Al cielo...junto a Nube

Como a pedazos destroce la ropa que cubría el cuerpo de Nube…nada más entramos, nada más sentí sonar el pestillo de la puerta, sin amparos, sin remilgos, loco, poseído, aguardando que ella en cualquier momento dijera “no, solo quería jugar, para, esto es una locura, paremos, estoy casada, amo a mi marido” y otras sandeces novelescas.

(

Antes de nada, deseo agradecer a todos los que leen, disfrutan y opinan mis relatos. A quienes escriben un comentario, rogarles disculpas por no responderlos. Los leo y agradezco todos, sobre todo quienes aportan una sugerencia, una corrección o una educada crítica….los que me permiten ver las cosas de una nueva manera. Mil gracias. Y ahora, al meollo.

)

Nube me pidió el divorcio aduciendo incompatibilidades para la convivencia.

Nuestras incompatibilidades no rallaban en el compartido gusto por el orden y la limpieza, o en el placer de comprar chocolate con almendras o en el discreto deleite de caminar descalzos sobre la tarima, imprimiendo nuestra huella sudorosa en ella.

Nuestra incompatibilidad, era el concepto diametralmente diferente que ambos teníamos del sexo.

Y no siempre había sido así.

Bueno, Nube no es que hubiera sido una mujer liberal y libertina, abierta de piernas y de entendederas.

Pero el noviazgo no careció de momentos vibrantes en los que uno llegaba a estar convencido que bajo la piel lechosa de mi casi sueca, paraba una aspirante frustrada a actriz porno….felaciones de ascensor hotelero, cabalgadas en asientos de paseo mediterráneo, visitas a capós de coche en no tan discretos apeadores de autopista.

¿Qué sería lo que acabó resquebrajando y diluyendo la prometedora lascivia de Nube?.

Nunca lo supe.

Solo sé que un día, sacando recuento, descubrí que llevábamos una semana sin hacerlo y que esa última experiencia había sido soporífera.

Así comenzó el declive.

Nube consideraba que el placer carnal tan solo se practicaba cuando todo lo demás, estaba en un perfecto orden cósmico.

En casa follábamos cuando en el trabajo los expedientes estaban cronológicamente ordenados, cuando los subalternos conseguían cuadrar a la perfección el calendario vacacional, cuando las amigas de cortado no sacaban demasiada punta a la lengua o cuando el telediario, daba solo noticias buenas.

Par mí, en cambio, el sexo era precisamente lo contrario….una fuga entre los muslos de Nube del jefe gruñón y rácano, de la pedantería vital, de la letra del coche, el vecino malcarado o el dolor de muelas.

Una manera de olvidar dando y recibiendo placer, que la vida es de todo menos gozosa.

Yo la buscaba de diario y ella de diario, conseguía sacar excusa.

Hasta que terminé por pensar que el problema era la falta de atractivo físico propio, proponiéndole para paliarla un juego que, a decir verdad, formaba parte de mi aspiratorio sexual desde los tiempos de mojar los pantalones sin tocar cosa.

  • ¡Tú estás loco!
  • Mujer igual soy yo quien ya no te excito y…bueno siempre habrá alguno que te ponga.
  • ¡Estás diciendo tonterías Esteban!. ¡Es una guarrada lo que propones y punto!. ¡A ver con qué cara me presento yo ante el mundo! ¿Y si la gente se entera?...bla,bla,bla…

Era mejor postergarlo.

Cuando Nube entraba en éxtasis de verborrea, resultaba inagotable.

Siempre escapaba victoriosa de todas las discusiones.

Mi mujer, que en la urna votaba izquierda pura, de la tricolor, guadaña y puño en alto…en la cama declinaba hasta lo rancio, sosa, como si fuera ya abuela parida en lo más pringoso de los años cuarenta.

Un año más tarde, y con apenas media docena de pésimos coitos, decidí retomar la intentona.

