Ajustando cuentas con irene ii (final)

Nada es lo que parece, mucho menos cuando los hombres tendemos a no meditar nuestros actos empujados por el deseo irrefrenable. Las cuentas quedarán ajustadas al detalle

AJUSTANDO CUENTAS CON IRENE. II (FINAL)

Irene permanecía doblada sobre sí misma, obediente y ofreciendo su espectacular trasero al desalmado de su casero, a mí. No sé cuánto duró aquel momento, porque permanecerá en mi memoria como eterno, aún hoy puedo recordar con detalle lo hermosa que estaba Irene en aquella postura por otra parte tan poco airosa para una señora como ella, pero no importaba, pues ella había decidido someterse a aquel trance para saldar su deuda, algo que para mí se encontraba en un segundo plano, ya que lo único que me había llevado hasta aquella rocambolesca situación era mi devoción por ella que se había convertido en un peligroso volcán de pasión que no me dejaba aquilatar con mi habitual raciocinio los desmedidos riesgos que estaba asumiendo: su marido humillado y desesperado presente en la habitación, mi esposa que pudiera enterarse de todo si estallaba el escándalo… pero como todos somos más o menos prudentes y racionales excepto en situaciones como aquella, es por ello que mis livianos temores fueron prontamente disipados ante la perspectiva de poder explorar con mi libidinosa lengua el recóndito locus amoenus que se ocultaba en las profundidades de las nalgas de Irene, empresa que por sí sola disiparía todos los temores y prevenciones del más templado de cuantos santos varones han sido.

Me dirigí imperioso a Irene, cuidadoso con sus indicaciones de que en ningún momento mi actitud dubitativa o amable pudiera hacer sospechar a Cesáreo que aquello no era lo que parecía:

  • Puedes reincorporarte. Tú César, levántate de esa silla y tráela hasta aquí junto a mi sillón para que ella pueda reclinarse, luego siéntate sobre la cama, pero al filo, no la estropees, que más tarde puede que tengamos que ofrecer algún sacrificio a Venus sobre ella. Bien, retírate a donde te he dicho y sólo observa y calla, ¡vamos! Irene, ven aquí, apóyate en el respaldo de la silla, pero antes despójate del sujetador y camina un poco por la habitación, quiero admirarte.

Ella obedeció sin rechistar o inmutarse, con la vista pudorosamente baja, manipuló el broche delantero de la prenda, que delicada y lentamente liberó dos palomas blancas, de pechuga enhiesta, coronadas por pezones rosados y perfectos en su circunferencia, que habían luchado con razonable éxito contra dos maternidades y el paso, siempre inclemente, del tiempo. Reprimí el impulso de requebrarla tierna y admirativamente sobre todo lo que sus divinas tetas me inspiraban, pero me debía a la pantomima que ella me había impuesto para entregarse a mi, así que guardé mis emociones para escribirlas en su día, servidumbres que impone Eros, pensé.

Por otro lado, mi alarmita interior no dejaba de tintinear, algo en la situación no encajaba, aquella mujer tan discreta e inteligente, con la que llevaba tres años departiendo, no me parecía la misma que había jugado sus cartas de tan pésimo modo que se encontraba ofreciendo su culo a escasos centímetros de mi cara en presencia de su abochornadísimo marido, no terminaba de entenderlo, pero lo atribuí al escaso riego sanguíneo que mi avaro pene permitía compartir con mi poco irrigado cerebro en ese instante, así que me entregué a la tarea que me había llevado allí, desechando nuevamente mis prevenciones.

Me incorporé sobre el sillón, adelantando mi cara hasta que tomó contacto con la nalga derecha de Irene, que se tensó al sentirlo, sin duda enervada por la sensación de notar una presencia en su retaguardia mientras su único poseedor hasta la fecha se encontraba frente a ella, al otro extremo de la habitación. Corcoveó un poco separando su culo de mi cara, por lo que pasé mis brazos bajo sus piernas, separándolas, para asir sus caderas con mis manos, asegurándome de esa manera el dominio de la distancia a la que deseaba tener el trasero de Irene respecto de mi cara: cero milímetros.

Mi mejilla rasurada con ritual perfección para la ocasión se apoyó delicadamente sobre aquel mullido almohadón que ni el de más delicadas plumas de ganso podría igualar en confort, disfruté con los ojos cerrados la sensación que me regalaba la sedosa y aún fría piel de sus nalgas sobre mi cara, que alternando ambos lados recorría aquella redondez que me había sido otorgada, varias veces separé mi cara para contemplar su culo a escasos centímetros, admirando en detalle los atisbos de celulitis, su nimia “piel de naranja”, esos detalles que ellas tanto odian, ignorantes de que son los que separan un perfecto culo para ser lucido en la playa de otro glorioso, desbordado un tanto de sus márgenes como un Nilo fértil, herramienta sublime que Venus otorga a sus fieles sólo a una determinada edad para convertirlas en verdaderas y dotadas sacerdotisas del amor.

Irene respiraba agitada, incómoda por la situación y por la postura, aunque mi fuerte asidero no le permitía retirarse de mi adoración. Satisfecha mi piel del don otorgado, cedió paso a mi regalona pituitaria, ni corto ni perezoso, fui separando con mi cara las nalgas de Irene y hundí mi nariz entre ellas, hasta desaparecer en aquel sancta sanctorum, ignorando el atisbo de sollozo compungido y avergonzado de ella, contraria a semejante invasión de su intimidad. Aspiré profundo pero sin estridencias, aquella mujer estaba limpia, sólo hasta donde podía llegar en su afán pulquérrimo, pues su aroma de excelsa hembra, los efluvios de su cercana vagina, el parduzco anillo que ya no podía hurtarse a mi inquisitorial exploración, toda ella emanaba un delicado perfume natural de hembra que Irene no había conseguido igualar en todos aquellos años a pesar de su celebrada afición a las mejores fragancias. Todavía hoy cierro los ojos y puedo evocar con absoluta precisión la cascada de sensaciones que su aroma provocaba en mi olfato, aunque aquello no podía durar, pues mi boca, celosa e impetuosa, reclamaba su parte del botín, por lo que mi nariz se desplazó remolona a lo largo de toda la raja de su culo para ceder galante paso a mi boca, que se prodigó en besos por aquellas dos suaves nalgas, demorándose en cada paso por la hendidura que las separaba, indagando sin éxito la presencia del menor atisbo de vello, concienzudamente desterrado por la discreta Irene antes de su sacrificio económico-carnal.

