso –apoyó Modesta–, y nos coges por los hombros!
–O por la cintura, que no podamos escapar –dijo la otra–.