Al final del verano
En el momento menos idóneo.
AL FINAL DEL VERANO
¡Hola! Soy Roberto… No, no has oído nunca hablar de mí. ¡Sí, te hablo a ti! No leas tan rápido, que no te enteras. ¿A que no sabes qué me ha pasado este verano cuando terminaba mis vacaciones en la playa? ¿Lo ves? ¡Ven, ven conmigo y te lo cuento todo!
¿Sabes dónde está la playa de Mazagón? Esa, la de Huelva, al sur de España. Antiguamente era una playa muy tranquila, según dice mi padre, pero ahora hay demasiada gente. No le hice caso y alquilé allí un bungaló pequeño pero muy coqueto. Casi pasé todo el verano encerrado allí, ¿sabes? Aunque uno es joven y le va la marcha… no me gusta demasiado estar siempre rodeado de gente que chilla y corre al agua levantando la arena.
En cuanto me di cuenta de que aquello estaba atestado, observé a qué hora había menos gente para ir a darme mis baños y, ya por la noche, salía paseando casi todos los días, menos el fin de semana, a tomarme unas copas en algunos bares muy chulos que descubrí y… en algo parecido a una disco al aire libre.
En ningún momento me planteé estar pendiente de alguna mirada indiscreta, es decir, que no puse demasiado interés en ligar con algún chico, por mucho que me gustara. ¡Sí, sí, vi a muchos que estaban buenísimos!
Un día, a mitad de agosto, cuando eran las fiestas y había más gente todavía, vi un chaval tan llamativo, que casi no pude responderle cuando se acercó a hablarme:
―¡Oye! ―me saludó en voz baja y mirando alrededor con cierto misterio―. ¿Tienes fuego?
Lo primero que pensé fue… «¡Ya estamos con la excusa fácil para ligar!». No me hubiera importado, la verdad, lo malo fue que cuando salí con él a la calle para encender el cigarrillo, se abrazó y besó a una chica que, seguramente, era su novia. ¡Bueno! No podían ser las cosas tan fáciles…
El resto del mes fue todo echar algún que otro vistazo a los tíos buenorros y hacerme una paja antes de dormir. Autocomplacencia, diría yo.
Ya había recogido mis libros y casi toda la ropa pensando en que me quedaban un par de días allí, cuando decidí, un martes, ir al bar más cercano a casa; ese que parecía una disco al aire libre y donde se veían cosas interesantes. No quería acostarme tarde, así que di unos paseos tras la cena y acabé allí con un cubata en la mano dando vueltas y sorteando veraneantes. Aunque había aire acondicionado, hacía tanto calor allí dentro aquella noche, que comenzaron a caerme los sudores. Me pedí otra copa fresquita, con mucho hielo, y me salí a la terraza casi ahogándome. Tanto me aligeré, que casi me trago a un chico, al que le derramé toda la bebida encima.
―¡Ah, perdona! ―gritó―. Iba mirando para otro sitio.
―Ya ―me excusé observando mi vaso vacío―, pero mira cómo te he puesto la camisa.
―Ha sido culpa mía. No te preocupes… ¿Tienes hora? ―preguntó como si tuviera muchas prisas.
―¡Sí, claro! ―me lamenté justo antes de poder verle claramente la cara, mirando el reloj―. Son las doce menos cinco.
―¿Qué? ―exclamó visiblemente asustado, inquieto y mirándose la ropa mojada―. ¡Esto no puede ser! ¡Mi padre me mata!
―¡Tranquilo, chaval! ―intenté calmarlo llevándomelo hacia la parte más iluminada de la terraza―. De verdad que, si hace falta, te compro una camisa nueva.
―¡No, no! ―aclaró sorprendido justo cuando vi lo guapísimo que era―. No tienes la culpa de esto. ¡Es que ya no me da tiempo a llegar a casa antes de las doce!
―¿Antes de las doce? ―le pregunté boquiabierto―. ¡Ni que fueras la cenicienta! ¿Tienes que recogerte tan temprano?