Mi devoción anal por ella estaba provocándole una profunda vergüenza, pues comenzó a solicitar humilde y prudentemente que cesara en mi exploración tan humillante, aunque sus súplicas se intercalaban con gemidos y suspiros que no pasaban inadvertidos incluso a un depravado absorto en su tarea como yo, por lo que pasando mi mano derecha bajo sus piernas le propiné un sonoro azote, adoptando una forzada posición dominante:

  • Calla y sigue ofreciéndome tu culazo, no me molestes con más palabrerío ¿no querías saldar tu deuda conmigo? Pues obedece y disfruta lo que puedas, a ver si pensabas que me lanzaría sobre ti como un lechón eyaculador precoz para correrme aprisa y corriendo y ya está. Si te oigo protestar de nuevo echo a este de la habitación y te quedas sola conmigo.

  • No, por favor, eso no, Daniel. Necesito que mi Cesáreo esté conmigo, no podría soportarlo sola, perdóname, no volverá a repetirse. Continúa por favor, ¿estoy bien así o quieres que cambie de postura?

  • ¿Tú que dices, Cesáreo, la cambiamos de postura? ¡claro que no! Pon bien respingón tu culazo divino y abre las nalgas con tus manos, que aún no te he saboreado ¿Cesáreo, tú le has comido el culo alguna vez a tu mujer?

Él no contestó, impasible desvió la mirada hacia la pared, pero aunque no me importaba en ese momento la biografía erótica de aquel carnudo, no olvidaba las indicaciones de Irene, por lo que continué en mi papel canallesco:

  • Oye, te he hecho una pregunta ¡contéstame cuando te hable! ¿le has comido el culo alguna vez?

  • No, nunca.

  • No me lo puedo creer, Irene, es eso verdad?

  • Sí así es.

  • Pues quienes ignoran los placeres de la vida no merecen su disfrute, aunque sí podrás observar cómo un gourmet como yo degusta el manjar que has despreciado durante años.

Irene mantenía su provocativa postura, sus manos, de dedos delicados y refinada línea, con uñas grácilmente pintadas de apasionado rojo, separaban obedientes sus nalgas, permitiéndome observar cómo el hilo de su tanga eclipsaba levemente el orificio de su ano, estorbando mi degustación. Suavemente lo aparté, forzando su posición hasta apartarlo tras la mano izquierda de Irene, la cual no le permitiría retornar a su ubicación natural y molestarme en mi tarea, a la cual me apliqué sin dilación. La punta de mi lengua propinó tres certeras pero leves estocadas al centro de aquel parduzco anillo, el cual se arrugó y palpitó al recibir por primera vez en su existencia semejante atención. A renglón seguido abandoné las estocadas para propinar una decena de mandobles de abajo arriba, recorriendo con toda la extensión de mi lengua su esfínter, lo que provocó abiertamente profundos suspiros de Irene, su afortunada dueña; parecía que aquella novedosa experiencia no era del todo desagradable para ella, por lo que abandonando ya cualquier prevención, la así firmemente de sus prietos muslos para mantener su posición y me apliqué a lamer, chupar, mordisquear levemente, ensalivando sin escatimar, siempre centrado en atender el vórtice de lo más espléndido de la anatomía de Irene, que ya suspiraba y gemía sin disimulo, gustosa del trato que le dispensaba. Para finalizar con este pasaje, visto que su esfínter palpitaba decididamente agradado por mis atenciones, decidí acabar mi comida de culo penetrando a Irene con mi enhiesta lengua, lo cual pude realizar sin mayores dificultades, pues la zona estaba muy lubricada por mi saliva y su rugoso anillo cedía sin tapujos a mi lúbrica invasión anal. La follé con mi lengua durante varios minutos, observando que Irene crispaba sus delicados dedos sobre sus nalgas, abriendo aún más si cabe su culo para ofrecerlo sin prevenciones a mi annilingus. Miraba de reojo a Cesáreo, que pasaba del rojo al amarillo de ver cómo le comía el culo a su esposa en su presencia, dudando de si los gemidos y suspiros eran de dolor y vergüenza o comenzaban a transformarse en placenteros.

Estériles disquisiciones de cornudo consentidor, pensé, mientras detenía mi tarea y ordenaba a Irene:

  • Bueno, ya está bien de comer culo, porque algo tan bueno debe disfrutarse moderadamente. Te felicito, Irene, jamás pensé que además de un culo tan hermoso lo tuvieras tan rico. Ese anillo, promete, porque si se ha abierto así de bien para la lengua, imagino que mi polla entrará también sin demasiados problemas. Pero no me mires así, hoy no te follaré el culo, aunque tendrás que demostrarme otras habilidades, desnúdame y cómeme la polla, aunque te advierto que no quiero una mamada de compromiso, tendrás que esmerarte, ya que si no lo haces tendré que pensar en encularte, porque tu trasero sí he comprobado que es bastante colaborador.

Ella no se atrevió a comprobar si mi amenaza anal era fundada o no, sino que diligentemente me desnudó, aprovechado una ocasión en que comencé a besarla apasionadamente en cara y cuello para entre suspiros advertirme “sigue dominante y humillándolo, por favor, me moriría si él sospecha algo”. Mi alarma hace rato que se había cortocircuitado con las altas temperaturas del ano de Irene, por lo que como un venado en celo, seguí en mi papel de rey canalla, apoltronándome en el sillón, ordenando a Irene que se arrodillara y que comenzara a esmerarse con la mamada.

Desde luego mi orden fue acatada sin miramientos, porque ella se acomodó con los brazos sobre mis muslos, lanzó una mirada que valdría por un discurso completo a su marido, mezcla de perdóname, estoy desesperada, mira lo que voy a hacer por nuestra familia… pero sin dilación ni preámbulos engulló mi polla hasta la mitad, la ensalivó con fruición al tiempo que quemaba la piel del glande con sus labios de fuego. Mientras su mano derecha fijaba la posición de mi polla, masajeándola sincronizadamente con los movimientos verticales que la boca de Irene describía. Me estaba matando de gusto aquella mujer, mamaba espectacularmente, lo que unido a la cara que había puesto su marido, estupefacto ante la tesitura de contemplar a su esposa convertida en consumada felatriz “para la calle”, regalando a un extraño una mamada que hasta ese momento había estado reservada para su inquieta y putera polla… Había que detener aquello, porque la lengua y los labios de Irene y el morbo de ver la cara de cornudo de su marido me harían correr en breve como si de un doncel inexperto se tratase.

