Akelarre en el konvento

Leonor y Javier visitan un peculiar convento de monjas. Todo parece normal, sin embargo una secta de adoradoras del pecado se oculta entre sus muros. Prepárate para emociones fuertes... Publico un par de ilustraciones de prueba. Si me decís vuestra opinión, os enviaré las que vayan saliendo.

El colegio de las siervas de la cruz se dibujaba en el horizonte rodeado de cipreses y algunos robles, aunque lo que iban recorriendo Javier y Leonor en su carruaje eran campos de cereales que habían sido segados recientemente.

  • Todas estas tierras pertenecen a la congregación - comentó Javier - Mi prima gobierna el territorio con mano de hierro y ha hecho prosperar el convento desde que es la abadesa.

  • No conozco esta orden - dijo ella.

  • No, no es muy popular - respondió el caballero con una sonrisa irónica - Nada que ver con las claretianas que ahora vais a suplantar, excepto que el hábito es muy parecido y nadie va a distinguirlo del otro.

  • No me veo de monja, Javier . Se nos va a notar a la legua que vamos disfrazadas.

  • Una vez en el barco será más fácil pasar desapercibidas. Dentro de los camarotes nadie va a indagar. Prepárate que ya llegamos - Hablaba con gran seguridad y cierta prepotencia, lo que irritaba a Leonor, pero no dejaba de ponerla cachonda.

Las puertas del edificio se abrieron y el coche penetró hasta el patio. Era visible el claustro, de un estilo moderno, y el edificio principal.

Un robusto servidor cerró los portalones y acompañó en silencio a la pareja a lo largo de un amplio pasillo muy bien iluminado por los ventanales laterales.

La austeridad de la decoración, los cuadros de motivos religiosos y la ausencia de flores u otros ornamentos decían mucho de la devoción espartana de aquellas religiosas y de sus alumnas.

Una monja de aspecto severo pasó ante ellos y tras la religiosa apreció una fila de niñas de unos diez años que caminaban muy serias como patitas detrás de su mamá.

Finalmente, el hombretón que hacía de guía se detuvo ante una puerta más grande, al final del pasillo y llamó.

Sin esperar respuesta, abrió e introdujo a los visitantes.

Una mujer de unos cincuenta años, alta y enjuta, de apariencia severa, que se cubría con una sucinta toca y vestía un hábito oscuro, se dirigió a Javier con deferencia.

  • Mi querido primo. Qué alegría recibirte - fue su bienvenida, mientras daba a besar su mano al apuesto caballero - Y esta encantadora joven que te acompaña...

  • Me llamo Leonor, madre superiora - Se presentó ella con una graciosa inclinación.

  • Vaya, eres un encanto, querida. Vamos a almorzar, que ya he mandado que lo sirvan.

Pasaron un rato agradable en compañía de la abadesa, que era una persona de gran cultura y refinamiento como muchas de las hermanas allí acogidas. Sin embargo, la monja que les sirvió parecía más una zafia campesina que una mujer instruida.

  • Aquí tenemos hermanas que proceden de los pueblecitos de alrededor. Jóvenes de origen humilde. Pero la mayoría de las  maestras son hijas de familias acomodadas, hasta de la nobleza. Muchas vienen a pasar una temporada y algunas sienten la llamada de Dios y se quedan con nosotras, aunque no como religiosas, sino como colaboradoras. No ignoramos la prohibición de admitir novicias en las órdenes dictada por el gobierno de la nación. Estas muchachas conservan sus privilegios y viven felices, aunque yo misma me encargo de corregirlas cuando se exceden - esta frase resonó siniestramente en el refectorio completamente vacío en esos momentos y Leonor sintió un escalofrío en sus partes íntimas al oír el verbo “corregir” - También de premiarlas - añadió con una sonrisa, acariciando la mano de su primo, que besó de nuevo la de la señora, en un gesto más sensual que cariñoso.

La madre Inés condujo a sus invitados hasta los aposentos que ella ocupaba, al final de uno de los largos corredores.

  • Pensaba que en España estos conventos habían sido clausurados hace años- comentó con aire inocente Leonor.

  • Así es, hija mía - contestó la monja, mirándola con ojos acerados - pero esta institución no lo es. Somos una  orden dedicada a la educación y la caridad, como otras que el Santo Padre ha recomendado y el gobierno autorizó.

