Al final de las sombras...
Por que al final, después de transitar y pernoctar por lúgubres y ominosos caminos, de existir aunque sea solo apariencia, de pertenecer aunque sea por un insignificante instante a esa majestuosa eternidad indescifrable; por que al final de las sombras, cuando el arrullo asolador canta a nuestra presencia y le convence de permitirse volar, lo único que podemos llevarnos son nuestros preciados recuerdos, aquéllos que no desaparecen en cuanto dejamos de pensar en ellos
AL FINAL DE LAS SOMBRAS
El Despertar
... La cabeza me daba vueltas hasta hacerme enloquecer de vértigo nauseabundo y mi pecho ardía como el más inclemente fuego, avivándose el sufrimiento cuando por alguna u otra razón tenía que moverme para mostrar un poco de señales de vida para cualquiera que se acercase y pensara que aquel cuerpo olvidado tras una noche de prolongado éxtasis químico pertenecía aún al mundo de los vivos, aunque todo expresase lo contrario: la tez macilenta que se extendía por toda piel que la ropa no dejase de cubrir con afán; vómito por aquí y vómito por allá, decorando el piso de tonos amarillentos y rojizos a tal grado que no se podía distinguir el original color de aquél suelo pilar de las pisadas vacilantes que los marchitos presentes se negaban a efectuar con un poco de tino.
Poco a poco se recobraban los sentidos que con demencia iban y regresaban al azar, uniéndose en caótica armonía que merecía el más demente grito que pudiese emitir la más lacerada garganta, proclamando libertad a una etérea brisa helada que se colaba desde un ventanal negro enorme y aún cubierto por gruesas cortinas que permitían una muy parcial vista de todas las formas posibles que en la imaginación del despertar se creasen, mezclando en las sombras de oscuridad el penetrante olor de las inmundicias humanas e hiriendo hasta lo más hondo lo que de sensibilidad sobrase en aquella multitud de inertes desconocidos.
Con una gran dificultad me incorporé de lo que parecía ser un montón de escombros desnudos pero colocados de tal manera que sirvieran de un aposento aceptable; miré fatigosamente de un lado hacia otro y no reconocía en lo más mínimo el lugar en el que me encontraba y mucho menos de cómo llegué ahí y con quien. Algunos restos humeantes de extinguidas fogatas se esparcían por el limitado horizonte otorgando un aspecto un poco más siniestro al ya mencionado lugar por lo que inmediatamente me dirigí hacia lo que parecía ser un enorme portón de acero, distante unos cuantos metros de mi persona. Tomé el pasador con firmeza y lo deslicé con exacerbado cuidado, ya que uno no sabe que tipo de personas se albergarían ahí y que intenciones tendrían después de haber sido regresados con estrépito a una realidad de la cual se podían dar el lujo de prescindir aunque sea por solo unas cuantas horas. Mi intención fue fallida y provoqué un chasquido metálico que taladraba mis oídos con insistencia inaudita pero logré desplazar completamente el obstáculo entre mi encierro voluntario y la serenidad exterior y su inefable falta de juicio. Algunas palabras incoherentes se escucharon a la lejanía y algunas maldiciones vinieron a confirmar mi firme deseo de apartarme de aquel sitio lo mas pronto posible. Una luz cegadora invadió mis ojos y un fragante aire refrescó mi pecho y su enrarecido fluido interior. Instintivamente mis manos se dirigieron a mis ojos para aminorar la percepción dolorosa: ahora si podía sentir mis dedos helados posados en mis párpados hirvientes.