  • Para, Irene, deja de chupar

  • ¿Por qué, lo hago mal?

  • Al contrario, chupas divinamente, pero ahora quiero que me hagas una buena comida de huevos, tu culo me los ha calentado y quiero que me los enfríes.

Obviamente aquello era sólo una figura retórica, porque aquella belleza de mujer arrodillada ante mi, sólo con sus zapatos de tacón y el tanga con el hilo sobre su nalga, chupando mis huevos y cubriéndolos con aquella saliva que parecía salir ardiente como lava del aquel volcán de erotismo, no podía sino continuar con la penosa pero sublime ebullición de mis testículos hasta hacerlos lanzar toda su carga de semen, pero como soy de natural sufrido, no dudé en dejar que Irene me devorase los huevos durante unos minutos. Ella se aplicó en meter alternamente cada uno de mis gozosos huevos en el interior de su boca, haciendo que su saliva resbalase por la bolsa que los contenía, goteando sobre la raja de mi ano, sintiendo que la humedad de mi adorada Irene invadía también mi más recóndito recoveco. Cinco o seis minutos fueron todo lo que decidí “soportar” aquella delicia de comida de huevos que me estaba prodigando aquella inesperada diosa de alquiler.

  • Detente, Irene. Quítate el tanga y túmbate sobre la cama, ahora te voy a devolver con creces el favor. Lengua con lengua se paga… ¿Qué ocurre, qué te pasa?

  • No, nada…

  • Habla, te ocurre algo y quiero saberlo.

  • Daniel, no quiero que pienses que volveré a quejarme… pero… ¿puedo dirigirme a mi marido mientras tú…?, esto es muy difícil para mí y lo necesito.

  • Está bien, pero no quiero que él abra la boca, ni que tú te niegues a nada, Vamos túmbate y habla con él lo que quieras.

Ella se despojó del tanga, avanzó majestuosa hasta la cama y se tumbó sobre ella, abriéndose de piernas sin que yo se lo tuviera que pedir. Su coño no desmerecía en absoluto respecto del conjunto de aquella hermosísima mujer. Estaba perfectamente depilado, aunque coqueta había dejado una fina y graciosa tira de vello que surcaba su monte de venus. Sus labios vaginales eran carnosos, abultados, ofreciéndose hacia el exterior como una fruta madura, en rosados pliegues que evocaban una flor perfecta. Su clítoris era visible como el botón carmesí de la sotana de un miembro de la curia. Levantó sus piernas y clavó ambos tacones sobre la blanca sábana, separó aún más sus piernas, esperando que yo iniciara lo que le había anunciado. Se giró hacia su marido, con cara atribulada y muy enrojecida, lanzando su  mano abierta hacia él como si la distancia no impidiera que se tocaran.

  • Cariño, quiero que me ayudes, mírame y ayúdame, sabes que esto es por nuestra familia, no me lo hagas más difícil ¿Me comprendes, cariño?

Él pasó su seca lengua por los labios, crispó sus dedos como garfios sobre sus rodillas y asintió silenciosamente, comprendiendo el enorme sacrificio que su devota esposa Irene estaba a punto de continuar ofreciendo para salvar su matrimonio.

Como aquello se estaba poniendo complicado incluso para alguien tan caliente en ese momento como yo, decidí arrinconar mis escrúpulos y dilemas morales, por lo que rápidamente me arrodillé ante el ara del divino coño de Irene y sin dilaciones me lancé a comérselo con ansia, separando con mis dedos sus carnosos labios vaginales, franqueando sin dificultades a mi lengua el acceso a su clítoris, al cual sometía a un cerco inexorable, atacándolo con la punta cada cierto número de vueltas a su alrededor. No me coartaba en bajar hasta su orificio vaginal y beber con delectación de su cada vez más abundante flujo, lo que denotaba que “la sacrificada” Irene estaba disfrutando sin duda de mi comida de coño, aunque no dejaba de vigilarla de reojo y ella no apartaba la vista de su marido, boqueando silenciosa, arañando y asiendo las sábanas, luchando para no abandonarse al placer que le estaba proporcionando, sin duda par ano humillar aún más al sufrido Cesáreo. Pero aquello me estaba aguijoneando en mi ego de follador, por lo que decidí dar una vuelta de tuerca a la situación, a ver hasta dónde llegaba el autocontrol de aquella diosa. Comencé a introducirle dos dedos en la vagina, follándola hasta que el tope de mi mano me impedía continuar invadiéndola, al tiempo que abandoné los rodeos y prevenciones y mi lengua atacó decididamente su clítoris, para ya no abandonarlo hasta mi definitiva victoria, que no dudaba terminaría por alcanzar tarde o temprano.

Efectivamente aquello hizo estragos en la coraza de Irene, que claudicó y comenzó a suspirar profundamente y a gemir, sin por ello dejar de mirar a su ultrajado esposo.

  • Aaaaahhhhhhhh, cariño… oooooogggggggggg mmmmmmm Perdóname pero no puedo evitarlo, Daniel me estaaaaaaaaa… oooooooohhhhhhhh compréndelo, es sólo mi cuerpo, mi corazón sólo te ama a ti, pero, aaaaaaaahhhhhh sssssiiiiiiii me corroooooooooooo aaaaaaaahhhhhhhhhh Dios qué gustoooooooooo

Irene se estaba vaciando en mi boca, yo ralenticé el ritmo de bombeo de mis dedos para no molestarla en su orgasmo, al tiempo que dejé de ser tan agresivo con mi lengua sobre su clítoris, aunque sin dejar de lamerlo suavemente y de prodigarle besos para extraer de su interior toda la extensión de su placer regado con aquella maravillosa corrida que yo no dejaba de paladear. Finalmente había triunfado e Irene se corría gustosa y abiertamente ante su marido, en placentera derrota y más hermosa que nunca abierta de piernas, desmadejada y completamente ofrecida a mi. Su coño palpitaba como un corazón, sus labios mayores se habían oscurecido por el torrente sanguíneo que los invadía, al tiempo que la humedad de su flujo vaginal mezclado con mi saliva hacía relucir su coño como el sol de mi universo particular.