Y ella cerró la puerta aun con más energía, advirtiendo que aquel juego no tenía ninguna gracia y que lo que debíamos hacer urgentemente, era concebir un hijo.

Siempre quise ser padre.

Pero la propuesta provocó que una alarma chillona se encendiera en el discreto órgano donde se ocultan los ataques de ansiedad….ese que da advertencia de los pasos peligrosos y sin remedio.

¿Tener un hijo con alguien que concebía el sexo como la última de sus cuatrocientas noventa y seis prioridades previas?

No.

Nube pretendía construir una presa con forma de pañal, capaz de retener todas las torrenteras que sabía, se le estaban viniendo encima.

Pero no podía.

El divorcio llegó con naturalidad, sin fatalidades.

Finalmente, ante los abogados, para no confesarles que llevábamos nueve meses sin vernos desnudos y que la última vez que lo habíamos hecho fue un drama en tres actos; abrir piernas, desfogar, cerrar piernas, nos inventamos aquello de la convivencia.

Pero no por ello dejo de ser doloroso.

Porque nos amábamos.

Porque nos amábamos y además, sin hijos, las probabilidades de no perder la relación se quedaban en mínimas.

Como así resultó ser.

Llorando uno de cada dos días, hice la mudanza a un pequeño pueblo, treinta kilómetros al norte de la metrópolis.

Encontré empleo como guarda forestal en una finca privada cuyo dueño, venía cuando se acordaba de follarse a una de sus queridas o deseaba aplacar su sed de sangre, matando un ciervo.

El hombre resultaba ser tan poquita cosa y sus amantes tan demasiada, que tras dejarlas siempre a medias, a la mañana siguiente, sin excusas, tocaba pagar a un cérvido sus incapacidades amatorias.

Lo pase mal.

Rematadamente mal.

Al comienzo, porque echaba de menos la etérea presencia de Nube, su respiración, su intangible calor en la cama.

Luego, lamentando el tiempo perdido, los años desperdiciados, los proyectos que las malas elecciones malmetieron.

Finalmente, hasta añoré el mal sexo que nos proporcionábamos, masturbándome imaginando el rostro funcionarial de Nube, conmigo entre sus piernas, cumpliendo con el mandato de dar placer y recibir el justo….!que desespero!.

Como la finca distaba tres kilómetros del pueblo y aunque procuraba no perder la sociabilización tomándome unos caldos de diario en el único bar decente que encontré, lo cierto es que, en una villa de dos mil quinientos cristianos, las posibilidades de rozar con una hembra dispuesta, se reducían a lo ridículo.

Poca mujer, casi toda emparentada y encima, si esta aún estaba soltera, la mocedad local masculina, la vigilaba celosamente, como si se tratara de su exclusiva presa.

Así que en tales circunstancias, no quedaba otro remedio que el onanismo.

Claro que no todo en este mundo tiñe de oscuro.

Con una profesión de continuo sol y ejercicio, recuperé sin presiones la cuarentena real de mi cuerpo, hasta entonces, abandonado indignamente a las inclemencias del sofá y la comida calórica sin alimento.

Pero aun así, moreno y fibroso, ya no recordaba la sensación de sentirme catado con ojos de deseo.

Deseo como el que Laura parecía mostrar hacia mi renovado físico.

Laura resultó ser una discreta pero enérgica enfermera, trasladada para atender el consultorio local y a la que, en el lugar, trataban de tortillera por eso de que a la semana de llegar, hasta la coronilla de soportar el rodeo en celo del universo varonil local, mandó a tomar por culo a uno de los peores babosos.

Y el peor baboso, un ser unineuronal, ramplón y estúpido, dolido en la honra, decidió tratarla, a lo cobarde y de espaldas, de puta y machorra.

Desde entonces, nadie con pene se le acercaba.

No porque peligrara su físico, sino porque Laura estaba sobredorada de aquello que más temen los hombres; sus propias ideas.