Cuando mis sentidos se acostumbraron un poco a su nueva situación, recobré un poco la capacidad de juicio de mi atormentado cerebro y revisé con ahínco todas las partes de mi cuerpo: mis extremidades se encontraban débiles, frías y entumidas; mi pecho se encontraba mejor que dentro de aquél edificio pero aún lastimaba con dolor a cada respiración y mi cabeza era una maraña tiesa de suciedad y pelos enjutos que conservaban algo de su peinado original, aunque solo fuera un vago parecido. Mis dedos, un poco más temblorosos que de costumbre, hurgaron en todos los bolsillos de mi pantalón, que lucía terroso, pero hasta cierto punto decente, e intentaban encontrar un poco de dinero con el cual regresar a casa y a la realidad. En vano fueron todos mis intentos por recuperar algo que me permitiera desplazarme sin tener que mover mis cansadísimas piernas que no aguantaban siquiera mi propio peso y me hacían balancear de un lado hacia el otro. No sabía siquiera donde me encontraba y como llegar a casa, solo alcanzaba a distinguir bodegas y más lóbregas bodegas abandonadas por donde quiera que dirigiera mi vista. Ya antes había estado en situaciones semejantes así que el pánico no formó parte de mis pensamientos y pensé que no había otro remedio más que caminar hasta encontrar a alguien a quien preguntarle: ¿Dónde demonios estoy?, pero entonces me asaltó una duda aún más demencial que recorrió como un tremendo escalofrío haciéndome nublar mi cerebro aún más: ¿Quién demonios soy?. No había respuesta posible... al menos en ese momento.
Caminos al fin
Mi existencia no podría ser humanamente soportable de aquel maratón de calvarios y suplicios. Los recuerdos agonizaban dentro de si mismos al mínimo intento de recuperarlos, era como si extendiese mis manos hacia el etéreo aire e intentara abarcar la inmensidad solamente con mis palmas desnudas y mis dedos vacilantes. Los senderos por los que transitaba, más por instinto que por decisión propia, se torcían y confundían por entre los bodegones abandonados, otorgando una sensación de abandono y frustración a mis anhelos de encontrarme a mi mismo. Sentía hervir mi cabeza y hacer ebullición de todo lo que aún guardase.
Las nubes en lontananza, oscuras e indescifrables, suaves y volubles, meciéndose en sincronía con los furentes vientos que se precipitaban con singular audacia por entre los resquicios existentes entre muros y paredes, parecían querer escapar y sentirse libres solo por un momento, aún a costa de su propia integridad. Sus lágrimas caían desde alturas insospechadas, silbando y pidiendo clemencia segundos antes de estrellarse en el pavimento y desintegrarse en cientos de recuerdos. Algunas de ellas se reconfortaban al humedecer levemente mis ropas, mis brazos y mi rostro.
Las zancadas coléricas que me hacían deambular por allí se convertían paulatinamente en pasos firmes y eufóricos, clementes y moderados. Pequeños riachuelos de frescura corrían dentro de mis ropas, deslizándose con soltura hasta llegar a mis extremidades inferiores.
El ígneo pesar de mi cabeza iba menguando, permitiendo recobrar mis capacidades mentales. Un atisbo de inteligencia surgió fugazmente, seguido de otro, y otro, y otro más, pero ahora el dolor se transformaba y regresaba intermitente en evocaciones melancólicas de sufrimientos anteriores.
De pronto, la oscuridad espesa se dispersó. Las cosas ahora se notaban tan claras cual espejos bruñidos centelleantes a la luz del majestuoso astro solar. Los senderos y caminos confluían en un solo y guiaban displicentes hacia un destino único y particular. Las ideas pasadas y presentes se unían en una sola. Ahora había elegido un nuevo eje de mi existencia, el cual guiaría mis acciones hacia el futuro.
Por fin una salida se dibujó a la lejanía, limitada por paredes de blocks grisáceos y lodosos. Mi cuerpo pesadamente se dirigió hacia ella, paso a paso, paciente e indiferente. Espinas y demás hierbas silvestres crecían por entre hendiduras con inaudita insistencia. Me sorprendió el ver una gran familia de pequeños girasoles, hacinada en un pequeño resquicio de tierra. Sus preciosos pétalos naranjas abrazando sus oscuros estambres acapararon mi atención inmediatamente, al momento en que parecían reaccionar y voltear a ver cara a cara al sol al sentir levemente sus caricias, justo en el instante en que éste se asomaba perezosamente en el horizonte, después haber sido nublado por breves instantes.