  • Entonces, las tierras...? - insistió la visitante curiosa - No se habían desamortizado...?

  • Caramba Javier. Tus amiguitas están cada vez más instruidas. Sí, querida. Estas tierras no pertenecen a la escuela, sino a una sociedad caritativa formada por distinguidos próceres, que dedican los beneficios a acoger y educar a niñas huérfanas desamparadas. Y algunos envían aquí a sus propias hijas a pasar largas temporadas, ayudando a la instrucción de las más desfavorecidas.

  • Entonces ¿No dirige usted estas explotaciones? - preguntó, curiosa - Javier me ha dicho...

  • Javier malinterpreta las cosas. El administrador me consulta cada decisión importante y yo administro, eso sí, los beneficios que os comentaba. Nada más.

Javier hizo un gesto de negación a espaldas de sor Inés y Leonor desistió de continuar con su interrogatorio.

Entraron a una sala de reducidas dimensiones, cómoda pero desnuda de cuadros y ornamentos. Una sencilla cama y una mesita con un reclinatorio al lado eran todo el mobiliario.

Sin embargo, sor Inés no se detuvo ni un segundo en el cuarto; caminó con paso firme en dirección a la pared, como si se hubiera vuelto un espíritu y la fuera a atravesar.

Y en efecto, la atravesó. Unos goznes invisibles giraron en silencio y el panel se corrió hacia dentro, dando paso a otra dependencia. No había en esta ventanas y fue menester esperar a que la monja iluminará con un candil el oscuro recinto. Leonor pudo apreciar la amplitud del mismo. Era una sala de casi cincuenta metros cuadrados, aunque un cortinaje parecía ocultar parte de la estancia.

A continuación, la monja encendió uno tras otro hasta dieciocho cirios. Ocupaban tres extremos de la estancia en grupos de seis. La puerta se cerró  por efecto de algún muelle oculto y quedaron los tres encerrados.

  • Cómo te gustan los efectos teatrales, querida prima - comentó el caballero irónico.

  • Disponemos de dos horas para hacer lo que está previsto, Javier.- cortó severa la religiosa, que había cambiado radicalmente el tono y la actitud de recogimiento anterior -  No te entretengas, ves a vestirte, ya sabes dónde está todo. Y tú, señorita curiosa, desnúdate.

  • ¿Qué? ¿Aquí mismo? - se asombró la joven mujer.

  • No tiene caso ocultarte para hacerlo. Vamos, estoy deseando disfrutar de ese espectáculo -Y la abadesa se arrancó la toca y se sacó el hábito por la cabeza, para dar ejemplo.

Por encima de los hombros de la descamisada religiosa, Javier hizo un gesto significativo a Leonor. "Paciencia" parecía decirle "piensa que necesitamos la ayuda de esta bruja"

Leonor se desnudó con parsimonia. Su mirada se fijaba errática en el suelo, en la espesa cortina roja que ocultaba a saber qué en la pared del fondo y en el rostro de sor Inés.

Le aterraba entregarse a una mujer como aquella. Ya tenía experiencia de ser dominada por otra hembra, pero era a Rosita, su amante fiel y apasionada. No le importaba recibir nalgadas o bofetones de su pareja, ya que sabía que el deseo y el amor que por ella sentía su antigua criada era incombustible. Por contra, aquella señora de rostro severo y carnes enjutas le producía pavor. Percibía que podía ser tan cruel como los bandidos de la gruta de los suplicios o el siniestro párroco, que había encontrado la muerte, víctima de sus propias pulsiones morbosas. Tan fría y tan sádica como el maligno inspector Galán y su priápico esbirro Román. Y quizás un poco más, porque había un brillo de maldad e inteligencia en aquellos ojos grises, que la sobrecogían.

Se quitó la camisa y las escuetas calzas, dejando a la vista todos sus encantos y observando cómo brillaban de lujuria las pupilas de sor Inés.

Sin embargo, quedó sorprendida cuando la abadesa se acercó a un armario lateral, del que tomó una blanca capa con la que cubrió a Leonor, con manos que apenas podían contener el ansia de acariciar su desnudo cuerpo.

  • Pronto llegarán todas - comentó mientras se quitaba con naturalidad la camisa y buscaba una capa parecida a la anterior con la que cubrirse.