―¡En serio! ―insistió―. Mi padre me mata esta noche. Se me ha ido el santo al cielo y vivo en la otra punta…
―Pues está claro, tío ―argüí―. Aunque te vayas ahora mismo, no vas a llegar antes de las doce.
―Ya, ya ―admitió dejando caer sus hombros―. Cuanto antes me vaya, menos gorda será la bronca ―Se acercó a mí soltando unas risitas―, conque… si quieres que te invite a la copa que has desperdiciado… mejor que la pidamos pronto. ¡Vamos!
Dejé el vaso vacío sobre una mesa cuando me cogió por el brazo y tiró de mí. Entró en el bar antes que yo y, al ir siempre detrás de él, pude observarlo sin disimulo. Si ya te he dicho que el chico que me pidió fuego un día, y que al final resultó que tenía novia, estaba buenísimo, a ver cómo te explico qué tipo tenía este.
Era un poco más alto que yo, no gordito, pero sí un tanto carnoso, corpulento y de cuello ancho. Sus cabellos eran claros, aunque no rubios, debido, posiblemente, a que habría tomado bastante el sol. También estaba muy moreno. Tenía el pelo muy corto por el cuello y unos rizos alborotados le caían casi por delante de su ojo izquierdo. Mientras andaba, iba balanceándose y el mechón de pelo desordenado y revuelto como un sacacorchos, cruzaba su frente de un lado a otro cuando se volvía a mirarme.
Tenía los ojos grandes y de color de miel ―cosa que pude comprobar un poco más tarde― y, como tenía la costumbre de hablarme con la cabeza un tanto ladeada, parecía mirarme de reojos con cierta mezcla de picardía y timidez. Iba muy bien afeitado, llevaba algo de perfume y tenía las uñas muy bien cuidadas. Me pareció un chico de familia un tanto adinerada y muy educada.
―¿Qué estabas tomando? ―me preguntó casi a voces acercándose a mí entre el bullicio y la música estridente.
―Era un ron con cola ―le respondí también a gritos―, pero como ni si quiera lo había probado… ¡pide lo que quieras!
No debió parecerle mal lo que dije ―que en realidad era una excusa porque me dio la sensación de que no llevaba mucho dinero―. Se volvió hacia la barra y, cuando consiguió hablar con un camarero, vi que nos servía dos cervezas ―diez euros en total―. ¡Bueno! ¡Tampoco me pareció el momento de exigirle nada al chico!
―¡Vamos afuera! ―me gritó rozando su mejilla sudorosa con la mía al sentirse inestable entre tanta gente―. ¡No puedo entretenerme mucho!
Salimos con la misma velocidad que yo había salido antes y, al llegar casi al centro de la terraza, se paró en seco, se dio la vuelta tendiéndome la mano con mi cerveza, y habló con más tranquilidad después de suspirar sonoramente:
―¡Vaya, vaya! ¿Cómo puede estar la gente ahí metida en esa sauna?
―Por eso tienes la camisa empapada de cubata ―le recordé―. Salía de ahí echando leches cuando me topé contigo. Pensaba bebérmelo aquí al fresco… si es que a este calor sofocante se le puede llamar fresco.
―Perdona ―se disculpó cambiando por completo el tono de su voz y agachando la cabeza―. No sabes la que me espera cuando llegue a casa. ¡Total! ¡Una bronca más o menos…!
―¿De verdad te riñe tu padre por llegar a tu casa después de las doce en pleno verano?
―Ni te lo imaginas… ―interrumpió su discurso para tomar un buen trago refrescante―. Es como si me hiciera chantaje, o algo así. Mientras no empiece a trabajar…
―¡Ah, claro! ―quité importancia al asunto―. Si no trabajas no hay dinero y, si no hay dinero… ¡Bueno! ―dudé tendiéndole la mano―. Me llamo Roberto.