Me arrodillé junto a ellos y permanecí ahí, admirando. Pequeñísimas gotas humedecían sus tallos y resbalaban hasta llegar al apretado terreno en donde crecían, unidas a tal punto que parecían abrazarse unas a las otras de manera fraternal. Vaya que la vida se afanaba con tenaz porfía.
Quise recordar aquél momento tomando una flor y llevándola conmigo, pero me sentí indignado ante mi egoísmo. Sería más valioso el dejar que crecieran por donde quisieran, deseaba que inundaran la tierra como una alfombra de verdes, naranjas y cafés y poder admirarlas eternamente, deseando fundirme en un instante y llegar a ser parte de ellas.
Con gran pesar me incorporé, caminé torpemente hasta salir completamente de aquél laberíntico sitio hasta llegar a lo que parecía ser una carretera. Mi vista periférica ahora podía explayarse en divisar a los costados, a lo más lejos que pudiesen. Arbustos, cactáceas, maleza y piedras se levantaban sobre la tierra hasta donde el límite visual me lo permitía.
El viento seguía silbando furioso sobre mi cabeza y los rayos solares calentaban con premura mis oscuros y acartonados ropajes. Uno que otro remolinillo de arena se formaba frente a mi, giraba, se desplazaba azaroso e iba a desaparecer a los pocos segundos.
Ambos extremos del asfaltado se extendían hasta límites incalculables, de proporciones que coqueteaban con el infinito. El sol calaba en la vista y hacía aparecer espejismos de inexistentes humedades en las lejanías al mirar indiscriminadamente hacia donde fuera. El aire caliente penetraba en mis pulmones de una odiosa manera execrable.
Bajé un poco la vista e indiferentemente se posó en una pequeña hormiga negra que paseaba alrededor de mi pie. Absorto me limité a observarla inmóvil. Seguía su camino y sabía lo que tenía que hacer. No había nada ni nadie que turbara su afán, al menos por el momento. Bordeaba obstáculos y detectaba con sus antenillas las corrientes de viento que amenazaban con expulsarla a los aires en cualquier instante. Llegó hasta unos tallos de pasto silvestre que crecían a la orilla de la carretera y se perdió entre ellos.
Levanté la vista y aspiré profundo. Quise tragar saliva pero la resequedad de la boca me lo impidió de manera dolorosa, incluso el paladar se resintió. Tallé mis ojos pero no conseguí divisar nada. Moví la cabeza insistentemente pero tampoco obtuve ningún resultado. Intenté gritar pero mi garganta se desgañitó antes de proferir cualquier vago sonido que se asemejase a alguna palabra. Mordí mis labios pero no sentí dolor, más bien ayudé a mi sangre a circular sin pereza. Troné todos y cada uno de mis falanges y aún así no sucedió nada.
Caminé unos cuantos pasos hacia la derecha, pero regresaba al pensar que quizás mi camino estaba hacia la izquierda. Entonces caminaba hacia la izquierda otros cuantos pasos pero daba la media vuelta al pensar que tal vez mi camino era hacia la derecha. La indecisión atosigaba acuciando la locura y no lo podía soportar, pero mis pies siempre se han mostrado rebeldes ante mi cabeza y no se rendirían tan fácilmente en esta ocasión. Creo que tardaré demasiado en siquiera distinguir que no existe la izquierda y la derecha, que son solamente nuestros sentidos los que elaboran la gran mentira y nos la hacen creer a fuerza de autosatisfacción y seguridad. Un día, quizás algún día no muy lejano, deje de creer a mis sentidos y acepte la idea que todos los caminos, de una u otra manera, llegan al mismo fin.
A la izquierda de la dualidad
Izquierda o derecha. Ahora todo se simplificaba en dos simples palabras que decidirían por si solas el rumbo a seguir. No tenía ni la más remota idea de donde me encontraba, y aún si lo supiera me serviría de muy poco al no saber hacia donde me dirigía. Opté por dejar que el fortuito azar se irguiera y tomara la palabra por sobre las demás opciones, algunas demasiado descabelladas como para siquiera mencionarlas.