Leonor observó con cierto asombro la firmeza de las carnes de aquella mujer, que no bajaba de los cincuenta. Los pechos eran plenos y duros, con unos pezones morados que parecían permanentemente tiesos. El vientre, plano, dibujaba algunos relieves bien definidos. Miró Leonor hacia abajo instintivamente, esperando encontrar una verga colgando, a juego con los potentes abdominales, pero no había tal cosa entre los muslos de la monja. Observó una espesa mata entrecana, como entrecana era la corta cabellera que cubría la toca segundos antes.

Los muslos parecían fuertes, carentes de grasa y el culo desafiaba el paso de los años, gordo pero duro.

La monja se cubrió con la capa mirando insolente a Leonor, con una sonrisa lobuna que espeluznaba.

Se oyó un murmullo y algunos ruidos de pasos al otro lado del muro lateral, que debía ser también un simple bastidor por la claridad con que se percibían los sonidos. Se abrió una puerta tan bien disimulada como la anterior, y un grupo de jóvenes mujeres entró en la sala, vestidas todas con capas idénticas a la de sor Inés. Llevaban la cabeza cubierta con una capucha ancha que dejaba contemplar sus cabellos.

Leonor advirtió que, tanto sor Inés como las recién llegadas, cerraban sus capas por delante con un curioso broche de una forma especial, semejante a dos "Y" mayúsculas unidas por la parte final del palo largo de la letra. Le recordaba vagamente una figura que había visto en un diario de la capital, de los que llegaban tardíamente a su pueblo. Hablaba la crónica del hallazgo de una curiosa figurita neolítica. Esto ocurrió unos meses atrás y se le quedó grabada la imagen del "Indalo", que es como lo citaba el periodista que publicaba la referencia.. Pero aquí no aparecía el semicírculo superior ni se representaba cabeza alguna.

Por lo demás, el movimiento de las capas revelaba la desnudez de las recién llegadas. Se acercaron todas en silencio a su madre directora y la besaron en las mejillas respetuosamente, como si de un ritual se tratara. Luego, sin hacer caso de la presencia de Leonor, quizás era habitual tener invitados en aquellas ceremonias, se dirigieron decididas a descorrer la cortina, que reveló la presencia de un anexo casi tan extenso como el cuarto que ocupaban.

Y en primer término, montada sobre un extraño bastidor, se podía ver una reproducción a tamaño gigante del broche dorado. Estaba hecha en madera pulida y tenía en los extremos de los brazos de las "Y" un refuerzo metálico con unos grilletes que hicieron venir un escalofrío a Leonor.

Aquello era una especie de cruz en aspa, un instrumento de tortura bien conocido por todos los que frecuentaban las iglesias católicas, como era el caso de nuestra abnegada heroína.

Se puso a temblar, temiendo que fuera ella la destinada a ser crucificada a manos de aquella extraña secta de monjas brujas.

La estancia estaba en una semipenumbra tililante, ya que las velas encendidas oscilaban con los desplazamientos de las capas de las muchachas. Cuatro de ellas se ocuparon en colocar unos bancos largos que se apoyaban en los muros delante de la cruz. Estaban forrados de terciopelo y parecían muy cómodos aunque carecían de respaldos. Leonor se sentó en el extremo del último, sujetando con las manos la capa, mirando así de cubrir su desnudez. Otra joven encendió dos grandes pebeteros de bronce que adornaban la estancia. Un aroma floral y lujurioso se extendió por la sala, transportado por un humo verdoso y denso, que formaba volutas de aspecto amenazador, como pequeñas nubes de tormenta.

Con el escenario dispuesto, las seis muchachas y su líder espiritual tomaron asiento. La espera fue corta. La misma cortina tras la que había desaparecido Javier minutos antes, se abrió y una muchacha entró en la sala con la capucha puesta y la mirada baja. Avanzó con alguna vacilación, especialmente cuando pasó cerca de la doble “Y” que ocupaba ahora el centro de la sala. Su capa era blanca y, al igual que la de Leonor, no tenía el cierre dorado que portaban las otras participantes en la ceremonia.

Avanzó en silencio hasta el primer banco, donde se sentaba sor Inés, y se postró ante ella para besarle humildemente la mano.

La abadesa se puso en pie y se colocó detrás de la recién llegada, que permaneció de rodillas mirando al suelo.