  • Uuuuuuuuuuuffff amor, perdona que me haya corrido así, pero yo no quería, mi cuerpo no me obedecía… mmmm…

Vaya, vaya, pedía disculpas pero a la vez ronroneaba satisfecha como una gatita y retozaba en la cama, rozando su culazo sobre las sábanas y convulsionándose de vez en cuando por los últimos estertores de su orgasmo. Su marido se mordía los labios hasta casi hacerlos sangrar, con las lágrimas saltadas, al tiempo que asentía silenciosamente y mostrándose comprensivo con su abnegada esposa.

Decidí no dejar que Irene se enfriase, por lo que sin darle tregua, me acomodé entre sus piernas, comenzando a restregar mi cipote a punto de estallar contra la encharcada raja del coño de esa mujer que me estaba calentando hasta el límite.

  • Pero qué haces? No te vas a poner condón?

  • ¿Para follarme a una casta esposa como tú? Para nada, espero que no vayas a poner problemas.

  • Son tus normas, no? –replicó con semblante serio-.

  • Eso es, quiero sentir cómo mi polla se enfunda piel contra piel dentro de tu bollito delicioso, comprobar si es tan caliente como tu boca de fuego y miel.

Yo no dejaba de recorrer arriba y abajo el exterior de su coño, como afanoso pintor de brocha gorda, empleando mi durísima polla en explorar todo el exterior de su intimidad profusamente, comprobando que Irene estaba completamente empapada y lista para ser follada. Ya no podía prolongar la situación durante mucho tiempo más, pues la presencia de su marido, que tendía a desconcentrarme, el tener que representar la pantomima de tirano canalla para salvar la reputación de Irene frente a su él, así como la tremenda calentura a la que esa extraordinaria hembra me estaba sometiendo, auguraban una corrida que no podría demorar mucho más. Por ello decidí pasar al ataque y sin más preámbulos abandoné los “brochazos” y le envié la mitad de mi polla dentro de su encharcado coño, que se dejó penetrar sin demasiados problemas, aunque Irene se vio sorprendida por mi repentino ataque y corcoveó un poco debajo de mí, sin demasiado éxito pues yo la tenía firmemente agarrada por sus soberanas nalgas para asegurar mi penetración. Se mordió el labio y protestó.

  • Daniel, para un poco por favor, me molesta, deja que me acostumbre a ella… no me mires así… es que … la tienes un poco más gorda que mi Cesareo… no me entra del todo bien. Cariño, ayúdame, dame tu mano, confórtame y sólo así podré sobrellevarlo.

Cesáreo buscó mi aprobación con la mirada y se arrodilló junto a la cama, asiendo la mano de su despelotada y ofrecida esposa, completamente abierta de piernas y con la mitad de mi polla en el interior de su coño. La verdad es que ignoro el grosor de la polla de su marido, pero tampoco es que yo sea un superdotado, pero definitivamente aquella escena superó todas las expectativas del morbo y ello contribuyó a que mi polla adquiriese, ahora sí, unas proporciones por mí desconocidas. Colegí que ahora Irene estaba preparada para ser completamente follada y sin preguntar le introduje lo que quedaba de mi polla, lanzándome a hurgar las profundidades de aquel divino coño, de tacto húmedo y acogedor, aterciopelado y que multiplicaba las sensaciones en mi polla merced a su total depilación.

Irene cerró los ojos y emitió un sonido mezcla de suspiro y estertor, porque se sentía tocada en lo más hondo de su ser. Yo no perdía detalle de cómo apretaba la mano de su marido, que nos miraba con los ojos a punto de salirse de sus órbitas. Me apliqué a un bombeo concienzudo, cambiando el ritmo a menudo, pero sabedor de que aquello no podía prolongarse mucho más, muy a mi pesar, pues esa mujer tenía un coño que valía casi tanto como ella.

  • Amor… mírame, no dejes de hacerlo… oooooohhhhhhh! ¿Estás conmigo? Yo sí estoy contigo, no te preocupes… aaaaaahhhhhh aaaaaaahhhhhhhhhh… mmmmmmmmm mi cuerpo está gozando con él, pero yo te amo, todo esto lo hago por ti, por nosotros… uuuuuuuuufffffffff me está matando de placer, amor, me voy a correr otra vez oooooooooooohhhhhh ssssssiiiiiiiiiiiiii ¿me perdonarás por correrme con él, amor?

Él asentía cabizbajo, pero a mí no me pasaba desapercibido que Irene había ido levantando las piernas, con sus poderosos y bellos muslos presionando cada vez más mis caderas, adoptando la posición del “pollito asado” y ahora acompañaba con sus talones en mi trasero los embates de mis caderas contra ella, clavando unas imaginarias espuelas, azuzando al potro que la estaba montando. La bombeé un par de minutos más y decidí cambiar de postura, deseoso de volver a disfrutar de la incomparable grupa de esa bella mujer antes de claudicar y correrme.

Le di la vuelta y recordé el papel que ella me había recomendado, por lo que, tras extasiarme unos segundos con la contemplación de su increíble hermosura en la postura que le había ordenado adoptar, a cuatro patas, con sus blanquísimas tetas colgando como copos de maná celestial, sus caderas conteniendo las poderosas nalgas y la casi oculta visión de su jugosísimo bollo húmedo.

  • Irene, pon la cabeza sobre el colchón, pero sin que tus tetas lo toquen, quiero disfrutar viendo cómo bambolean cuando te folle, bien así… ahora eleva el culo y separa las piernas, mete riñones y prepárate. Tú César, coge sus nalgas y ábrelas bien, que quiero verle el culito, su ojete mientras la follo. Perfecto, no os mováis, que ya lo hago yo… aaaaaaahhhhhhhhhhh ssssssiiiiiiiiii ¡qué riquísima estás y que coño tienes tan gustoso!

Comencé a follarla de nuevo, sin tocarla a excepción de mi polla, sabedor de que mi placer ya no podía remontar más sin disparar mi eyaculación, por lo que empecé a pensar rápido dónde correrme…

  • Irene ¿dónde quieres mi leche?

  • Oooooooohhhhhhhhh no sé… huuuuuuummmmmmmm… haz lo que quieras, soy tuya, es el tratooooooooo cariño, creo que voy a correrme otra vez…. Uuuuuuuffff ¿no te importa? Ya viene, esta aquí, siiii, mi amor qué gusto, me voy a morir, no puedo más, me está matando para salvar lo nuestro, peroooooooooo… no puedo ni hablar.