El águila o sol no me servía por que no traía ni una sola moneda, entonces decidí buscar una piedra a semejanza que pudiera hacer tal tarea al tallar algo en una de las caras. Incliné un poco mi cuerpo y dediqué toda mi atención en buscar el deseado objeto. Tras unos momentos empezó a molestarme mi labor, pero al pasar más tiempo del que consideraba necesario para encontrarla, me encontré muy cerca del hastío. Cada vez el tedio se volvía insistentemente insoportable hasta obligarme a olvidar aquel fastidioso trabajo.
Mi cabeza se esforzaba en encontrar una alternativa, pero mi mente seguía en blanco. Fugazmente, una idea cruzó mi pensamiento y se transformó en una opción viable. Tapé con una mano mis ojos y me puse a dar vueltas velozmente hacia mi derecha. Si alguien hubiera pasado por allí si que verdaderamente hubiera parecido un maníaco.
Cada vez giraba con más y más fuerzas, hasta el punto en que las náuseas y el vértigo se hicieron presentes insoportablemente. Inadvertidamente detuve mi frenesí. Cuando los malestares hubieron menguado, a mi juicio determiné hacia que punto me hallaba inclinado con más cercanía. Resultó ser a mi izquierda.
Tomé un poco de aire y dirigí mi vista hasta lo más lejos posible, protegida por una mano encima de mi ceja derecha. Monotonía era lo único que veía, monotonía y nada más. Demasiado estaba ahí, más sin embargo nada.
Fastidiosamente, mis pies tomaron el costado del camino y comenzaron a recorrerlo. El sol a lo lejos parecía pesar demasiado y dirigirse hacia su ocaso. Cada vez fue más y más difícil el sostenerlo en el firmamento, hasta que finalmente éste cedió. Ninguna luna salió a saludarme y me sentí indignado ante tal atrevimiento. Las estrellas debieron de haber sentido mi enojo y decidieron no asomarse. Solamente las nubes seguían siendo mis acompañantes, ahora vestidas de mantos negros, azules y grises.
Mi mente divagaba en mil y un conjeturas fundamentadas en repentinos recuerdos que no me servían de nada. Evocaba plegarias fatídicas al tiempo que desplazaba mi cuerpo por el frío viento pacífico y constante.
Repentinamente, tuve ansias incontenibles de voltear hacia mis espaldas. Algo me decía que debía de hacerlo, y si algo no me había fallado nunca era mi instinto. En la obscuridad de la madrugada, creí distinguir dos luces que se acercaban lentamente hacia mí en línea recta. Un vago sonido ronco de conocida periodicidad las acompañaba. Detuve mi marcha y me quedé rígido y de pie al lado del camino. Cada vez lo sentía más y más cerca, más y más próximo, hasta que finalmente pasó de largo. Creo que pareció reconocer en mí una figura humana, ya que gradualmente disminuyó su velocidad hasta quedar inmóvil, solamente brillaban unas intermitentes lucecillas rojas. Esperó unos instantes, pero mi cuerpo no reaccionaba. Quería correr a buscar abrigo pero una fuerza desconocida me obligaba a quedarme estático en mi posición. El vehículo emprendió reversa hasta situarse muy cerca de mí y entonces pude observar de frente a aquél individuo.
Hubo algo en él que verdaderamente me causó pavor. Sus palabras eran corteses y amables pero su expresión del rostro denotaba ira, hipocresía y sadismo. Su ceño fruncido, sus ojos malvados de mirada insostenible y sus labios retorcidos no tenían comparación con nada que anteriormente haya visto, sus facciones parecían lindar en algo no humano, más bien demoníaco.