―¡Ah, encantado! ―exclamó sinceramente al estrecharla―. Yo soy Toño, ya sabes… Antonio.
―Y… ¿Llevas aquí mucho tiempo?
―¡Bufff! ―se quejó―. Prefiero la ciudad desierta y ardiendo como un horno a tener que pasar el verano aquí con mis padres y mis tíos. Y eso es parte del chantaje, ¿sabes? No me da dinero y tengo que venirme con ellos.
―¡Ah, lo siento!
―No te preocupes… ¿Cómo me has dicho que te llamas?
―Roberto ―contesté con paciencia al comprobar su despiste―. Si te acuerdas mejor, puedes llamarme Berto.
―Pues lo que te decía… ―siguió su discurso―. Menos mal que ya nos volvemos a casa. El jueves, se acabó el veraneo. ¡Qué bien!
No me pareció tan bien. Tampoco iba a estar yo demasiado tiempo más en Mazagón pero, para una vez que me encontraba con alguien que merecía la pena ―aunque parecía ir a lo suyo a pesar de estar empapado en cubata y se quejaba de tener que irse a casa―, nos quedaban dos días. No había mucho que hacer.
―Si mi padre me dejara el coche para salir ―dijo―, ya estaría en casa. Supongo que he calculado mal.
―Creo que sí, Toño. Yo vengo a este bar porque tengo el apartamento ahí al lado. Si en vez de venirte hasta aquí, te hubieras quedado cerca de tu casa…
―¡Claro! ―protestó despegándose la camisa del cuerpo―. Ahora otra vez andando hasta allí…
―Tengo el coche ahí al lado ―se me ocurrió―. Si quieres que te lleve, cuando acabemos la cerveza, estás allí en un momento. ¿Por dónde vives?
―Ammm ―titubeó señalándome al otro lado de la calle―. Ni siquiera sé cómo se llama la calle. Está por allí; pasando el puerto. Si no te importa llevarme, yo te voy indicando.
Fue en ese preciso instante cuando percibí algo que me llamó la atención. No sabía muy bien lo que era; una percepción extraña. Toño, además de ser un tanto infantil y despistado, parecía no darse cuenta de que, a veces, su forma de mirar y sus gestos reflejaban lo que parecía estar pensando. ¿Algo afeminado a veces? Quizá.
―¡Ya no hay prisas, Berto! ―me sonó totalmente a excusa fácil―. Lo malo es que no puedo invitarte a otra.
―¿Otra? ―exclamé visiblemente contento a propósito―. Yo invito, no te preocupes. Lo que no quiero es que te den una tunda esta noche… ¡Tú sabrás!
―Ya te digo ―comentó resignado sacando una cajetilla de tabaco del bolsillo de la camisa y sacudiéndola al encontrarla mojada―. De todas formas me espera una buena bronca. ¿Fumas?
―¡Vale, gracias! ―Acerqué la mano para coger un cigarrillo―. Imagino que cuanto más tarde llegues, peor será la reprimenda, ¿no?
―¡No creas! ―aclaró―. Ellos se sientan al lado de la piscina hasta bien tarde, es decir, que no tienen que levantarse de la cama para abrirme. Cuando llego, mi padre mira el reloj y, dependiendo de la hora que sea, eso dice. Si es tarde…
―¿En serio, te pega?
―Me suelta un buen discurso, cae algún cate que otro y, si es muy tarde, como la última vez, se hace el sueco y no me da dinero en una semana.
―¡Joder! ―apuré la cerveza antes de seguir hablando―. Más te vale ponerte a trabajar en cuanto vuelvas. Yo no podría vivir así.
―Es que tú… ¿vives solo?
―Sí, vivo solo. Independiente. Ya te digo que no podría vivir como tú.
―¿Y no te aburres? ―indagó.
―No necesariamente, Toño. Tengo buenos amigos y siempre encuentra uno a alguien agradable con quien poder hablar y eso…
―¿Y?
―¿Y qué?
―¿No estás casado, ni tienes novia o pareja o algo así?