Aquello superaba todas mis expectativas, Irene me estaba empapando los muslos hasta las rodillas, se estaba corriendo como una auténtica cerdita a pesar de que sólo hablaba de pedir perdón y de remordimientos, pero yo notaba perfectamente cómo reculaba hacia atrás en busca de más polla, algo que su marido también debía notar, porque la mantenía asida por las nalgas para mantenerlas abiertas para mí, por lo que podía ver sin obstáculos las señales de que su mujer estaba disfrutando de ser follada a pesar de sus palabras. Cesáreo ya no se cortaba lo más mínimo y las lágrimas surcaban sus mejillas, imagino que por el dolor causado por la forzada infidelidad de su amada esposa, amén de la humillación de verla gozar y correrse con la polla de otro hombre en su presencia.

No pude aguantar más, y como Irene no me indicaba dónde deseaba que me corriese, opté por culminar la pantomima canalla que me había impuesto aquella diosa, no sin por ello regalarme algo que me ponía a mil:  saqué la polla de su coño cuando noté que el orgasmo llegaba, rodeé a su marido, poniéndome a la altura de su cabeza, la tomé por los pelos y la hice acercar su cara a mi polla a punto de estallar, comenzando a masturbarme muy lentamente, disfrutando del rubor que coloreaba sus mejillas, producto de la mezcla de placer y vergüenza a la que estaba siendo sometida en aquella habitación.

  • Abre la boca y mírame Irene, estás bellísima y me tienes a punto de estallar. Cesáreo, ¿tampoco te corres nunca sobre la cara de tu mujer? Nooooooo? Pues no sabes lo que te pierdes, porque yo no voy a privarme… aaaaaaaaahhhhhhhh toma leche, cariño, saca tu lengüita, dámelaaaaaaaaaaaaa

Ella inclinó su cara, sacando la lengua tímidamente como le había ordenado, mirándome suplicante, porque no esperaba aquella humillación final, parece ser que me estaba pasando más de la cuenta, pero aquello ya no tenía remedio: mi polla comenzó a lanzar espesos chorreones de semen sobre la lengua, cara, nariz y ojos de la provocadora de aquel irracional orgasmo. Ella cerró los ojos, cegada por mi semen y por el pudor, soportando estoicamente mi monumental corrida, que parecía no tener fin, mis huevos no dejaban de enviar semen hacia el surtidor en que se había convertido mi inflamada polla. Aquello era inaudito para mí, jamás había expulsado semejante cantidad. Su cara estaba completamente embadurnada de leche, aunque mi polla comenzó a remitir, goteando ya sólo pequeñas cantidades que yo ponía buen cuidado en seguir depositando sobre su cara. Una vez que terminé de correrme, aunque los latigazos de placer seguía invadiendo mi médula y toda la zona genital, aprovechando que mi polla seguía aún dura como una piedra, me apliqué en extender con su punta toda la abundante corrida sobre su cara, creando una especie de película con mi semen sobre ella.

  • Ahora guarda la lengüita con la leche que tienes en ella. Quiero que te la tragues. Bieeeen, muy bien,  ahora sácala y muéstrame que está limpita, que te has tragado mi leche. Huuummmm, muy bien, Irene, eres una putita obediente y maravillosa. Cesáreo, te felicito, tienes una esposa de bandera, me ha vuelto loco de placer, pero suéltale ya las nalgas y deja que se le cierre el culo, que se lo vas a desgraciar y eso es un monumento, hay que cuidarlo. Bien, ahora vuelve al sillón, busca pañuelos y limpia la cara de tu esposa, que tú eres el culpable de lo que le ha pasado y ella ha tenido que pagar con su coño tu mala cabeza.

Ella se sentó en el borde de la cama, bella como la Venus de Milo, blanquísima, como si fuera de mármol, sólo con sus nalgas enrojecidas por el agarre de su esposo durante mi follada, creando un contraste que las hacían aún más admirables ¡cómo iba a sentir no poder volver a follar con aquella tremenda mujer! En ese momento desearía haber podido fulminar a su esposo y tener el poder de detener el tiempo, deleitarme sin prisas en la figura de Irene con la misma gozosa morosidad que me regalé cuando me fue concedido al fin postrarme ante los milagros de Michelangelo durante mi primer viaje a Italia; su rostro ladeado, intentando ocultar el escarnio al que la había sometido, el grácil giro que imprimía a su cuello, componiendo una línea con su espalda de madonna en su madurez, las piernas cruzadas para intentar ocultar la desnudez de su sexo, en paradoja inexplicable en quien hace unos minutos lo ofrecía completamente abierto como la más dulce fruta en sazón. Pero todo acababa y tenía su medida, no podía permitirme, como hubiera deseado, arrodillarme ante ella, acariciar sus muslos de nieve, besar sus delicadas tetas que aún subían y bajaban agitadas por su respiración, ocuparme de limpiar su cara de los restos del placer que me había proporcionado, llenar su boca de besos… pero todo eso era ahora imposible, tenía que terminar el tercer acto de la tragicomedia que ella había impuesto como condición para entregárseme, así que me aseé y vestí apresuradamente en el cuarto de baño, volví a salir a la habitación, donde ellos no habían mudado de posición, quizás esperando nuevas instrucciones mías. Me dirigí hacia la salida de la habitación, indicándoles al mismo tiempo fríamente:

  • La habitación está pagada hasta mañana y dentro de un rato traerán algo de comer que encargué al recepcionista. No os tenéis que preocupar de pagar nada, yo me volveré en un taxi. Irene, ya hablaremos, pasado mañana me pasaré por la cafetería. Adiós.

Aquella noche la pasé en blanco. El placer había dado paso al remordimiento, al malestar, a un arrepentimiento tan profundo como no recordaba haber padecido nunca. Era un desgraciado y me había comportado como un canalla imbécil con una mujer que nunca me había hecho nada malo, no sólo no la había ayudado en un momento difícil, sino que me había aprovechado de su debilidad para satisfacer mis deseos, sin parar en mientes de lo que eso supondría para ella. Para colmo, después de haber constatado que esa mujer superaba mis mejores expectativas en el terrreno sexual, con mi comportamiento había cercenado cualquier remota posibilidad de poder disfrutar de ella en el futuro, un desastre.