Solamente fueron fracciones de segundo las que lo tuve enfrente mío, pero a mi me pareció una eternidad de martirios inimaginables. Sentía su vista penetrar mi ser y dirigirlo hacia los abismos insondables de la perversión y la inmundicia. Todo en el era carente de inspirar siquiera indiferencia. Aquello era ilimitadamente horrible, tanto que merecía desaparecer para siempre de la faz de la tierra.
Cerré los ojos y no los abrí hasta que finalmente dejó de retorcerse mientras mis manos heladas apretaban con fuerza inaudita sobre su cuello. Mis dedos se cernían sobre su garganta como garras; mis uñas sucias se clavaban sobre su piel mientras su sangre salía tímidamente y chorreaba en hilillos que bañaban todo por donde resbalaban. Solo así había logrado borrar esa mueca de su rostro para siempre; solo así el pudo descansar eternamente, de eso estoy seguro.
Cavé una fosa con mis propias manos y ahí deposité el cuerpo. No estaba lo demasiado profunda como para que las bestias no lo encontrasen, pero eso no me importó. Qué mejor manera de purificarse que ser devorado por los instintos y servir en algo más que para comida de nauseabundos gusanos.
Limpié con el dorso de la mano los hilillos de sudor que surcaban mi frente e iban a humedecer mis acartonados ropajes. Atraído como por un encanto divino, mi mirada se posó hacia el horizonte celestial y su belleza me dejó perplejo, anonadado. En ese estado, como embriagado por la visión de aquella hermosa luna suspendida en el firmamento, triste y perenne resplandor de pálido carácter, me entregué por completo a la locura que demencialmente me acechaba en la sordidez espinosa de mi sufrimiento. Sentía un ardor que atacaba las yemas de los dedos y pude fijarme, bajo aquélla blanquecina lucecilla, que varias de las uñas no estaban en su lugar, y en vez de ellas, se presentaban ante mi solamente trozos sanguinolentos de una masa deforme que solía ser mi mano.
Regresé al vehículo y tomé el volante de la camioneta y pisé el acelerador hasta el fondo. Una sensación de satisfacción y euforia me disipó los arrepentimientos. Ahora sentía pasar rápidamente el camino frente a mí. Iría como a 140 kilómetros por hora y sentía volar. Las curvas parecían solo disminuir mi velocidad un poco, pero en cuanto las pasaba recobraba las alas. No sentí nada cuando el vehículo se impactó de frente con un carro blanco que salió inadvertidamente de un senderillo de terracería, solamente una paz y felicidad supremas embriagaron mis sentidos y los sumieron en un sopor indescriptible. De lo demás, ya no supe nada.
Un mundo interior
Nunca me había sentido tan ligero como después de ese momento. Todo empezó como un ligero escozor naciendo en las sienes, desplazándose ondulante y caprichosamente como cuerpo de serpiente, gélida y exótica al tacto. La desesperación, los lamentos, el dolor y toda sensación humanamente reconocible desaparecían para fundirse en el crisol del mundo, permanecer incólume y sublimarse hasta los más dilatados y exacerbados lindes y confines de la eternidad, yaciendo pacífica y muy cerca de la inexistencia.
En un instante de penetrantes y profundas cavilaciones, la visión fue reduciéndose indolora desde la periferia, cobijando perezosamente cual niebla oscura en bosque de montaña. Era algo verdaderamente extraño el sentido de pertenecer a un mundo pero no existir en el, ni siquiera por los años de lamentable deterioro paulatino e irreversible en los que te vio pisar las más nauseabundas porquerías y pasar de largo por tu propia voz. Era algo tétrico pero morboso el observar tu propia vida desde un ángulo desde el cuál nunca antes te habías tomado la molestia en hacerlo; es más, es exorbitante la cantidad de minúsculos detalles que a la larga pesan y terminan venciéndote, aún a pesar de cualquier juicio y cualquier intento. Nada de lo que hagas o digas perdurará más allá de lo que tarde en resonar en tus propios tímpanos y hacerte caer en la cuenta de que el mundo es sumamente engañoso y por eso me es una necesidad el mentirle; pero la mentira no es la negación de la realidad, sino más bien un plan a posteridad para la transformación de la misma en algo, digamos, diferente.