  • Nuestra hermana, Florencia, ha pedido ser admitida en nuestra cofradía. Asegura estar preparada para sufrir las pruebas que la habilitarán como miembro de pleno derecho. Si nadie tiene algo que objetar, podemos iniciar la ceremonia.

Hubo cierta agitación y un rumor de roce de ropas, pero las presentes guardaron silencio.

  • Bien. Siendo así, doy la venia. Florencia, levántate.

La muchacha se incorporó sin volverse y la abadesa la despojó de su capa. Estaba completamente desnuda, al igual que el resto de las mujeres presentes que aún se cubrían con aquellos mantos impolutos.

Leonor admiró la blanquísima piel y la cabellera y el vello púbico rojizos de la joven. Una galaxia de pecas cubría el torso, los brazos y los muslos, resaltando la blancura de sus preciosos senos, que pendían levemente dejando a la vista unos pezones grandes y puntiagudos, aunque muy pálidos, como el resto de su piel. Su abdomen plano, con un diminuto ombligo, resaltaba también por su blancura.

La chica tenía la mirada perdida y la boca entreabierta, con una expresión de angustia que sobrecogió a Leonor.

Dos de las acólitas avanzaron decididas, tomaron de los brazos a la pelirroja y la arrastraron hasta la cruz, sin que ella se resistiera ni colaborara. La abadesa se encargó de sujetar las muñecas y los tobillos con los grilletes y Florencia quedó expuesta,con los pies descalzos apenas rozando el suelo con las puntas de los dedos y los brazos extendidos.

  • Que Kali y Minerva, Erda y Selene y todas las diosas del cielo y la tierra te iluminen por el camino del placer y te libren de tus pudores, para que goces libremente de tu cuerpo y de todos los cuerpos que inspiren tu deseo.

Esta letanía, pronunciada con voz firme por la oficiante principal fue escuchada con reverencia por todas, incluida Leonor, que la encontró de lo más apropiada, aunque no sabía quienes eran las cuatro señoras mencionadas

  • Ahora, hijas mías, venid a saciar vuestro deseo en la copa virginal de nuestra hermana - continuó Inés, relamiéndose discretamente al final de la frase.

Las dos operadoras de la cruz procedieron a hacerla girar sobre los goznes que la sostenían sobre un soporte triangular que permanecía disimulado. Florencia lanzó un gemido al verse colocada como nace el puerro, con la roja cabellera rozando el suelo y los pies cerca del techo.

La abadesa tomó una botella de vidrio del armario de las capas. Se colocó detrás de la presa y levantó la botella. Las muchachas se pusieron en fila y se descubrieron la cabeza. Inés vertió un chorrito de un líquido ambarino y denso en la vulva de Florencia mientras la primera de la fila separaba con sus dedos los labios mayores y los rizos rojizos de la muchacha y abocaba sus labios y su lengua para apurar el líquido.

Se oyeron algunos sonidos de chupeteo y Leonor se fijó en los espasmos de los dedos de los pies de la cautiva que empezaba a agitarse por efecto del cunnilungus que le estaban aplicando.

Una tras otra, las muchachas se turnaron para apurar el líquido, demorándose hasta dos o tres minutos cada una, de forma que ni una gota quedara depositada en el sexo de la joven.

Leonor no hizo gesto de sumarse al grupo, ni nadie la animó a participar.

Cuando todas volvieron a sus asientos, la abadesa hundió ceremonialmente dos dedos en la vagina de Florencia y los extrajo para mostrarlos a las presentes. Los cirios iluminaron las evidentes humedades que pringaban su mano.

  • Este es el signo de su lubricidad -anunció la abadesa.

  • Su coño está mojado, su coño está caliente, hermana seas bienvenida - contestaron a coro las presentes, dando un sobresalto a Leonor, que escuchaba embobada.

  • Nos enseña la diosa, que dolor y placer son gemelos que caminan de la mano, caras de la misma moneda, llamas de la misma hoguera. Venid a darle a nuestra hermana el dolor que le abrirá la puerta del placer.

Todas se incorporaron de nuevo y la dos encargadas del manejo de la cruz colocaron ésta en posición horizontal, dejando boca arriba a la prisionera, que parecía ahora más angustiada a pesar de las humedades que se adivinaban entre los pliegues de su velloso sexo.