El día transcurrió y no hizo sino aumentar mi mal estado, no podía dejar de pensar en lo que había obligado a cometer a aquella mujer, su matrimonio ya no volvería a ser igual, no tenía derecho a haber actuado así. En el trabajo no daba pie con bola, así que solicité a mi jefe que me dispensara, pues me encontraba enfermo, le dije que me iba derechito a la cama y que al día siguiente tampoco iría, que me lo descontase de los días de descanso acumulados, a lo que accedió sin problemas. Me escapé al campo y pasé el resto del día con el teléfono desconectado, paseando y meditando, aunque sin resultado, pues cuanto más vueltas el daba al tema, más convencido estaba de mi mal proceder y peor me sentía por Irene.

A la mañana siguiente me dirigí al gimnasio, nada de ejercicio, me concedí una larga sesión de jacuzzi y sauna, una larga ducha fría y, tras arreglarme concienzudamente, me dirigí a la cafetería para reencontrarme con Irene.

Nada más entrar, mi olfato dio la primera señal de alarma, pues mi ritual era una profunda aunque discreta aspiración para descubrir el perfume con que ese día Irene embrujaba el ambiente de su negocio; aquel día no olía a nada, algo que me extrañó, pues ella estaba allí, tras la barra, supervisando la limpieza del establecimiento tras aflojar la afluencia de clientes tras los desayunos.

Al verme su semblante se volvió serio, pero en ningún momento denotó nerviosismo: segunda señal de alarma, que tras el aletargamiento durante la sesión de sexo, volvía a tintinear en mi cerebro como una campana doblando a rebato…

Irene abandonó su lugar tras la barra, avanzando hacia mí. Estaba bella pero fuera de su habitual estilo. Vestía un conjunto de pantalón sastre, chaqueta y camisa, muy elegantes, pero de una sobriedad y oscuridad inusuales en ella, aunque no podían eclipsar ni un ápice su hermosura, aunque yo no había venido a hablar de su belleza, sino a pagar mi error, sin saber hasta qué punto.

Ella se dirigió hacia mí, saludándome fríamente.

  • Hola, Daniel, creo que será mejor que pasemos directamente al despacho, ¿no?

  • Claro que sí, detrás de ti, por favor.

Me hizo sentar mientras ella se dirigió a su maletín, sacó un ordenador portátil y lo puso sobre la mesa del despacho, conectándolo, mientras volvía a dirigirse a mí sin rastro alguno de azoramiento ni nerviosismo, me tenía desconcertado.

  • Bueno, Daniel, tenemos que hablar del tema económico y hacer números. Afortunadamente creo que no se volverán a suceder más impagos, por lo que no tendrá que volver a repetirse…

Me estaba hablando con un aplomo que me apabullaba, pero no estaba dispuesto a hacerla pasar por el trance de entrar en detalles sobre nuestra transacción tan ignominiosa para ella.

  • Irene, perdona que te interrumpa, pero lo del  otro día no volverá a repetirse nunca…

  • Eso lo tengo claro, Daniel –daba miedo su seguridad y seriedad-

  • Yo también, pero déjame explicarte: Irene, podrías deberme un millón de euros y jamás volvería a pensar siquiera en obligarte a realizar un acto como el del otro día. Llevo dos días pasándolo fatal, aunque sé que no será nada comparado con cómo os sentiréis tú y Cesáreo.

No es excusa, pero me dejé llevar por la atracción y el deseo que siempre has despertado en mí. Irene, me gustas desde hace mucho tiempo, por eso, cuando surgió la ocasión, fui tan mentecato y egoísta que no me detuve a pensar el daño que pudiera hacerte para satisfacer mi pasión. Te juro que aunque ha sido algo inolvidable y excepcional tener sexo contigo, la culpa y el remordimiento que nada más salir de allí me invadieron y que no me abandonan, me han hecho arrepentirme mil veces cada hora desde el otro día. No hay forma de que puedas perdonarme, Irene, ya lo sé, pero te pido sinceramente perdón por haberos hecho daño, y si ahora mismo llamas a tu esposo, estoy dispuesto a pedirle también a él perdón, porque aunque fue una imposición tuya, me siento casi tan mal por él como por ti. Es cuanto tenía que decirte, además de que puedes contar conmigo sin dudarlo para ayudarte a salir de este bache, aunque con ello no pueda enjugar ni la centésima parte del mal que te he hecho. Perdóname si puedes, Irene.

Ella me miraba con el semblante serio, aunque su aplomo no era el mismo, pero seguía asustándome esa Irene desconocida para mí. Sin exagerar, permaneció cinco eternos minutos mirándome fijamente, sin decir una sola palabra, de pie frente a mi, con sus botas de tacón firmemente asentadas sobre el suelo, los brazos cruzados sobre el pecho. Sólo le confería un rasgo de humanidad su mirada, que pasaba de fulminarme con dureza a cobrar vida y ternura por leves segundos, con lapsos favorables cada vez más largos, aunque mi nerviosismo me impedían sostenerle la mirada, me lo estaba haciendo pasar mal, aunque tenía merecido eso y más.

  • No te creo. Mírame a los ojos, pero procura que no vea en ellos ni un resquicio de mentira, porque créeme que lo lamentarás el resto de tu vida. ¡Vamos, levanta tu mirada, déjame ver tus ojos!

Aquella mujer me estaba inquietando como no recordaba haberlo estado antes, sólo cuando siendo un adolescente leí, sólo en la casa familiar de la sierra, el “Drácula” de Stoker, pero por encima de mi inseguridad, de mi alarmita interna, de mi inquietud, prevalecía el deseo de pedir perdón a Irene por mi infame acto.

  • Pues puedes creerme, si pudiera ahora mismo daría marcha atrás al mundo para que lo del otro día no hubiera sucedido, todo ello a pesar de que me gustas desde siempre, que te deseo y de que pude constatar que eres una diosa de mujer, pero no sabes cómo me arrepiento de mi torpeza y de mi egoísmo, perdóname Irene.

Volvieron a pasar unos segundos interminables, nuestras miradas se sostenían mutuamente. Creo que ella podía leer perfectamente en la mía que todo lo que le había dicho era cierto, aunque no estaba seguro de nada en ese momento. Finalmente suspiró hondamente, inclinó reflexivamente la cabeza durante unos interminables instantes y volvió a dirigirse a mí:

  • Está bien, creo que lo que me dices es verdad. Es cierto que te has comportado como dices, pero también valoro que has venido hoy a verme arrepentido de lo que hiciste, aunque no tenías derecho a comportarte como lo hiciste. De todos  modos, Daniel, nada es lo que parece, así que gira el portátil y visiona el video que está almacenado en la carpeta llamada “Daniel”. Hazlo sin sonido, ahórrame al menos eso. No digas una palabra, sólo visiónalo y luego escúchame.