―Nada de nada ―me lamenté.
―¡Pues sí que es una lástima! ―fantaseó―. Si yo viviera solo como tú, con casa y trabajo… ¡Ay, ay, ay! ¿Vives muy lejos?
―¡No! ―contesté rápidamente haciendo el mismo gesto que él había hecho al señalarme hacia su casa―. Ahí detrás. Tengo un bungaló alquilado hasta el viernes. Ya se acaban las vacaciones. Estás invitado cuando quieras.
―¿De verdad? ―preguntó incrédulo―. ¿Puedo ir a ver tu bungaló?
―¿Por qué no?
―¿Vamos?
No pude responder porque, sencillamente, no había querido decirle que fuésemos en ese momento y, además, no sabía si iba a poder contenerme. Me conozco demasiado bien y, teniendo una belleza de criatura como él allí en la casa, a solas, a esas horas, podía encontrarme con un corte y un altercado como ya me pasó una vez; por dejarme engañar por unas miradas que creí insinuantes.
―Tengo bebidas frescas en casa ―le dije sin darle mucha importancia―. Si quieres ir, no habrá que gastar nada más. Lo que me preocupa es la hora.
―¡Es igual, Berto! ―quitó importancia a todo lo que me había dicho―. Tendré que pasar un mal rato llegue a la hora que llegue y, como será el último de este verano…
―Está bien. Vamos a dar un paseo porque está muy cerca. Luego te llevo a casa en el coche.
Abrió los ojos ilusionado. Estaba claro que no tenía muchas amistades y, mucho menos, un sitio tranquilo a donde ir sin que su padre se metiera en su vida.
―Ya puestos ―dijo caminando hacia la casa―, mejor que nos olvidemos de la hora.
―Si estuviera en tu pellejo, saldría por la mañana a buscar empleo todos los días; hasta encontrarlo. ¿En qué trabajas?
―Ya te he dicho que no trabajo. Soy cocinero y, según me dicen, soy muy bueno.
―Coge tu currículum y repártelo por todos lados. Seguro que te contratan; aunque sea de pinche al principio hasta que demuestres que eres bueno.
―Podría ser… ―farfulló―, pero en Plasencia hay pocos sitios a donde ir.
―¿En Plasencia? ―exclamé al saber dónde vivía―. Tendrías que irte a Madrid. Allí no tendrías problemas. Yo mismo podría aconsejarte algunos sitios. Trabajo en un hotel.
―¿Y también tienes casa en Madrid?
―¡Pues claro! ―le expliqué al ver la inocencia de sus preguntas―. Aquí he estado alquilado un mes, pero en Madrid tengo mi apartamento. No es que sea muy grande ni muy lujoso; me da el avío.
Caminado y oyendo los diferentes temas que mezclaba en la misma conversación, llegamos a la casa, dio unos pasos atrás para mirar la fachada y se acercó a ver cómo abría la puerta:
―Algún día tendré mis propias llaves ―dijo―. Lo malo será convencer a mi padre de que tengo que irme a Madrid a trabajar.
―No tienes que convencerlo de nada. Le dices que te vas a buscarte la vida y santas pascuas.
―¿Sin dinero?
Ya dentro de la casa, cuando miró con atención cada rincón, me pareció contrariado:
―Mi padre nunca me va a ayudar si le digo que me voy a Madrid.
―¡Bueno! ―comenté mientras lo invitaba a sentarse cómodamente en el sofá―. No es que me sobre la pasta, pero podríamos ver la forma de hacerlo. Tú te buscas la vida y ya está.
―Quizás lo haga, ¿sabes? ―tramó ya sentado, erguido, muy cerca de mí―. Pero con la condición de que te devolvería todo lo que me prestes. No me gustan las deudas.
―¡Piénsalo!
―Antes ―dijo volviendo a levantarse― me gustaría quitarme la camisa. Huele a perros.