Las muchachas escogieron diversos instrumentos de castigo que se guardaban en el armario y se distribuyeron alrededor de la cruz. A una señal de Inés, comenzaron a descargar recios golpes en la presa, que no tardó en lanzar gemidos y a pedir que pararan.

Dos de ellas azotaban con sendas fustas las plantas de los pies y las pantorrillas, mientras otras descargaban  latigazos sobre los muslos, el abdomen y las hermosas tetas, que bailaban al son de los golpes como dos requesones tiernos.

Inés se desentendió del castigo y se encaró con Leonor. Esta comprendió que había llegado su momento. La abadesa la tumbó sobre el banco boca arriba y se encaramó sin más ceremonias sobre su cara. La vagina se adhirió a la boca y Leonor empezó a lamer con avidez. No se sentía atraída por aquella mujer, pero sabía que era necesario satisfacerla y puso todo su empeño. Inés lanzaba suaves gemidos que se combinaban con los gritos cada vez más desesperados de Florencia y los golpes rítmicos que le propinaban las otras participantes.

Leonor sintió que la mujer se inclinaba a lamer su sexo brevemente y hundía luego los dedos en él. Nuestra heroína se retorció por la invasión, pero sus flujos se empezaron a derramar casi de inmediato, si no, no sería la protagonista de la saga.

Magreando las voluminosas y perfectas tetas de su presa con una mano y masturbándola con la otra a placer, nunca mejor dicho, sor Ines frotaba su raja y su ano contra la cara de Leonor y lanzaba quedos gemidos con una voz ronca de ultratumba, muy adecuada al ambiente demoníaco del aquelarre.

Pasaban los minutos y Leonor nada podía ver ni oír, atrapada bajo su nueva dueña.

Cuando el orgasmo se avecinaba, Inés se inclino para correrse lamiendo el sexo de Leonor. A ésta se le antojó que la lengua de la monja crecía y se hacía dura como una polla cuando la penetró. Serían figuraciones suyas, pero igualmente se corrió intensamente acompañando a la otra.

Cuando al fin se retiró la religiosa, Leonor pudo escuchar los lamentos sordos de la martirizada aspirante, pero ya no los golpes de las otras cofrades. El tormento había finalizado.

Sor Inés se volvió a envolver en la capa, que había quedado hecha un rebojo a sus espaldas, y se dirigió a la asamblea con voz autoritaria.

  • Que el goce del amor sustituya al del dolor para continuar la ceremonia. Besad y lamed a nuestra hermana hasta que su deseo se encienda como una hoguera.

Ni cortas ni perezosas, las acólitas se aprestaron a cumplir la orden, recorriendo con sus bocas y sus lenguas y acariciando suavemente con sus dedos la piel lastimada de Florencia, que dejó de lamentar su castigo para emitir breves gemidos, cada vez más agudos y prolongados.

Una de las chicas se complacía en chuparle los dedos de los pies, introduciendo en su ancha boca hasta casi el empeine y pasando la lengua por él con pasión, para luego lamer en largos pases las plantas enrojecidas por la fusta.

El sexo pelirrojo era la zona más solicitada y todas iban turnándose en acariciarlo y lamerlo. Una de las jóvenes se apoderó del clítoris bastante voluminoso de Florencia, para pellizcarlo amorosamente de forma continua, haciendo babear de gusto a la aspirante.

También había competencia por mamar de aquellas tetas exóticas y bellas, pellizcar los pezones y amasarlas apasionadamente.

Leonor, desnuda en el banco, se acariciaba de forma parecida, absolutamente identificada con la martirizada Florencia. Lástima no poder presentar su candidatura para ingresar en aquella orden tan devota...

Inés se había ausentado tras la cortina unos segundos, pero reapareció con cara de satisfacción.

-¡Basta, hijas mías! Tiempo tendréis de gozar del cuerpo de Florencia. Ahora es el momento de la iniciación.

La mujer se colocó de nuevo en el centro, delante de la cruz. Las acólitas se separaron unos pasos de ésta, pero no volvieron a sus asientos.