Me tenía sobre ascuas y cada vez más asustado y confundido, pero obedecí y reproduje el archivo eliminando el sonido. Cuando me di cuenta de lo que ella quería decirme, mi corazón estuvo a punto de sufrir un infarto, me quedé absolutamente lívido, los oídos me zumbaban y creí que caería redondo al suelo, fulminado por lo que estaba viendo: era una grabación realizada en la habitación del hotel. Podía verse perfectamente toda la escena antes descrita, con absoluta nitidez. Los tres actores de aquella infamia en versión HD e imagino que con sonido surround, por el comentario anterior de Irene. Avancé el vídeo varias escenas hasta el final, comprobando que había quedado registrado todo el drama con perfecto detalle. Detuve el archivo, me hundí moral y físicamente en la silla y anonadado dirigí mi mirada a Irene que, impasible, se giró abrió la puerta de su despacho y se dirigió a uno de sus camareros:

  • ¡Por favor, Pablo! Dos vasos cortos, cubitera y sírvenos dos maltas.

El camarero entró en el despacho con diligencia, sirvió los dos whiskies y cuando volvía a recoger el servicio en la bandeja, ella le indicó:

  • Deja la cubitera y la botella, puedes marcharte. Gracias, Pablo. –se giró hacia mí y me ordenó- Bébetelo de un trago. Bien, este que te estoy sirviendo no lo toques. Relájate un poco y deja que la sangre vuelva a tu rostro y al corazón, tranquilo.

Se sentó frente a mí. Volvió a observarme de hito en hito, aunque ahora, no sé si por los vapores del excepcional whisky que acababa de servirme, su semblante y su mirada habían mutado, se habían vuelto algo más humanos.

  • Daniel, no estoy completamente segura de lo que estoy a punto de decir y hacer, pero bien pensado ahora mismo pesa más lo que me has dicho y lo que me has demostrado desde que te conozco que lo que pasó el otro día. No estuvo nada bien pero reconozco que tu deseo y mi tejemaneje han podido ofuscar tu entendimiento y tu voluntad.

Mira, yo sé que tú, lo mismo que casi toda la ciudad, sabíais que mi marido es un patán, un nuevo rico de dudoso gusto y modales; yo también lo sabía, aunque le quería porque es mi marido, a pesar de sus correrías puteras, que he sufrido con resignación y en silencio durante bastante tiempo. He soportado mis cuernos con la misma templanza con la que le veía derrochar el dinero en catetadas de paleto maleducado; era mi esposo y en ese aspecto soy una mujer muy tradicional, no estaba dispuesta a romper con el padre de mis hijos, con mi marido, por unas canitas al aire o por dinero.

No sé si también sabías, porque al parecer sólo me lo ocultaba a mí, pues con el resto de la ciudad no gastaba demasiado cuidado: Cesáreo tiene una amante fija desde hace una temporada, aunque yo lo descubrí hace relativamente poco. Me he informado bien sobre el tema, se trata de una pelandusca de cuidado que le ha dejado pelado, aunque lo que más me dolió fue ver los mensajes que le mandaba desde su teléfono, con frases y palabras que sólo se deben decir a tu esposa si quieres seguir casado hasta la muerte con ella. Eso me partió el corazón y me hizo ver claro. Fríamente medité mi venganza y los pasos a seguir:

Cesáreo ya no vive en casa conmigo desde el otro día. Cuando te marchaste le dije que sabía lo de su amante, que no quería volver a verlo porque me había utilizado como una puta para saldar deudas, que ya tendría noticias de mis abogados. Por supuesto ya había tenido buen cuidado de que sus negocios no pudieran hundir la pequeña “lancha de seguridad” que reservé para mis hijos y para mí: la casa me pertenece en exclusiva y nadie puede embargarla y la cafetería me podría bastar para vivir desahogadamente… y ahí entras tú:

No estoy nada segura de que con todo el dinero que voy a necesitar en estos meses pudiera mantenerme al día contigo, porque este imbécil ha derrochado lo suyo y lo mío, así que decidí jugar una carambola cruel y bastante maquiavélica. Mira Daniel, tú también me gustas desde hace tiempo. Nunca le he dado bola a ningún hombre por respeto a mi esposo, pero tú eras mi pequeña excepción mensual, aunque jamás le hubiera sido infiel ni contigo ni con nadie, pero tras comprobar lo que me estaba haciendo ese canalla, decidí darle su merecido, a la vez que con la grabación me aseguraba tenerte bien cogido y usarla como salvavidas en caso de máximo apuro, ya sabes: con ese material podría haber estado una buena temporada sin tener que pagarte la renta, o eso creo al menos. Ni que decir tiene que dí el paso adelante contigo porque me gustas mucho, no hubiera sido capaz de tener sexo con otra persona que no fueras tú, aunque ahora creo que voy a pinchar mi salvavidas, pienso que tú tampoco merecías lo que te he hecho y podría arruinarte la vida por culpa de mis problemas conyugales.

Al tiempo que me decía esto, eliminó la carpeta que contenía el vídeo, tras lo que vació el contenido de la papelera de reciclaje. Luego, buscó en su bolso y extrajo un pendrive USB, me volvió a mirar, sonrió como siempre y con un solemne ademán, lo tiró dentro de mi vaso de whisky. Yo no decía palabra, sólo la miraba a ella, al ordenador, al vaso, sin saber qué decir.

  • Eso que navega en tu whisky era mi copia de seguridad del video, espero que tú también me perdones, sobre todo por haberte obligado a que Cesáreo presenciara todo lo que hicimos, pero no puedes imaginar cuán dulce me supieron los orgasmos que me regalaste mientras apretaba la manita de ese cabrón y le miraba a los ojos, cómo disfruté mientras me follabas y él me mostraba su cara de sufrimiento, aunque pensarás que soy una malvada.

  • Mira, Irene, yo sólo sé que no soy juez de nadie. También tengo claro que me tienes confundido, pero que me sigues gustando como siempre y que te comería ahora mismo esa boca que vuelve a sonreír como me tenías acostumbrado.