Para mí, no obstante, conocer e intimar con ella resultó ser algo natural.

Fue Laura quien se acercó, fue Laura quien invirtió cinco largas horas de confidencias y tragos y fue Laura la que, colocando descaradamente su mano en mi paquete, decidió.

También fue ella quien, mientras ponía los ojos en blanco mordiéndose los labios de puro regusto, me informó que “estoy en mis días más fértiles”, advirtiendo que si continuaba y me corría dentro, nuestra relación iba a comenzar con el paso torcido.

Laura era indoblegable, gozosa, capaz de exprimir el goce de cada segundo.

Y ese segundo, incluida constante presencia de vino, chanza y polla.

Felicidad absoluta.

A las dos semanas organicé el traslado de la finca al pueblo, alquilando un pequeño apartamento donde nos invertimos, sencillamente, en trabajar duramente la mañana y hacernos gritar como animales en celo todas las tardes.

Y lo hicimos en tal cantidad y calidad que la peluquería más casposa del pueblo, instalada justo bajo nuestros empentones, se convirtió en constante foco de…”metelaaaaaa” junto a suplicas de…“lléname de lecheeeee oggggg” u órdenes como…“agárrame el culo mientras te monto, cláveme tus uñas cabroooon, cometelo, cometelo enteroooo uffff”.

Hasta el párroco comenzó a pasearse en aleatorio capricho, haciéndose coincidir con la hora en que alguna beata, le informó que se producían nuestros reiterados pecados, más que para corregirnos, para saber qué ocurría durante aquello que él, o no hacía o lo practicaba con alguna puta de gemido profesionalmente eslavo.

Sí, Laura y su desosiego, me hizo olvidar que habían pasado seis años.

Seis años desde que firmé ante el secretario judicial nuestra separación.

Seis hasta que volví a verla, paseando por plena calle Mayor, con unas gafas de sol incapaces de ocultar el rostro que había contemplado, amado y desilusionado durante tanto tiempo juntos, que no unidos.

Había contactado indirectamente, a través de una amistad común para comunicarme que conservaba un viejo álbum de nuestra juventud y deseaba regalármelo.

Acudí en secreto, justificado por un curso de descaste ganadero.

Acudí sin ninguna gana de recibir aquel álbum.

Y no pude evitar, apenas la vi, un latido de más y la necesidad de correr y abrazarla, recuperar la juventud, la ilusión que ambos nos regalamos.

  • Nube – la llamé, apretando los dientes, hundiendo los puños tímidamente en los bolsillos, para que no viera que sudaban, que estaban temblando.

Media hora más tarde, sentados en la Mallorquina, disfrutábamos de dos cafés con leche y una caracola de azúcar escarchado que ella pidió para demostrarme que aún se acordaba de lo mucho que me gustaba aquella delicia.

  • Me casé hace cuatro años, Esteban.
  • ¿Lo conozco? – pregunte poniendo cara de enrollado y tragándome el dolor de hígado.
  • No. Es un….un profesor de instituto.
  • No te pega. A ti siempre te fueron los culturetas si, pero de gimnasio.
  • Bueno sí y no. Es muy diferente a ti. Tú siempre estabas dándole vueltas a las cosas.
  • Y tú se las dabas demasiado.

Nos reímos.

Fue la manera silenciosa de pactar una tregua.

No era justo para ambos.

Además, extrañamente, lejos del forzado fingimiento, parecía imponerse la naturalidad, la cordialidad, el sentimiento cómodo de tener delante a alguien que, aun con años y distancia, ocupa un insuperable lugar en tu privada biografía.

  • El actúa y me convence para actuar. No, se. Me hace sentir muy viva.
  • Yo siempre intente que actuaras – objeté con una sonrisa.
  • ¿En serio? – aquella pregunta contenía un sospechoso matiz humorístico.

Dicha la respuesta, Nube se levantó, haciéndome creer que iba a marcharse sin soltar otra palabra.