―Puedes quitártela y lavarte un poco ―Me levanté para ayudarlo―. Si lo prefieres, puedo darte una camisa mía, aunque… ―Lo miré detenidamente cuando fui viendo su pecho desnudo―, creo que te estaría pequeña.
―¡No! ―Volvió a sentarse dejando la camisa en el suelo―. Prefiero quedarme así.
Era una situación extraña. Tendría que volver a ponerse la camisa sucia para irse a su casa. Fui al baño a por una toalla un tanto húmeda y le dije que se lavara un poco para quitarse el olor a cubata:
―Casi sería mejor, si quieres, que te dieras una ducha. Si tienes que ponerte otra vez la misma ropa, no sé yo.
―¡Es igual! ―se quejó con cierta indiferencia―. Ya me queda poco. Y ahora que me voy, encuentro a alguien como tú. Creo que podríamos haber pasado un buen veraneo juntos.
―Puede ser ―musité acercándome un poco a él y observando su reacción―. Lo malo es que no ha sido así. ¿Quién sabe la cantidad de cosas que podríamos haber hecho? Podrías tener planes ya preparados para empezar a trabajar en cuanto vuelvas. No entiendo que alguien… como tú… pueda vivir a las órdenes de su padre como un niño chico.
―¡Oye! ―susurró también separándose un poco de mí―. ¿Te importaría darme tú con la toalla húmeda? No sé…
―¿Prefieres que te lave yo? Incorpórate un poco más…
Antes de poner la toalla húmeda sobre su piel, pude observar su torso desnudo, muy moreno, con unos pechos muy bien formados, sin ser musculosos, y unos pezones pequeños y respingones; sus costados y sus brazos un poquito rellenos, pero de forma, para mí, perfecta.
Puse la toalla húmeda en su cuello ―aspiró aliviado― y, con suaves movimientos giratorios, le lavé primero la espalda, dejando ir la mano, de vez en cuando, para pasarla por su piel, como en una leve caricia. Como sentí que algo se me abultaba en la entrepierna, me puse nervioso, me separé de él y me dirigí a la cocina:
―Voy a poner unas cervezas frías ―me excusé―. Hace calor.
La primera se la bebió en varios tragos mientras le lavaba el pecho, las axilas y el vientre. Luego nos bebimos algunas más. En esos momentos fue cuando descubrí que estaba tan empalmado como yo. Me senté muy pegado a él, se la miré fija e inconscientemente y se dejó caer en el mullido respaldo cerrando los ojos:
―Me encanta poder estar en una casa sin tener a nadie encima diciéndome lo que tengo que hacer. Es algo parecido a lo que me decías: siempre encuentra uno a alguien agradable con quien hablar… y esas cosas. ―Se llevó la mano al bulto y comenzó a acariciarlo―. Tengo que consolarme a mí mismo. Echo de menos ciertas… actividades. ¿Tú no?
―Claro que las echo de menos… ―le eché cara―. Se te ha puesto dura, ¿eh?
No contestó ni abrió los ojos. Se agarró el paquete fuertemente dejándome ver el claro empalme que tenía y, como dejó de moverse y de hablar, intervine:
―No tienes a nadie y, eso, a veces, es muy importante; imprescindible.
―¿Tú tienes a alguien? ―susurró sin moverse.
―Me gustaría mucho, ¿sabes? A lo mejor, y si no te importara…
No contestó. Se limitó a negar con la cabeza y a retirar la mano de donde la tenía puesta, dejándola caer a su lado sobre el sofá. Al ver tan atrayente bulto bajo la fina y clara tela de sus pantalones, en un impulso descarado, cogí el tirador de su cremallera y la abrí de un tirón. Cuando vi que ponía los labios como si fuera a silbar y aspiraba excitado, metí mi mano en sus pantalones por la portañuela ―abrió la boca aspirando―, se la cogí apretando sus calzoncillos y comencé a movérsela al tiempo que se aceleraba su respiración.