Ella me sonrió, se incorporó y acercándose a mí estampó un beso en mi boca, asiéndome la cara con las manos, prolongando la caricia que sus labios me daban, abriendo los míos para unir nuestras lenguas. Interrumpió el beso, se levantó y avanzó hasta la puerta, cerró con llave y volvió hacia mí con una cara de traviesa increíble, me empujó contra el respaldo de la silla, se arrodilló ante mí y comenzó a desabrocharme el pantalón. Yo me dejaba hacer sorprendido y contento.

  • ¿Sabes, Daniel? Acabo de decidir que tenemos que repetir lo del otro día, porque si lo pasé estupendamente con el patán de mi ex marido presente, imagino cómo lo pasaremos tú y yo solos.

Interrumpió su charla para engullir sin dudarlo toda mi polla, que aún estaba semierecta, aunque en cuatro o cinco pasadas de sus labios sobre ella adquirió un estado de revista impecable. Paró de mamar y sin separar su boca de mi polla, mientras me masturbaba, me djo:

  • Hoy tiene que ser un rapidín porque estoy trabajando, tú estás casado y no quiero dar cuartos al pregonero. Además como me folles igual que el otro día, todo el mundo se va a dar cuenta cuando salgamos, así que te voy a dar una mamada rapidita, aunque me voy a tragar toda tu corrida, que el otro día me supo a gloria la que pude probar.

Siguió mamando con maestría durante un par de minutos. La situación y sus habilidades innegables como felatriz me tenían desmadejado y a punto de correrme como un chaval, pero nuevamente dejó de chupar, se sacó la polla de la boca y siguió hablándome con una voz de gata perversa en celo.

  • En breve vamos a quedar para follar como Dios manda, aunque quiero que repitas la comida de culo que me diste, porque no lo había probado nunca y me encantó, lo mismo que eso de que te corrieras en mi cara, aunque no te lo pude decir, pero lo disfruté como una actriz porno, fue bestial.

Nuevamente se amorró a mi polla y prosiguió con la mamada, que me estaba llevando al séptimo cielo. Entre lamidas y chupadas, comenzó a hablarme de forma casi ininteligible, aunque mi calentura me permitió entender lo que me decía: dijo que también estaba deseando que le rompiera el culo después de volver a comérselo con mi lengua, que le había gustado mucho la sensación de notarse follada por ese agujero virgen hasta la fecha, pero que me lo entregaría deseosa a la primera ocasión.

Aquello superó todo mi aguante, me desbordé y comencé a correrme intentando gemir lo menos posible para que no nos oyeran fuera, disparando abundante semen en la boca de Irene, que seguía chupando delicadamente mi polla mientras masajeaba mis testículos, extrayendo todo el fruto de mi orgasmo. Oía perfectamente cómo engullía  golosa al tiempo que me dirigía miradas divertidas pero no exentas de deseo. Definitivamente mi alarma interior había dejado de alertarme, aquello había tenido un inesperado y muy placentero final, aunque por lo que Irene me había vaticinado para próximos encuentros, lo dejaríamos en sorprendente interludio en nuestra relación.

Tras comprobar que mi orgasmo había finalizado y mi eyaculación había terminado en su boca íntegramente, Irene se aplicó en lamer profusamente toda mi polla, cuidando de que no quedara el más mínimo resto de semen sobre la misma –“hay que limpiar el arma antes de volverla a enfundar”, decía pícaramente-. Yo callaba y la dejaba hacer, loco de alegría, acariciando con el dorso de la mano su cara bella, rozando apenas con la punta de mis dedos sus labios tan ávidos de mí hacía unos instantes, su cuello delicado. Finalizada su esmerada limpieza, se incorporó del suelo, arregló su ropa y levantándome de la silla, me vistió como a un colegial, sonriendo, besando mis manos cada vez que pasaban por su cara en agradecidas caricias.

  • Bueno, Daniel, ahora sé bueno y mírame bien la carita y la boca, no sea que me quede algún rastro del delito… -se pasó lujuriosa y desenfadadamente la lengua por la comisura de los labios, consiguiendo reactivar mi lánguida polla. Ante la negativa de mi gesto abandonó la tarea-.

Pues yo ahora me voy fuera, no quiero dar motivos para que los empleados ni nadie piensen mal ¿imaginas que algún mal pensado se imaginara que nos hemos metido aquí dentro a follar? Jajajajajajaja.

Bueno, termínate el whisky tranquilamente y luego coge el pendrive y lo arrojas a una hoguera personalmente, nada de tirarlo a la basura o similar, no sea que el archivo no esté averiado por el alcohol y termines chantajeado por cualquiera.

Yo voy a estar unos días bastante atareada, junto con mis abogados, terminando de torear y rematar al cornudo de mi ex, pero vete preparando, porque para la semana que viene tenemos que quedar en ese hotelito tan agradable al que llevas a tus amantes, espero que a partir de ahora ex amantes, para darnos un buen festín sin testigos molestos, pero mentalízate a fondo, porque quiero que vuelvas a correrte en mi cara como el otro día, también tendrás que darme a beber otra ración de esa leche tan exquisita que tienes y, por supuesto, tendrás que desvirgarme el culito después de otra buena comida, que la disfruté una barbaridad.

Me dio un apasionado y profundo beso, con su lengua enlazada en la mía, el regusto amargo del semen que aún restaba en su boca me resultaba perceptible, pero no me importaba, porque en ese momento todos mis pensamientos y sensaciones estaban en prepararme para mi próximo encuentro con Irene, que tras separase de mi avanzaba con paso firme hacia la puerta del despacho, bamboleando las nalgas del excelso culo que en escasos días perdería su virginidad, sacrificado por mi traviesa polla, que protestaba por su encierro bajo mi pantalón en momento de semejante resurrección.

Me senté a terminar mi segundo whisky, meditando sobre dónde quemaría el pendrive, cómo iba a ser el repertorio con el que me follaría a Irene en unos días y, sobre todo, a esperar pacientemente a que mi polla erecta claudicase y me dejase salir de aquel despacho sin formar un alboroto.

El esperado estreno del culo de Irene es otra historia que, como las de los abuelitos a sus nietos, dejaremos para otro día.

Un saludo para todos los que habéis llegado hasta aquí. Nuevamente agradeceré sus comentarios y mails. Sed felices.