Ahora, nada importa ya, pero todo es interesante. Todo adquiere una inclinación del ánimo más pronunciada que antes. La ingravidez que te atosiga se asemeja a ser empujado como una pluma con un feroz soplido que te eleva insignificante por los aires para que nunca más desciendas ni vuelvas a rozar tierra u oprimirla con fuerza entre tus dedos, siquiera con la imaginación desbordante por la cuál siempre te habías caracterizado ante ti mismo.
Repentinamente y sin siquiera advertirlo, pude sentirme nuevamente corpóreo y ya no etéreo. La oscuridad de apariencia sempiterna pareció ceder ante fuerzas incognoscibles e insondables que me ofrecieron con sosiego una gama de oportunidades que escapaban más allá de la más prolífica imaginación que haya existido en todo el orbe.
Ahora podía sentir la tierra bajo las plantas de mis pies y en los resquicios existentes dentro de mis dedos. La sentía apretujarse y resbalar a cada zancada que mi cuerpo se dignaba en efectuar con cierto tino y a una cadencia extraña. Era un espacio cavernoso que se llenaba de los ecos acuáticos de un mundo lleno de sorpresas y que se mostraba displicente a ser inquirido con diligencia, incluso por su propio creador. Me hallaba a mi mismo como un alma en pena, que a veces sopla, y a veces truena pero que no podía ver más allá de una vaga penumbra y una vaga memoria. La vastedad de la concavidad subrepticia y subterránea no menguaba el interés famélico de llegar hasta el final, aunque se requiriera de una infinita paciencia.
Los dedos también rozaban las paredes; en ocasiones a la derecha y en ocasiones a la izquierda. Pequeños fragmentos de roca se incrustaban debajo de las uñas pero sin dolor, sino como una extensión de los mismos dedos. Una maraña de pelos se extendían desde el cuero cabelludo hasta los hombros, unidos en caótica armonía a manera de extravagante y exquisito lienzo de explayados trazos finos que parecían mejorar a cada movimiento del cuello.
Lo más extraño fue el pecho; ya no existía corazón inagotable que se convulsionara dentro de él y que impusiera orden, ritmo, compás o sincronía. No, ya no existía en lo absoluto y de eso puedo estar seguro, pero en lugar de él, una madreselva se enredaba en el esternón y decoraba una a una las costillas.
En un instante supe algo que hace unos segundos no sabía, aunque ignoraba como me había enterado de ello. Tal vez fueron las raíces que se anclaban en mi sacro, o tal vez fue el tallo que se enredaba rizado con cadencia a la espina dorsal pero sabía con inefable certeza que aún me encontraba vivo. Pero el cómo es algo que aun desconozco, y el dónde también. Aún el por qué se ha resistido a revelarse y esto no es algo que me quite el sueño, ya que son dichosos aquellos que también saben soñar despiertos, aunque aquel mundo interior, con todo y su perpetuidad lacerante, jamás vuelva a ser revelado ante la creación hasta el último segundo en el que una pregunta no responda más allá de lo que una respuesta pueda preguntar.
Recuerdos
Simplemente un día desperté, pero los fantasmas de niebla seguían presentes al enturbiar mi vista. Intenté frotar mis ojos con una mano, pero estaba firmemente sujetado a la cama y arropado hasta debajo del mentón. Me sentía asfixiado, no podía respirar, y lo único que podía era emitir quejidos roncos y poco potentes a pesar de que utilizaba al máximo mis pulmones y su fluido interior.
Después de unos cuantos minutos de exasperante desesperación sentí una presencia en mi entorno. Tiernamente rozó mi mejilla con el dorso de su mano pero no podía reconocerle. Ella, pacientemente esperaba.
Quien me había conocido un par de meses antes no me hubiera reconocido así como estaba, postrado indefenso en aquél recinto de blanca luminosidad. Como era posible que me hubiera convertido en un burdo remedo de la persona que solía ser, en una broma y en una burla.