  • ¡Yo te invoco, dios de los placeres prohibidos, amo de las tinieblas, señor de los infiernos. Yo te convoco Hades, Lucifer, Chernabog, Belcebú, Seth, padre, hijo y hermano de la diosa suprema. Ven a tomar a tu nueva esclava, Florencia, profana sus hendiduras, estruja sus carnes hasta llevarla al delirio carnal y haz de ella una digna sierva de la cruz.

“Ahora le toca a Javier” pensó Leonor con envidia. ¡Quién fuera Florencia para recibir todas aquellas atenciones del hombre que más deseaba en el mundo!

Las cortinas se descorrieron y una figura envuelta en negra capa avanzó hacia el grupo sobrecogido de feligresas del mal.

Se cubría con una grotesca máscara que evocaba al macho cabrío por sus cuernos retorcidos, pero los ojos brillaban con fulgores rojizos y de las fauces emergían unos colmillos lobunos y la punta de una lengua bífida y afilada. Estaba tan conseguida la cabezota, que Leonor sintió un escalofrió de puro miedo, a pesar de saber que era su amigo quien encarnaba al demonio fornicador.

Con poco preámbulo el recién llegado se dispuso a cumplir el deseo de sor Inés. Se ubicó ante la prisionera sin descubrirse y la envolvió parcialmente con su capa, de modo que no era visible, aunque sí imaginable, lo que pasaba debajo.

Florencia lanzó un agudo gemido y empezó a convulsionar casi al instante, como si una anaconda hubiera invadido su coño y la estuviera devorando por dentro. El trasgo movía las caderas sin prisa, disfrutando de la follada sin apurar el placer propio pero llevando a la cautiva a un éxtasis insoportable.

“¡Ay, madre, que la va a matar” se dijo Leonor.

Inés parecía también un poco alarmada por los efectos del coito en Florencia, que babeaba con los ojos en blanco, a punto de tragarse la lengua en su goce superlativo.

En ese momento, el demonio fornicador se apartó y todas pudieron observar el coño dilatado de la chica, del que goteaba un líquido lechoso y rosado, semen y sangre sin duda.

Sin esperar a que se recuperara su víctima, él levantó un poco sus caderas de la cruz en que yacían y situó la punta de su enorme miembro, sorprendentemente duro, en la entrada del ano. Si la penetración vaginal enajenó a Leonor, la anal que sobrevino la hizo lanzar un bramido infernal. Luego siguió jadeando, esforzándose por respirar a cada acometida que iba abriéndose paso hacia el fondo de su vientre.

Ya no se movía ni respiraba aparentemente cuando el monstruo retiró su verga.

Sor Inés apartó al disfrazado Javier y se apresuró a socorrer a su discípula, que parecía haber entrado en paro cardíaco, ya que para nada se movía ni se observaba signo alguno de que aún respirara.

El demonio de opereta se apartó, cubriéndose con su capa. Dos de las espectadoras se acercaron a él con reverencia, se arrodillaron y extrajeron la polla de entre los pliegues del disfraz y la besaron y lamieron devotamente. A Leonor le pareció que Javier había utilizado algún truco. Sin duda llevaba un falo enorme oculto bajo la capa, ya que ella había masturbado al joven caballero y su pene, aunque voluminoso, no era un ariete capaz de provocar tales desmanes en los agujeros de una mujer.

Se acercó a mirar y lo que vio le confirmó sus sospechas. Aquella verga que las mujeres lamían y chupaban era sin duda de artificio, pues era larga y gruesa como una serpiente de mar y de un color totalmente ajeno a las vergas masculinas al uso. De hecho, parecía más una culebra que un pene, aunque las adoradoras del mal no estaban descontentas con su consistencia y su sabor, ya que suspiraban de gusto al introducirla en sus bocas.

El caballero pareció animarse de nuevo, siempre bajo su negra capa, e hizo ponerse a cuatro patas a las dos felonas. No se pudo ver desués, pero resultaba evidente que las estaba follando, seguramente por el culo si había que sacar conclusiones de los gritos y gemidos de las dos muchachas, que se agitaban alternativamente cuando el monstruoso fornicador las poseía.

Leonor sonreía mientras se acariciaba a placer la vulva y se friccionaba el clítoris. ¡Vaya espectáculo grotesco, pero excitante sin duda! Además de un guapo caballero, Javier era un histrión si convenía. Leonor no pensaba en ese adjetivo pero sí que era un consumado actor disfrazado, que exageraba reacciones y sentimientos, especialmente los que provocaba en las mujeres.