¡Qué descaro! No sé si por su parte o por la mía, pero fue todo muy descarado. Me encontré, sin pensarlo, haciéndole una paja y él, sin decir nada. Se limitó a soplar y a disimular las convulsiones, hasta que abrió aquellos ojazos de color miel para clavarlos en los míos:
―¡Me voy a correr, Bruno! ―musitó a toda prisa entrecortadamente.
―¿Paro?
―¡No, no, por Dios bendito! ―gritó―. ¡Dale, dale fuerte! ¡Me corro! ¡Así!
Aguantó bastante, desde luego, pero acabó corriéndose encima. Saqué mi mano despacio, sin dejar de mirarlo. Sonrió y puso su mano en mi muslo para apretarlo en señal de aprobación. Era el momento de comprobar más. Fui acercando mi cara a la suya y siguió sin moverse y sin perderme de vista. Lo besé en la mejilla y, sin separar mis labios de su piel tersa y sudorosa, fui llevando mis labios camino de su boca. Me interrumpió tirando de mi cuello para besarme y su mano se aferró a mi polla; como si no hubiera cogido una en su vida.
―Mal asunto ―le musité al oído―. Estás todo manchado y, si sigues así, voy a acabar como tú.
―Puede que no ―contestó también susurrando―. Si te quitas la ropa…
No tenía mucho que pensar. Me incorporé para tirar de mi camiseta mientras desabrochó sus pantalones y tiró de ellos hacia abajo.
―Quítate las zapatillas de tenis ―apunté―. Me encantan, pero preferiría verte los pies y te podrías quitar todo, ¿no?
En una carrera, como si hubiera una apuesta, los dos estuvimos desnudos, sentados de mala manera en el sofá y magreándonos de todas las formas posibles en tan incómoda postura.
No había perdido la erección. Su polla, bastante más blanca que el resto de su cuerpo por no haberle dado el sol, era bastante larga y un tanto gruesa, pulida como mármol y de capullo rosa brillante por estar embadurnada de su propia leche.
―¿Daría tiempo a que nos fuéramos un poco a la cama? ―pregunté con astucia.
―Da tiempo a lo que tú quieras ―contestó―. No puedo volver a casa con la ropa así. ¿Vamos a la cama?
Cuando se echó en el colchón bocabajo y tuve ante mis ojos aquel culo redondeado, prominente y apetecible ―también más blanco que el resto de su cuerpo―, yo mismo tuve que apretármela. ¡Me iba a correr solo!
―¿Pasa algo? ―preguntó volviendo la cara para ver por qué no me acercaba a él.
―¡Ya lo creo que pasa! ―exclamé―. No esperaba encontrarme algo así, precisamente esta noche. Estás… estás buenísimo.
―¡Anda, anda! ―protestó echando la cabeza sobre sus manos en el colchón―. Ya no tengo prisas, pero si no te entretienes, podríamos hacerlo otra vez, ¿no? ¡Es que se acaba el verano!
Me acerqué a él despacio, apoyé mis brazos a ambos lados de su cuerpo y me dejé caer poco a poco hasta rozar sus nalgas con mi nabo que, para ser sinceros, iba a estallar de un momento a otro. Se lo dije:
―Voy, Toño. Lo que pasa es que estoy haciendo un poco de tiempo porque… no voy a poder aguantar nada.
―¡Tú dale! ―dijo―. Si hay que repetir, se repite.
Algo inquieto por la cuestión de la hora que era para él, caí sobre su espalda, entremetí mi mano buscando su pecho y fui moviéndome rítmicamente. Sabía que quería placer y yo no iba a aguantar. En poco tiempo, en cuanto la metí entre sus piernas, me corrí inexorablemente.
―Lo siento, Toño ―susurré en su oído―. No podía aguantar más.
―¡Qué tontería! Lo importante ―comentó dándose la vuelta para mirarme a los ojos― es que nos hemos conocido. Lo demás, se puede solucionar. Descansamos un poco, y ya está. ¡Si no te importa, claro!