Solía ser un joven tranquilo y de modales sosegados. Mi semblante, a pesar de reflejar siempre pensamientos contradictorios y de profunda reflexión, se mostraba amable y sereno para con los demás. Solía compartir banalidades y opiniones superficiales, siempre atesorando mis verdaderas convicciones y mi auténtica forma de ser. La violencia nunca había formado parte habitual de mis reacciones y se podría decir que la timidez afloraba en mí como el rocío en los pétalos de las flores al amanecer. Los estudios eran el eje primordial sobre el que mi vida giraba y se construía. Nunca había descuidado más allá de lo razonable mis obligaciones pero no reclamaba con ambición ninguna de mis libertades. Siempre tenía palabras de aliento para cuando los demás las necesitaban, pero era terco y obstinado cuando yo mismo fallaba y en constantes ocasiones me recriminaba en silencio.
Los libros pasaban y los conocimientos se agolpaban y amontonaban, pero no tenía nadie con quien compartirlos. Era realmente incomprendido y los demás preferían tildarme de extravagante y de gustos exóticos antes que intentar comprenderme. Realmente nunca nadie se había tomado la molestia de siquiera intentarlo. Estoy seguro que lo hubiera logrado, ya que todos, en el fondo, somos frágiles.
Siempre las personas han pensado que cuando alguien no se queja es por que los problemas no abruman su existencia, pero ahora se que no es así, que simplemente estos van cayendo como la nieve sobre las espaldas de quien calla, gramo a gramo hasta que es insostenible y ahoga con rapidez cuando ha llegado a su límite, y justamente eso fue lo que pasó en mi vida, si es que se le puede llamar así ya que no he encontrado otra mejor manera de referirme a ella.
Encontré una alternativa al desconectarme y hurgar en las arrugas del infinito antes que sumergirme en mi mismo. No todas las historias son las mismas. Realmente yo disfrutaba de vivir como últimamente había aprendido. Lo inmenso y lo indescifrable me complementaba pero la cuestión era cuanto iba a durar. El estar así me ayudó a encontrarme a mí mismo y siempre le estaré agradecido y en deuda. Ahora lo entiendo.
El estado químico en el que siempre me encontraba no era mi finalidad, era solamente un proceso, y uno que ya había finalizado. Creo que desde siempre había privilegiado a la vista y no había aprendido a ver con el oído. Ahora tendría la oportunidad y no la desaprovecharía. Mis vivencias me lo habían mostrado, así como la invidencia momentánea había salvado mi mente del abismo y de la enajenación mental.
Mi semiceguera fue empeorando hasta sumirme en las penumbras sempiternas. Aprendí a jugar con ellas y a moldearlas a mi gusto. Aprendí a conocer a las personas por su olor y por su manera de caminar. Aprendí a comprender, a sentir, a existir
Ahora, aquélla mano que con dulzura acariciaba mi mejilla, que pacientemente esperaba junto a mi anegado y marchito cuerpo, que acariciaba mi oído con extrañas plegarias que me hacían recordar lo que anteriormente no recordaba, que segaba el remanente hálito de vida y me infundaba una transmutación inexplicable, que comprendía el dolor y el sufrimiento, el placer y la locura, lo inexplicable y lo sombrío, el despertar y amanecer, todo esto a pesar de no ser humana, aquélla era la dulce mano de la inefable muerte que alejaba con cadencia mi propia existencia. Por que al final, después de transitar y pernoctar por lúgubres y ominosos caminos, de existir aunque sea solo apariencia, de pertenecer aunque sea por un insignificante instante a esa majestuosa eternidad indescifrable; por que al final de las sombras, cuando el arrullo asolador canta a nuestra presencia y le convence de permitirse volar, lo único que podemos llevarnos son nuestros preciados recuerdos, aquéllos que no desaparecen en cuanto dejamos de pensar en ellos
FIN