Al interior. Cinco.

Relato sobre cómo en un lugar recóndito, humilde, desapercibido para todo mal o todo bien, se puede dar encuentro la amistad, el placer o el vicio. Sus protagonistas nos adentrarán en un cuadro costumbrista dado al realismo y a la posibilidad cierta de acaecerle a cualquier mortal.

Divagación.

Hay que ver lo que es capaz de tontear un adulto en determinadas situaciones y sin apenas haber ingerido alcohol. Pero la situación era merecedora de ello. ¡Qué digo merecedora! El guión exigía exactamente los pasos que estábamos dando; otra cosa es que los pasos nos dirigiesen a donde nos queríamos dirigir, si es que cada uno lo teníamos claro. Podía ser que Manuela se retirase a su casa y yo me quedase a solas con la mujer que me gustaba y de la que creía medio haberme enamorado. Podía ser que nos levantásemos tras retratarnos y cada uno fuese a dormir a su cama. Podían suceder muchas cosas, pero un acuerdo era un acuerdo: el de la noche loca de San Juan en la que nada había de transcurrir por cauces racionales. Eso sí, los pasos habían de sucederse, había que evitar silencios incómodos, falta de ideas, inacción… A aquellas alturas concluí que si ellas estaban allí y con tal actitud, no podían ser tan ingenuas como para no saber qué se cocía. O quizá eran tan perversas como para hacerme albergar expectativas felices y luego dejarme con el caramelo en los labios. Claro –pensé–, a veces algunas chicas pueden actuar así, sin embargo no eran chicas, eran mujeres, mujeres que en aquel preciso momento y para lo que yo las necesitaba y deseaba, no las hubiese sustituido por las más bellas modelos de la portada de una revista. Me gustaban así: madres, trabajadoras, amas de casa, vitales, naturales y con sus defectos, con sus kilitos de más indeseados por ellas, con sus perceptibles arrugas faciales, con sus vestidos adquiridos en rebajas o acaso en mercadillos de ropa barata, con sus dolores de pies por calzar tacones altos a los que no estaban demasiado habituadas…Todo eso y mucho más, he de admitirlo, me ponía.

La estampa del calendario.

La cámara de fotos disparó repetidas veces. Reíamos al ver las fotos tomadas. ¡Qué caras! – decíamos desternillándonos y saltándosenos las lágrimas. Fue de ese tipo de momentos distendidos, burlescos y de hilaridad continua e irrefrenable como pocas veces se da en nuestras vidas. Se sucedieron no solo risas, sino también achuchones, estrujones, algún pellizquito y alguna palmadita. Pero claro, llegó el alivio poco a poco y fuimos reclinándonos en el sofá. Incluso se descalzaron y subieron las piernas a alguna silla para acomodarse relajadamente. Atraparon mis brazos entre sus hombros y el respaldo del sofá.

–¡Vaya –exclamé–, me gustaría alcanzar algún trago y un par de cerezas del plato!

–No te preocupes –dijo una de ellas–.

Ambas se inclinaron hacia la mesa. Manuela, que estaba a mi derecha, asió mi vaso, Modesta a mi izquierda, con los dedos en forma de pinza tomó dos cerezas. Música relajante de fondo, silencio roto por sus cantarinas sonrisas y mi boca entreabriéndose para beber primero de la mano de la cincuentona y comer cerezas de los dedos de Modesta cuyas yemas acariciaron mis labios.

–¿Cómo creéis que acaba su historia? –pregunté–.

Volcadas hacia mí, ambas me miraban.

–¿La historia de quien o de quienes? –me preguntaron–.

–La de los de la foto del calendario –dije­–. Juguemos a imaginarlo.

–¡Vaya propuesta a estas horas! –exclamó Modesta­­–. No estoy para imaginar.

–Lo que H quiere decir es que si acabaron en la cama.

–Supongo que en algún momento del día se irían a dormir –se río Modesta de su propia ocurrencia–.

–No les cortes el rollo. El chico acabaría haciendo el amor con su novia, que creo que es la rubita –elucubró Manuela–.

–¿Por qué ha de ser su novia la rubia y no la morena? ¿Y por qué novios y no simplemente amigos? –cuestioné yo–.

–¿Y por qué hacer el amor con una y no con las dos? –preguntó sorpresiva y sorprendentemente Modesta.

–Ahí quería llegar yo –rematé–.

De nuevo otra suspensión. Y cada vez más decisivos momentos. Pude haber metido la pata, porque Modesta se levantó del sofá y Manuela se apartó un poco de mi para servirse insólitamente un whiskey solo.

-¡Uff, creo que lo necesito! –dijo con el vaso en los labios.

Creí que Modesta cortaba el rollo, pero sentí un alivio cuando aclaró que iba a mear, y lo dijo así, no dijo voy al aseo o voy a orinar . Dijo voy a mear y eso me encantó en aquel contexto.

–Vuelve pronto a nuestro lado –le indicó su amiga.

Manuela y yo hablamos.

Modesta se ausentó dejándonos solos a Manuela y a mi sentados uno junto al otro. Si hubieran transcurrido un par de minutos hasta su regreso hubiésemos capeado la situación con algún comentario trivial, pero aquella se demoró.

–¿Te gusta verdad? –me preguntó–.

–La verdad es que sí –no me anduve con rodeos al decirlo–.

–¿Piensas que estorbo aquí?

–No, en absoluto –dije creyendo que otra respuesta le haría sentir mal–, sinceramente lo estamos pasando bien los tres.

–Y mejor que lo podemos pasar si queremos –susurró enigmática–. Aunque no lo creas, os hago un favor estando presente. Puedo ser el mejor nexo de unión entre vosotros, créeme; has de comprender que Modesta es una mujer insegura, lo ha pasado mal estos años. Mi presencia le ayudará contigo.

No supe qué decir, ni qué pensar. Dar las gracias sonaría estúpido, aparte de que creía que la tía desvariaba un poco. Aunque por otro lado su augurio sobre lo bien que podríamos pasarlo me ilusionaba.

–Ahora bien –continúo con una sonrisa cómplice–. Quiero mi parte del pastel.

No supe a qué parte del pastel se refería y no hubo ocasión de preguntárselo porque de repente Modesta volvió junto a nosotros.