Al final del pasillo
En ningún momento imaginó lo que le esperaba al final de aquel pasillo...
Ni la intensa lluvia que caía desde hacía horas le libró de recibir un último aviso de trabajo por ese día en su buscador. Estaba cansado, la jornada había sido agotadora y solo deseaba terminar para marcharse a casa y tomarse unas cervezas frente al televisor contemplando el partido de fútbol tan esperado de la temporada. Mientras conducía sacó un cigarrillo de hierba que llevaba en el bolsillo de su camisa y lo fumó despacio, dando profundas caladas.
Tuvo que sacar el callejero de la guantera de su furgoneta al hallarse perdido en el cruce de varias calles. Al cabo de unos minutos logró orientarse y girando en el semáforo tomó la calle indicada en el aviso.
Las obras del acerado la mantenían casi a oscuras y maldecía en silencio no llegar a casa a tiempo para el partido al no encontrar el número de la calle al que iba. Eso le hizo volver a dar unas cuantas vueltas calle arriba y ante la desesperación de no encontrar aparcamiento, decidió dejar el coche al otro lado de la manzana. Cogió su caja de herramientas y fue andando bajo la lluvia.
Era un edificio de esos antiguos, de portal cochambroso y con olor a vejez, pero al menos el ascensor funcionaba. Llegó empapado y desde el descansillo pudo ver como la única puerta que había en la planta estaba medio abierta, como si le hubieran visto llegar y esperaran a recibirle. Tocó con sus nudillos, sin querer apenas hacer ruido. No contestó nadie, pero desde la entrada se oía una música casi ensordecedora. La guitarra eléctrica de Eric Clapton resonaba en el pasillo y sentía como si le atrapara entre las paredes, como si de las mismas brotaran cientos de manos que le sobeteaban al pasar según iba adentrándose en la casa. Una fuerza extraña le llamaba desde la habitación que había al fondo desde la que salía una luz que parpadeaba cambiando de color ahora rosa, ahora azul ahora rosa, ahora azul.
El resto de las puertas de la casa estaban cerradas, como si sus habitaciones escondieran millones de secretos inconfesables. No sintió miedo, solo esa fuerza que tiraba de él y lo pasaba por el pasillo de mano en mano. Tan pronto sentía que le acariciaban la cara como que una de esas manos paridas en la oscuridad y la mugre se aferraba a uno de sus muslos no queriéndole soltar.
Según se aproximaba a la habitación iluminada, subía el tono de su voz, avisando de su llegada pero seguía sin recibir respuesta alguna a sus llamadas.
Sintió calor, mucho calor y su sudor se mezclaba con las gotas de lluvia que empapaban su cara y su ropa. Y de repente, aquellas manos que emanaban de las paredes como en una pesadilla empezaron a despojarle de sus vestiduras, arrancándoselas a jirones y arañándole la piel. Cuando llegó al final del pasillo estaba completamente desnudo y sudado y en la habitación estaba ella.
Permanecía en la cama, como yaciente, con los ojos vendados por un pañuelo de seda negro que resaltaba sobre el blanco de su piel. Creyó estar muerto y haber empezado a caminar en dirección a esa luz que dicen existe justo en el preciso instante de la muerte y de la que algún vivo habla tras haber regresado habiendo vivido una experiencia indescriptible.
Jamás su sexo había reaccionado de esa manera ante semejante visión. Parecía un ángel de piel nacarada y pezones sonrosados, erguidos y endurecidos del placer de sentir sus propias manos en lo más hondo de su ser. Brazos largos, manos delicadas apenas visibles entre sus piernas aterciopeladas que además escondían un coño que se adivinaba celestial.
Aquella mujer ni siquiera había advertido su presencia, pero se contoneaba en la cama exhibiéndose para él, sabiendo ser observada por unos ojos que la apuñalaban.
En ese momento enmudeció la música. Él contuvo hasta la respiración por miedo a ser descubierto, pero el latir de su polla ya erecta retumbaba en sus oídos.
El silencio creado le permitió oír el ruido de la aguja del viejo tocadiscos sobre el que de nuevo sonaba ese vinilo de Clapton que le había acompañado a lo largo del pasillo. De nuevo los mismos acordes, la misma música. Sentía como su piel se erizaba, era como si la guitarra sonara en su propio vientre y pudiera sentir que los acordes le atravesaran los poros y como rayos recorrieran sus brazos para escapar por entre sus dedos. Flotaba y el ritmo le envolvía como si fuera uno de esos cantantes que sobre el escenario siente la aclamación y el calor del público, los vítores, los aplausos
Se dirigió hacia la cama, se subió de pie a ella y agarrando a la mujer por su cabellera rubia le alzó la cara. Ella abrió la boca enseguida y él la llenó de su verga acallando cualquier sonido que pudiera emitir. Lejos de hacer cualquier ademán de soltarse, ella lamía y relamía la carne que llenaba su boca por cuyas comisuras chorreaba la saliva del placer. No le dio tregua, incesantemente, él metía y sacaba su polla, dura como una roca. La excitación era tremenda, la sentía en sus testículos, en sus muslos, en su vientre, desbordado continuamente por el deseo de eyacular.
Después de haber usado a su gusto la boca de aquella mujer, la levantó de la cama, la puso de espaldas, hizo que se agachara y colocando sus manos sobre el cabecero de hierro de la cama contempló su culo redondo y blanquecino que él mismo manoseaba y hasta mordisqueaba. Los labios de aquel coño le gritaban y mientras su lengua hurgaba en la oquedad de su ano, sus dedos los pellizcaban. La humedad que los envolvía los hacían resbalar entre ellos y ahora la fuerza atractiva venía que aquel coño abierto de deseo que rabiaba ser follado de cualquier manera.
Hasta tres dedos pudo meter en él. Dedos que al sacarlos chorreaban los jugos de la esencia exquisita de aquella hembra. El olor de su coño embriagaba la habitación. Todo olía a sexo, a carne. Ella se agarraba fuertemente al hierro y culeaba bravía como una potra mientras aquellos dedos la poseían.
En escasos segundos, los dedos salieron y de una sola embestida él le clavó su estaca hasta las mismísimas tripas. Un alarido inmenso se apoderó de la estancia, pero ella seguía sin ofrecer resistencia, abriendo cada vez más sus piernas, levantando cada vez más su culo como una buena perra que encelada suplica ser atravesada.
Le folló el coño con ansia, con fuerza y parsimonia, con arranque, abriendo su carne para su propia satisfacción, aferrándose con decisión a sus tetas que bamboleantes se movían al ritmo de la penetración y al son de la música. Folló su osadía, su piel, sus tetas, su espalda, su coño y su culo hasta mancharla como a una perra expuesta al capricho de todo aquel que quisiera disfrutarla como si de un objeto para tal fin se tratara.
Cayó exhausta de entrega, de dicha y placer, empapada en sudor y bañada por su leche espesa y blanquecina que cubría su espalda y sus nalgas resbalándose entre sus piernas.
Bajó de la cama, se vistió como si nada hubiera sucedido, como si todo lo ocurrido hubiera sido el efecto provocado por aquel cigarro que se fumó en su coche antes de perderse entre las calles, y al igual que a su llegada, recorrió el largo pasillo que lo separaba de la puerta, salió, y lentamente bajó las escaleras hasta llegar a la calle donde recogió su coche para regresar a casa a ver el partido.