Para tranquilidad de Inés, Florencia había empezado a respirar de nuevo después de que ella le soplara en la boca con la suya propia. Para celebrar la reanimación, siguieron besándose apasionadamente unos segundos más.

Cansado sin duda de follar, Belcebú hizo un gesto muy teatral con su capa y todas las velas se apagaron de golpe. Reinó la oscuridad unos minutos, hasta que una de las chicas reaccionó y se acercó a tientas a los candelabros para volver a encenderlos. Ni rastro de Javier cuando la luz volvió. Los tres grupos de seis cirios alumbraban de nuevo a las nueve mujeres que se miraban desconcertadas. Sor Inés se apresuró a a liberar a Florencia, que parecía flotar en un Nirvana de abandono sensorial, después de experimentar lo que había sido una experiencia casi paranormal.

En silencio, recogieron los bancos y cubrieron la cruz. Luego fueron abandonando la sala llevándose a la embobada Florencia de las manos.

Leonor y sor Inés quedaron solas y se vistieron en silencio.

La tarde era fresca ya y el sol parecía a punto de hundirse tras las montañas azuladas y lejanas. El carruaje corría por el camino en dirección a la hacienda de Javier. En su interior, dos baúles contenían los deseados hábitos con los que iban a disfrazarse las cinco mujeres.

En los asientos, Javier y Leonor permanecían abrazados amistosamente rozando sus manos sin que ninguno buscara llevar las caricias a terrenos más lujuriosos.

En el pescante, Jazmín acompañaba a Felipe, que había sustituído al cochero para aompañar a su amo y a las dos mujeres de vuelta a la hacienda donde Rosita, Ricardo y las hermanas los esperaban.

  • Lo tenemos todo, Leonor. Mi prima estaba loca contigo. Se hubiera dejado cortar una mano por retenerte a su lado.

  • Es una mujer fascinante, pero yo tengo a Rosita y.... - se quedó la frase en el aire. Le hubiera gustado añadir “te tengo a ti” pero sabía que decir eso era mucho decir tratándose de aquel mujeriego proxeneta vocacional.

  • Además, tengo los documentos que os acreditan como religiosas. Inés tiene sellos oficiales para fabricar lo que convenga. No en vano hay un gobernador civil y un ministro entre los benefactores de su cofradía.

  • Per ¿esos benefactores saben lo que se cuece ahí? - preguntó ella incrédula.

  • ¡Jajaja! Claro que no. Sólo cuatro o cinco están en el ajo de todo eso de la secta demoníaca. Los otros creen que están dando una educación severa y muy católica a sus hijas o que éstas están haciendo de maestras para ayudar a las niñas pobres.. que de hecho es verdad, ya que sólo las que has visto pertenecen a esa orden de las siervas de la cruz en el sentido estricto.

  • Me tienes que contar cómo era por dentro ese disfraz de demonio. ¿Tenías una verga de toro o algo así? - preguntó risueña Leonor.

Javier guardó silencio. Parecía descolocado aunque no perdió la sonrisa.

  • No sé explicarlo muy bien, Leonor.

  • ¿No sabes o no quieres?

  • No, en serio. Me tomé ese brebaje que prepara Inés para aumentar las fuerzas, me senté un momento hasta que me avisaran para empezar....

  • ¿Sí? - se impacientó ella

-... y me dormí. Te lo juro. Me dio un sueño raro y cuando me desperté estaba tendido en el suelo y Inés me llamaba.

  • Entonces ¿no recuerdas lo que hiciste? El brebaje ese debe hacer olvidar. Pero si te palpas aquí - dijo ella amasando el paquete de su amigo - notarás que has vaciado la bolsa al menos dos o tres veces.

  • Al contrario - dijo él extrayendo su polla ya dura del pantalón - la tengo como un poste, como si no me hubiera corrido en una semana. De hecho, te iba a decir que me la chuparas un rato.

Leonor sintió un profundo desconcierto. Si Javier no había follado a la pelirroja ¿quién lo había hecho?

Una tenebrosa explicación empezó a tomar forma en su mente, pero alejó esos pensamientos y engulló el pene de Javier con avidez, paseando su lengua por el glande y acariciando sus huevos con las dos manos, como sabía que le gustaba.