Pero no lo hizo.

Sentándose a mi lado, impuso un largo beso, sin remilgos, con una rápida apertura de labios y una puntita húmeda penetrando con tal sutileza que la lengua propia, no tuvo otro remedio que encarar aquel acoso.

  • No hay ningún álbum – confesó – Así que vamos – ordenó abriendo el bolso, sacando un billete de diez euros que levantó en espera del camarero.

Emparejados y cogidos de la mano, no tardamos ni diez minutos en llegar hasta el piso que compartían cerca de la plaza Cascorro.

Y yo callado mientras ella lo decía todo con los ojos….no vi amor, no vi el deseo de volver a sentir lo que sentimos, de recuperar todo lo que si no tuvimos, tal vez habíamos perdido…tampoco yo sentía amor, ni pensaba en Laura.

Sentía eso si, el sonido de los zapatos que cubrían los pies de Nube, en su ecléctico taconeo sobre la acera, en el roce de la cadera de mi ex, izquierda, derecha en mi muslo izquierdo, en su olor a….a un perfume que no

reconocía.

El piso era una maravilla primorosamente decorada, dentro de un edificio vetusto que se caía a pedazos.

Como a pedazos destroce la ropa que cubría el cuerpo de Nube…nada más entramos, nada más sentí sonar el pestillo de la puerta, sin amparos, sin remilgos, loco, poseído, aguardando que ella en cualquier momento dijera “no, solo quería jugar, para, esto es una locura, paremos, estoy casada, amo a mi marido” y otras sandeces novelescas.

Había engordado.

Sabía cómo vestirse para ocultarlo pero ahora, desnuda frente a mí, mientras se separaba para mostrarse, para contemplar mi cuerpo igualmente desnudo, podía verlo….la anchura de sus caderas, su tripita abombada más de lo que recordaba, sus muslos o sus pechos, si sus pechos, que habían pasado de buenos a excepcionales, sin perder aquella pequeña y rosácea aureola de belleza escandinava.

  • Estas increíble – se confesó - ¿Vas al gimnasio?.
  • Mi gimnasio es la dehesa cariño….tu….tu estas….bufff

No di respuesta.

Sencillamente hice lo que más deseaba, que era devorar aquellos pezones.

  • Ummmm – gemía – Lo haces a las mil maravillas.

En realidad, compartía una entremezcla entre asombro y constante alerta.

Examinaba cada gesto, retenía cada sentimiento, saboreaba su piel, absorbía su aroma, los cambios no solo en su cuerpo, sino también en su olvidada manera de manejarlo.

Y tan olvidado porque en el trayecto, estaba descubriendo multitud de gestos, de gemidos y sutilezas que nunca había visto.

Estaba esplendida.

Como espléndidamente devoraba mi falo.

Lo hacía en el descansillo, ante un aparador donde se exhibía una foto de ella, con la torre Eiffel al fondo (¡que cabrona y nunca quiso ir conmigo aduciendo que allí solo había comeostras!).

Lo chupaba de rodillas, adoptando aquella posición de sumisa nipona, mirándome desde abajo con cara falsamente humilde, mientras la sostenía cinco largos segundos, totalmente incrustada hasta la garganta.

La contemplé deliciosa, caminando hacia la habitación principal, dos metros adelantada, viendo como su culo, más generoso que antaño y también más fofo, se bamboleaba de lado a lado, en parte de manera natural, en parte forzadamente cautivadora.

Como cautivada estaba mi boca con la manera en que sus manos aferraban mis greñas para atraerme hacia su mojada entrepierna.

Mojadiiiisima.

Nunca, ni de novios, pude deslizar la lengua con semejante facilidad entre sus vaginales labios, resbalando de arriba a adentro, metiendo y sacando sin una sola queja, chapoteando hasta la nariz mientras ella, sentada en el borde de la cama, echaba la melena rubia hacia atrás gritando para que se lo comiera.