―Por mí, como si acabara de empezar el veraneo. ¡Ojalá! Me apura que a estas horas todavía no estés en tu casa.
―También me apura, no te creas. ―Me besó deliciosamente―. Pero ya cometido el pecado, ¿qué más da? ¿Sabes una cosa? Sé que voy a estar sin un euro un par de semanas, si no más, pero no quiero perderme esto por nada del mundo. El jueves… ¡se acabó!
―¿Se acabó? ―pregunté compungido―. ¿No vas a darme tu teléfono? Podríamos seguir en contacto y, si vas a Madrid, te vienes a casa. Me gustaría estar así, o mejor, muchas más veces. ¿A ti no?
―¡¡Ufff! ¡Ya lo creo! En cuanto me di cuenta de con quién me había tropezado en el bar, deseé tener esto; tenerte. Ya sabes que uno imagina cosas…
―Chocaste con la persona adecuada y en el lugar adecuado, Toño, pero no en el momento más idóneo. Nos vamos a casa el jueves, ¿no?
―¡Mira, tío! ―apuntó―. Tú ahora concéntrate en este momento; relájate para repetir… a fondo, que esto se acaba. Mañana, ya veremos.
―No tiene por qué acabarse si no queremos. ¿Traes el teléfono?
―Está ahí afuera. ―Volvió a señalar con su gesto particular―. En el bolsillo del pantalón. Lo malo es que no tengo saldo casi nunca.
―¿Sabes que eso tiene arreglo? Tú dame el número y yo te llamo. Tú me puedes poner mensajes por wifi , ¿no?
―¡El WhatsApp ! ―asintió―. Eso es gratis desde casa, Berto. Y también podemos hacer videoconferencia.
―Creo que acabaremos enfermos los dos, Toño. Nos vamos a matar a pajas.
―Pues por eso, por eso… ―musitó procurando calmar la situación―. De momento, vamos a aprovechar esta noche porque mañana, no sé si estaré vivo. ¿Tienes wifi aquí?
―Sí, ¿por qué?
―Levanta ―bromeó empujándome y liberándose de mi peso―. Voy a poner un mensaje a mi madre. Le diré que me quedo en casa de unos amigos. A ver por dónde sale la cosa cuando se lo diga a mi padre, porque esto no le cuesta dinero y se quedarán tranquilos.
―¡Tú sabrás!
Epílogo
Esta es la historia, amigo. Por supuesto que podría contarte mucho más, pero esta es la parte interesante de la historia. ¿Quién iba a pensar que fuera a pasar tal cosa?
Se quedó en casa toda la noche, como puedes imaginar. Echamos varios polvos. Estaba claro que los dos no la mojábamos desde hacía tiempo. Fue una noche deliciosa y el miércoles no fue malo. La madre se tragó el rollo de que iba a dormir en casa de unos amigos y, aunque al padre le disgustó la idea, la pasó por alto al ver que avisaba con tiempo y se ahorraba unos euros.
Se me ocurrió lavarle la ropa y la dejamos tendida. Hizo tanto calor aquella noche, que ya estaba seca cuando decidimos dormir un par de horas. Por la mañana lo invité a desayunar y lo llevé a su casa que, tal como dijo, estaba en el otro extremo del pueblo.
El jueves, muy temprano, saldría él con la familia para Plasencia. Yo ya no pintaba nada en aquella playa sin él, así que me volví a Madrid sin prisas.
Al anochecer, ya en casa, lo llamé enseguida para ver cómo estaba. Fue increíble la felicidad que aprecié en su voz y no dejó de repetirme ―entre otras conversaciones que siempre mezclaba― que quería irse conmigo a Madrid.
Soñé con Toño, desperté con él, volví a mi trabajo con él… No pude apartarlo más de mis pensamientos.
¡Me tocó a mí! Tuve que conocer a alguien que de verdad me interesaba en todos los aspectos en la lejana playa de Mazagón. Y, para colmo, era de Plasencia.