Al final de las sombras (Caminos al fin)

Un día, quizás algún día no muy lejano, deje de creer a mis sentidos y acepte la idea que todos los caminos, de una u otra manera, llegan al mismo fin.

AL FINAL DE LAS SOMBRAS

Caminos al fin

Mi existencia no podría ser humanamente soportable de aquel maratón de calvarios y suplicios. Los recuerdos agonizaban dentro de si mismos al mínimo intento de recuperarlos, era como si extendiese mis manos hacia el etéreo aire e intentara abarcar la inmensidad solamente con mis palmas desnudas y mis dedos vacilantes. Los senderos por los que transitaba, más por instinto que por decisión propia, se torcían y confundían por entre los bodegones abandonados, otorgando una sensación de abandono y frustración a mis anhelos de encontrarme a mi mismo. Sentía hervir mi cabeza y hacer ebullición de todo lo que aún guardase.

Las nubes en lontananza, oscuras e indescifrables, suaves y volubles, meciéndose en sincronía con los furentes vientos que se precipitaban con singular audacia por entre los resquicios existentes entre muros y paredes, parecían querer escapar y sentirse libres solo por un momento, aún a costa de su propia integridad. Sus lágrimas caían desde alturas insospechadas, silbando y pidiendo clemencia segundos antes de estrellarse en el pavimento y desintegrarse en cientos de recuerdos. Algunas de ellas se reconfortaban al humedecer levemente mis ropas, mis brazos y mi rostro.

Las zancadas coléricas que me hacían deambular por allí se convertían paulatinamente en pasos firmes y eufóricos, clementes y moderados. Pequeños riachuelos de frescura corrían dentro de mis ropas, deslizándose con soltura hasta llegar a mis extremidades inferiores.

El ígneo pesar de mi cabeza iba menguando, permitiendo recobrar mis capacidades mentales. Un atisbo de inteligencia surgió fugazmente, seguido de otro, y otro, y otro más, pero ahora el dolor se transformaba y regresaba intermitente en evocaciones melancólicas de sufrimientos anteriores.

De pronto, la oscuridad espesa se dispersó. Las cosas ahora se notaban tan claras cual espejos bruñidos centelleantes a la luz del majestuosos astro solar. Los senderos y caminos confluían en un solo y guiaban displicentes hacia un destino único y particular. Las ideas pasadas y presentes se unían en una sola. Ahora había elegido un nuevo eje de mi existencia, el cual guiaría mis acciones hacia el futuro.

Por fin una salida se dibujó a la lejanía, limitada por paredes de blocks grisáceos y lodosos. Mi cuerpo pesadamente se dirigió hacia ella, paso a paso, paciente e indiferente. Espinas y demás hierbas silvestres crecían por entre hendiduras con inaudita insistencia. Me sorprendió el ver una gran familia de pequeños girasoles, hacinada en un pequeño resquicio de tierra. Sus preciosos pétalos naranjas abrazando sus oscuros estambres acapararon mi atención inmediatamente, al momento en que parecían reaccionar y voltear a ver cara a cara al sol al sentir levemente sus caricias, justo en el instante en que éste se asomaba perezosamente en el horizonte, después haber sido nublado por breves instantes.

Me arrodillé junto a ellos y permanecí ahí, admirando. Pequeñísimas gotas humedecían sus tallos y resbalaban hasta llegar al apretado terreno en donde crecían, unidas a tal punto que parecían abrazarse unas a las otras de manera fraternal. Vaya que la vida se afanaba con tenaz porfía.

Quise recordar aquél momento tomando una flor y llevándola conmigo, pero me sentí indignado ante mi egoísmo. Sería más valioso el dejar que crecieran por donde quisieran, deseaba que inundaran la tierra como una alfombra de verdes, naranjas y cafés y poder admirarlas eternamente, deseando fundirme en un instante y llegar a ser parte de ellas.

Con gran pesar me incorporé, caminé torpemente hasta salir completamente de aquél laberíntico sitio hasta llegar a lo que parecía ser una carretera. Mi vista periférica ahora podía explayarse en divisar a los costados, a lo más lejos que pudiesen. Arbustos, cactáceas, maleza y piedras se levantaban sobre la tierra hasta donde el límite visual me lo permitía.

El viento seguía silbando furioso sobre mi cabeza y los rayos solares calentaban con premura mis oscuros y acartonados ropajes. Uno que otro remolinillo de arena se formaba frente a mi, giraba, se desplazaba azaroso e iba a desaparecer a los pocos segundos.

Ambos extremos del asfaltado se extendían hasta límites incalculables, de proporciones que coqueteaban con el infinito. El sol calaba en la vista y hacía aparecer espejismos de inexistentes humedades en las lejanías al mirar indiscriminadamente hacia donde fuera. El aire caliente penetraba en mis pulmones de una odiosa manera execrable.

Bajé un poco la vista e indiferentemente se posó en una pequeña hormiga negra que paseaba alrededor de mi pie. Absorto me limité a observarla inmóvil. Seguía su camino y sabía lo que tenía que hacer. No había nada ni nadie que turbara su afán, al menos por el momento. Bordeaba obstáculos y detectaba con sus antenillas las corrientes de viento que amenazaban con expulsarla a los aires en cualquier instante. Llegó hasta unos tallos de pasto silvestre que crecían a la orilla de la carretera y se perdió entre ellos.

Levanté la vista y aspiré profundo. Quise tragar saliva pero la resequedad de la boca me lo impidió de manera dolorosa, incluso el paladar se resintió. Tallé mis ojos pero no conseguí divisar nada. Moví la cabeza insistentemente pero tampoco obtuve ningún resultado. Intenté gritar pero mi garganta se desgañitó antes de proferir cualquier vago sonido que se asemejase a alguna palabra. Mordí mis labios pero no sentí dolor, más bien ayudé a mi sangre a circular sin pereza. Troné todos y cada uno de mis falanges y aún así no sucedió nada.

Caminé unos cuantos pasos hacia la derecha, pero regresaba al pensar que quizás mi camino estaba hacia la izquierda. Entonces caminaba hacia la izquierda otros cuantos pasos pero daba la media vuelta al pensar que tal vez mi camino era hacia la derecha. La indecisión atosigaba acuciando la locura y no lo podía soportar, pero mis pies siempre se han mostrado rebeldes ante mi cabeza y no se rendirían tan fácilmente en esta ocasión. Creo que tardaré demasiado en siquiera distinguir que no existe la izquierda y la derecha, que son solamente nuestros sentidos los que elaboran la gran mentira y nos la hacen creer a fuerza de autosatisfacción y seguridad. Un día, quizás algún día no muy lejano, deje de creer a mis sentidos y acepte la idea que todos los caminos, de una u otra manera, llegan al mismo fin.