  • Lo haces como ninguno.

“¡No te jode, a Laura le encanta y es catedrática en enseñar estas cosas!”

No lo dije claro.

Porque si no, tal vez Nube no se habría puesto de pie invitándome con la mano a seguirla en aquel juego.

  • Álzame.

Y lo hice para contemplar nuestra silueta en el gigantesco espejo que hacía de armario empotrado….seis años pasados, ella de espaldas, aupada entre mis brazos y mi cabeza, asomando tras el hombro cuyo sabor, mezcla de sudor y feromona, terminaron de convencer a mi entrepierna.

Todo era demasiado.

Hábil, sorpresivamente elástica, introdujo su mano derecha entre ambas cinturas, aferrando lo que buscaba para luego, rozarlo durante un interminable e irrepetible minuto con la entrada de su vagina….y luego, lentamente, fue introduciéndolo a ritmo de tortuga coja.

  • Ufffffff – suspiró – Y pensar que es la misma.
  • Oggggg estas empapada.
  • Como la siento Esteban….!como la siento!.

Exclamó justo cuando empezamos a bombearnos el uno en el otro.

Sí, mutuamente, ella acercando la cadera con movimientos oscilantes de descarado envilecimiento…..yo entrando hasta las mismas entrañas de aquella mujer que fue esposa durante años y que en esos momentos, creo que ni reconocía.

  • Mírame los pies – me dijo – ¡Míramelos!.

Y lo hice. Sus pies se estaban apuntando al ritmo que la estancia entera se llenaba con sus gritos.

  • Aaaa!agggg aagggggg agggggg! ¡Se ponen de punta por ti Estebaaannnn!.

Cuantas veces durante nuestro fenecido matrimonio, le dije que cuando las personas se corren los pies traicionan sus deseos y fingimientos….unos pies de punta, son irremediablemente orgásmicos.

Y desde luego los pies de Nube, revelaban que se estaba quedando bien a gusto.

  • Buf, buf, buf, buf que maravilla….buf, la cama, la cama, échame en la cama.

No la eché,

Nos arrojamos.

Ella, que por lo general en cuanto llegaba el orgasmo daba el evento por acabado, ahora volvía a mecer su coñito para no dejarme escapar de su interior, practicando ejercicios elásticos con las paredes vaginales que, de no mediar un infarto, me iban a conducir a un irremediable pasmo.

  • Mete Esteban sin miedo que este coño no es el que conocías.

Y lo hice.

Bombee, metí, saquee como un huno todos los bajos instintos de ambos.

Ella aferraba con sus dedos encrespados, dejándome una marca que iba a perdurar mucho más que la puramente físicas.

  • ¡Esteban, sigue, sigue, otro, otro, otroooo!
  • No puedo más cielo…aggg…!me corroooooooo!
  • Si, si hazlo, hazlo a pelo, a pelo,

Y lo hice.

Nunca eyacule con semejante vigor.

Nunca.

Y eso que 36 horas antes había follado con Laura.

Pero fueron lo menos una decena de estertores, de sacudidas, todas largas y las primeras seis, de una generosidad tal que desbordo los costados, fugándose fuera del coño de Nube para depositarse sobre el lecho.

Nube.

Era injusto pensar en ella antes y ahora….era tan imposible.

  • Tu marido te ha enseñado bien – le dije cuando estábamos ya recuperados, desnudos y pringosos sobre la sábana.
  • ¿Te dije que era profesor de oratoria?. Convence a un muerto de que está vivo. Te lo dije.
  • No termino de comprenderte Nube.
  • Que Marcos no solo me dijo que podía follar con quien quisiera….- añadió señalando con la mirada a un ordenador hasta entonces ignorado y que abierto en la esquina de la habitación, mostraba una tintineante luz al costado, indicando que la webcam funcionaba….con alguien observando, desde el otro lado - ¿Repetimos?.